Era un hermosísimo día de sol y los cerros brillaban reverdecidos. Promediaba el mes de diciembre. María Trinidad estaba en el patio, jugando con Remedios. Se ponía en cuclillas, alejada un trecho de la beba, y la llamaba abriendo los brazos. Remedios ya había dado sus primeros pasos, caminaba tambaleándose y riendo hacia ella, los bracitos extendidos a su vez. Justo en el momento en que la niña tropezaba y caía sobre el piso de ladrillo, a Trinidad le pareció escuchar golpes en la puerta. Reprimió su sobresalto por el golpe porque la beba la observaba para ver si debía llorar. Cuando ensayó un mohín, Trini dijo rápidamente, con voz cantarina:
—¡No es nada, no es nada, no es nada! ¡Pum!, te caíste.
—¡Pum! —repitió Remedios y se rió.
—A ver, mi negrita, venga con su madrina que vamos a ver cómo anda mamá con el almuerzo.
Así como la alzaba apareció la criada con un sobre en la mano.
—Golpearon la puerta, ¿no, Rosaura?
—Sí, señora. Un indio dejó esto para usted.
Trinidad le entregó a la beba, que ensayaba ruiditos.
—Dale de almorzar primero, a mí me sirves después —le dijo, y entró al salón.
Era un mensaje extraño: un hombre que firmaba como “un buen amigo suyo” le escribía que conocía sus problemas y estaba dispuesto a ayudarla. Pasaría a buscarla a las tres de la tarde por la puerta central, si le interesaba hablar con él, le rogaba que despidiera a sus criados y se manejara con el mayor secreto.
¿Un caballero que deseaba ayudarla? ¿Sería verdad? ¿Encontraría a alguien más noble, más digno que Martín, realmente preocupado por ella, capaz de reconocer y valorar todo lo que ella sabía entregar?
Repasó una y otra vez los hombres que había conocido en las cenas que Güemes había dado en esa casa. No le interesaba ninguno, salvo ese coronel de Jujuy, a quien le hubiera gustado conocer mejor. ¿Podía tratarse de él? No, era un disparate, estaba lejos. ¿Sería alguno que la vio caminar por la recova alguna vez? ¿Qué apenas la vio pasar y adivinó todo su dolor, toda su desdicha? Pero no, esas cosas no ocurrían sino en los sueños.
¿Qué sabía esa ciudad de ella? Salvo doña Loreto, que tenía la audacia de visitarla cada tanto con su amiga la liberta, todos ignoraban quién era ella realmente, qué sentía, cuántas preguntas, ideas, sentimientos habitaban su alma. Algo tan estúpido como la deshonra bastaba para que su riqueza interior no valiera nada a los ojos de nadie... De casi nadie, por lo que podía verse.
Por ahí alguien quería acercarse a conocerla, un hombre más generoso que el que ella había elegido para amar. O por ahí no, por ahí era una nueva e infinita decepción. En todo caso, tenía que averiguarlo. Y para eso, iba a cumplir rigurosamente con las recomendaciones de su “buen amigo”. Sacarse de encima a Rosaura y a la beba para las tres de la tarde fue fácil: Remedios hacía una siesta larga, bastó con pedirle a Rosaura que la hiciera dormir en su cuarto, en el patio de los criados, porque ella no había pasado buena noche y necesitaba descansar. A Hipólito y a Jesús los envió a juntar leña, no había tanta después de todo y Trinidad afirmó que al final del día, cuando refrescara, como ocurría siempre en verano, podían sentir frío. Dijo a Rosaura (en voz alta, para que sus criados la escucharan) que luego de dormir la siesta iba a salir a caminar por los alrededores para aprovechar el hermosísimo sol. La muchacha se apresuró a preguntar si no quería compañía.
—No, muchas gracias —dijo ella sonriendo—. Tú quédate con la niña, por una vez voy a pasear sola.
Estaba verdaderamente ansiosa, como aquella mañana en Jujuy cuando salió para ir a misa, presintiendo que iba a ocurrir algo que le cambiaría la vida.
Tal como le habían anunciado, la pasaron a buscar puntualmente a las tres de la tarde. La dama esperaba junto a la puerta, impaciente, y abrió cuando sintió que un carruaje se detenía. El desconocido que la aguardaba en el coche no descendió a saludarla y una vez arriba se presentó lacónicamente como don Pepe; se limitó a recomendarle que no corriera las cortinas oscuras que cubrían todas las ventanillas. Era un hombre pálido y desagradable, decepcionó de inmediato a Trinidad. “Era demasiado absurdo, demasiado perfecto, estas cosas no pasan”, se decía tristemente mientras se bamboleaba en el coche.
¿Qué quería ese hombre? Intentó hacer algunas preguntas pero él respondió con evasivas. “Vamos a hablar cuando lleguemos, nos esperan”, dijo. Avanzaban con un rumbo ignorado, mirándose incómodos en la penumbra; Trini entendió que quienes fueran los que esperaban, habían aprovechado que Güemes estaba desde el día anterior en el Rosario con su esposa. Ahora que había nacido Luis, su segundo hijo, pasaba más tiempo con ella.
“Es el entusiasmo del juguete nuevo, como siempre”, pensó Trini con amargura. “Después de que se acostumbre a tenerlo, lo va a dejar tirado, como hace con todos los que lo aman.”
El coche ahora estaba subiendo por un camino. Iban afuera de Salta, era evidente. De pronto se le ocurrió una idea terrible: ¿y si el hombre que tenía enfrente trabajaba para su esposo? ¿Si era él quien la esperaba? El terror fue inmenso, empezó a temblar, sintió el sudor que de golpe le mojaba todo el cuerpo y miró la portezuela, preguntándose si era capaz de saltar de ahí y perderse corriendo en el monte. Algún involuntario movimiento debió haber hecho, porque el otro, que no le sacaba los ojos de encima, dijo inesperadamente:
—Doña Trinidad, no se asuste. No corre usted ningún peligro, se lo aseguro.
Ella se calmó. Quiso creer que era verdad. Ese hombre la trataba con distancia y frialdad pero también con una claridad que la tranquilizaba. El carruaje se detuvo finalmente y él la hizo bajar, ofreciéndole una mano húmeda una vez que se hubo apeado.
Trinidad miró a su alrededor: estaban sobre la ladera de un cerro boscoso, en un claro desmalezado y verde. Un manantial de montaña bajaba con fuerza, el agua espumosa, transparente, saltaba por las piedras. De pronto se sintió feliz: ¡salía tan poco de la casa! El canto del agua se combinaba con el de las chicharras enloquecidas por el sol y el aire era pleno, limpio, sin los aromas pestilentes de la ciudad.
—Por acá, por favor —dijo el hombre.
Con pena, la joven dio la espalda a la ladera. Detrás se alzaba la casa central de la finca.
Uno que dijo llamarse don Francisco la esperaba en la casa. Trinidad notó que ninguno se había presentado realmente. No eran de los caballeros que Güemes había llevado a las desagradables cenas que ofrecía. Más tarde, repasando los hechos, pensó que alguno de aquellos invitados debería estar en la conspiración pero que habrían elegido para entrevistarla, precisamente, a dos que ella nunca había visto.
La conversación fue directa. Los hombres tenían muy claro lo que querían decirle. Empezaron afirmando que el gobernador era un déspota que ofendía a la patria y que sabían que en cierta manera, dada su situación personal, ella era una especie de prisionera.
Molesta, Trinidad intentó protestar, pero esos hombres sabían más de lo que ella imaginaba. No solamente recordaron que su marido había jurado asesinarla y que una vez ella había salvado su vida por milagro, no sólo sugirieron que en esos años su relación con Güemes había sufrido deterioros, sino que le explicaron que Ibarlucía estaba con Olañeta en Yavi y se preparaba una fuerte invasión, más grande que las anteriores. Sobre esa invasión Trinidad había escuchado vagamente hablar tanto a Güemes como a Panana, pero no sabía que Ibarlucía permanecía todavía con las tropas del Alto Perú. Aunque era consciente de lo ridículo que era creer que realmente Olañeta había destinado a Ibarlucía a Lima, como supuestamente había prometido a Güemes para que aceptara canjearlo, todo este tiempo había querido pensar que tal vez era cierto, tal vez ese hombre no estaba ya tan cerca, tal vez todo estaba olvidado.
Pero no. Las palabras de los desconocidos le hicieron correr frío por la espalda. Intentando disimular sus nervios se puso a jugar con su abanico, mientras escuchaba con horror cómo ellos repetían, comprensivos, que sabían que si toleraba la deshonra a la que el déspota la sometía no era por su propia voluntad.
—Venimos a ofrecerle la libertad —dijo el que se llamaba Pepe, sonriendo.
—¿La libertad? —repitió Trinidad sin entender.
Don Pepe se levantó sin decir palabra, abrió un arcón y volvió con una bolsa de terciopelo roja.
—Álcela... Pesa, ¿verdad? Acá hay doscientos pesos en monedas de plata... De las buenas, no de las que distribuyó el tirano —rió—, por eso pesan tanto.
Tomó delicadamente la bolsa de manos de Trinidad y la apoyó en un sillón vacío.
—Esto sería suyo ahora, para empezar... Como muestra de que hablamos en serio.
—¿Hablan en serio de qué?
—De terminar con el flagelo de Martín Güemes, doña Trinidad...
—¿Terminar...?
—Definitivamente.
Trinidad se estremeció horrorizada. En el torbellino confuso de pensamientos apareció un recuerdo: Güemes con los ojos cerrados, desesperado por el dolor de una muela. Una extraña satisfacción la recorrió: después de todo, en este mundo había justicia. ¿Era ella la que pensaba eso? ¿Era verdad, entonces, que lo odiaba tanto?
—De pedirle ayuda... —susurró la voz de Pepe, trayéndola al mundo.
—Ayuda... ¿Yo, ayudar? ¿Qué ayuda?
—Oh, no se preocupe por eso, la que precisemos en el momento. Nada cruento, se lo aseguro... Tenemos quién haga... la parte cruenta.
—Ah, ya veo.
—Usted nos ayuda cuando se lo pedimos y nosotros tenemos mucho que ofrecerle, más que esta bolsita.
Pepe se detuvo, probablemente esperando que la mujer le preguntara qué más tenían para ofrecer, pero ella callaba; los observaba a él y a su hermano Francisco, completamente muda. No miraba la bolsa sino a ellos, uno y otro, alternativamente, como si no comprendiera nada.
“Es imbécil”, pensó Francisco fastidiado. “Ella es imbécil y Pepe da muchas vueltas.”
—Mire, el asunto es así —dijo bruscamente—, usted está entre dos fuegos: de un lado Güemes, del otro su esposo. Su vida corre peligro. Usted nos ayuda contra Güemes y nosotros la libramos de su marido, le damos esta bolsa como anticipo y cuando... cuando todo ya haya terminado, contará usted con la protección de un poderoso jefe militar de la zona, que la cuidará y defenderá de cualquier peligro. Pero además, para que sea libre de ir a donde le plazca, le entregaremos otra bolsa igual a ésta. Y si nos traiciona...
Un codazo de Pepe lo hizo callar.
—¿Qué es lo que tengo que hacer? —murmuró— ¿Qué quieren ustedes que yo le haga? —insistió, estremeciéndose.
—¡Oh, no se preocupe, se tratará sólo de que facilite, permita... No de que haga.
—Será fácil... —susurró Pepe, y se acercó sensualmente a ella. Trinidad se retiró instintivamente, como ante una serpiente.
Francisco la interrogó sobre las costumbres de Güemes. ¿Qué hacía, exactamente, durante sus visitas?
Ruborizándose y hablando con dificultad, ella fue explicando el ritual que durante tanto tiempo había esperado con devoción, había disfrutado con delirio y ahora... ahora la llenaba de ira detallar: la mesa servida con los manjares preparados por sus propias manos, los dibujos que sacaba de lo más bello, lo más hondo, lo más verdadero de sí misma para entregárselos, porque había descubierto que a él le gustaban, que para él eran importantes.
Pero los otros no estaban contentos con su informe.
—¿Y qué más? —le decían, impacientes.
—Y nada más. Después... nada más.
—Vamos, ¿de qué se las da? No nos venga con cuentos —dijo Francisco con grosería.
Trinidad reaccionó. Le clavó sus ojos oscuros con violencia.
—Nada más que le concierna a usted, me refiero. Salvo que desee una detallada descripción de la potencia sexual de su tirano, algo que temo que tendrá comprobar usted mismo, porque yo no se lo voy a contar.
Francisco se puso pálido. “¿No te alcanzó con la paliza que te dio tu marido?”, iba a decir, pero viendo que todo se arruinaba, Pepe se interpuso:
—Por favor, Francisco, doña Trinidad está ayudándonos muy bien. Señora... lo que impacienta a mi hermano es que querríamos saber... en fin, sin entrar en detalles, por supuesto, dónde... se realiza...
—En la cama, desde luego.
—Sí, desde luego... ¿En su propio cuarto, el que usted ocupa?
—Así es.
—¿Y a dónde da?
—A la calle de atrás de la iglesia de la Merced, tiene un balcón.
—Ya... ¿Y después?
—¿Después de qué?
—Después de...
¿Tanto querían saber esos hombres de algo que no se debía nombrar? Trinidad insistió:
—¿Después de qué?
—Después del acto...
—El gobernador suele darse un baño en un cuarto contiguo, donde yo le hice poner una bañadera.
—¿Cómo es ese baño que se da? Le ruego que lo describa.
—Es un baño como cualquiera. La criada y yo llenamos la bañadera de agua tibia, el gobernador entra, yo lo ayudo a jabonarse y luego le busco toallas limpias.
—¿Usted sale del cuarto y le busca las toallas?
—Sí.
—¿Y por qué no las tiene ahí adentro?
—Porque las pongo a calentar cerca del fuego, en la chimenea del salón, así cuando sale se envuelve con algo tibio... O ahora que es verano las dejo al sol en el patio, o las tengo dobladas en un arcón con unas bolsitas de lavanda, para que tomen rico olor... Pero basta, por favor...
¿A las humillaciones que venía aguantando de aquel a quien sólo había querido amar y favorecer tenía que sumar la de contar a esa gente despreciable estos cuidados, estos empeños minuciosos que habían sido tan caros para ella? Sintió que estaba en una pesadilla y se quiso despertar.
—Esto es muy desagradable —dijo—, no quiero hablar más.
—¿Se siente mal? ¿Quiere una copita de licor?—preguntó solícito Pepe.
