CAPÍTULO 9
5 de abril
Veintitrés meses después del descubrimiento del THON
Hugo Zumthor
Agente especial al mando de la Unidad de Delitos Crepusculares, FBI
¿Quieren saber algo realmente divertido? De partirse de risa, vamos. ¿En qué banco se abre una cuenta el vampiro? ¡En un banco de sangre!
Vale, ya en serio: a los crepusculares les encanta el oro. En fin, a todos nos gusta el oro, pero su pasión por él es extraordinaria, casi obsesiva. Estaba convencido de que buscaban el oro por su excelente capacidad para conducir el calor y la electricidad, y porque reflejaba la radiación infrarroja; teniendo en cuenta que los crepusculares emiten radiación, podría resultarles calmante. Sin embargo, la idea de un crepuscular revolviendo una pila de oro, como si estuviera en un cuento de hadas o fuera un personaje de El Señor de los Anillos… No sé por qué, pero siempre me hace reír.
Otros investigadores y científicos sospechan que los crepusculares quizá se forren la ropa o la piel de oro para que la radiación se refleje hacia ellos. Pero no han sido capaces de determinar cuál es el objetivo físico de algo así.
En el momento en que se formó la Unidad de Delitos Crepusculares, el FBI todavía no había establecido una conexión con los informes sobre robos de oro…, hasta que un ambicioso agente nuevo, al examinar las pruebas durante muchos meses como si fuera un ermitaño, descubrió que todos los robos de oro coincidían con una representación de la ópera Nixon en China, que recorría el país. Parecía una relación endeble, pero encajaba como un puzle.
Aquella producción de ópera, compuesta en su totalidad por crepusculares, que estaba de gira por el país (todavía me fascina que una ópera, en vez ser cómplice del aburrimiento de América, contribuyera a atrapar a un crepuscular), era un hito en la historia de los crepusculares porque acercaba a su gente y su cultura a muchas personas que quizá no hubieran estado nunca en contacto con ellas, dada su naturaleza reservada y su incapacidad para aparecer en vídeos o audios. Esta relación fue lo que me llevó a la órbita de Cian Clery.
Se suponía que Cian había nacido en Nueva Orleans una noche, durante un huracán de categoría cuatro. Su madre dio a luz en su desvencijado garaje reconvertido en vivienda, en la avenida Saint Charles, con una comadrona y un jardinero para ayudarla. Cuando Cian tenía cinco años, su madre y él se mudaron a Ames (Iowa). Después de eso, hay poca información sobre él, como si no hubiera asistido nunca a la escuela; al parecer, su madre, que era soltera, lo educó en casa hasta que entró en la Escuela de Arte Dramático de Yale con una beca completa.
Cuando todavía estaba en el grado, embelesaba a sus profesores y compañeros con su belleza teutónica y su excepcional capacidad para convertirse en otra persona cuando interpretaba un papel. Si participaba en un ejercicio, sus compañeros lloraban de emoción; otros estudiantes asistían a sus clases si cabía la posibilidad de verlo actuar, aunque sólo fuera un minuto. Dedicado en cuerpo y alma a su arte, Cian no tardó en adoptar un estilo de vida ascético; se quedaba en su habitación a estudiar, en vez de participar en actividades extracurriculares y socializar. Simplemente, meditaba sobre su arte interpretando escenas de sus obras favoritas él solo. Su compañero de cuarto se había mudado hacía tiempo. Eso no hacía más que contribuir a su misterio, y sus compañeros de clase lo respetaban y lo dejaban en paz.
En su primer año, recibió el papel principal en la producción de la Escuela de Arte Dramático de Yale Burn This, de Lanford Wilson, que se representó durante todo el otoño. Un artículo del periódico universitario comentaba que Cian Clery, como el irascible Pale, «hipnotizó a la audiencia» durante toda la obra.
Desde ese momento, fue el protagonista de todas las producciones, desde Spring Awakening a Deseo bajo los olmos. Cada una de ellas se consideró un clásico, y los precios de las entradas se pusieron por las nubes, dando lugar a un boyante mercado negro en el que los estudiantes revendían entradas a los aficionados al teatro de Boston y Nueva York. De hecho, la escuela tuvo que contratar más seguridad para evitar que la gente intentara colarse en el auditorio para ver a Cian. Hollywood llamó a su puerta en su segundo año, pero él rechazó todas las ofertas. Lo que quería era estudiar.
El verano de su tercer año fue un periodo clave en su vida. Por lo que pudimos descubrir (aunque a veces a través de fuentes poco fiables), Cian hizo autostop hasta Austin (Texas) para presentarse a la audición de un teatro independiente llamado Ultimate. Representaban óperas coproducidas de bajo presupuesto, en vez de las obras de un solo acto habituales en los teatros pequeños. Hizo la prueba: cantó en un perfecto italiano (aunque el original estaba en ruso) y consiguió el papel principal de Roberto, duque de Borgoña, en Iolanta. Muchos miembros del público, a los que entrevistaron para un artículo del New York Times, todavía recuerdan que su presencia eclipsaba a los demás actores en escena. Los presentes lloraban o sollozaban de la emoción que les despertaba la interpretación de Cian. Y que les seguía despertando tiempo después.
Puede que igual que a mí me afecta que los Dallas Cowboys pierdan todos los años ante los New York Giants. Se me empañan los ojos sólo de pensarlo.
Después de cinco representaciones, Cian se fue de Austin sin avisar y volvió a Yale haciendo autostop. Sin embargo, en algún punto entre Austin y New Haven (Connecticut), a Cian lo recrearon.
