CAPÍTULO 29
Nochevieja
Cincuenta y cinco meses después del descubrimiento del THON
Lauren Scott
Doctora e investigadora jefe de la Atwater Corporation
Nunca me he sentido tan sola como durante aquella extraña batalla tácita. Me sentía sola incluso con Hector a mi lado. Después de la victoria inicial en el laboratorio de Atwater, mi droga antiTHON fracasó en muchos de los experimentos de campo. Todas las semanas se marchaba un científico de Atwater o un profesor de alguna universidad me enviaba un correo electrónico para informarme de que ya no iba a seguir investigando el virus. No soportaban la presión.
Me asignaron un equipo de agentes federales para protegerme, algo esencial, teniendo en cuenta la cantidad de amenazas de muerte que recibí después de que se analizara mi investigación en un artículo del New York Times. Empecé a trabajar por la noche y a dormir durante el día. Fue más sencillo de lo que creía. No me sentía cómoda durmiendo de noche: siempre estaba en guardia. Cada vez que oía un ruido, creía que alguien intentaba entrar en casa. Era agotador.
Hector publicó su libro, titulado: La sangre del pacto eterno: A la caza del THON. Fue un superventas, y Hector apareció en televisión, en Today. Por supuesto, su aparición se fue al traste cuando el presentador le preguntó si mi investigación era ética en cuanto a alterar la genética humana para combatir el virus.
Los acontecimientos estaban tomando un giro sorprendentemente pacífico. Junto con la Campaña de Derechos Humanos y Amnistía Internacional, el Consejo Crepuscular organizó una «campaña de sangre por la paz», en la que los humanos donaban su sangre como símbolo de reconciliación con los crepusculares y para demostrar que el conflicto armado no era la solución a los problemas a los que nos enfrentábamos. El consejo esperaba facilitar un sistema más convencional mediante el que poder comprar la sangre donada de buen grado. Ya se habían planificado varios centros de distribución en ciudades de todo el país para encargarse de la logística de un banco de sangre legal. Un supermercado para crepusculares.
Los argumentos en contra no tardaron en aparecer: muchos académicos lo igualaban a la compra de órganos y les preocupaba que la gente más desfavorecida fuera la que acabara por donar. Sin embargo, muchos reconocían que los crepusculares necesitaban sangre para sobrevivir. La ecuación moral era significativa: incluso en estos primeros días de la campaña de sangre por la paz, nuestros estudios indican que los donantes frecuentes sufren importantes problemas de salud. ¿Deberíamos consentir el daño autoinfligido para ayudar a otro segmento de la población que ha decidido voluntariamente correr un riesgo?
Pensarlo sólo servía para sentirme peor.
Me encontré a Hector junto a la encimera de la cocina, con la cabeza ladeada, esbozando una leve sonrisa mientras movía el pie al ritmo de una canción que sólo sonaba dentro de su cabeza. Nos habíamos prometido no hablar nunca de los traumas a los que me había enfrentado durante los últimos años en primera línea de combate ni de los peligros, ni de cuándo sucederían.
El hombre nervioso al que había conocido en Nogales se había transformado. Por la mañana me daba una taza de café solo y me preguntaba con mucha calma: «¿Lista para ver virus?».
Y yo sonreía. Sin responder. Me recordaba a lo que me decía mi padre: «No te creas ni la mitad de lo que ves y nada de lo que oyes».
Volví a fumar, pensando que me ayudaría con el estrés al que me enfrentaba todos los días. No parecía ayudar; empecé a despertarme enferma, vomitando. Estuve así una semana, hasta que una tarde, cuando estaba sentada en mi coche, cansada, en un semáforo en rojo, me enderecé de golpe. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Busqué la farmacia más cercana y entré corriendo.
Dejé de fumar ese día, para siempre.
Estaba embarazada.
Por supuesto que esperamos a eso para casarnos. Nos fuimos a Nogales; lo sé: ¿por qué revivir todo aquel drama? Pero para nosotros tenía sentido. Nos casamos allí, sin jaleo, en el ayuntamiento. Mis padres lo vieron por Skype y, cuando vi llorar a mi padre, yo también lo hice. Seguro que, como yo, estaban tan contentos como apenados, pensando en Jennifer.
La cercanía con Nuevo México me hizo meditar sobre todo lo que habíamos pasado, sobre todo lo que nos quedaba por delante. Seguía habiendo una cantidad excesiva de vehículos militares por Arizona y el suroeste, así que costaba pensar en otra cosa. Parte de mí quería volver a ver la fosa común, pero ahora era una zona militar restringida. Me conformé con el nuevo centro de autopsias de Nogales. Menudo viaje de novios.
Decidimos evitar la autopista principal de vuelta a California, así que viajamos por las carreteras secundarias cercanas a la frontera con México. Los caminos polvorientos y vacíos me recordaron al largo viaje de mi familia a Disneyland, cuando Jennifer y yo éramos pequeñas. Mi padre había decidido ahorrar tiempo yendo por las mismas carreteras secundarias, y a mí me encantaba escuchar las cadenas de radio de la frontera que se filtraban entre las ondas estadounidenses. Como México no tenía que preocuparse por las normas de la FCC sobre la intensidad de la señal y la ubicación de las ondas de radio, llenaba la frontera de cadenas que retransmitían ilegalmente a ambos lados de la frontera cualquier programa imaginable: predicadores dementes de todas las sectas habidas y por haber, científicos aficionados lunáticos que vendían curas falsas para cualquier enfermedad, rap en español, paletos, locos, tejanos, programas de radio mexicanos… Jennifer y yo cantábamos cuando reconocíamos la música, pero a menudo nos limitábamos a escuchar aquel zumbido mezcla de melodías, voces y estática, como si fuera una droga alucinógena.
¿Hacia qué clase de futuro caótico nos dirigíamos? Los crepusculares habían intentado aplicar un estricto método para regular las recreaciones, pero una nueva banda de crepusculares salvajes estableció sus propias leyes y se negó a cumplir los criterios propuestos. A medida que se recreaba más gente, buscaban más poder, más tierras y más oportunidades para alimentarse. Antes estaba metida en el meollo; en aquel momento, lo observaba desde fuera.
Le pedí a Hector que parara. Salí del coche y, mientras el viento cálido me azotaba el rostro, contemplé el vasto desierto que se extendía hasta el horizonte. Me tapé la barriga con un gesto protector. Y, cuando el sol empezó a ponerse, tuve un mal presentimiento que me resultaba familiar: desde Nogales, todas las noches traían la ansiedad con ellas. Sin embargo, aquel atardecer en concreto, recé una oración pidiendo que llegara la mañana y que sus rayos protectores nos cubrieran como un escudo de luz.