—No, gracias. Necesito salir a respirar afuera.
—Va a colaborar —susurró José a Francisco, cuando ella salió de la casa—. No la ataques y déjamela a mí, verás que colabora.
—Es una yegua, no entiende más que el látigo —rezongó el otro, todavía resentido.
Poco después, Trinidad regresó muy seria y avanzó por el salón. Tenía una expresión extraña.
—Señores —anunció con voz fría—, he resuelto ayudarlos con lo que sea necesario, incluso si no me han dicho qué quieren exactamente. Y espero que se den cuenta de que soy capaz de imaginarlo sola, no hablo con inocencia. Pero lo que me ofrecen no me satisface. Además de este dinero que anticipan y recibo, y de protección militar, quiero más.
—¿Qué más? —preguntó Francisco.
—Garantías para mis tres criados.
—Concedido.
—Y una dote de cuatrocientos pesos para la niña de mi sierva, que tiene un año. Me la entregarán y yo se la daré en el momento oportuno.
—¡Cuatrocientos pesos! —gritó casi Francisco— ¡Usted está loca!
¡Cuatrocientos pesos para una sierva!
—Para su hija. Ni un peso menos. Cuatrocientos pesos para mí, doscientos ahora y doscientos cuando todo termine, para usar su eufemismo, y cuatrocientos pesos para la beba, doscientos cuando me den las instrucciones y doscientos... después.
Incapaz de disimular su ira, el hombre desapareció por la puerta del salón. José se quedó con ella, sonriendo diplomáticamente.
—¿Aceptan el trato? —quiso saber Trinidad, imperturbable.
—Aceptamos —dijo lentamente Pepe Gurruchaga—. Ahora, señora, ya que usted ha sido tan clara, voy a serlo a mi vez. El trato está cerrado, pero si usted lo traiciona no respondo por su seguridad. No necesitamos hacer entrar a su marido a Salta nuevamente, nos arreglamos solos... Y esta vez, créame, vamos a ocuparnos de que nadie venga a salvarla... No hay sólo dos conjurados en esta empresa; somos muchos, todos honorables caballeros de Salta y de Jujuy, estamos juntos los partidarios de la independencia y los partidarios del rey... Del rey también, ¿comprende? En fin, a buena entendedora, y usted parece serlo, pocas palabras: secuestrarla no es difícil, señora, y el capitán Ibarlucía la va a recibir gustoso cuando la entreguemos, si a usted se le ocurre traicionarnos.
Unos días después, en Jujuy, el gobernador Gordaliza recibió una misiva que decía:
Salta, diciembre 13 de 1819
Mi muy apreciado amigo:
Estuve inspeccionando la yegua que usted quería comprar y debo decirle que es sumamente apta para el trabajo. Lamentablemente cuesta el doble de lo que se había previsto, pero vale la pena hacer el esfuerzo. Hemos aceptado el precio, nos la entregarán pronto; cuente usted con ello y aguarde noticias. Reciba toda la estima de su más seguro servidor, Fernando García.
Dos noches después de conversar con María Trinidad, los conjurados de Salta se reunieron, como era habitual, en una de las casas que el realista Nicolás Severo de Isasmendi, dueño de tierras y minas en los Valles Calchaquíes, poseía en la ciudad. Era un sitio ideal porque estaba en la zona maldita: el barrio de abajo, en el este de Salta. Las lechuzas hacían bien su trabajo y los conjurados se habían encargado de reforzar los rumores sobre el Farol, con lo cual hacía ya varias semanas que esa calle quedaba completamente desierta cuando bajaba el sol. Sin embargo, por insistencia del doctor Zuviría, que quería que esta vez nada malograra el intento, los conjurados mantenían extremas medidas de seguridad. Entre otras cosas, llegaban a la reunión por separado y en diferentes horarios.
—¡Por favor, estamos exagerando! —dijo el doctor Arias Velázquez ese atardecer, mientras encendía su pipa—. ¡Yo no puedo estar perdiendo el tiempo, llegando casi dos horas antes! ¡Tengo mucho que hacer!
—Facundo insiste en esto —respondió Dámaso Uriburu—. A mí me parece que hoy podríamos plantear, cuando estemos todos, que es hora de dejarse de tonterías. El populacho es supersticioso y además es cobarde, no va a atreverse a venir acá. Podemos caminar todos juntos por la calle, que no habrá quien alcahuetee.
—Por supuesto, hombre. Ninguno de esos roñosos asoma la nariz cuando cae el sol.
—Se creen cualquier cuento —dijo Dámaso despectivamente.
—Mi esposa no pudo hacer que un indio que nos regaló don Isasmendi viniera a traer un obsequio acá el día del santo de doña Jacoba
—confirmó el doctor—. Figúrese usted, ¡no quería venir a la propia casa de los que fueron sus amos! ¡Y recién eran las seis de la tarde! Hubo que darle unos palos para que obedeciera. Los otros criados tampoco querían saber nada. Pero él tenía un día de haber llegado a la ciudad, es nuevo en casa, y ya sabía todo.
—Y... son los miedos de la ignorancia... Qué va a hacer con esa gente, por algo viven como viven, por algo son pasto de Güemes.
Se abrió la puerta y entró doña Jacoba con una bandeja de dulces.
—Sírvanse, por favor. Mi marido va a llegar en un ratito —dijo, dejó la bandeja sobre una mesa y salió discretamente de la habitación. Sabía que en esos encuentros se trataban cosas demasiado graves y no tenía la menor intención de conocerlas.
De a poco fueron llegando los conjurados. Francisco y José Gurruchaga fueron de los últimos en entrar a la casa, ya en noche cerrada. Estaban misteriosos, dándose aires de importancia. Todos esperaban sus noticias pero ellos insistieron en aguardar las diez de la noche, cuando con el toque de queda se apagaba toda luz en la ciudad y no había ni un alma agazapada en algún lado. Esperaron conversando en voz baja, comiendo las delicias que doña Jacoba de Isasmendi había hecho preparar. Cuando escucharon al sereno dar las diez con voz temblorosa y apagar las luces de la vereda, pidieron al dueño de casa que se asegurara de que todos los sirvientes estaban lejos de la sala, esperaron que los pasos del sereno se alejaran y propusieron que se diera por comenzada la reunión.
—Muy bien —dijo el doctor Facundo Zuviría—, empecemos.
Esa noche no había luna, soplaba un viento demasiado frío para esa época del año y algunos truenos se escuchaban entre los cerros que se elevaban ahí mismo, muy cerca de la casa. En el cuarto contiguo, que daba a la calle, se escuchaba al viento moviendo los postigos.
—Hoy sí que nadie se atreve por acá —comentó Dámaso.
—Propongo que abramos la reunión escuchando a los hermanos Gurruchaga, que, según tengo entendido, se reunieron con la yegua —dijo Zuviría.
—Espera, Facundo —interrumpió el doctor Arias Velázquez—, antes de ir a eso, un problema de organización. ¿No te parece que podríamos alivianar un poco las medidas de seguridad y llegar en horario, normalmente? Ya es bastante claro que por acá no andan fisgones, con el miedo que hemos metido.
Un largo gemido doloroso atravesó la noche. Se hizo un silencio tenso.
—¿Vosotros escuchasteis? —preguntó Dámaso, vacilante.
—Sí... ¿Qué fue? —murmuró Mariano Benítez.
—El viento... —arriesgó Dámaso.
Los demás callaron, no sabían qué decir.
El gemido volvió a repetirse más largo, más dolido.
—Eso no es el viento —dijo Francisco Gurruchaga. Estaba muy pálido.
—Será algún pájaro. ¡Señores, por favor! —pidió el doctor Arias—.
¿Qué creen que es? Vamos, retiro la propuesta que hice. Dejemos para después la discusión sobre las medidas de seguridad. Los Gurruchaga tienen cosas importantes que contarnos, adelan...
parecía estar casi ahí mismo, junto a la ventana.
El dueño de casa entró al cuarto de al lado y se acercó con precaución a la ventana. Lo siguió Benítez y de a poco fueron entrando los demás.
—No se escucha nada ahora, pero no es un pájaro —susurró Isasmendi, el dueño de casa, blanco como un papel—. Yo sé qué pájaros nocturnos hay por acá. Hay lechuzas, las lechuzas chistan, no hacen...
—Uuuuuuuhhhhhh —se escuchó muy cerca. Ahora era una voz aguda, una voz inhumana.
—¡Eso no es el viento! ¡Basta! ¡No es el viento! —gritó Francisco. Su hermano le puso una mano en el brazo, tratando de calmarlo.
Alguien había encendido un candelabro. Furioso, el doctor Arias lo tomó, se acercó a los postigos y abrió uno. Un resplandor entró en la habitación.
—¡El Farol! —aulló Dámaso Uriburu fuera de sí, se hizo la señal de la cruz y, enloquecido, se precipitó corriendo a la calle.
Tomás de Archondo había cerrado el postigo a toda velocidad, pero Benítez no resistió la tentación de abrirlo para asomarse. Después de todo estaba protegido adentro de la casa; si estaba el Farol, él quería verlo.
—¡No corras, Dámaso, no corras que es peor, te persigue! —susurró lo más alto que pudo, por la ventana.
De pronto todos dieron un grito, horrorizados.
Porque vieron algo atroz, incontestable: una especie de tela blanca, alargada, tan alta como los techos de las casas, flotaba sobre las calles flameando con el viento en la oscuridad. Por cabeza llevaba una luz y se movía bastante más atrás del pobre Uriburu, con lentitud pero inequívocamente en dirección a él.
—No puede ser. ¡No puede ser! —murmuraba el doctor Arias Velázquez, con los dientes apretados— ¡No puede ser! —repetía.
—Yo me voy —dijo resueltamente Francisco Gurruchaga—. ¿Vienes conmigo, Pepe?
—¡Pero estás loco! ¿No ves el Farol? ¡Francisco, estamos seguros aquí! ¡A las casas no entra!
—El Farol está ocupado con Dámaso —dijo cínicamente el otro—, nosotros nos escabullimos por el lado opuesto y no nos ve.
El doctor Arias Velázquez trató de detenerlos, indignado. ¿Y el deber patriótico que tenían? ¿La información fundamental que iban a transmitir esa noche? Todo fue en vano. Sin darle demasiada oportunidad de perorar, los dos hermanos salieron en la absoluta oscuridad, agazapados, en dirección contraria a la que había tomado Dámaso; es decir, fueron todavía más hacia el este, a las afueras siguió.
—¡Sois unos cobardes! ¡Volved! ¡Ibais a contarnos de la yegua! —les soltó el doctor Arias Velázquez. Estaba furioso, era como si el fantasma que merodeaba significara una afrenta personal. Empezó a insultar al Farol, que ante sus gritos se había dado vuelta y se encaminaba muy lentamente hacia el lugar por donde los hermanos habían desaparecido. Pero el doctor Arias Velázquez terminó acaparando su atención. Con palabras poco cristianas y arrojo temerario, frente al terror inenarrable de los demás, el hombre le prometía hacerlo trizas y mandarlo al infierno de donde había venido.
Esa noche todos se convencieron de algo que sospechaban desde hacía tiempo: el doctor Arias Velázquez estaba completamente loco. Forcejearon y lo sacaron de la ventana cuando vieron que la criatura blanca se disponía a cruzar la calle, directamente hacia el postigo entreabierto desde donde el doctor gritaba. Entonces cerraron las ventanas, el dueño de casa propuso traer unas maderas para sellarlas, pero había que atravesar el patio y nadie lo quiso acompañar. Se conformaron con encimar sillas contra ellas y colocar todavía arriba dos arcones; comprobaron que las puertas estuvieran bien cerradas y se quedaron muy quietos, silenciosos, escuchando cada tanto los gemidos del Farol. Pronto uno se puso a rezar y los otros lo siguieron en un murmullo angustiado. Las oraciones fueron efectivas, en un rato los gemidos se apagaron y no hubo más que los habituales chistidos de las lechuzas, sus frenéticos aleteos. Algo las había alborotado anormalmente en esa noche.
—Se fue... —murmuró Tomás de Archondo.
—¿Cómo estarán los muchachos? ¿Estarán vivos? —se preguntó Benítez, con más curiosidad que otra cosa.
—¡Qué valientes fueron! —dijo Nicolás Severo de Isasmendi—. Señores... debo confesar que admiro el coraje de estos tres jóvenes que se lanzaron a las calles a desafiar las fuerzas del más allá. Creo que el Señor algo quiere decirme, decirnos..., con todo esto...
—¿A qué se refiere usted? —preguntó Zuviría.
—¿A qué me refiero? Facundo: nosotros, los nobles de espíritu, la casta dirigente de esta pobre y castigada Salta, hemos estado separados, divididos en dos bandos irreconciliables. El Señor viene a mostrarnos que el enemigo es uno solo; que estemos a favor o en contra del rey, hay ahí afuera una fuerza maligna que azota las calles de Salta y a la que debemos enfrentar. Nunca debimos dividirnos nosotros, los que por cuna y nobleza tenemos la sagrada tarea de dirigir a los hombres...
A Archondo se le quebró la voz.
—Señores —dijo conmovido—: hoy vimos cómo tres jóvenes heroicos desafiaban con temple las fuerzas del Infierno. ¡Ésa es la juventud que necesita Salta! ¡Esa juventud la va a salvar! ¡Recemos, señores, para agradecer a Dios, que hoy nos ha puesto a prueba, permitiendo que las fuerzas infernales nos acosen! ¡Alabémoslo porque Él nos acompaña en esta empresa!
En el baldío se bajó de los zancos de madera, cuidadosamente pintados de negro para que se perdieran en la oscuridad. Los guardó en una caja y los enterró cuidadosamente en un pozo que tenía preparado, tal vez en otra ocasión sirvieran. Apagó el farol, dobló la sábana y apretando ambas cosas contra el pecho se lanzó a correr en la noche, a ver si el movimiento la hacía entrar en calor. Era verano, pero las noches son frescas en Salta y justo en ésa, además, había viento.
En casa la esperaba Loreto, preocupada.
—Ven, hija, cuánto tardaste. Tómate un té bien caliente de coca y una copita de licor de huevo, que te vas a calentar —dijo, conduciéndola al lado de la chimenea.
Mientras le servía, Benita no paraba de hablar.
—¡Ay, señora, cómo me divertí! Me agarraban ataques de risa y me sacudía, tenía miedo de caerme de los zancos.
—¡Qué te vas a caer tú de los zancos, con lo diestra que eres! Deberías unirte a una feria ambulante.