No se conocen las circunstancias concretas de su recreación (aunque muchos periodistas han intentado investigarlas), pero sí se sabe que, al llegar a Yale, Cian se fue derecho a la casa del decano de la Escuela de Arte Dramático, a las dos de la mañana. Le informó de su nueva condición de crepuscular y le dijo que quería que le adaptaran las clases para poder terminar su grado. Eso fue antes de que se aprobara la Ley de Igualdad de Derechos para los Crepusculares, pero el decano aceptó de inmediato, y Cian se sacó su título ese mismo año. No obstante, sorprendió a todos negándose a participar en más producciones de Yale durante su último curso, ya que prefería estudiar su arte en solitario y planificar su siguiente proyecto.
Cian tenía asegurado el convertirse en un galán de Hollywood, pero, al convertirse en crepuscular, perdió la oportunidad de trabajar en el cine y la televisión. Sin embargo, según todos los testimonios, era lo que él quería: se sentía más cómodo conectando con un público en directo que ante las cámaras. Después de graduarse, no tardó en anunciarse su primer papel protagonista (que generaba gran expectación en el mundo del teatro). Gracias a los inversores crepusculares, Cian creó su propia compañía teatral y sería la estrella de su debut: una gira por diez ciudades de Nixon en China, una ópera basada en la revolucionaria (dada su posición de líder anticomunista) visita del presidente Nixon a China en 1972.
Llevar aquella ópera (o cualquier ópera) a los escenarios era una idea audaz, sobre todo al tratarse de la primera producción de la compañía. El tema parecía muy árido y poco sexi para atraer al público en masa. Cian asumiría el papel de Richard Nixon; no se le parecía en nada, pero consideraba que una transformación tan difícil era un reto que merecía la pena. Había estado trabajando en privado en aquella interpretación durante todo su último año de carrera, hasta que por fin sintió que la dominaba y estaba listo para que la viera el público.
El siguiente golpe de efecto de Cian fue conseguir al director original, Peter Sellars, para el nuevo montaje. La ópera se estrenó en la ciudad de Nueva York y fue un éxito instantáneo. La voz y la presencia de Cian llenaban el auditorio; la gente afirmaba que se le oía fuera, donde una multitud esperaba poder verlo en persona. Al final de la representación, muchos de los asistentes se describían exhaustos y emocionados por su interpretación, y lo describían más como una experiencia colectiva que como una ópera.
Las alabanzas al espectáculo en la portada del New York Times consiguieron que se agotaran las entradas de otras dos representaciones y que en la reventa alcanzaran miles de dólares. Internet contribuyó al bombo publicitario después de que un artículo de BuzzFeed se deshiciera en elogios con la producción y, en concreto, con Cian. La página publicó dibujos muy precisos para mostrar las escenas de la ópera y las bambalinas, incluso las de la puerta del escenario, donde cientos o incluso miles de admiradores se agolpaban para pedirle autógrafos y tener la oportunidad de verlo o tocarlo. La ciudad tuvo que enviar a cincuenta agentes para controlar a la multitud, algunos a caballo. El alcalde se pasó varias semanas amenazando con clausurar el espectáculo si los productores no ayudaban a cubrir los costes de la seguridad y el control de los asistentes. También se habló de denuncias, aunque, al final, el ayuntamiento decidió ofrecer dicha protección durante el tiempo que duraran las representaciones.
Los medios e internet publicarían historias sobre la energía del espectáculo, y muchos de los asistentes se afanarían en describir que los ojos de Cian eran de un intenso tono amarillo que parecía brillar y ver todos y cada uno de los rostros presentes.
Se agotaron las entradas de todas las representaciones y, durante todo el tiempo que estuvo en cartel, no hubo ni película ni concierto que vendiera más que Nixon en China.
El primer robo de oro tuvo lugar durante la tercera representación en Nueva York, en la casa de John Hatchet, un abogado que había amasado una pequeña fortuna demandando a los fabricantes de amianto. Como persona dada a opiniones poco ortodoxas, desde conspiraciones gubernamentales hasta supervivencialismo, guardaba parte de sus ganancias en oro para prepararse para el siguiente colapso económico. Construyó un depósito privado en el sótano de su casa de Manhattan. El depósito era la antigua lavandería; no cumplía todos los requisitos de la cámara acorazada de un banco, pero era una construcción sólida de hormigón armado y Kevlar, con puertas de acero de treinta centímetros de grosor y escáner de retina. La noche en cuestión, John Hatcher asistió a una representación de Nixon en China y comió sushi a última hora con unos amigos en Masa, donde estuvo unas tres horas. Se marchó a su domicilio acompañado por su guardaespaldas. Cuando llegó, lo primero que hizo fue bajar al sótano, donde tenía un bar, y vio la cámara abierta y vacía.
El FBI no recibió aviso del robo hasta pasadas dos semanas, ya que Hatcher no estaba muy dispuesto a revelar cuánto oro tenía. La gente rica sabe que detalles como ese pueden llamar la atención de Hacienda, y la mayoría tiene algo que esconder en lo que respecta a sus ingresos. Justo después del suceso, Hatcher contrató a un equipo de detectives privados muy discretos, pero no lograron encontrar ninguna prueba sólida. Entonces fue cuando llamó al FBI. La oficina regional se ocupó del caso, pero entre las investigaciones por alerta terrorista y el contraespionaje, el asunto languideció.
El siguiente robo ocurrió en Boston, durante los tres días que pasó la ópera en aquella ciudad.
