CAPÍTULO 27

12 de agosto

Treinta y nueve meses después del descubrimiento del THON

Sara Mesley

La orden de Bruder Klaus

El Protect Ya Neck de Wu-Tang atronaba en los altavoces de potentes graves que llevaba el sucio taxi que subía y bajaba por los baches de la carretera de tierra que conducía al pueblo de Listvyanka, cerca del lago Baikal, en Siberia (Rusia).

La implacable dureza de la nieve de aquella región me hizo desear una taza de café caliente mientras contemplaba las mortajas blancas del otro lado de la ventana, que competían por mi atención con las sombras. No servía más que para contribuir a mi incertidumbre sobre lo que me esperaba en el lago Baikal.

El conductor frenó y yo salí lanzada hacia delante. Después se detuvo cerca de una puerta abierta con un candado roto colgando de una cadena suelta. El hombre se volvió en el asiento para mirarme con cara de asco y señalarme con un dedo enguantado.

—¡No sigo más! —me gritó por encima de la música, con un fuerte acento ruso.

Levanté la vista y miré más allá del parabrisas, donde distinguí las luces de una cabaña a unos trescientos metros, sendero arriba. Treinta centímetros de nieve, dos grados de temperatura, ventisca… En fin. He hecho cosas más difíciles. Le lancé al taxista unos cuantos dólares estadounidenses, agarré mis bolsas y salí sin decir palabra.

El paseo hasta la cabaña fue una excursión suicida a oscuras, muy en consonancia con las ideas que se me pasaban por la cabeza. Me ardían los brazos y las piernas, y mis músculos reclamaban descanso o sustento. Al menos, el camino era llano; estaba intentando concentrarme en lo positivo. Para cuando llegué a la puerta principal, no estaba de humor para convenciones sociales. Le di una patada para llamar, puesto que cargaba con una bolsa en cada mano.

La puerta se abrió y me encontré con el rostro, ahora barbudo, de Bernard Kieslowki. Como no era de los que saludan con una sonrisa, se hizo a un lado y ni siquiera se ofreció a cargar con mis maletas ni a preguntar cómo estaba; me conocía demasiado bien. Lancé ambas bolsas cerca del sofá, donde estaba sentado el padre Reilly bebiendo café.

—Bienvenida —me dijo este último, saludando con un movimiento de la taza.

—Los tres en la misma habitación —contesté—. Será mejor que haya una guerra ahí fuera para haberme arrastrado hasta aquí.

Bernard señaló a Reilly.

—Esta persona quiere que vayamos a robar unas antigüedades.

—Vale… —Por el momento, sonaba divertido.

Bernard señaló de nuevo al padre Reilly con la cabeza.

—Venga, cuéntaselo.

Reilly dejó el café en la mesa.

—La tercera carta de Fátima…

Oh, no.

—Ya hemos pasado por esto antes —le dije, a punto de llamar al taxista para que volviera y me llevara a un sitio importante de verdad.

—Escúchame —insistió Reilly, molesto—. Hay un tratante de antigüedades en Malta que se especializa en objetos griegos.

—Mercado negro, por supuesto —añadió Bernard.

—Pero ¿qué sentido tiene…?

—El tercer misterio —continuó Reilly—. Una académica, una matemática brasileña lo ha analizado de nuevo y ha descubierto que contenía un código, que la carta en sí era una especie de código integrado y entretejido en el texto. Se descifraba a través de la sintaxis y el sonido. La hemos estado leyendo mal.

Miré a Bernard, y él me lanzó una mirada de «¿A mí qué me cuentas?».

—Suponiendo que te crea —dije—. ¿Qué coño dice?

—Que siempre han estado aquí, Sara —respondió Reilly—. Desde antes del nacimiento de la Iglesia. Desde antes de que hubiera iglesias. —Se echó atrás en el asiento y me miró.

—El asunto es que este tratante de antigüedades tiene objetos que lo confirmarían —intervino Bernard, sacudiendo la cabeza—. A qué fin, ni idea.

—La Congregación de Gibilmanna fue una antigua orden católica de Sicilia que, al parecer, poseía estos objetos antes de que los moros saquearan su monasterio —insistió Reilly. Se levantó y empezó a dar vueltas por el cuarto—. Fueron pasando de generación en generación, hasta que llegaron a manos de este hombre.

Suspiré para que supiera lo enfadada que estaba.

—Te voy a conceder tres días de mi tiempo —le dije—. Pero primero tienes que sacarme de este erial helado.

Nos marchamos en un viejo Lada Niva que nos prestó el dueño de la cabaña. El Niva era uno de los vehículos todoterreno rusos más famosos de la historia. Este databa de los años setenta del siglo XX y tenía un peculiar diseño que hacía dudar de que lográramos recorrer más de metro y medio con aquella nieve. Imagínense un viejo Fiat con enormes neumáticos capaces de resistir a cualquier tiempo y terreno.