—Por ahí lo hago, alguna vez... cuando pase todo esto... No veo que tenga lugar en otro lado, en este mundo.
—No digas tonterías, mujer. Tienes lugar en esta familia, ¿no?
¡Ya, no alcanza, lo sé!... Bueno, basta con eso, que en tu vida no está todo dicho. Cuéntame bien. Se reúnen allí, ¿verdad?
—Sí. Son muchos y se reúnen en la casa de Isasmendi. Ahora van a tener que buscar otro lugar, pobrecitos.
—Era el riesgo calculado. Pero pudimos confirmar que sí hay reuniones, que no era idea tuya.
—No lo era. Debían llegar de a poco, durante mucho tiempo y por separado. Les faltó no hacerlo siempre, cada uno, a la misma hora. Era imposible detectar que se reunían muchos pero yo lo sospeché. De tanto ver a dos que andaban por el barrio a las ocho los miércoles y los...
—Benita, ya sé cómo lo dedujiste, me lo explicaste. Vamos, pásame tu informe.
—Bueno, digamos que el fantasma revolvió un poco la tierra y aparecieron las hormigas... Mi pálpito era real, en la casa de Isasmendi había mucha gente, señora. Todos varones, como siete, ocho, calculo yo. Escuché muchos gritos, varias voces. Hubo tres que salieron corriendo.
—¡Qué divertido! ¿Salieron corriendo?
—Salió uno que llamaron Dámaso.
—Dámaso Uriburu. Alto, flaco.
—Sí, debía de ser él.
—Es el que...
—El que escuché hablar desde la acequia.
—Un cobarde, es lógico que haya corrido como conejo. De modo que ha vuelto a las andadas... Si todavía no le fue con el cuento a Güemes... Y ya hace... ¿Cuánto hace que vienes sospechando que hay reuniones en el barrio de abajo?
—Y, yo diría... varias semanas, con alguna interrupción en que no hubo movimiento...
—Mmmhh... Esto es serio. Si Dámaso no va con el cuento...
—... es porque esta vez cree que la cosa va a salir bien.
—Bien pensado, Benita. Te felicito.
—Y salieron dos más, después, creyendo que si se agachaban yo no iba a verlos.
Loreto lanzó una carcajada.
—¡No me digas que caminaban agachados por la calle!
—En cuatro patas, señora, como perros... Ay, era muy gracioso...
—Benita se rió bajito, mirando el fuego—. ¿Habrá un poco más de licorcito?
—¡Hija!, que después te cae mal.
—Señora, tómese una copita usted también y festejemos, que estuvo tan divertido. Voy a fumarme una pipa... Los perritos eran los Gurruchaga.
—Paco y Pepe...
—Exacto. A propósito: ¿por qué usted le dice Paco y ellos lo llaman Francisco?
—Misterios... La madre le dice Paco. Benita chupó la pipa, pensativa.
—Y adentro quedaron muchos —dijo—, deben de haber pasado la noche ahí. Yo estuve todavía un rato aullando y haciendo sonar esa flauta, que hasta a mí me daba miedo... La verdad que ésta era una nochecita perfecta. Seguí ahí, a ver si hacían más cosas. Me acerqué despacio a la casa. Escuché que movían muebles, los ponían contra los postigos, así que pegué la oreja tranquila, ya no iban a abrir. Después se pusieron a rezar.
—¡Pero qué divertido!
—Sí. Rezaron y rezaron. Me parece que había dos que eran más viejos. Bueno, uno es Isasmendi, claro. El otro... Le decían don Tomás.
—¡Tomás de Archondo! Diablos... están todos, todos...
—Y por supuesto estaba el chiflado del doctor Arias Velázquez, enojado como siempre. Ése les gritó cobardes a los Gurruchaga, que no se fueran, gritó, que tenían que hablar de una yegua.
—¿De una yegua? Qué extraño...
—Se juntaron los godos con los criollos. ¡Todos los blancos juntos contra Güemes, señora, todos!... Menos usted y don Pedro. ¿Llegará mañana, don Pedro?
—Tal vez, mañana o pasado, no puede demorar más si partió del campamento en la fecha que pensaba. Menos nosotros dos, sí... Y el Pachi, y... algunos más, Benita, algunos más.
—No crea, señora. ¿Algunos más? ¿Quiénes? Hubo un largo silencio.
—Mañana voy a visitar a la bebita de la Rosaura... ¿Tendré algún hijo, yo, alguna vez, doña Loreto?
—Benita..., querida Benita... Pedro y yo hacemos unos números de baile muy bonitos... ¿Podremos unirnos contigo, en la feria ambulante?
—¡No y no, doña Loreto! —casi gritó Güemes— ¡De ninguna manera! Y además, ¿no va a pasar la Navidad con su familia?
—Usted sólo piensa en mi familia cuando no quiere escucharme, gobernador.
—General, si no le importa.
—General Güemes, por favor, confíe en mí.
—¡Pero si confío en usted! ¡Precisamente eso es lo que pasa: confío en usted! No puedo confiar en nadie en esta maldita ciudad y necesito que usted se quede, ¡no que me siga a Jujuy!
—Escúcheme otra vez, por favor, hay una conspiración en marcha.
—Hay una conspiración en marcha, le creo absolutamente... ¿Y usted se quiere ir? Usted acaba de confirmar lo que sospechábamos, me dice que los conjurados se reunían en lo de Isasmendi, que en el asunto están metidos hasta los caballos... —Güemes se rió—. Es un chiste —aclaró—. Hablaron de una yegua, ¿no?
—¿Será una yegua yegua, nomás?
—Y qué sé yo, mujer...
Loreto sonrió. Cuando Güemes se olvidaba de tratarla como a una señora era porque la estaba tomando en serio.
—Loreto, sea buenita, mire cómo se lo digo. Por una vez, no me discuta. Me tengo que ir y no voy a partir tranquilo si usted no se queda acá. Yo no debería salir de la ciudad, como están las cosas, pero no tengo alternativa. Los partes que me llegan son alarmantes, leí uno de Arias hace apenas dos días diciendo que la situación es muy, muy preocupante; tan preocupante como la conspiración contra mí, diría yo. Nueve mil hombres en Yavi, Loreto, se nos vienen encima en cualquier momento, y con los españoles acá, con la patria en peligro... ¡estos mal nacidos se ponen a joder, carajo!... Perdón, discúlpeme usted, me sacan de quicio.
—Ya sabemos, general, ya sabemos cómo son. Es precisamente por eso, porque el enemigo vuelve a amenazarnos, que los conjurados vuelven a las andadas. Quieren aprovechar este momento.
—Han perdido todo límite. Una cosa es preverlo y otra comprobarlo... —murmuró Güemes con tristeza— Loreto, usted tiene que quedarse y vigilarlos.
—¿Sabe qué pasa, general? Están planeando algo grande, estoy segura, y me faltan elementos. No sé lo que tengo que vigilar. Sospecho que no es en Salta donde voy a encontrar las piezas que cierran este juego. La otra vez estaban los jujeños complicados, también...
—Es claro que debe de haber jujeños conjurados, pero se va a actuar acá, señora, y no sé si estamos a tiempo de empezar a averiguar todo o si es cuestión de estar listos para accionar, vigilantes a cualquier cosa, aunque no sepamos bien...
Loreto meneó la cabeza.
—General, Dámaso no le vino con el cuento y Dámaso se está reuniendo con ellos... Eso es porque espera que el negocio salga bien, y si lo espera no se trata esta vez de una maniobra del Cabildo... Ellos saben que con eso no alcanza para derrocarlo a usted. Necesito averiguar qué pasa, déjeme ir a Jujuy. Se queda Macacha, ella estará atenta.
—¿Acaba de llegar su marido del frente y ya se quiere ir? ¿Qué opina don Pedro del asunto?
—Por favor, general. Usted sabe que Pedro llegó ayer y ya tiene que partir pasado mañana.
—Vino a cumplir una misión y parte, como le ordenaron, al servicio de la patria. Debería aprender usted obediencia de él. Cumpla mis órdenes y cúbrame las espaldas, para eso está.
—Es lo que trato de hacer, cubrirle las espaldas. Y usted nunca me deja.
Güemes suspiró. “Es una mula”, pensó. ¿Pero si tenía razón? En realidad, no es que él creyera que ella estaba equivocada. Por supuesto que la conspiración debía llegar a Jujuy y era bien posible que fuera grave, aunque tampoco había tantos indicios de eso, Dámaso podía no haberle ido con el cuento simplemente por miedo a ser descubierto por sus camaradas. Y en cuanto al hecho de que realistas como Archondo o Isasmendi estuvieran en el asunto, eso era esperable y no suponía necesariamente que tuvieran apoyo militar. Si estaban especulando con otra invasión realista, las milicias iban a rechazarla, como siempre. Y si no la rechazaban... no era de los conjurados que tenía que cuidarse, sino de los españoles.
Pero ella insistía en que esta vez había otra cosa... ¿No habría que darle la oportunidad de que lo demostrara, aunque a él le pareciera arriesgado que se ausentara de Salta? Había dado muchas muestras de ser una espía extraordinaria y después de todo era cierto: se quedaba Macacha, no dejaba la ciudad vacía.
—Reúnase hoy mismo con mi hermana y póngala al tanto de todo —dijo Güemes secamente—. Salimos mañana por la mañana.
—¡Gracias, general! —dijo Loreto y se levantó para irse.
—¿Acaso di por terminada la entrevista? —preguntó Güemes fastidiado.
—Disculpe, es que quiero ver a Pedro aunque sea unas horas... Hace más de un año que no estamos juntos.
—Doña Loreto...
—¿Sí?
—¿Usted juega con el capitán Frías al ajedrez?
—Oh, no, general. Casi nunca.
—Ah —dijo Güemes. Y se preguntó por qué estaba tan satisfecho de la respuesta.
—Si es como tú piensas, mi amor, vas a correr peligro cuando investigues. Tienes que moverte con muchísimo cuidado —dijo Pedro.
De afuera llegaba el coro de los grillos: sonaba, callaba, volvía a sonar. Era una noche fresca de los últimos días de la primavera y ellos dos hablaban muy abrazados, casi en susurros, desnudos bajo el edredón de plumas.
—Ya lo sé.
—¿Por qué no le dijiste a Güemes que Arias puede estar en el asunto?
—Porque no tengo más prueba que mi propio análisis de la situación, análisis que, por otra parte, él ya conoce. Y porque no corresponde pensar en cosas como ésas cuando se trata de repeler al enemigo que invade, salvo que haya elementos más contundentes que cambien las prioridades.
Pedro sonrió con orgullo.
—Sí que tienes las cosas claras y conoces tu oficio.
—Bueno —dijo Loreto halagada—, me obligaron las circunstancias...
—Pues aprendiste muy bien, de veras. Tienes razón en lo que dices. Además, querida, Arias es un patriota. Puede odiar a Güemes pero no va a usar este momento, no va a juntarse con los españoles...
—No, probablemente no va a juntarse... Pero usar el momento... por qué no... Ay, Pedro, ¡ésta es una situación tan confusa, tan complicada! No sé si pongo por Arias las manos en el fuego.
—¿Te acuerdas de cuando empezó todo? ¡Parecía tan claro! Ellos de un lado, nosotros del otro; el rey o la patria...
—Éramos muchos. Estábamos juntos.
—Sí, teníamos amigos. Tú les hablabas de Rousseau, toda entusiasmada, y ellos decían que sí, que desde luego...
—Y tú te burlabas de mí, tenías razón, después me di cuenta. No te engañabas sobre ellos, tú me advertías, “Loreto, eres una niña”. ¡Pero es que parecía que muchos estábamos de acuerdo! Igualdad, libertad, fraternidad...
Pedro la atrajo más contra sí, la besó en la sien.
—Por suerte —murmuró—, ahora eres una gran espía pero también, todavía, puedes ser una niña.
—No sé si todavía, Pedro. No me ves hace bastante. Aunque parezca mentira, te envidio: tú estás en el frente, peleando con los godos monárquicos. Lo tuyo es arriesgado pero claro. Yo hace tiempo que no hago nada que realmente tenga que ver con la igualdad, la libertad, la fraternidad... Me he vuelto desconfiada, aprendí a entrar en las mentes de los nuestros, a razonar las mezquindades que ellos razonan, a hablar como ellos, a entender qué los mueve realmente... Los mueven sus bolsillos, es lo único que les importa. Tú comerciabas mulas y no te movió tu bolsillo cuando te entregaste a la revolución; pero ellos sí, ellos saben lo que quieren... mejor que tú.
—Mejor que yo, sí... Por lo menos lo que quieren conseguir para ellos.
—Y también mejor que yo. Es horrible: de tanto entenderlos, de entender qué quieren obtener, tengo la cabeza ocupada con su lógica.
—Y, sin embargo, sigues siendo una niña. Seguimos siendo niños, los dos.
—¿Por qué?
—A ellos los mueve el dinero que pueden llegar a ganar; a nosotros, el mundo que somos capaces de imaginar.
El 20 de diciembre Loreto anunció a Güemes su intención de quedarse con Benita en Jujuy, para asistir al baile que ofrecía don Manuel del Portal, quien presentaba a su hija de 15 años en sociedad. Güemes no puso reparos. Él seguía hacia Humahuaca al amanecer del día siguiente.
—Eso sí: hace usted sus averiguaciones y vuela para Salta —le dijo.
El día anterior lo habían pasado en Jujuy pero ella, que solía ser tan eficaz, no había podido descubrir nada. Ya no se movía entre las damas de sociedad como un pez en el agua. O mejor: ahí ya no había agua para ella. Intentó alojarse con Benita sucesivamente en dos casas, ambas de espías de la red, pero había recibido sonrientes, hipócritas negativas desoladas: una tía enferma que ocupaba un cuarto y a la que había que cuidar a toda hora o el estado vergonzoso de la habitación destinada a los huéspedes obligaban a las afligidas anfitrionas a sugerir a las amigas que buscaran alojamiento en otra parte, aunque por supuesto, si no lograban encontrarlo, allá quedaban las puertas de esa casa abierta para ellas, de algún modo se arreglarían...