Esta vez sucedió en una distribuidora de oro independiente, la Ellison Corporation, situada en la primera planta del antiguo edificio de un banco del centro de Boston. La noche de la segunda representación de Nixon en China, una persona o varias desconectaron las cámaras; entraron en el sótano del edificio, donde se guardaba el oro, sin que se disparara la alarma; dejaron a los guardias incapacitados, aunque se desconoce cómo; y sacaron cinco millones de dólares en oro de la cámara. A diferencia del golpe en la casa de Hatcher, la Ellison Corporation informó de inmediato del robo al FBI, aunque, como con el caso anterior, este tampoco llegó a resolverse. No había pistas.
El tercero tuvo lugar durante la siguiente serie de representaciones de la ópera en Houston (Texas). Llegados a este punto, el joven agente del FBI Calvin James, que trabajaba en Los Ángeles y al que se le había asignado el último robo, me envió sus teorías sobre la posible implicación crepuscular. Tardé una semana en leer su correo electrónico y examinar sus teorías, pero me impresionó su detallado análisis.
Tenía que existir una relación. Por supuesto, otros agentes del FBI dieron por hecho que sacaba esa conclusión porque desconfiaba de todo lo que tuviera que ver con crepusculares, pero costaba rechazar las coincidencias entre los robos y la ópera. Dicen que vive y aprenderás, aunque yo hacía tiempo que no prestaba atención a ese consejo. Viviré gracias a no aprender, sin ningún problema.
Así que reservé billete para Houston, donde descubrí que la ópera ya se marchaba a su siguiente destino: una semana en Los Ángeles.
«Si vuelcas el mundo, todo caerá en Los Ángeles». Creo que lo dijo Frank Lloyd Wright. Fue lo primero que pensé al salir del avión y verme rodeado de caras rellenas de bótox por todas partes. Era como una nueva versión de Los crímenes del museo de cera, de Vincent Price.
Me reuní con el agente Calvin James en el aeropuerto. Era alto y musculoso, un antiguo jugador de fútbol americano con piel acaramelada y atractivo de modelo. Se había unido al FBI tras dos años de contable para HP. Tenía fama de agente concienzudo, de alguien en quien se podía confiar.
Para planear nuestro siguiente movimiento, cenamos en el Lucky Grill, un restaurante de los de toda la vida que olía a desayunos fuera la hora que fuera y estaba abarrotado de gente. Barra vieja y bancos de cuero desvaído llenos de trajes nuevos y rostros tensos. Y de hipsters. El zumbido de las conversaciones rebotaba en las paredes junto con el siseo de la comida en la parrilla y el tintineo de las ollas y las sartenes.
—¿Cómo puede vivir aquí? —le pregunté a James.
Él sonrió y le dio un bocado a su hamburguesa de aguacate.
—Si no contamos la desertización urbana, los idiotas superficiales, el tráfico interminable, la contaminación, que a la gente le das igual si no es para avanzar en su carrera, la indiferencia psicótica a cualquier cosa parecida a la empatía y la falta de alma, me encanta. Es perfecto.
Al cabo de unos minutos revisando las pruebas, los dos estábamos convencidos de que los crepusculares estaban detrás de los robos de oro y de que la ópera tenía un papel esencial, aunque desconocido, en la ecuación. Me daba la impresión de que contábamos con unos cuantos días para descubrir los detalles del robo inminente (o eso pensábamos) antes de que ocurriera. El agente James propuso algunas ideas.
Nuestro primer objetivo era investigar y averiguar cuáles eran los posibles blancos, entre los que habría depósitos de oro privados dirigidos por empresas y también inversores privados que guardaban el oro en sus residencias. Huelga decir que era una tarea complicada teniendo en cuenta el poco tiempo del que disponíamos. No obstante, el FBI nos asignó personal para que nos ayudara a reducir la lista durante dos días, hasta quedarnos con los blancos más probables. Establecimos tres: un edificio comercial de cuatro plantas de los años cincuenta en Boyle Heights, sede de la Inland Valley LLC, un servicio privado de almacenamiento de metales; otro tratante de metales preciosos que manejaba grandes cantidades de diamantes y oro, situado en un edificio de una planta sin distintivos de la calle Westwood y llamado Millennial Corp.; y una residencia de casi un kilómetro cuadrado en Bel Air, propiedad de una multimillonaria de las punto com, Sasha Bowie, que guardaba una significativa cantidad de oro en su vivienda.
Concluimos que la residencia de Bel Air era el lugar más probable, puesto que suponíamos que tenía más oro y menos seguridad, relativamente hablando. Concertamos de inmediato una reunión con Sasha Bowie, lo que resultó ser una de las misiones más difíciles a las que se había enfrentado el FBI; me había costado menos concertar una reunión con el presidente de la Cámara de Representantes o con el secretario de Seguridad Nacional.
Evidentemente, como todos sabíamos, Sasha Bowie estaba muy ocupada con su Instagram, su Snapchat y sus tuits sobre la glamurosa vida que llevaba, y las fiestas y estrenos a los que acudía. Había conseguido su fortuna gracias a ser una de las empleadas originales de Facebook (era ingeniera de profesión) que había vendido sus millones en acciones para invertir en otras supernovas tecnológicas, multiplicando así sus ganancias. También tenía millones de seguidores en todas las aplicaciones de redes sociales habidas y por haber.
Nos reunimos con ella en su casa de Bel Air, que estaba en una parcela vallada de una hectárea; la vivienda era todo postes y vigas, acero y mármol. Si necesitan más pruebas que demuestren que el 1% más rico de la población tiene que pagar impuestos hasta ahogarse con ellos y que es necesario un gravamen del 99% en el impuesto de sucesiones, no busquen más. Nos sentamos en un enorme banco de su cocina, que era del tamaño de un restaurante. Estábamos solos Calvin, ella y yo, sin abogados ni consejeros ni publicistas. Sasha hablaba por teléfono cerca del frigorífico mientras esperábamos. Me incliné hacia Calvin.