El coche pasaba por encima de los agujeros, la nieve, y las omnipresentes rocas y tocones como algo sacado de un videojuego o una carrera de obstáculos. ¿Alguna vez han jugado al Mario Kart? Pues igual, sólo que sin los champiñones simpáticos. Me senté atrás, junto a Bernard, puesto que Reilly era el único que sabía conducir un coche con marchas. Huelga decir que los monjes silenciosos no son grandes compañeros de viaje. Sin embargo, llegamos a Moscú en unos cuatro días. ¿No había dicho que le daba tres? Se ve que no…

Desde Moscú tomamos un avión a Palermo, en Sicilia, condujimos hasta un puerto y embarcamos rumbo a la isla de Malta.

Llegamos a Malta en plena noche y vagamos por la ciudad hasta que encontramos un bar abierto. Era una vieja taberna construida en una cueva abandonada que se usó de fortín en el siglo XVII. El lugar parecía una bodega con las paredes forradas de barriles vacíos de licor, el suelo de mosaico y umbrales arqueados. Lo más curioso es que tenían una pequeña panadería en una de las esquinas, y allí servían kürtöskalács y pastizzi. Tras un par de horas de cervezas y pasteles, fuimos en taxi a una residencia a unos tres kilómetros de la costa, en el barrio de Saint Paul’s Bay.

Construido en 1922, el edificio de dos plantas era de piedra, con vigas al aire y barandillas de hierro. Toda la manzana consistía en una hilera de estructuras idénticas de caliza con puertas y ventanas de madera, y azulejos típicos del lugar.

El padre Reilly llamó a la puerta con el puño. Se abrió casi al instante, y una joven apareció al otro lado. Llevaba un vestido blanco suelto con un delantal azul encima y el cabello recogido.

—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó con un rasposo acento británico.

—¿Es usted De’Ann Saxon? —pregunté.

Ella asintió sin apartar la vista.

—Me preguntaba si tendría un momento para charlar sobre unas antigüedades que estamos interesados en comprar —le dije mientras intentaba mirarla a ella y al interior de la casa a la vez.

En su rostro no vi sorpresa alguna cuando se apartó para permitirnos entrar. La seguimos. Bernard se quedó en el exterior, siguiendo el protocolo de tener a alguien vigilando por si se producía alguna actividad fuera de lo normal. Se sentó al otro lado de la calle, en un pequeño puesto de café, imagino que con la esperanza de oír disparos o algo.

De’Ann nos condujo a una pequeña sala de estar con una alfombra de algas que cubría el suelo de piedra y un desvencijado sofá de cuero. Nos ofreció el sofá y ella se sentó al lado de un escritorio de madera. Tras girarse un momento, se inclinó hacia la cocina y chilló:

—¡Lee, vigila la olla y no dejes de moverla!

Me volví para intentar ver quién estaba en la cocina, pero el ángulo del sofá me lo impedía. Me inquietaba no saber cuántas personas más había allí y si de verdad estaban cocinando o sosteniendo un arma, a la espera de la palabra correcta.

—Lo siento —nos dijo—. Estoy preparando ciervo confitado. Tarda tres días en hacerse, pero es el único modo, ¿verdad? —Se encogió de hombros—. Aunque sea un proceso lento, sabe divino.

—Me lo creo —respondió el padre Reilly—. Debe de estar fantástico.

Casi a la vez, nuestros ojos se fijaron en las manos de De’Ann, que estaban cubiertas de una sustancia oscura que casi parecía formar parte de la piel, en contraste con el tono de alabastro del resto de su cuerpo.

La joven se dio cuenta y alzó las manos, como si nos enseñara una foto.

—Están mirando mis manos de tomate.

—¿Qué quiere decir eso? —pregunté.

—Es por recoger tomates… Se acumula la sustancia que segregan. Las manos se te quedan así cuando recolectas muchos muchos tomates. En realidad, viene de la parte verde de la rama.

—No lo había oído nunca —comentó Reilly.

—Es muy difícil quitarlo —añadió De’Ann—. Vamos, que hace falta gasolina y alcohol.

—Intentaré recordarlo.

—Bueno, ¿qué clase de objetos buscan? —preguntó ella.

—Griegos —respondí yo.

Ella ladeó la cabeza para meditarlo un momento.

—Bueno, puedo enseñarles algunos que quizá les interesen si me acompañan al sótano —respondió ella, sonriendo.

Se levantó de la silla.

Mis sentidos estaban alerta. Allí había algo raro. ¿En aquel breve momento había decidido que éramos compradores serios dispuestos a gastar miles, si no millones, de dólares? Parecía una trampa, aunque no teníamos más opciones llegados a ese punto. Nuestros contactos nos habían asegurado que aquel era el lugar en el que encontraríamos respuestas. Estábamos metidos hasta el final.

—Por supuesto —respondí, mirando a Reilly. Sus ojos me dijeron que le preocupaba lo mismo que a mí.