Loreto y Benita no tuvieron otro remedio que hospedarse en casa de Pepa Zaragoza de Moro, la cuñada de Juana Moro de López. Era una dama de pocas luces aunque patriota, que la amiga de Loreto había reclutado años atrás para la red en Jujuy. Como las otras, era bombera (no muy eficiente) cuando había invasiones, pero a diferencia de ellas, no tuvo velocidad para inventar un pretexto. Ya instalada con Benita en su casa, la jefa usó la tarde para visitar a tres bomberas. Fue sin Benita, para no irritar, y con Pepita, para disimular la soledad social en la que estaba. Apeló a su gran capacidad de simpatía y encanto; la calidez espontánea de Loreto, su capacidad de escuchar, su dificultad para ser maledicente y para juzgar al prójimo eran virtudes raras en esas sociedades y desconcertaban agradablemente, haciendo que se le perdonaran sus rarezas. Sin embargo, esta vez las mujeres ya no la trataron como antes; ni siquiera se mostraron muy comprometidas con la red, pese a la alarma por los movimientos del enemigo. La jefa entendió que desconfiaban de ella. Sabían que había llegado a Jujuy con el odiado déspota y ya no alcanzaba con la amenaza del español para deponer el encono.
—Vine con el gobernador porque, si se puede, hoy hay que evitar lanzarse a los caminos sola —decía Loreto cuando le preguntaban, pero no era un argumento convincente, por lo menos para las mujeres de la red, que la habían visto varias veces no evitarlo.
Finalmente, la jefa tomó el toro por los cuernos y encaró a Pepa, que, incapaz de expresar frontalmente su desconfianza (así como cualquier otro sentimiento), acumulaba observaciones sobre lo desagradable que debía haber sido viajar con Güemes.
—Pero fue lo correcto, insisto. Desde luego muchas veces he corrido riesgos por los caminos, en tiempos de invasión, y ahora mismo es probable que tengamos que retornar a Salta solas, Benita y yo. ¿Pero para qué me voy a arriesgar cuando no es estrictamente necesario? Vamos, Pepita, si los hombres del gobernador pueden cuidarme, ¿los voy a rechazar? Dependen demasiadas cosas de mí como para ponerme en esa posición infantil, justo cuando los realistas se preparan para invadir. No me molesta usar la custodia del gobernador, la patria está antes que las diferencias que puedan separarnos. Después de todo, ¿te parece correcto que dos mujeres viajen solas si no se trata de una situación de urgencia?
Pepa terminó encontrando razonable lo que decía. Después de todo la que ofrecía explicaciones era una dama salteña, una Sánchez de Peón de Frías, hija de un acaudalado español muerto dignamente en alta mar cuando llevaba los tesoros de su Majestad, esposa de un comerciante de mulas que —excéntrico o no— había amasado una fortuna considerable antes de la guerra. Si bien daba mucho de que hablar e insistía en tratar a su inseparable criada negra exagerando las normas de la piedad cristiana (lo cual como se sabe es un modo de soberbia), nunca olvidaba sus modales, su distinción y su honra. De modo que merecía ser escuchada.
Con una invitada semejante, las reglas de la buena anfitriona son sagradas, así que Pepa llevó a Loreto a la recepción que ofrecían los del Portal, tranquilizada porque el mismo día, al fin de cuentas, Güemes había seguido su viaje hacia el norte para coordinar acciones defensivas y el hecho de que la señora se hubiera quedado en vez de andar con él, como antes, haciéndose el gaucho por los campamentos, posiblemente mostrara que estaba entrando en razón. Y además esta vez, por propia iniciativa, la salteña tuvo el buen sentido de ubicación de dejar a la negra en la casa, que ella había escuchado decir que en Salta hasta la llevaba a las recepciones y la hacía sentar en el salón.
Tal vez no había motivos para desconfiar tanto, tal vez la razón que Loreto había dado para estar en Jujuy —reorganizar los vínculos de la red por si retornaba el enemigo— no expresara el apoyo incondicional a Güemes sino la convicción patriótica que todas compartían, aunque en este momento casi prefirieran los godos a seguir soportando al execrable tirano.
La recepción en casa de don Manuel del Portal no tenía mucho de festiva. Los ánimos estaban muy caldeados, no se hablaba de otra cosa que del abominable tirano. Nadie tenía ganas de bailar, la orquesta tocaba en vano danzas que en otra situación hubieran convocado a muchas parejas. La desazón, la pesadez, la disconformidad, el calor de tantas personas circulando por los salones, podían palparse en el aire. Mientras la joven Lucía del Portal se abanicaba con esfuerzo, aguantando con una sonrisa vacía los consejos que le daba su padrino sobre el comportamiento apropiado para una niña casadera, un grupo bastante numeroso se había sentado a hablar con ardor de lo único que conseguía sostenerse un largo rato como tema de conversación: la situación política. Y allí se había acercado Loreto, esquivando a los esclavos que iban y venían con bandejas, muy elegante del brazo de Pepita.
—¡Doña Loreto, venga, converse con nosotros! ¡Hace tiempo que no se la ve por acá! ¿Cómo están sus hijos y su marido? —la saludó don Pablo Soria, que había hecho en el pasado algunos negocios con don Pedro.
—¡Muy bien, gracias, don Pablo! Eustoquio y Pedro están en el frente, usted sabía...
—Creo que sí, ahora que lo recuerdo alguien me lo dijo. Lo lamento, no verá la hora de que esta guerra termine...
—Así es, no veo la hora de tenerlos sanos y salvos a mi lado.
¿Pero usted cree que la guerra va a terminar pronto?
—No puede durar mucho más; si San Martín ataca Lima... va a definirse, para un lado o para el otro. Aunque acá el tirano Güemes siga maniobrando para que no se acabe...
—¿Para que no se acabe?
—Güemes necesita la guerra, doña Loreto. Tal vez sea un razonamiento un poco difícil de entender para una dama, pero piénselo así: sin la guerra, ¿con qué pretexto nos roba?
—Dicen que inventa combates —susurró una señora obesa y emperifollada.
—Cállate, Maruja —dijo el que debía ser su marido—, ¿para qué hablas de lo que no sabes?
—Que está en contacto con el enemigo, no cabe duda —afirmó don Pablo Soria—. ¿Acaso no da licencias para que se comercie con él?
—Ay —suspiró Pepa—, ¿cuándo terminará este tiempo terrible?
—Salvo el reinado de Dios, nada es eterno, señora —dijo don Pablo con un tono que a Loreto le pareció extraño.
Hubo un breve silencio. La espía tuvo miedo de que la conversación muriera y se apresuró a meter púa.
—Bueno —empezó suavemente, consciente de que dejaba caer una brasa encendida—, nada será eterno, pero por ahora... Los godos se preparan para invadir y me temo que no queda otro remedio que apoyar a Güemes. Con todos los defectos graves que tiene el gobernador, parece el único capaz de dirigir la defensa de la patria.
—Loreto, a veces eres demasiado patriota —dijo Pepa con convicción y se asombró de sí misma por su audacia. Por suerte Manuel del Portal se superpuso con su vozarrón:
—¡Está usted equivocada, señora! ¡El gobernador no frena al español, lo alienta para que siga ingresando! ¿O no ve que hay un profundo acuerdo entre ellos? ¿Cómo mantiene Güemes al mulataje delincuente sin el pretexto de la guerra?
—Bueno, don Manuel... Todos estuvimos de acuerdo en enviar a ese gauchaje delincuente a que muriera por nuestras tierras, nuestra libertad de comercio, nuestra independencia... —dijo Loreto.
—Lo habremos enviado a morir, señora, no a que nos roben y vivan de nosotros.
—Don Manuel, veo que cultiva usted el cinismo.
—Güemes es el cínico, señora. ¿Niega usted los crímenes que esos crápulas cometen día a día?
“¿Niega usted los que cometieron ustedes con ellos, no día a día sino generación a generación?”, pensó Loreto. Pero no estaba en sus planes llegar a semejante extremo a cambio de nada.
—Desde luego que no —dijo rápidamente—, son innegables, pero...
—No puedes defender a los gauchos —terció Pepita—. Reconozco que han sido heroicos, pero están completamente fuera de control. Güemes los sacó de su lugar y les alentó los vicios. Les dio soga, de por sí muchos son vagos y malvados, no todos, pero una manzana podrida pudre las demás.
—Se dice que en su casa Güemes tiene un cuarto secreto, lleno de monedas de oro que juntó vendiendo licencias —dijo inesperadamente la señora obesa.
—Maruja, cállate. No es un cuarto secreto, ¿no ves que no sabes lo que dices? —dijo su marido cada vez más fastidiado. Había escuchado a Loreto con un gesto de profundo desagrado y se veía que le alegraba tener con quien descargar su disgusto.
—Me dijeron un cuarto secreto —insistió su esposa—, en un sótano que tiene un laberinto.
—¡Deja de hablar pavadas, mujer! Es la imaginación del vulgo y tú te la tomas en serio. Es cierto que roba nuestro dinero, pero eso del laberinto es ridículo...
—¡Pues a mí no me asombraría que doña Maruja tuviera razón! —dijo don Pablo Soria— ¡No sería nada extraño que Güemes hubiera hecho construir un laberinto! ¿No lo hacían acaso los reyes egipcios en sus palacios? ¿No se cree una deidad él, como ellos?
“¡Qué patán!”, pensó Loreto. “Éste es uno de mi especialidad, de los que largan todo de puro abriboca. ¿Cómo puede ser que todavía no le haya sacado nada?”
nes en las pirámides, no en palacios.
—No —insistió don Pablo—. Los reyes: Calígula, Nerón. ¡Sí lo hacían los emperadores egipcios, hacían un laberinto para guardar sus fortunas, y para ejemplo está Creta! Doña Loreto, ustedes las damas deberían leer libros de historia además de libros de oración, las ayudaría a entender más de estos desdichados asuntos y poder separar el bien del mal... ¡Güemes se cree un emperador, una deidad divina! ¡Cree que puede sacarnos todo! Nos obliga a comprar licencias, dispone de nuestras propiedades y nuestras fortunas. ¡Nunca se han visto aquí atropellos semejantes, ni siquiera el rey nos ha tiranizado así!
La espía empezó a desesperarse: no aparecía nada. Una cierta entonación extraña en una frase del patán, eso era todo. ¿Y si no aparecía nada porque no había nada? Al fin de cuentas, ella sólo tenía pálpitos, sospechas, deducciones casi teóricas. Tal vez debería haber obedecido a Güemes y haberse quedado en Salta.
—Volviendo a nuestros gauchos, es cierto que hay mucha delincuencia —dijo—. Pero pese a todo han demostrado que son patriotas antes que otra cosa.
—¡Patriotas! —estaba respondiendo Pepa, indignada. (¿Qué se le había dado a esa mujer por hablar tanto esa noche?)— ¿Patriotas como Panana, negro asesino y ladrón que atenta contra las damas honradas?
—¡Panana! —dijo la gorda con terror. Y se hizo la señal de la cruz— Una vez lo vi, pasó a mi lado a caballo y me arrancó la mantilla. Me caí en la calle. Me hice unos moretones horribles en...
—Es suficiente. Si me perdonan... —dijo con furia su esposo y tomándola firmemente del brazo se la llevó del grupo.
Con él, dos hombres pidieron disculpas y aprovecharon para retirarse, era claro que la conversación no les resultaba interesante. Loreto vio con desesperación que Soria también se daba vuelta.
—¡Panana puede ser feroz, pero también es un patriota convencido! —pronunció con voz vibrante.
Soria se volvió a ella, pálido de odio.
—¿Panana, un patriota? ¡Panana es un traidor de bajo precio como cualquier negro, capaz de venderse por un gallo de riña!
Calló bruscamente y Loreto supo que por fin había encontrado algo. Lo interrogó con la mirada, el hombre la desvió. Sí, tenía algo, ¿pero qué?
—¡No me consta! —afirmó desafiante.
Don Pablo Soria no estaba dispuesto a decir más.
—Pues créalo o no, es cosa suya —dijo fastidiado—. Si me disculpa... —pronunció secamente, y se alejó.
Un rato antes, Loreto se había detenido bastante cerca de un grupo de hombres a los que daba la espalda, mientras fingía interesarse en una conversación femenina. “Bayoneta y la yegua, cómo se ve que tratamos con animales”, había dicho una voz detrás de ella, festejada con grandes carcajadas.
Bayoneta se llamaban los gallos que criaba Francisco Gurruchaga... Benita había visto a Panana en el reñidero apostando por un Bayoneta, se había peleado con Gurruchaga una vez, porque quería comprarlo.
Pepa estaba disgustada. Se sentía responsable por haber llevado a su amiga a esa fiesta. ¿Al final ella era una buena anfitriona y la otra la hacía quedar mal delante de todos?
—¿Nos vamos? —preguntó, tomando del brazo a su invitada.
—No, no todavía. Hace mucho que no estoy en Jujuy y quisiera saludar a alguna gente. Mira, casi no hablé con el gobernador, que está allí.
—¡Loreto, pero allí no hay damas!
—Pues las va a haber cuando vayamos —dijo la espía, y sin esperar respuesta, se encaminó directamente hacia el rincón donde el doctor Mariano Gordaliza parecía enfrascado en una conversación con don Isidoro Alberti.
Pepa dudó en acompañarla, pero la perspectiva de que su amiga dijera demasiadas barbaridades la decidió a ir, con la esperanza de poder contenerla o suavizarla.
—¡Doña Loreto, encantadora y elegante como siempre! —dijo Gordaliza con voz afectada. No le gustaba esa mujer, le habían llegado rumores de que era agente de Güemes.
—¿Cómo le va, gobernador? ¡Mucho gusto! —dijo dirigiéndose a Alberti— Soy doña Loreto Sánchez de Peón de Frías.
—Me informaron que llegó usted con el general Güemes...
—¡Oh, más o menos! Vine a visitar a algunas amigas antes de Navidad y aproveché la guardia del general, usted sabe que es peligroso lanzarse de otra forma a los caminos. Mi marido está en el frente, no voy a viajar sin protección...
—¿Y cómo está pasando sus días en nuestra ciudad?
—Maravillosamente, gobernador. Mi amiga Pepita me colma de atenciones.
Pepa sonrió, las cosas marchaban mejor.
—¿Qué otras amigas tiene usted en Jujuy?
—Unas cuantas..., ¿verdad, Pepita? Doña Andrea Zenarruza, doña Toribia, doña Martina Ibáñez... Y luego está doña María Trinidad del Portal, que aunque vive en Salta es paisana de ustedes...
Pepa deseó ardientemente que se la tragara la tierra. Los dos hombres se quedaron mirando a Loreto con la sonrisa formal, inexpresiva que le dedicaban hacía un instante, sólo que ahora parecía que se les había congelado en la cara. Pasó un tiempo que pareció una eternidad, Loreto sonreía cándidamente, aguardaba.