—Tiene treinta y cinco años, y se ha metido más bótox que Madonna y Meg Ryan juntas.
—¿Treinta y cinco? —se burló Calvin—. Lleva más de una década cumpliendo treinta y cinco años.
La dueña de la casa se acercó tranquilamente y se sentó frente a nosotros.
—Bueno, ¿de dónde han sacado esa información de que corro peligro de robo? Suponiendo que de verdad guarde oro aquí, claro.
Suspiré. Ya les habíamos asegurado tanto a ella como a sus abogados que el FBI no podía revelar sus fuentes.
—Lo siento, pero nos tememos que nuestra información es correcta y concluyente.
Sasha me observó un momento y después se puso a tocar la pantalla de su iPhone mientras continuaba hablando.
—Digamos, a modo de hipótesis, que sí que guardo una gran cantidad de oro en casa. Ningún supuesto ladrón podría entrar a llevárselo. Sería prácticamente imposible saltarse las medidas de seguridad que he instalado.
Me incliné hacia ella y abrí las manos, con las palmas hacia arriba.
—Tiene que entender que los otros robos se produjeron en cajas fuertes protegidas por algunos de los sistemas de seguridad más avanzados del mundo. Tan seguros como el suyo, estoy convencido.
—¿Qué quiere de mí?
—Permítanos vigilar la propiedad desde el interior y el exterior durante los tres próximos días. Si no sucede nada, creo que podremos concluir que su oro está a salvo. No le supondrá ninguna molestia.
Sasha fingió estar pensándoselo, aunque yo sabía que sus abogados habían decidido la respuesta días antes. Al final, sonrió.
—En fin, de acuerdo, ¿por qué no? Sólo son tres días, y voy a estar en Colorado por trabajo. Total, es probable que mi gente lo filtre a la prensa después, por la publicidad. Sírvanse ustedes mismos.
Me entraron ganas de aplaudir despacio, pero no quería tentar a la suerte.
Le dimos las gracias efusivamente. En el coche, cuando por fin salimos de su propiedad, Calvin y yo nos miramos… y nos echamos a reír.
—Creo que no es consciente de lo delicado que se ha vuelto este asunto.
El publicista de Cian, un tal William Gascoigne, que se empeñaba en referirse a sí mismo por su nombre completo, estaba frente a nosotros retorciéndose las manos y dando respingos, como si alguien lo pinchara con una picana.
Calvin y yo llegamos al hotel Standard (que, supuestamente, había pasado a manos de los crepusculares) a las nueve de la noche. Era el hotel más cercano al Disney Hall, donde se representaba Nixon en China. William Gascoigne se reunió con nosotros en el vestíbulo
en penumbra, donde no dejó de toquetearse el pecho en ningún momento, hecho un manojo de nervios. Su camisa de seda destacaba como un cartel de neón en la oscuridad. No era crepuscular, me daba cuenta. Dado que se trataba de un importante publicista de Hollywood, me pregunté por qué no se había recreado todavía, como habían hecho la mayoría de sus colegas. Debía de ser un poco humillante para él. Quizá necesitara que le colocaran delante la zanahoria durante algo más de tiempo. Parecía tener un tic nervioso que lo obligaba a poner los ojos en blanco tras cada frase.
Acceder a Cian fue incluso peor que concertar la entrevista con Sasha. William Gascoigne se empeñó en intentar retrasar o rechazar cualquier encuentro, llegando hasta el punto de llamar al potente bufete de abogados de Cian para amenazar con demandas y con poner en peligro nuestros puestos de trabajo. Pero yo contaba con mi propio arsenal de amenazas: podía filtrar a los medios detalles de la investigación sobre la implicación de los crepusculares y la producción de la ópera. Al final, Gascoigne nos ofreció una entrevista rápida antes de los ensayos del estreno de Los Ángeles.
—¿Son conscientes de lo delicado que es este asunto? —gritó el publicista—. ¿Es que estoy hablando solo?
Sacudió la cabeza, como si no quisiera saber nada más de no-sotros.
Detrás de él había unos cuantos guardaespaldas de aspecto europeo y considerable tamaño, con la cabeza rapada y el ceño fruncido, vestidos con trajes negros. William se alisó la parte delantera de sus pantalones negros con manos nerviosas antes de estrecharme la mía con desgana y pasar a la de Calvin.
Al final asintió y señaló un ascensor que teníamos detrás.
—Por aquí, por favor —dijo, y lo seguimos al interior. Vi que Calvin me miraba con una cara que decía: «Estoy listo para lo que sea».
Llegamos al ático. El publicista se detuvo ante la puerta de la habitación.
—Les ruego que traten con respecto al señor Clery. Necesita permanecer en un estado mental de intensa meditación antes de salir al escenario, y no podemos permitir que su negatividad altere ese estado. Se les ofrece una gran oportunidad, así que, por favor, recuerden que todo lo que aquí se diga es completamente confidencial.
Después, dejó de hablar.
Nos miró primero a uno y después al otro, como si deseara confirmar que entendíamos aquella información tan valiosa.
Miré a Calvin, que reprimió una sonrisita.
—Sí, señor William Gascoigne —le dijo—. Le damos nuestra palabra.
No me sorprendió que la gran suite estuviese prácticamente a oscuras, puesto que la mayoría de los crepusculares era capaz de ver en la oscuridad. Apoyé la mano en mi arma, por la fuerza de la costumbre; el FBI ya nos suministraba balas de uranio empobrecido.