De’Ann nos condujo por las estrechas escaleras de piedra que conducían al sótano, iluminadas por unas cuantas bombillas. Olía a piedra mojada o a cueva. Al llegar abajo, me preocupaba que las luces no iluminaran toda la habitación.

—Este edificio antes era un cuartel, y este sótano conduce a otros a lo largo de toda la manzana.

Llegamos al centro del sótano, y me choqué con la espalda del padre Reilly, que se había parado de golpe.

—¡Eh! —grité, y al rodearlo vi que De’Ann tenía una pistola. Una Desert Eagle, de hecho. Aquella cosa era el doble de grande que una cabeza humana y seguramente podría haber abierto un agujero en mí, en Reilly y en la pared que teníamos detrás.

—¿Por qué no me cuentan qué quieren de verdad? —preguntó con cara de estar muy enfadada.

—Bueno, la verdad es que hemos venido a ver esos objetos —respondió el padre Reilly, que había levantado las manos y parecía casi de buen humor.

De’Ann lo miró sin apartar el dedo del gatillo.

—Nadie sabe que tengo objetos griegos. Sólo se me conoce por comerciar con antigüedades moriscas y romanas. Pero ustedes lo sabían. ¿Cómo?

—Nos informó una fuente —contesté—. Estamos aquí con la Orden de Bruder Klaus.

Me preparé y tensé los músculos. No estaba segura de cuál sería su reacción tras mis palabras, pero, teniendo en cuenta el pistolón, no había muchas opciones, y las que se me ocurrían no eran demasiado buenas.

De’Ann bajó el arma y respiró hondo.

—Mi bisabuelo estaba en la Congregación de Gibilmanna. Las antigüedades que guardo llevan varias generaciones en mi familia, y han viajado por Sicilia, Alemania y Polonia. Todos miembros de la congregación. Las familias desaparecen, otras cambian de prioridades y el interés desparece. Al final, yo me quedé con todo.

El padre Reilly se inclinó hacia ella y la miró fijamente.

—Estos objetos encajan con un nuevo análisis del tercer misterio de Fátima. Es importante que los veamos.

—Entonces creo que les van a resultar muy interesantes —dijo ella—. Síganme.

Nos condujo por otro pasillo anexo al sótano. El techo era bajo, así que nos inclinamos para avanzar a la luz de las lámparas que colgaban de las paredes. Acabamos en una sala con una enorme caja fuerte junto a una pantalla de ordenador, en la esquina. Parecía completamente fuera de lugar en aquel entorno.

De’Ann apoyó la yema del pulgar en el lector de huellas, y la caja se abrió y dejó escapar un silbido al perder el aislamiento. Encendió una lámpara de escritorio que estaba junto a una mesa de madera tapada con una tela de terciopelo.

Colocó una lupa de pie de cinco aumentos al lado de la mesa. De la caja sacó una estatua de Pan en mármol y la colocó sobre la mesa. Después, acercó la lupa al rostro de la estatua y me invitó a mirar.

Me incliné y miré a través del cristal: dos colmillitos asomaban de la boca de Pan. Miré al padre Reilly, que me sonreía.

—No demuestra demasiado —afirmé.

De’Ann guardó silencio. Después colocó una fotografía y un trozo de mármol en la mesa.

—Esto procede de la excavación del Altar de Pérgamo, en Grecia. Cuenta la historia de Télefo, fundador de la ciudad de Pérgamo. En 1878, un arqueólogo alemán llamado Carl Humann realizó excavaciones en ese emplazamiento. Se llevó todos los fragmentos a Berlín para reconstruirlo, según su acuerdo con los Gobiernos griego y turco. Sin el conocimiento de sus superiores, se guardó muchos de los objetos más escandalosos, históricamente hablando, y los donó a los Hermanos Hospitalarios, una orden militar de la Iglesia Católica.

Apuntó con un dedo a la fotografía, en la que se veía el grabado de un hombre chupando el cuello de otro hombre, mientras una mujer recogía la sangre en una copa. En otra parte se retrataba a unos hombres con colmillos protegiendo a unas familias de las fuerzas invasoras.

Oí que Reilly se aclaraba la garganta detrás de mí. De’Ann colocó el trozo de mármol debajo de la lupa. La miré y leí la palabra griega que aparecía:

Henna

Levanté la vista, y De’Ann me miró con una sonrisa cómplice.

—Significa…

—Sangre —susurró el padre Reilly.

La joven sacó más fotos.

—Estas son del Mecanismo de Anticitera. Se trata de un antiguo artilugio planetario con mecanismo de relojería. Algunos dicen que fue el primer ordenador. Los científicos suecos usaron una simulación informática y topografía de rayos equis para leer las inscripciones a través de la corrosión del artefacto. Esta línea de arriba dice: «A…».

—Anoesis —terminó el padre Reilly por ella.