—¿Visita usted seguido a esa mujer? —preguntó al fin Isidoro Alberti, con cierta inquietud en la voz.
—Oh, no, no muy seguido. Algunas veces, nada más. Ella es muy reservada y no hace vida social. Pero una noche me obsequió con una cena en su casa. Es una mujer encantadora...
—¡Loreto, basta! —estalló Pepa— ¿Estás decidida a avergonzarnos?
Muy asombrada, aunque menos que la propia Pepa, la jefa la miró sin perder su expresión de candidez.
—¡Pepita!, ¿qué dices?
—¿Pero tú no sabes que esa mujer es el oprobio de nuestra ciudad? —dijo la otra, ya lanzada.
Loreto la observó: estaba pálida de indignación, lo que no tenía nada de extraño. Lo insólito era que se atreviera a mostrarla de ese modo, y en una reunión social. “¡Mirad a la Pepita, que temblaba ante la sola idea de abrir la boca ante un oficial español!”, se dijo. “¡Es la seguridad que da el odio compartido!”, se explicó, y tuvo un ramalazo de envidia. ¿Cuánto hacía que no sentía esa fuerza? ¿Cuánto hacía que andaba por la vida dándose seguridad a sí misma, dialogando a solas con su Pedro, compartiendo susurros con Benita?
Los hombres estaban en silencio, visiblemente molestos.
—Pepa —dijo Loreto suavemente, sin hacerse cargo de la indignación de su amiga—, ¿tú te refieres a la relación de doña María Trinidad con Güemes?
—¡Su escandalosa relación con Güemes!
—Bueno, tú sabes... A veces el amor toma formas muy escandalosas... pero es amor, ¿quién puede asegurar que está a salvo de eso?
—¡El amor! ¿Cómo puedes justificar la vida licenciosa con que ensucia ese tirano a la gente decente, hablando del amor?
—No me refiero a él sino a ella, mi querida... Ella le ha dado todo por amor.
—No creo que esa impía sea capaz de amar. Te diré que en este caso ella es más culpable que Güemes. Porque Güemes es un hombre y cualquier mujer sabe que con los hombres no hay que arriesgarse... Todos vimos en Jujuy cómo ella lo provocó. Muchas mujeres provocan, ¡y después resulta que tenemos que compadecerlas porque se hacen las víctimas!
—¿Usted piensa lo mismo, gobernador Gordaliza?
Como Loreto sospechaba, Gordaliza no pensaba lo mismo pero no tenía ganas de manifestarlo. Taciturno, intentó una respuesta evasiva. Para ayudarlo, Alberti intervino.
—En este caso, yo no estaría tan seguro de que esa mujer ame al tirano —dijo.
—Eso no es amor. Es vicio —declaró Pepa. Estaba contentísima: no se reconocía.
—¿Y por qué cree usted que ella no lo ama? —quiso saber Loreto.
Alberti se encogió de hombros.
—Porque eso me parece —dijo lacónico.
La espía observó a Gordaliza: tenía los dientes apretados.
—Se deshonró por amor —repitió Loreto casi con dulzura, dirigiéndose solidariamente al gobernador de Jujuy—. No es más que una de las tantas jóvenes que sacrifican su honra por un hombre, lo merezca éste o no, lo valore él o no. Muchos hombres son crueles y usan su poder para engañar pobrecitas... Yo no sé qué ocurrió con doña María Trinidad, pero es evidente que si sigue con Güemes es para seguir entregando lo mejor de sí, a cambio de nada. Si no, ¿por qué lo haría? Nada ha ganado en ese negocio, al contrario. Todos conocemos el episodio terrible de la paliza…
—¡No, señora! ¡Ese canalla engaña, usted tiene razón! —estalló Gordaliza.
La rabia le desbordaba los ojos.
—¿Pero por qué me niega usted, si me está dando la razón?
—Niego que alguien que no sea un monstruo pueda sentir amor por ese hombre —dijo Gordaliza—. ¡Esa mujer no sigue con él por amor! ¡Esa mujer lo odia!
—¿Por qué está tan seguro? —preguntó Loreto asombrada.
—No lo estoy... Debe de odiarlo, quiero decir... Nadie que conoce de cerca a Martín Güemes lo sigue amando.
—Es muy triste lo que usted dice, gobernador.
—Lo triste, señora, es que tengamos que aguantar a ese tirano —replicó Alberti, con evidentes intenciones de terminar con el tema—. Pero disfrutemos de esta reunión, ¿probaron ustedes los alfajores? ¡Están deliciosos!
Hubo una pausa.
—Me temo, por desgracia, que habrá que aguantar a Güemes bastante rato todavía —insistió implacable Loreto—. Eso es lo que traté de decir hace un rato, Pepita, y tú lo interpretaste como apoyo al gobernador. Lejos de mí apoyarlo, simplemente me limito a señalar una verdad: es difícil derrocar al tirano, el vulgo está con él y lo ama.
—¿Desde cuándo el vulgo está en condiciones de decidir quién gobierna? —preguntó Pepa con violencia.
No iba a guardar más las formas, su amiga iba cada vez más lejos.
—Yo no digo que esté en condiciones. Señalo que lo apoyan... y están armados.
—¿Es que no se los puede desarmar?
—¿Cómo hacerlo, doña Pepa, sino amenazándolos también con armas? —le explicó Alberti con una sonrisa paternal.
—¡Pues amenacémoslos, entonces! —casi gritó Pepita. Alberti sonrió aún más:
—¡Ay, joven señora, cuánta impaciencia! ¡No es tan fácil, no es tan fácil!
—¿Por qué no? —inquirió Loreto haciéndose la tonta.
—Pues, mis queridas damas, porque se precisa una fuerza militar.
—Disculpen ustedes, pero no entiendo —dijo Pepa—. Estamos viviendo en el infierno por culpa exclusiva del tirano, no hay nadie que niegue esta horrible verdad... Hasta tú, Loreto, lo has reconocido indirectamente, incluso si no te gusta admitirlo, ¿o no? ¿Y va usted a decirme, don Isidoro, que no hay un solo militar heroico y patriota dispuesto a enfrentar a Martín Güemes? ¿Pero se creen todos que ese hombre es inmortal? ¡Me avergüenzan nuestros hombres!
Loreto tuvo ganas de besarla. “Cuando quiere averiguar algo, es pésima”, se dijo, “pero si no quiere, es fabulosa”.
—No piense usted tan mal, doña Pepa, Jujuy tiene espadas dignas y valientes, y grandes varones dispuestos a seguir prestando grandes servicios a esta patria.
—Seguramente —afirmó Loreto—, pero a esos varones no les va a ser fácil conseguir el apoyo gaucho que tiene Güemes.
—Señora, Güemes no es el único comandante con influencia en los gauchos, ni son sus fuerzas las únicas en el territorio de la intendencia —dijo Gordaliza.
—Esperemos un poco —afirmó Alberti sonriendo—, ya llegará algún remedio para nuestros males. Confiemos en Dios.
Cuando por fin doña Pepa pudo sacar a Loreto de la fiesta ya no tenía fuerzas para enojarse y hasta estaba algo contenta, no podía dejar de disfrutar su propio destape, que se debía, después de todo, a las barrabasadas que había hecho su amiga. Pero para todo tenía que haber medida, incluso para hacer barrabasadas, y Loreto se había propasado: primero, las defensas encubiertas o directas del sistema de Güemes; después, su escandalosa mención de la mujer de mala vida que el déspota mantenía en Salta, y por último, aunque pareciera increíble, algo todavía peor: ¡le había preguntado a Gordaliza, sin siquiera pestañear, cómo estaba su sobrina María Dolores!
—Sé que está viviendo en su casa y me alegro mucho por ella —le dijo frente a cuatro personas, con la voz perfectamente clara.
A doña Pepa le faltó el aire, que por cierto ya era poco entre el verano, la gente, el salón cerrado y el calor que esa mujer hacía pasar. Creyó que Gordaliza iba a fulminar a Loreto con los ojos, pero para su estupor lo vio sonreír y responder con evidente agrado que sí, que era una gran suerte, que Dolores estaba bien desde que vivía con ellos. No contenta con eso, la otra comentó que su sobrina era una joven sensible y valiente, “sensible y valiente”, dijo, ni más ni menos, frente al silencio helado de todos los que escuchaban, excepto del gobernador, quien sonrió todavía más y respondió que, sin duda, ésas eran dos virtudes de su sobrina pero lamentablemente eran de las virtudes que costaban caras...
—A una mujer —completó Loreto.
Doña Pepa advirtió una mirada intensa entre los dos que no le gustó, que violaba cualquier regla del decoro. Una dama casada no miraba así a otro hombre. Sin embargo, Gordaliza parecía encantado.
—Si no le molesta, me gustaría mucho visitar a Dolores y llevarle un frasco de dulce que traje de Salta.
—¡Pues se va a poner muy contenta, doña Loreto! Está muy sola... Con absoluta naturalidad, acordaron una cita para el día siguiente. ¿La jefa iba a salir de su propia casa para visitar a esa perdida? Doña Pepa se preguntó cuántos días más iba a tener que aguantar a semejante loca. “¿Pero acaso no va a pasar la Navidad en su hogar?”
Esa noche, luego de rezar sus oraciones, Pepita se acostó en su cama de esposa sola, con marido en la guerra, y reflexionó: aunque había estado bien perder un poco la timidez y animarse a decir cosas, lo mejor era que la de Frías desapareciera de Jujuy cuanto antes, o por lo menos de su casa. Si seguía albergándola, muy pronto todos iban a murmurar sobre ella. Angustiada, se levantó de la cama, se arrodilló directamente en el piso y rezó fervientemente a la Virgen para que Loreto se fuera. Tanto fervor no podría ser ignorado por la Madre de Dios, sobre todo si se tenía en cuenta que en vez de estar arrodillada en su cómodo reclinatorio, estaba dejando que sus piernas desnudas y delicadas se rasparan contra el ladrillo.
“No será maíz, pero valoriza la oración”, se dijo esperanzada. Y se fue a dormir.
—Benita, empieza a empacar. Salimos mañana por la mañana. La negra miró a Loreto atentamente.
—Señora, tiene esos ojos suyos de cuando sabe cosas muy feas...
—Muy feas, hija, muy... Hay que actuar de prisa. Saldríamos ahora, si fuera posible, pero Pepita va a asombrarse y corremos el riesgo de alertar a los conjurados de Jujuy, lanzándonos de pronto a los caminos en plena noche...
—¿Volvemos a Salta?
Loreto no respondió. Empezó a doblar ropa.
—Ah, ya... —murmuró Benita—. Seguimos hacia el norte, a buscar a Güemes para advertirle algo...
—Así es. Hay una conspiración para asesinarlo, Benita.
—¿Es seguro?
—Creo que no me equivoco. En Salta cuentan con Panana...
—¡Con Panana! Ay, señora...
—Hay algo peor...
—¿Doña Trinidad? —preguntó Benita con horror.
Loreto afirmó con la cabeza. Hubo un largo silencio, las dos empezaron a guardar sus cosas.
De pronto Loreto se tiró en la cama y cerró los ojos.
—Dime, Benita, ¿por qué siempre termino descubriendo cosas tan horribles?
Su amiga no respondió. Ellas habían discutido días atrás la posibilidad de que María Trinidad estuviera en algo raro y desearon sinceramente equivocarse. Tenían un indicio: Loreto había hecho buenas migas con Hipólito, conversaba con él cada vez que visitaba a la dama y a veces lo encontraba por la calle. Por deformación profesional, nunca dejaba de interrogarlo, era un modo de tratar a casi todos que se le había hecho carne. Su habilidad para averiguar sin que el otro se diera cuenta era realmente extraordinaria. Aquella vez, casualmente horas antes de que Benita fuera a aterrorizar a los conjurados en el barrio de abajo, la señora supo por Hipólito que dos días atrás, después del almuerzo, Trinidad había despachado a sus criados a buscar leña, luego de enviar a Rosaura y Remedios a dormir la siesta en el último patio de la casa. Les había dicho que iba a salir a pasear por los alrededores, algo que era obvio que no hacía a menudo, y mucho menos sola.
Era raro. Por empezar, Trinidad había comentado a Loreto que en las tardes en que suponía que Güemes no vendría (y todos en Salta sabían que esa tarde, precisamente, el general estaba con su esposa en la finca del Rosario), acostumbraba a llevarse a la niña a su propia habitación a dormir la siesta, no sólo por aliviar a su criada sino, sobre todo, porque la divertía enormemente. Estaba enloquecida con la hija de Rosaura, le había mostrado con orgullo un retrato de la nena y además una cunita decorada por ella, que había instalado en su pieza.
Sin embargo, Remedios tenía otra cuna en el cuarto de su madre; que esa vez hubiera dormido con Rosaura no alcanzaba a ser sospechoso; al contrario, era natural. Pero si eso se unía a otro hecho extraño, la combinación era inquietante: el ama, decía siempre Hipólito, solía insistir para que el viejo Jesús descansara después del almuerzo, no era de hacer trabajar por gusto a sus sirvientes. No obstante, ese mismo día en que había mandado a Remedios a dormir con Rosaura había enviado a los dos criados a buscar leña en plena siesta, una tarea no innecesaria, pero en absoluto urgente. Cuando Loreto comentó que, pese al verano, las noches de diciembre eran frescas, las chimeneas de la casa debían consumir mucho combustible y tal vez una tarea tan pesada debía hacerse de a dos, Hipólito insistió en que había combustible suficiente, o por lo menos no tan poco como para justificar que Jesús lo acompañara y dejara de dormir esas dos horitas que tanto bien le hacían, y que además el encargado de traer leña en esa casa solía ser él, no el viejo.
Doña Trinidad era querida por sus criados porque era bondadosa y considerada; como mujer instalada en una ciudad de la que no era oriunda, rodeada de hostilidad, valoraba mucho la compañía leal de sus sirvientes. Su conducta, entonces, había sido extraña: ¿qué había hecho la dama ese día en que todos sabían que el general no estaba en Salta? ¿Por qué había querido estar sola durante la siesta?
—¡Pueden ser tantas cosas, señora! —la había animado Benita días atrás— ¿Por qué siempre lo peor va a ser cierto?
Pero ahora la negra estaba callada, preparando bártulos con desgano. De pronto dijo con voz muy rara:
—¿Vamos a ir a Humahuaca?
—Preferirías no hacerlo, ¿verdad?
Benita no respondió. Loreto le tomó las manos y la hizo sentar a su lado, sobre una de las dos camas del cuarto.