Me llamó la atención la luz del dormitorio, así que seguí a William en esa dirección. Me desorientaba un poco el peculiar aroma, ese perfume entre floral y metálico que algunos crepusculares emitían y al que no me acostumbraría nunca. Quería expulsarlo por completo de mis fosas nasales, pero no era capaz, como aquel día en Austin. Sentí una mezcla de ansiedad y rabia.
Entramos en el dormitorio de la suite, donde una luz brillante (una lámpara) iluminaba una mesita al lado de una figura reclinada en un diván de terciopelo rojo. No había más muebles. «Un bonito detalle», pensé. No nos proporcionaban asientos para no prolongar el interrogatorio.
Me dirigí al diván, y Calvin me imitó, tras toser; el hedor a flores aumentaba a medida que nos acercábamos a Cian. Cuando el actor se echó hacia delante y lo iluminó la lámpara, me quedé pasmado; debo reconocer que, en ese momento, vi lo que había extasiado a las personas que asistían a la ópera, a todo aquel que entraba en contacto con él. Lo que los impulsaba a publicar mensajes sobre el encuentro en todos los sitios de internet a su alcance. No había nadie que, tras conocer a Cian, no tuviera una historia sobre verlo por primera vez, y aquí estaba la mía. Sólo había visto retratos y leído descripciones hasta aquel momento, y allí estaba: un rostro cautivador y angelical que parecía irradiar y reflejar la luz a la vez. Los famosos ojos dorados miraban en tu interior. No pude evitar acercarme más a él.
Cian estaba acostumbrado a aquella reacción, así que esperó; como si su mera presencia ejerciera una fuerza similar a la de la gravedad y arrastrara planetas enteros a su órbita. Sabía que no estaba viendo más que una fracción de sus habilidades.
No sé bien cuánto tiempo pasó hasta que Calvin suspiró a mi lado. Salí de mi embelesamiento y me recordé: «Esta cosa es un crepuscular». A partir de ahí, me resistí de forma activa a su poder sobre mi mente.
—¿Por qué están aquí? —preguntó Cian con su profunda voz melodiosa. Era como una canción favorita que querías escuchar una y otra vez.
—Tenemos que hablar con usted sobre una serie de robos de oro que se han producido en varias ciudades, coincidiendo con las fechas de su gira —respondí, y lo miré a los ojos.
Tanto aquellos ojos como su piel parecían emitir luz, pero, ahora que estaba concentrado en nuestra misión, me sentía menos cautivado.
—Y sospechan que tengo algo que ver con los robos —dijo con cuidado—. ¿Porque ocurrieron cuando yo estaba en la ciudad con mi ópera?
—No es tan sencillo —contesté—. Nadie lo acusa de participar ni de conocer los robos. A través de pruebas de radiación individuales, nuestra investigación demuestra sin lugar a dudas que los delitos los cometieron uno o más crepusculares. Estas pruebas son infalibles, como ya sabrá.
—Infalibles —repitió él, prolongando la pronunciación—. Es una palabra interesante. Libre de culpa o error. «Toda palabra de Dios es pura». ¿No es eso lo que usted cree, agente Zumthor? Debe saber que somos lo más cercano a ese ideal entre los seres vivos con sentimientos, salvo por los santos, si cree en tales conceptos.
Respiré por la boca para evitar el olor dulzón del aire.
Calvin recuperó la voz:
—Tiene a muchos crepusculares contratados. Es un hecho. Y los robos los cometieron crepusculares. Otro hecho. Sencillamente queremos saber si nos puede dar alguna información. Algún comportamiento extraño que haya detectado.
Cian nos miró, y de nuevo me esforcé por librarme de la atracción de sus ojos.
—Diría que no —dijo—. No, estoy absolutamente seguro de que ninguno de mis empleados ha participado en un robo de oro. Crepuscular o no.
Me obligué a sonreír, aunque estoy seguro de que no se lo tragó. Creo que yo tampoco. Es probable que estuviera pálido y sudoroso.
—En cualquier caso, me gustaría hablar sobre los crepusculares de su personal, uno a uno…
Una tos detrás de nosotros. William Gascoigne había vuelto. Dio un paso adelante con la mano levantada.
—Agente Zumthor, creo que con esto basta por ahora. Sin duda hemos cumplido con las obligaciones que acordamos con sus superiores.
—Acabamos de empezar…
Gascoigne agitó ambas manos.
—Teníamos un acuerdo. El señor Clery tiene una agenda muy estricta. Y cualquier otra pregunta debería plantearse en presencia de su abogado…
—De acuerdo —dije, puesto que no quería tener que oírle ni una palabra más a aquel maniaco acelerado. Además, los jefes del FBI habrían pedido mi cabeza de haber interferido en la representación de aquella noche, a la que iban a asistir el gobernador de California y otros funcionarios y figuras oficiales—. Pero no hemos terminado. Me gustaría concertar otra cita.
Más pronto que tarde. Quería hablar con Cian de todos esos cuerpos sin sangre que aparecían cada vez que visitaba una ciudad.
—Tendrá su cita, agente Zumthor —dijo el actor—. Y usted también, agente James. Podrían plantearme ciento ochenta y tres preguntas, amigos míos, y yo las responderé todas. Qué obsesión tiene usted con la sangre, agente. Porque la vida de la carne está en la sangre, y yo os he dado la sangre para hacer expiación sobre el altar por vuestras vidas; pues la sangre hace expiación por la persona. —Fijó su mirada en mí durante más tiempo del que me resultaba cómodo—. William Gascoigne, entregue a los agentes una lista con todos los miembros de nuestro personal y de la compañía, y anote cuáles de ellos son crepusculares, por favor. Agentes, hagan con la lista lo que deseen.
Asentí y lo miré a los ojos durante otro instante. Me sentía al borde de la zona en la que podía hacer caso omiso de su aroma y su aspecto para concentrarme en el interrogatorio y lo que podía sacarle a aquel resbaladizo crepuscular. Que sabía que mentía. Estaba deseando salir de allí y respirar aire puro.
—Todo el que consuma sangre será excluido de la comunidad —dije—. Gracias. Volveremos a hablar en breve.
—De nada, agente —respondió Cian—. Siento mucho lo de su compañera en aquel incidente de Austin. Me cuesta creer que aquellos criminales fueran crepusculares de verdad.
Noté que se me entrecortaba la respiración y que apretaba los puños de rabia. Rocé la pistola con los dedos sin dejar de mirarlo. ¿Cómo se atrevía a mencionar lo de Kerbey Lane? Me pregunté si me dejaría sacar la pistola de la funda, teniendo en cuenta que sus músculos crepusculares siempre estaban preparados para saltar.
Calvin me puso la mano en el brazo y me ayudó a despejarme.
William Gascoigne nos entregó un trozo de papel (ya tenía una lista preparada), se volvió y se alejó a grandes zancadas, con nosotros detrás. Mis pasos me llevaron a medio camino hasta la puerta, antes de detenerme. Me giré para mirar a Cian.
—Me alegro de haberlo conocido, la verdad. Y estoy bastante seguro de haber dejado clara mi postura. Todos sabemos que los crepusculares nunca corren riesgos. Prefieren huir. Como si siempre los persiguieran mil soles.
Tras decir aquello, salí del ático.
No sé quién tiene un ego más grande, si un actor o un crepuscular. No obstante, había conseguido lo que necesitaba: menospreciar el talento de Cian como ladrón. Y, si conocía bien la psicología de los crepusculares (que llevaba estudiando ya unos cuantos meses), jamás dejaban escapar la oportunidad de corregir a un incrédulo. Intentarían robar el oro de Sasha. Pero yo siempre iba un paso por delante y, si no lo iba entonces, pronto lo conseguiría.
En la propiedad de Sasha, nos reunimos con un equipo de tres agentes más y dos policías de Los Ángeles que nos habían prestado para la vigilancia. Había solicitado equipos de tres hombres para encargarse del perímetro exterior y darnos apoyo, pero mis superiores se habían negado en redondo. La propiedad estaba rodeada de una alta valla con cámaras y detección por láser, aunque de nada serviría ante un ataque crepuscular. Pregúntenselo al director del Museo Blanton.
Necesitábamos ojos sobre el terreno.
Las dos primeras noches en casa de Sasha (la primera fue el estreno de Nixon en China en el Walt Disney Hall) fueron tranquilas. Sin embargo, sabía que los crepusculares no se echarían atrás. Demasiado orgullosos.
La tercera noche empezó de forma algo extraña, con luna llena y lluvia. Aunque dicen que en el sur de California no llueve; diluvia. Calvin y yo ocupamos nuestros puestos en el enorme salón, que tenía unos ventanales de pared a pared que parecían ocupar media casa. No estaba seguro de si sentirme bien por poder ver desde allí a tanta distancia o mal porque cualquiera podía verme desde el exterior. La entrada a la cámara estaba bajo una escalera flotante de acero inoxidable en medio de la habitación, que conducía a una pequeña zona abuhardillada. El pie de las escaleras se movía para dejar al descubierto la cámara cuando se pulsaba un botón situado bajo un pestillo del tercer escalón o cuando se tiraba de una manivela de hierro escondida en el interior del segundo escalón. Se podía acceder a la manivela levantando el segundo escalón al presionar un botoncito que tenía escondido en la parte inferior.
Si se pulsaba el botón o se tiraba de la palanca, la mitad de las escaleras se movían a un lado y se veía una entrada en el suelo, cubierta por la puerta de la cámara. La puerta de la cámara, de acero corrugado y hormigón de cinco centímetros de grosor, sólo podía abrirse con una contraseña biométrica. Tres personas tenían la contraseña necesaria: Sasha Bowie, su abogado y su padre.
A las dos y media de la mañana (después de mi quinta taza de café Blue Bottle frío) necesitaba ir de nuevo al baño. Llamé a uno de los agentes de policía para que cubriera la zona del salón en mi ausencia. Calvin también se tomó un descanso para beberse otro de sus batidos de proteínas. Dijo que tardaría menos de cinco minutos.
El servicio de Sasha era un complejo espacio de espejos y acero, como si Apple hubiera decidido inventar un cuarto de baño en vez de un teléfono, aunque me percaté de que había moho creciendo entre los azulejos. Sentí el impulso repentino de volver a rellenar las juntas. Suspiré, respiré hondo, y había empezado a orinar cuando las luces parpadearon y se apagaron.
Desenfundé el arma y esperé a que se encendiera el generador de emergencia. Sin embargo, al cabo de medio minuto todavía a oscuras, saqué el móvil y encendí la aplicación de la linterna. Con la pistola por delante, corrí unos cuantos pasos para salir del baño. Toqué el auricular.
—Aquí Zumthor. James, ¿qué ocurre?
Silencio.
Llamé a los otros tres agentes. Nada.
—Calvin —probé de nuevo—. ¿Estás ahí?
—Estoy aquí —susurró—. Pistola desenfundada.
Dejé escapar un largo suspiro. No podía permitirme perder a otro agente novato.
—¿Ves algo? —le pregunté.
—No. Voy al salón.
—Espérame. Estoy contigo en un segundo.