—Hija, es necesario que vengas. Mira, en la fiesta entendí demasiadas cosas. Los conjurados cuentan con Trinidad, estoy casi segura. Aquella siesta debe haberse reunido con ellos y debe de haber aceptado... colaborar. La entrevistaron los Gurruchaga, probablemente.
—Sí, porque esa noche cuando yo los encontré reunidos escuché que los Gurruchaga tenían que informar...
—... qué pasó con la yegua.
—No son muy amables con los apodos. Bueno, si aceptó colaborar...
—Y si no hubiera aceptado sería más yegua todavía, Benita. No te engañes, nunca son amables, actúes como actúes. También anoche escuché a un grupo de hombres a mis espaldas hablando de la yegua, y bien podían estar ahí Gordaliza y Alberti. Se reían. “La yegua y Bayoneta”, dijo uno, “tenemos que tratar con animales”. Ahora que lo pienso, por la voz, podría ser Pablo Soria, uno que después se enojó conmigo porque defendí a Güemes... Están enloquecidos de odio, no pueden callarse, es superior a ellos. Parecía que no, pero en realidad me fue fácil tirar de la lengua.
—Nos odian, señora. A los pobres, quiero decir. Odian necesitarnos, no pueden aguantar que en esta guerra seamos importantes.
—Creo que todavía odian más a Güemes, Benita, porque él era “de ellos” y los traicionó. No sabes con qué intensidad, con qué pasión lo detestan.
—¿Y eso le hacían saber a usted? ¿Precisamente a usted? ¿Son tontos?
—No son tontos, no pueden concebir que yo, que soy una “de ellos”, los traicione tan definitivamente. Y sobre todo no pueden con su desesperación. No pueden aceptar que yo permanezca en un bando en donde ya no queda nadie.
—Nadie de los de su clase; porque quedar, quedamos muchísimos.
—Nadie de los de su clase significa nadie para ellos, Benita. Y yo, que soy alguien, los miro y los juzgo, eso les importa. No por mí, desde luego. Hija, están tramando algo muy feo, muy, muy feo... y no están orgullosos por eso... Precisan que se los comprenda, que se los justifique, ¿entiendes? Encima lo están tramando en alianza con sus adversarios, los comerciantes de Salta. ¿Sabes cuánto tienen que odiar a Güemes los de Jujuy, para juntarse con salteños? No, no es que sean tontos. Anoche no querían hablar de política conmigo pero no podían hacer otra cosa que hablar de política, en mi presencia o en mi ausencia, y contestar a mis provocaciones a ver si yo entendía de una vez, a ver si entraba en razón... Güemes los obsesiona. Dijeron cada cosa... Benita, hay un análisis que tú y yo ya hicimos, que está en...
—En la naturaleza de las cosas, lo sé: es necesario asesinar a Güemes.
—Y no hay un modo político de encarcelarlo y fusilarlo. No, eso es obvio: a Güemes no se lo elimina sino con un crimen traicionero, con una trampa...
—Y usted dice que cuentan con la Venus del Alto... Y también con Panana...
—“La yegua y Bayoneta, tenemos que tratar con animales”.
—¿Pero usted cree que Panana es capaz de traicionar a su jefe por ese gallo de riña?
—Eso, exactamente, me aseguró uno, desesperado por cerrarme la boca porque yo lo defendía: “Panana se vende por un gallo de riña”, me dijo.
Benita movió la cabeza tristemente.
—¿Y por eso hay que ir a Humahuaca a advertir a Güemes? ¡Por eso habría que ir a Salta, señora, a desbaratar las cosas!
Loreto la miró sin responder. Benita se estremeció.
—Señora, ¿qué me va a decir ahora?
—Si no quieres, no te lo digo —dijo la espía dulcemente.
—No, no me lo diga.
—Bueno, vamos a dormir. Mañana saldremos muy temprano, tenemos que llegar cuanto antes.
Ya habían apagado las velas cuando la muchacha habló desde su cama.
—¿Está dormida, señora?
—No, hija, ¿qué pasa?
—Dígamelo...
—Los conjurados cuentan con dos que están muy cerca de don Martín, dos que conocen su intimidad y pueden asesinarlo cuando duerme, cuando está desnudo... Pero si piensas un poco, sabes que eso no es suficiente...
Benita no quería pensar. No dijo nada.
—Precisan fuerza militar —siguió Loreto suavemente—, fuerza armada que pueda controlar la situación, dominar a los gauchos.
—¿Van a aliarse con los godos?
Loreto suspiró. Cuando no quería entender, Benita no entendía.
—Podrían aliarse con los maturrangos, sin duda, y tal vez también lo hagan; pero lo que me parece, por lo que escuché y además porque si lo piensas es lo que en realidad...
—Estaría en la naturaleza de las cosas... ¿qué es? Dígamelo, señora, lo quiero escuchar de su boca.
—El coronel Arias, mi querida Benita; también cuentan con Arias. Hubo un silencio. Finalmente, una voz que a Loreto le pareció de niña susurró en la oscuridad.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Lo sospechaba por cosas que escuché en la fiesta, pero hoy lo confirmé. Visité a María Dolores, la muchacha con la que Arias iba a casarse.
—Ah...
—Con ella lo confirmé: hubo reuniones en casa de su tío, reuniones para conspirar, estoy segura. Asistieron salteños también... ¿Para qué se van a juntar salteños y jujeños, en casa del gobernador? Acá se sienten seguros, en Salta nunca harían algo así... Bueno, allí fue Arias.
—¿Y ella cómo lo sabe? ¿Ella estuvo, acaso? ¿Ella lo vio?
—Sí, Benita. Estuvo y lo vio. Está viviendo en casa de sus tíos ahí, casi encerrada, oculta a las miradas de la gente. Me lo había contado Pepita, que me pasó un prolijo panorama de chismes en cuanto llegamos. Pobre, no se imaginó que yo lo iba a usar para preguntar por Dolores en la fiesta, casi se me muere. Don Mariano Gordaliza es además el padrino de la niña, él y su esposa la quieren muchísimo. De verdad, genuinamente, ¿entiendes?... Cuando pasó todo el escándalo, el padre de Dolores le dio una paliza terrible. Ahí fue cuando Gordaliza quiso protegerla de esa bestia y ofreció albergarla en su casa, hacerse cargo de ella y absorber el escándalo, pero el padre estaba furioso y no aceptó, digamos que quería seguir el castigo, lo peor para su hija...
—Claro, y la internó en el convento.
—Sí, por segunda vez. Pero ella volvió a intentar suicidarse, trató de envenenarse pero las monjas la descubrieron de inmediato y la obligaron a vomitar.
—Pobrecita.
—Cuando le comunicaron esto al padre, el hombre entendió que su hija no iba a dejar de dar que hablar si permanecía ahí. Entonces aceptó la oferta generosa de su cuñado y se la entregó...
—Como quien se libra de un paquete molesto.
—Así es.
—¿Y la madre?
—La madre la visita, a diferencia del padre, que no la ve desde entonces. Pero la madre no objetó nunca nada. Después de todo, lo que ocurre ahora es lo mejor para Dolores. Hace ya más de dos años que vive con sus tíos, aislada y encerrada, ignorada pero tratada con cariño, al menos.
—¿Y lo ve a Arias?
—Ése es el punto, ¿sabes? Pobrecita, ahora que está hundida sin remedio se ha convencido de que el coronel fue el gran amor de su vida y vive maldiciendo el momento en que echó todo a perder, torturándose con eso y aferrándose al imposible sueño de recuperarlo. Cuando la visité me fue muy fácil llevarla a confesiones personales. ¡Está tan desbordada, tan sola y tan poco habituada a que le hablen sin juzgarla...! Te confieso que me dio mucha tristeza, vive penando de amor.
—¿Y él? ¿Usted cree que él también...? —la voz de Benita era un hilito apenas.
—Benita, siempre tan sutil y hoy no entiendes nada. Dolores es una niña, se aferra a un amor totalmente inventado porque siente que su vida está terminada y tiene razón en sus términos. Por supuesto que Arias no pena por ella. Y además nunca la amó, ella era un escalón en su carrera. Tú deberías saberlo mejor que yo.
—¿Y cómo está usted tan segura de que él no la recuerda ahora, que no se aferra también ahora... que no me tiene a mí?
—Dolores me contó que lo vio varias veces y él la trata con la más helada indiferencia. Eso es, precisamente, lo que quiero decirte, eso es lo feo: Gordaliza está haciendo reuniones en su casa con conspiradores, estoy segura. Con señores del Cabildo, con el coronel Arias y, lo más significativo, con salteños que vinieron especialmente para el encuentro. ¿Recuerdas aquel viaje del anciano Uriburu, que en paz descanse?
—Y de Facundo Zuviría, sí.
—Pues las fechas coinciden con la primera reunión que se hizo acá; y hubo salteños, me lo dijo Dolores.
—¿Cómo pudo averiguar tanto, señora?
—Esa niña sufre mucho, no tiene nadie con quien hablar. Hasta me mostró su diario, me leyó partes... El día de la primera reunión fue a comienzos de junio del año pasado, casi un mes antes de la conspiración del Cabildo de Salta. La reunión estaba registrada con detalle, ella sabía que iba a haber un encuentro y que venía Arias, lo había escuchado de su tío. No lo cruzaba prácticamente desde que ocurrió todo, estaba muy nerviosa, ilusionada... Andaba por la casa como alma en pena, pendiente de escuchar su voz. Y así como lo sintió llegar, se escondió y vio que entregaba su sombrero y su capote a una criada; su tía la descubrió espiando y la envió a rezar a su cuarto. Después ella logró esconderse cerca de la sala donde estaban todos reunidos, esperó alguna oportunidad para verlo y la tuvo: el coronel se fue un poco antes de la reunión, solo. Dolores apareció con su sombrero y su capote, él la trató horriblemente mal, pobre muchacha. Y después volvió a verlo, en agosto de este año hubo otra reunión con gente de Salta donde Arias estuvo... Y él siempre frío, despectivo...
—¡Entonces él también... está en la conjura!
—Era previsible, mi querida. Estaba...
—En la naturaleza de las cosas. Señora, esa naturaleza es horrible.
—Es que no es natural, es bien humana... Después de un ratito, Benita dijo:
—Señora, usted no me va a creer, pero a mí también me da pena esa niña.
Mientras se estaba durmiendo, Loreto escuchó un sollozo contenido, muy bajito, en la cama de al lado.
Esa mañana el coronel Manuel Eduardo Arias lamentó no haber heredado la habilidad para el disimulo que caracterizaba a la clase social de su padre. Hacía pocas horas que el general Güemes había llegado a Humahuaca y él, que obsequiosamente lo alojaba en la residencia oficial que ocupaba como subdelegado de la Puna del cabildo jujeño, ya no sabía cómo ocultar su desagrado.
Habían discutido la situación militar, Güemes quería conocer con exactitud el estado de sus fuerzas y las de los jefes que respodían a sus órdenes, dando por sentada la situación objetiva de que Arias se había transformado en el comandante natural de las milicias de la quebrada y era con él, no con Urdininea ni con ningún otro, con quien estaba obligado a acordar los próximos movimientos. En otras circunstancias Manuel hubiera disfrutado esto intensamente, incluso tal vez algo del odio que sentía se hubiera apaciguado, pero en un momento como ése ni siquiera lograba estar orgulloso porque sus hazañas, su gloria, su prestigio, forzaran a su enemigo a reconocerlo.
El plan pergeñado en Jujuy con los salteños estaba a punto de ponerse en marcha. Como era de esperar, Güemes ordenó abandonar Humahuaca al enemigo, dejarla completamente vaciada de provisiones y de cuanto pudiera ser útil. Quedaba discutir si la población permanecía o era llevada a otros lugares, y decidir movimientos similares para las otras milicias.
Había pasado el mediodía, como el general había viajado gran parte de la noche, se retiró a descansar algunas horas. Por eso no vio que un chasqui que acababa de entrar a la ciudad se detenía en la puerta de la casa y entregaba dos cartas para el coronel Arias: una llegaba desde Salta; la otra, de Jujuy.
Desde Jujuy, Gordaliza le informaba que habían comprado a la yegua y al gallo sin inconvenientes. Arias no se había equivocado con la manceba del canalla. “Aprendí bien cómo huele la mierda, soy bueno para reconocerla”, se dijo con tristeza, pero le molestó sentir al mismo tiempo una rara satisfacción. “¿Acaso es mi culpa por olerla? ¿No es de él, que la siembra en todos lados? ¡Por algo la mujer está dispuesta a traicionarlo!” Manuel se preguntó si Dolores, esa hembra patética que ahora lo miraba como un perro sin dueño, también estaría dispuesta a asesinar a Güemes.
Bien, el negocio andaba sobre rieles. El Canalla acá, ordenando el repliegue, y allá todo listo para poner en marcha el mecanismo mortal. Definitivamente no era lo que él había soñado, pero sí lo que se podía hacer y servía. Miró la segunda carta, intrigado: un sobre pequeño, escrito con una letra redonda y armoniosa que nunca había visto.
Manuel se estremeció. “Carta de Benita”, pensó absurdamente y la abrió tembloroso. Lo que leyó lo desconcertó tanto que durante muchas horas no pudo pensar en ninguna otra cosa.
Salta, diciembre 15 de 1819
Muy señor mío:
Lo he cruzado a usted dos veces en mi vida: una vez por los caminos, en viaje a Salta, sus milicias me escoltaron hasta mi destino; otra vez visitó usted mi casa durante una cena que le ofreció el gobernador.
En ambas ocasiones pude observar a Ud. lo suficiente como para vislumbrar en su persona honorabilidad y hombría de bien, a las que ahora apelo ardientemente porque son mi última esperanza. Escuche usted las súplicas de una mujer desesperada que renunció a su honra por amor y se halla en este momento aciago atrapada entre dos fuegos. Dios deberá perdonarme porque aunque lo intento, no consigo arrepentirme de lo que hice. Pero por lo que hice hoy estoy prisionera. Necesito irme de Salta con urgencia y no puedo sin su ayuda. Por eso acudo a usted, rogando al Señor que me escuche.
Mi marido es Francisco Méndez Ibarlucía, capitán del ejército español. Hace un tiempo intentó matarme y juró no detenerse hasta lograrlo. No puedo cruzar la línea de frontera ni retornar a Jujuy. Lo primero me lo impide el juramento feroz de Ibarlucía; lo segundo, el odio de mis paisanos, que no perdonarán los años que he vivido en Salta, alojada por el gobernador Güemes, por ellos execrado, y no me defenderán si el enemigo ataca. No creo que tenga ya en mi terruño una casa adonde se le permita refugio a una adúltera huérfana, repudiada por su esposo. El amado al que entregué mi vida me pagó con indiferencia y con traición, vivo en una ciudad hostil una situación que ya no puede prolongarse. Estoy completamente sola en este mundo, sólo cuento con tres sirvientes leales a los que no podría alimentar si estuvieran a mi cargo.