Tras avanzar pegado a la pared con la luz por delante, doblé la esquina y bajé por otro pasillo. Corrí por la moqueta esquivando esculturas y cuadros. Entré en la cocina y me quedé paralizado: el cañón de un arma. Entonces bajó, y vi que se trataba de Calvin.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó.
—No estoy seguro. El generador ya debería haberse activado.
Calvin miró su móvil.
—He intentado llamar para pedir refuerzos, pero algo bloquea la señal del móvil.
—Yo igual. Pero estaba preparado. Le dije a Gibbs, de la oficina local, que le enviaría un mensaje cada diez minutos y que, si no lo hacía y él no lograba localizarme, enviara refuerzos de inmediato.
Calvin asintió.
—Esperemos que estén de camino. No sé cuánto podremos resistir ante un grupo de crepusculares.
—Están esperando mi mensaje en cinco minutos —contesté—. Pero no podemos esperar. Tenemos que ir al salón y echarle un vistazo al oro.
Calvin estaba muy serio.
—Oye, Calvin.
—¿Sí?
—¿Cómo son los besos de vampiro?
—¿Cómo? —preguntó él, poniendo los ojos en blanco.
—Amor al primer mordisco. Venga. Vigila por detrás y yo me encargo del frente.
Empecé a caminar, con Calvin pegado, caminando de espaldas. Decidí no usar la linterna para no delatar nuestra posición, aunque los crepusculares podían ver en la oscuridad. Unos cuantos rayos de luz de luna nos ofrecían la poca luz necesaria para regresar al salón. Maldije aquellas megamansiones en las que había que recorrer el equivalente a medio campo de fútbol para ir de la cocina a la sala de estar. Tropezamos con unos escalones que conducían a un nivel inferior del pasillo; no se nos dispararon las armas de puro milagro. En cuanto llegamos al suelo, oí un ruido mecánico, como de engranajes al girar. Sabía que no podía ser buena señal. Casi notaba a Calvin aferrarse con más fuerza a su pistola. Seguimos avanzando por la moqueta, y supe que nos acercábamos al salón y las escaleras.
Se oyó un disparo.
Los dos nos tiramos al suelo y nos escondimos detrás de una especie de escultura de la Vía Láctea; al menos, esa era mi interpretación de la obra. Calvin se inclinó sobre mí.
—Vamos a disparar a las ventanas —dijo—. No quiero reflejos…. y ya sabrán que estamos aquí.
—A la de tres.
Así que, a la de tres, disparamos. Cuando el cristal se rompió, oímos gritos y equipo que caía al suelo. De repente me sentía agradecido por los hogares de California y sus ridículos ventanales del suelo al techo. El ruido de cristales rotos lo ahogó todo, y me pareció raro que nadie devolviera los disparos.
La mirada fracturada del enorme rostro lunar se veía por casi todo el salón. Y, a la luz de la luna, logré distinguir unas cuantas figuras cerca de las escaleras y un peculiar objeto mecánico: como un Segway con brazos.
Oí un par de tiros que sonaron casi como escopetazos cuando algo me pasó zumbando junto a la cabeza.
Calvin y yo devolvimos los disparos, y una de las figuras levantó lo que parecía una pequeña bazuca montada en su hombro. Nos apuntó con ella.
—¡Corre! —chillé mientras oía un ruido hueco.
Huimos mientras unos cuantos cilindros caían en el suelo, a nuestro lado. Los cilindros silbaban y echaban humo. ¿Gas lacrimógeno? Acababa de levantar el brazo libre para cubrirme la cara cuando todo se volvió negro…
Al despertar, vi luces brillantes; estaba muy desorientado. Empecé a toser. Alguien me acercó una taza a la boca y tragué agua fría.
Un joven de bata azul se inclinó sobre mí. Me di cuenta de que debía de estar en urgencias.
—¿Cómo se siente? —me preguntó el joven.
—Hecho mierda —respondí—. Dígale al que me haya dejado así que lo he apuntado en mi lista de tareas pendientes.
Me miré en el iPad de la mesa: dientes rotos, sonrisa y sangre. Y no me quedaba mal…
—Puede que note algún latido irregular residual, agitación o dolores. Es por el Narcan.
A pesar de mi aturdimiento, reconocía el nombre de la medicación que se usaba en las sobredosis de droga. Al parecer, no era gas lacrimógeno lo que liberaban aquellos cilindros. Pruebas posteriores confirmaron que se trataba de un arma química avanzada en aerosol y llena de un derivado del fentanilo.
Por suerte, mi plan para recibir refuerzos funcionó, y el FBI y la policía local habían llevado paramédicos con ellos, así que reconocieron los síntomas de la sobredosis en todo el equipo y nos administraron el Narcan de inmediato. Estuve hospitalizado dos días para que supervisaran mi estado… Una pesadilla para un adicto al trabajo como yo. Al segundo día ya estaba deseando recibir los últimos informes sobre el robo y las conclusiones sobre lo sucedido aquella noche.
Calvin fue a verme ese segundo día y, aunque estaba encantado de verlo, debo reconocer que también sentí celos. Supongo que no había tardado tanto como yo en recuperarse gracias a su edad y a su forma física.
—¿Ya estás de vuelta en el trabajo? —pregunté.
Calvin sonrió y negó con la cabeza.
—Pues no. Me dejaron salir ayer y, técnicamente, no se me permite volver a mi puesto, pero no podía esperar más para ver las pruebas que habían recuperado del lugar de los hechos.
—Bueno, ¿y qué han encontrado? —pregunté mientras me sentaba en la cama de hospital.
—La mitad del oro había desaparecido —respondió, suspirando—. Al parecer, usaron un Segway modificado para sacarlo y salir de allí tan deprisa. Huelga decir que Sasha Bowie no está contenta.
—Le encanta la puta publicidad. Es lo mejor que le ha pasado en los últimos años.
Calvin asintió y se acercó a la cama.
—Ya ha concedido una entrevista a BuzzFeed y a las noticias de Facebook. Saldrá dentro de un día. —Se inclinó sobre mí, sonriente—. Pero no te he contado lo mejor.
Me acerqué también.
—Encontraron una de las balas de tu pistola, y tiene sangre radiactiva crepuscular en ella.
—Le di a uno de esos cabrones —exclamé, apenas capaz de contener mi alegría.
—Mejor aún —afirmó Calvin, y se sentó en la cama—. Una de nuestras fuentes en el Standard dice que metieron a Cian Clery en el hotel a toda prisa por la puerta trasera, la de la cocina, con la cara vendada. Se han cancelado todas las representaciones de Nixon en China hasta próximo aviso y Cian no aparece por ninguna parte.
Yo no podía dejar de sonreír.
—Puto presumido. Lo sabía. Seguro que ya no está tan guapo.
—Seguro. Oye, Zumthor.
—¿Sí?
—¿Por qué son tan buenos actores los vampiros?
—¿Quién sabe? —pregunté tras pensármelo—. Son tan…
Calvin sonrió y dijo:
—Lo llevan en la sangre.
Está claro que la medicación me la jugaba, porque tardé un segundo en pillarlo. Entonces me reí a carcajadas… y ahogué un grito. Coño, cómo dolía reír.
—Muy bueno —gruñí.
Calvin volvió a ponerse serio.
—No estoy seguro de si lograremos localizar ese oro alguna vez, pero no creo que Cian regrese en el futuro próximo. Internet se ha vuelto loco.
—Todavía no ha terminado —le dije, aunque hasta yo sabía que sería casi imposible encontrarlo si no quería que lo encontraran.
Y, efectivamente, nadie volvió a ver a Cian Clery.
Harvard Theological Review
Semestre de primavera
Editada por Jonathan Newton
A pesar de los muchos artículos y dictámenes orales sobre las principales instituciones religiosas de la actualidad y su opinión sobre los crepusculares, existe una marcada carencia de estudios acerca de cómo la doctrina de cada confesión influyó en sus puntos de vista sobre este tema. En su nuevo tratado, llamado Phänomenologie der Religion auf die Gloaming (Tubinga, 2022, Mohr, XII, Gerard van der Leeuw analiza la reacción de varios organismos religiosos importantes a la aparición de los crepusculares.
Muchos son conscientes de que algunos miembros de la Iglesia Católica se oponen a los crepusculares y a todo lo que representan. No obstante, existen otras instituciones religiosas que han expresado sus opiniones sobre esta especie y su nueva presencia en la sociedad. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (normalmente conocidos como mormones), siguiendo la doctrina de la revelación continua y a través del presidente de su Iglesia (que es considerado un «profeta» moderno), previa consulta con el quórum de los doce apóstoles, dictaminó que creían que los crepusculares podían considerarse un tipo de ángel, aunque siguen esperando más instrucciones de Dios antes de determinar cómo se representarán en su tierra. Los mormones creen que hay tres tipos de «ángeles» que el Señor puede enviar para atender a los hombres. Por lo tanto, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días informó a sus miembros de que se les prohibía recrearse hasta que Dios los guiara a través de la Revelación Apostólica.
Los pocos crepusculares mormones que existen pasaron por el juicio sumario de un consejo disciplinario, donde se les excomulgó. Con todo, si la doctrina cambiara, se les permitiría regresar a la comunidad más adelante.
El Gran Rabinato de Israel y el Moetzes Gedolei HaTorah (Consejo de Sabios de la Torá), el principal órgano político rabínico, al afirmar que «Dios ha ordenado que ciertas especies deben ser de naturaleza pura», anunció que, según la ley de la Torá, los crepusculares se considerarían antinaturales con respecto a la humanidad no crepuscular, de acuerdo con el verso 2:7, que describe la creación de la humanidad a partir del «polvo de la tierra». El Consejo prohibió el acto de la recreación, puesto que suponía una profanación del cuerpo dado por Dios, teniendo en cuenta que un crepuscular se crea mediante una transferencia de sangre infectada. La segunda parte del verso 2:7 describe la naturaleza espiritual del hombre («Él [Dios] insufló en su nariz un espíritu viviente»). Por tanto, el Consejo se opuso a que los crepusculares fueran recreados por otros crepusculares, puesto que sólo Dios podía crear a otro ser vivo auténtico. Sin embargo, el Consejo también prohibió el asesinato gratuito de los crepusculares pacíficos, por la obligación de respetar y preservar la vida (pikuach nefesh), tal como se indica en el Levítico 18:5: «Cumplan todos mis mandamientos y ,así, vivirán. Yo soy el Dios de Israel».
Muchos monjes budistas escribieron tratados asegurando que los crepusculares poseían la naturaleza de Buda y, por tanto, el potencial para alcanzar la iluminación. De hecho, en muchas ocasiones, el Bodhisattva (el Buda de la vida pasada) se aparecía como un animal. El primero de los cinco preceptos prohíbe el acabar con la vida, lo que también se aplica a los crepusculares. El concepto budista de compasión por todos los seres vivos los ayudó a aceptarlos.
El profesor van der Leeuw realiza un análisis crítico de cada una de las principales religiones y sus puntos de vista sobre los crepusculares, y cómo se relacionan con sus textos religiosos y su evolución; además, explica la forma en que estas perspectivas han influido en las de sus seguidores y en los problemas culturales posteriores.