En la desolación, apelo a su piedad. Si es usted la clase de hombre que yo creo, le ruego me prometa su protección y me permita acudir a donde esté, junto con mis sirvientes y una niña pequeña, hija de mi criada; por caridad cristiana no puedo abandonarlos a su suerte. No tengo exigencias ni pretensiones, lo seguiré a usted a la guerra, a una ciudad, a una finca, cerca o lejos suyo, como lo determine. Ya no espero nada de esta vida, sólo salir de esta prisión.
He meditado muchas horas antes de decidirme a enviarle esta carta. Sé muy bien que con ella le estoy entregando mi destino. Pero Dios ha dispuesto así las cosas y mi situación no puede prolongarse, tengo motivos muy graves para hacer lo que hago. Deme usted su protección y quedaré a sus pies como su más segura y dispuesta servidora. Ruego porque Dios guarde a usted muchos años y lo ilumine con la caridad que hoy precisa mi desdicha.
María Trinidad del Portal Ibarlucía
Arias no podía creerlo. Leyó la carta una vez más, y otra, mientras sentía el temblor en las manos, en el estómago. Después ordenó que nadie lo molestara y se sentó en su despacho solo, mirando la hoja de papel. Se le partía la cabeza de tantos pensamientos. ¿Pero qué estaba haciendo esa mujer? ¿Por qué no colaboraba? ¿Por qué se ponía en este momento preciso a arruinar todo? ¿Y qué contestar? ¿Qué hacer? “Yo no soy un canalla”, murmuró para sí, “ella lo supo de sólo mirarme”.
No, ni era un canalla ni olía la mierda tan bien como había creído. Sintió cierto alivio por eso pero también decepción, y rabia por sentirla. “Ella quiere escapar de este horror”, se dijo y tuvo un deseo muy fuerte de ayudarla. “Pero escaparse es traicionar nuestro plan, quiere traicionarlo a Güemes y a nosotros.” ¿A Güemes? ¿Y quiénes eran “nosotros”? Cada vez creía menos lo que se estaba diciendo, cada vez le daba más náuseas el “nosotros”. Por ese camino iba a terminar ayudándola. Era una mujer hermosa, era valiente y sabía pensar. Era blanca y había nacido rica; sin embargo, había sabido mirar la cara india de Manuel, reconocer quién era sin equivocarse.
No se había equivocado. ¿De verdad, no? ¿Manuel iba a permitir que la desesperación de una blanca rica se interpusiera entre él y el objetivo de su vida? “No se lo permití a una negra que además amaba como no amé ni voy a amar a nadie ya nunca...” Después de todo, María Trinidad había jugado y perdido. Era su riesgo y lo sabía, cosas que pasan. “¿Por eso yo tengo que perder?” De pronto llegó la furia. Era una furia abstracta, un grito de reivindicación dirigido a todos y a nadie, al mundo entero. ¡Había estado por caer en una trampa! ¡La trampa de siempre, la que desde hacía siglos atrapaba a cualquier hombre valioso que nacía en su condición! No, el coronel Arias no era el mestizo sirviente de la blanca, el coronel Arias no le debía a ella absolutamente nada; si ella había perdido, él todavía podía ganar.
Tomó la decisión y supo que ya no iba a volverse atrás. Una calma extraña lo invadió, suspiró aliviado. Miró otra vez la carta con una sonrisa maligna.
—¡Se ofrece como si fuera no se sabe qué tesoro, y le faltan dos dientes en el hocico! —murmuró.
Escucharse la frase le dio risa.
Sabía exactamente lo que tenía que hacer. La carta de María Trinidad no complicaba el plan, lo facilitaba.
Fue difícil salir temprano como habían planeado. Inmensamente aliviada porque por fin se sacaba de encima a esa escandalosa pareja de mujeres, Pepa se empeñó en compensar la insólita sinceridad que se había apoderado de ella dos noches atrás y sobreactuó la cortesía. Insistió hasta ganar por cansancio en que debían partir sólo después de un almuerzo de despedida. La espía se negó todo lo que pudo, pero temía despertar sospechas si dejaba entrever demasiado la urgencia que tenía. No podía decir que quería estar en Salta en Navidad porque tenía todavía el tiempo suficiente para llegar. Pepita no era sagaz pero sí charlatana y si los conspiradores sospechaban de ella y le impedían partir a alertar a Güemes, todo estaría perdido. Así que se las aguantó y aceptó estoicamente el almuerzo, aunque los nervios la carcomían.
Finalmente, moviéndose como podían entre los afligidos revoloteos de Pepita, que deploraba la partida, se angustiaba por los peligros de hacer el camino de vuelta sin custodia y repetía “ésta es tu casa, vuelve cuando quieras” (ignorando de paso la presencia de la negra), las mujeres cargaron provisiones y estuvieron listas para partir.
La hipocresía de la anfitriona crispaba a Benita. Sentía con exactitud brutal cuánto desprecio se escondía en cada mirada, cada palabra que le dirigía, siempre con una estudiada sonrisa. Sin embargo, hubiera preferido incluso seguir aguantándola si eso la libraba de volver a ver a Arias.
Cuando partieron, Loreto tomó la dirección hacia el sur. Benita supo que era para despistar a los curiosos, pero deseó intensamente que algo que aún no le había comunicado hubiera modificado los planes. Por supuesto, no era así. En cuanto salieron de la ciudad, la jefa dio la vuelta. Conocía un atajo que sin entrar a Jujuy permitiría tomar más arriba el camino hacia Humahuaca.
Era la siesta y el calor apretaba en la quebrada. Mientras hacía que su caballo girara, Benita sintió que las riendas se le deslizaban de la mano húmeda. Se agachó sobre el cuello del animal e intentó en vano recuperarlas, el cuerpo se le derrumbó, inmóvil, hacia adelante. Se quedó así, sintiendo llegar las lágrimas y rebasar calientes por la mejilla. Todo estaba quieto y ardía lentamente bajo el sol. Los cardones inmóviles contra el cielo, el coro monótono de los insectos. De pronto un vuelo bajo y el graznido de un aguilucho quebraron el tiempo detenido. A Benita le pareció que el ave se reía de ella. Ahí estaba, encorvada y con las riendas perdidas, doblegada por un accidente demasiado absurdo, un movimiento demasiado torpe, un camino que no quería recorrer.
Detenida a su lado, Loreto esperaba sin hacer un comentario. La negra se obligó a incorporarse y desmontó despacio, sintiéndose infinitamente sola.
—Señora... —murmuró con los ojos nublados—, siga usted, yo no puedo ir.
—Sí que puedes, Benita. ¿Qué dices? ¿Acaso no estuviste con él en Salta, cuando fue?
—No es lo mismo. Ahora es el enemigo.
—Benita, vamos... Estaremos juntas... ¡No vas a dejarme sola en un momento como éste!
Por primera vez en su vida la muchacha supo que sí, que iba a dejarla sola. Se quedó callada pero siguió moviendo la cabeza, negándose.
—Hija, te necesito. Y no tenemos tiempo que perder.
—Usted no me necesita a mí —contestó Benita mientras se mojaba un dedo con su lágrima y se la ponía en la boca, como una niña—, necesita a la otra Benita y la otra no está. No puedo más, doña Loreto, llegué hasta acá. No puedo más. No puedo más.
Se tapó la cara con las manos y empezó a llorar con una desesperación que Loreto nunca le había visto. La señora se bajó del caballo y la tomó en sus brazos.
—¡Por favor, por favor, no me lleve! —decía la negra entre hipos— ¡Por favor...! Y además —siguió con la voz un poco más clara—,
¡no entiendo por qué es tan importante ir allá! Usted vaya, yo me ocupo de Salta. Lo importante es ir a Salta y desbaratar...
—Benita, estás diciendo disparates. Si le advertimos a Güemes, no hay nada que desbaratar. ¿Y qué quieres hacer en Salta? ¿Vas a ir y deportar tú a la manceba del gobernador? ¿Vas a descabezar su custodia, así porque se te da la gana? ¡Piensa un poco, hija, por amor de Dios, ni tú ni yo podemos desbaratar nada! ¡Es Güemes quien tiene que actuar!
—Si estamos allá cuando él llega, le avisamos. Él desbarata.
—Benita, parece que no entiendes: Arias está en el asunto. Benita lloró más fuerte. Loreto suspiró.
—Está bien, ya, ya... Ya sé que ése es el problema... Pero a veces las cosas son así, y no puedes renunciar a actuar... Arias tiene fuerzas leales y bravas. La advertencia tiene que empezar por acá.
—Yo no voy —dijo Benita decidida, separándose de ella. Loreto cambió de táctica.
—Parece que el amor te vuelve tonta —dijo con desprecio. Su amiga la miró con furia.
—¡Yo no soy tonta! Yo estoy muy mal, muy triste y usted debería...
Volvió a llorar.
—Ven, niña, que vas a coger calenturas aquí, con tanto llanto al sol —murmuró la otra, empujándola hacia un cebil frondoso que se alzaba a unos pasos. La negra se dejó guiar y se apoyó contra el tronco. Estuvieron un ratito así, quietas a la sombra. Loreto le acariciaba la cabeza y la examinaba atentamente como si fuera su médico. Finalmente suspiró y dijo con voz firme—: Benita, que Arias esté en la conspiración significa que tiene que estar cerca de Salta cuando a Güemes lo asesinen. Sé que envió partes para que el general se reuniera con él a organizar la defensa... Algo se trae entre manos, ¿no lo ves? Güemes va a ordenar el repliegue y él algo trama, es probable que quiera replegarse junto con él cerca de Salta, y quién sabe qué fuerzas hará venir detrás. Arias tiene mucha influencia en la quebrada, muchos jefes lo siguen... En Salta no van a conseguir gauchos para pelear contra el Tata Güemes pero esto no es Salta. Benita, no sirve volver, hay que buscar a don Martín, hay que advertirle no sólo de la traición que lo espera en Salta sino también del repliegue. ¡Vamos, no podemos seguir acá paradas!
Pero la muchacha, ya sin llorar, volvió a negarse.
—Vaya usted. Yo no tengo más fuerzas.
—¿Tú no tienes más fuerzas? ¿Tú, que has aguantado dolores mucho más terribles, injusticias tremendas? ¡Vamos! ¿No eres la calamitosa Benita, la esclava incorregible, la que nadie podía terminar nunca de domar, la que no dejaba de reírse ni después de los azotes?
¡Tienes razón, mujer, no te reconozco! Como dirías tú... pareces una blanca pálida y enferma..., sólo te falta adelgazar y encerrarte en tu cuarto con jaquecas... Una blanca que no sabe lo que son los problemas de verdad y se amaña para encontrarse problemas, así...
—Así llena la vida hueca que tiene... Ya sé, yo dije eso. Entendía poco a las personas libres...
Loreto se encogió de hombros y montó en su caballo.
—¡Está bien, eres libre! —le dijo— Tú decides qué haces con tu dolor y yo no puedo seguir perdiendo el tiempo. Te veré en Salta, después de Navidad. Besa mucho a Pedrito de mi parte... No le digas nada que pueda inquietarlo.
Taconeó su caballo y salió al galope. Benita la vio irse y se le oprimió la garganta, se echó a correr detrás.
—¡Señora!
Loreto se detuvo.
—¿Usted no me va a querer más ahora, porque no la acompaño? Porque si no me va a querer... yo voy...
Loreto la miró enternecida.
—Sí voy a quererte, tonta. No estoy de acuerdo con lo que haces, eso es todo. Por lo demás, no te di la libertad para que me siguieras a todos lados. Anda, ve, y que tengas una buena Navidad... con tus santos.
“Y al fin de cuentas”, iba pensando la señora mientras cabalgaba a todo trapo, para recuperar el tiempo perdido, “ella tiene razón: puedo arreglarme perfectamente sola”.
Cuando el general Güemes se despertó de su siesta pidió una reunión con el coronel y otros oficiales. Arias esperó ansioso un momento para tenerlo a solas pero no lo obtuvo hasta que anocheció. Habían acordado una cena con los miembros más influyentes del Cabildo de Humahuaca para resolver el éxodo; si no lograba encararlo antes, ya no tendría oportunidad hasta la mañana siguiente.
Arias sabía que debía apurarse. Así como María Trinidad se había lanzado sola una vez a los caminos para llegar a Güemes contra viento y marea, bien podía hacer lo mismo y salir a reunirse con él si demoraba la respuesta a su carta. Es más, por ahí ya lo había hecho, a lo mejor ya era tarde en ese mismo momento.
—General, ¿está ocupado? —preguntó Manuel, entreabriendo la puerta del despacho que le había preparado a Güemes en su residencia.
—No, coronel, adelante. ¿Qué pasa?
—General...
Güemes lo miró asombrado. Esa voz tan seria, ese modo de cerrar la puerta detrás de él, de mirarlo: ¿qué iba a decirle ese hombre? Esperó en silencio que el otro se sentara, sabía que iba a pasar algo, no podía imaginar qué. Algo malo, definitivo... El coronel sacó un sobre de su chaqueta.
—Creo que mi deber es mostrarle esto —dijo con voz ronca. Güemes tomó el sobre, extrañado. Tardó en entender lo que estaba leyendo.
—Perra puta —murmuró para sí, pero se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta.
Arias bajó los ojos respetuosamente. Hubo un largo silencio hasta que Güemes habló con voz extraña, esforzadamente fría.
—Coronel —dijo mientras se levantaba de su sillón y avanzaba hacia la puerta—, agradezco su gesto. Han quedado claras las medidas del repliegue, ¿verdad?
—Perfectamente claras, mi general —cantó Arias, disimulando furiosamente su alegría.
—Partiré ahora mismo. Ordene que preparen provisiones para el camino y que mi escolta se apronte, salimos en media hora. Discúlpeme usted esta noche con nuestros invitados, ya sabe lo que tiene que hacer, posee la autoridad suficiente para arreglarse solo. Les informará que he debido retornar a Salta por asuntos urgentes y que descuento su patriótica colaboración en estas horas dramáticas.
—No habrá el menor problema, mi general. Esperan medidas como ésta, han dado su apoyo antes, en momentos parecidos, y volverán a hacerlo. Enviaré esta misma noche los partes a los comandantes, ordenando en detalle cada repliegue. Parta usted tranquilo, acá todo se preparará para rechazar al enemigo, como siempre.
—Tome, esto es suyo —dijo Güemes extendiéndole la carta.
—¡General, faltaba más! —se negó Arias—. Esto es suyo.
—Gracias —respondió secamente el gobernador, guardándose el papel en el bolsillo interior de su chaqueta de galones.
Los que vieron partir al general Martín Güemes, solo en plena noche, galopando como si fuera posible viajar más rápido que el viento, pensaron que tenía que ocurrir algo muy grave. También al mismo tiempo partió un chasqui hacia Jujuy con un mensaje urgente del comandante Arias para el doctor Gordaliza.
Informe que el gaucho se dirige a Salta. Yo inicio el repliegue, decía escuetamente.
Güemes había dado a su escolta la orden de partir una hora más tarde que él para adelantarse y llegar más rápido, pero también porque necesitaba la soledad más que nunca. Agradeció que estuviera oscuro, que hubiera poca luna en esa noche nublada; agradeció que esa mujer pesada y sagaz que le hacía inteligencia se hubiera quedado en Jujuy, persiguiendo a los mal nacidos que querían matarlo y no estuviera a su lado como un lastre, molestándolo con consejos y sermones. Ya encontraría ella a los conspiradores, sabía hacer su trabajo. Mientras tanto, él tenía por una vez un asunto propio impostergable. Iba a impedir que una perra puta se burlara así como así del gobernador.
“Perra puta”, murmuraba todo el tiempo, y lo decía tantas veces, y tanto resonaba en su cabeza, que el monte todo parecía repetirlo con sus ruidos. Era una perra puta incluso si podía en algún lugar entender sus motivos. ¿Por qué no había hablado con él antes de clavarle una puñalada trapera? ¿Por qué no le había dicho lo infeliz que vivía en Salta? ¿Por qué lo seguía recibiendo con dulces y melosidades y le seguía abriendo las piernas? ¿Que a veces lo miraba un poco rara, que a veces no parecía tan contenta como antes? ¡Pero por qué no hablaba, entonces! ¡Por qué era tan difícil, tan vueltera, tan mujer! ¡Traidora!
¡Se merecía una tunda peor que la que había recibido! No iba a dársela, sin embargo, aunque tuviera toda la razón y aunque fuera buena medicina para ponerla en caja. Y no lo iba a hacer por dos razones: porque él no era una bestia como el cornudo de su esposo, la primera; y porque no tenía ganas, maldito sea, no tenía ganas aunque quisiera tenerlas. Quisiera tener ganas no para poder dañarla sino para poder corresponderla en ese odio que ella —era evidente— sentía por él, quién sabía desde hacía cuándo, quién entendía por qué. “Se volvió loca”, decía Güemes y taconeaba más fuerte a su caballo. Estaba loca y le tenía odio, ¿cómo explicar ese dislate? Un odio absurdo, inmotivado pero evidentemente real, suficientemente real como para ofrecerse a ese mestizo sucio y resentido, como para dejarlo en ridículo.
“Y ahora el otro está feliz: el general Güemes tiene que agradecerle no haberlo hecho cornudo”, pensó rabioso. Ah, no, aunque no le dieran ganas lo iba a hacer: María Trinidad no iba a salvarse por lo menos de una buena trompada.
Los resoplidos del caballo lo hicieron darse cuenta de que hacía demasiado tiempo que mantenía un galope largo a latigazos, aprovechando el terreno liso de esa parte de la quebrada; estaba cansando tontamente a su caballo. Frenó, llevó al animal hacia el río y lo dejó tomar agua. Anduvo un rato al paso pero un rato más tarde taconeó duro y le dio sin asco al látigo otra vez. ¿Esa loca era capaz de lanzarse a los caminos sin esperar la respuesta del bastardo? Recordó que después de esa cena horrible ella había dicho algo sobre ese hombre. ¿Qué había sido? No podía acordarse. “Debería haberla escuchado con más atención”, pensó con amargura. Pensar eso lo llevó por primera vez a una pregunta horrible: ¿Y si ella sí había querido contarle lo que le pasaba? ¿Y si era él quien no la había dejado? ¿Y si era él quien se había mostrado inaccesible, resuelto a no discutir nada? La idea lo desesperó. El monte ya no solamente gritaba que ella era una perra puta, ahora también lo insultaba a él.
“Pero yo no le podía permitir que viniera con reclamos; uno escucha un reclamo, escucha el otro y se termina convirtiendo en pollerudo.” Y así llegaba al punto en el que estaban... ¿Pollerudo o cornudo? ¿Ésa era la alternativa cuando a uno le importa de verdad una mujer? Tenía que haber otro modo de pensar lo mismo. Él también era responsable, con su sordera la había forzado a escribir una carta como ésa. Se acordó del canje de Ibarlucía, ese asunto tan desdichado. Trini quiso discutirlo y él se negó. ¿Pero acaso podía admitirle semejante pretensión? ¿Y ella no podía entender cómo eran las cosas? ¿Tanto le había dolido eso? ¿Acaso no sabía que él no iba a dejar de protegerla nunca? Y sin embargo... Martín no quería decírselo pero sabía bien que después de ese maldito canje, todo había cambiado entre los dos.
Hizo descansar a su caballo un rato y trató de dormitar. Quién podía dormir con esos grillos, con esa cabeza que no se frenaba... Además no tenía sueño. Cuanto más pensaba, más entendía que su descubrimiento era cierto: hacía mucho tiempo que Trinidad lo miraba con ojos raros, que estaba diferente, y hacía mucho tiempo que él no podía casi recordar de qué hablaban. No la escuchaba, no le preguntaba por qué esa cara de culo fruncido a cada rato. Comía sus dulces, disfrutaba su cuerpo, se iba y se la sacaba de la cabeza hasta la próxima vez. Y ahora aparecía esta carta traidora y él, que le había visto tantas veces una mirada oblicua, emperrada en un silencio absurdo incluso a veces mientras la tenía ahí abajo, ya sin poder darse tanta cuenta de si gozaba o no gozaba...
“Imbécil”, eso le parecía ahora que gritaba el monte. “Imbécil. Cornudo.” No podía entender por qué sentía tanto dolor en vez de ganas de matarla. Él era dueño de la vida y de la muerte de cualquiera,
¿o no? ¿No podía castigarla, por lo menos? Y sin embargo lo que deseaba era llegar para abrazarla, decirle que no fuera sonsa, que él sabía cuidarla, que se quedara en Salta, que por favor no se fuera. ¿Pero qué le pasaba? Desde que era un muchacho no sentía un dolor como éste, desde que se había enamorado hasta las tripas de la Juanita Iguanzo, que también estaba casada con un capitán. “Soy el terror de los capitanes”, trató de reírse y no se le movió ni un músculo de la cara. “Estoy completamente loco”, pensó con asombro. A la Juanita la había querido como un chiquilín, era como fuego que no podía apagarse, hasta se había jugado por ella su carrera militar. Pero con Trini era otra cosa, con Trini nunca había sentido todo eso. ¿Por qué entonces esos nervios, esa desesperación?
Un fugaz claro de luna le hizo vislumbrar un grupo de árboles más altos, un poco menos achaparrados, a la izquierda del camino. “Allí podría descansar un par de horas antes de seguir la marcha”, se dijo. Convendría esperar a su gente, que traía caballos descansados. Pero no, era perder mucho tiempo. Por la tarde había dormido suficiente y tenía que llegar a Salta cuanto antes. Así que dejó los árboles atrás, sin observar —porque la luna se había ocultado y su ansiedad era demasiado intensa como para aguzarle la vista— que bajo ellos había una silueta.
En efecto, un caballo estaba atado al tronco de un algarrobo. Alguien había elegido el mismo lugar para tomar ese descanso que él había considerado y desechado, alguien que viajaba en el sentido contrario.
Tampoco Loreto escuchó a Güemes, que pasó al trote a su derecha, por el camino. No estaba en guardia en esa tierra en donde todavía no había entrado el enemigo. Dormía profundamente ese pequeño rato indispensable para poder seguir casi sin pausas después, mientras su caballo masticaba con indiferencia algunas hojas de los árboles.
Llovía torrencialmente desde antes del amanecer. Transitando con cuidado por el lodo, un jinete avanzó por las calles de Humahuaca en esa mañana del 24 de diciembre de 1819. Iba en sentido contrario a una partida miliciana que marchaba a pie, conduciendo algunas mulas cargadas y ganado. Indiferentes a la lluvia, los hombres miraban no obstante con curiosidad al jinete empapado, un forastero vestido como un gaucho afeminado, de pelo oscuro y ojos extraordinariamente claros.
—¿Viene el enemigo? —preguntó Loreto a dos que avanzaban, después de saludarlos.
—Viene, sí, pero no todavía —le contestaron, observándola con asombro.
—¿Pero se ordenó el éxodo de la población?
—No, no todavía.
—¿Y ustedes por qué se van?
—Seguimos al comandante Arias.
—¿Ustedes, nada más?
—No, detrás siguen otros.
Loreto dio una vuelta por la villa, buscando la casa del subdelegado de la Puna. Si Arias no estaba, todavía podía estar Güemes; si no, por lo menos iban a decirle adónde había ido. En el camino pasó por la puerta de San Antonio y de Santa Bárbara. Observó intensos movimientos de tropas, se aprontaban mulas y carros con provisiones.
Aunque había tomado un atajo en el último tramo, había llegado tarde.
En el Cabildo le informaron que Arias había dejado Humahuaca apenas dos horas atrás y el general Güemes, la noche anterior. Loreto se detuvo en la posta sólo para cambiar de caballo y recoger provisiones. Casi enseguida estaba afuera de la ciudad, avanzando despacio por el camino principal, entre tropas que bajaban hacia el sur.
—Comandante, una señora de Salta fue a buscarlo a Humahuaca y ahora se unió a la partida. Pide hablar con usted.
—¡Maldito sea!
Su asistente lo miró asombrado. Arias se insultó a sí mismo, ¿estaba tan desbordado que se le escapaban las palabras? ¿No podía guardar mínimamente las formas?
—Nos detenemos un rato —dijo bruscamente—. No me la traigas todavía, decile que espere.
El asistente lo miró, estupefacto.
—Comandante, la señora se llama...
—¡Hacé lo que te dije, carajo!
El Gato se apresuró a obedecer, muy extrañado.
Manuel se apeó del caballo con consternación. Detrás de él parte de sus hombres, casi todos a pie, se habían refugiado de la lluvia apelotonándose bajo un pequeño monte de árboles. Fastidiado por el agua, que no cesaba de caer, Arias se agarró la cabeza como si eso la cubriera. Perra puta, susurró entre los codos, ¿cómo carajo había hecho para llegar tan rápido? ¿Y estaba ahí, cabalgando bajo la lluvia? “¡Está todo perdido!”, murmuró con rabia. “Todo perdido.”
¿Y ahora, cómo había que actuar? Estaba yendo detrás de Güemes, contando con la yegua en Salta, el mulato dispuesto, el Canalla furioso con ella, quién sabe qué querría hacerle, lo seguro es que con su enojo la alentaría sin saberlo a colaborar... Incluso sin ganas, la mujer finalmente colaboraría cuando entendiera que Arias la había delatado, que no tenía vuelta atrás. Todo calculado, todo meditado... ¿Pero ahora se aparecía ahí como por arte de magia? ¿Cómo había hecho? ¿Había viajado atrás del chasqui? ¡Él había imaginado que era capaz de lanzarse!, ¿pero tan rápido? ¡Habría que cambiar los planes, dar contraaviso a Jujuy, para que informara a Salta! Por la Virgen, qué desastre. Le quedaba la satisfacción de ser el que le robaba la mujer a Güemes, ojo por ojo, diente por diente... No iba a ser mal visto en el Cabildo jujeño. Pero... ¿el objetivo no era acaso matarlo? ¿Tenía que conformarse con algo tan idiota? “Una batalla no es la guerra, habrá otra oportunidad”, trató de decirse. En todo caso, la mujer estaba entre las filas y debía hablar con ella. Por ahí con un trabajo fino la convencía, la ganaba... Tal vez lograba mandarla a Salta, hacerla llegar antes que Güemes, había unos atajos en la quebrada que... Pero eso era absurdo, todo era absurdo. En fin, Manuel se estiró la chaqueta empapada y se tiró para atrás el negro, largo y abundante cabello que tanto gustaba a Benita. Le corrieron gotitas de agua por la espalda. Qué hastío, tener que ocuparse de una mujer. “Desdentada y embarrada, no debe de estar muy usable”, murmuró.
—¡Gato, que venga!
Poco después vio avanzar hacia él a un jinete. “¡Ése es un gaucho!”, pensó extrañado. La lluvia acababa de amainar cuando Loreto Sánchez de Peón de Frías se apeó de su caballo.
—¿Qué hace usted acá?
Arias no podía creer lo que veía. Sus pensamientos se reordenaban rápidamente, el alivio se mezclaba con la alarma.
—¿No me va a saludar, coronel?
—Disculpe —dijo Arias con rudeza—, es que no esperaba encontrarla... ¿Qué hace en los caminos?
—Veo que está usted replegándose...
Como de costumbre: paradita ahí, frente a él, mucho más pequeña y sin embargo clavándole esa mirada de lanza, como si fuera capaz de concentrar toda la voluntad del mundo. Manuel reprimió las ganas de tirarla a tierra de una trompada.
—¿Qué hace acá? —repitió amenazante.
—¿Y usted, qué hace?
Los ojos de Loreto estaban más azules y desafiantes que nunca bajo la luz de plomo de la tarde. Arias fijó en ellos los suyos, negrísimos, y no pestañeó ni una sola vez. Estuvieron así lo suficiente como para entender los dos que el otro sabía todo. Loreto bajó los párpados con tristeza.
—Señora, estamos en guerra y usted viaja por tierras de mi jurisdicción. ¿Qué hace en este camino, sola bajo la lluvia?
—¿Por qué partió el general Güemes en plena noche para Salta?
—Las preguntas las hago yo. Conteste. Loreto no abrió la boca.
—No va a seguir usted hacia el sur, se lo prohíbo —dijo Arias secamente—. Si está buscando a Güemes, dígame su mensaje; cuando lo vea, se lo daré. ¿No me dice nada? No importa, le desearé de su parte una feliz Navidad, estoy seguro de que era eso.
Loreto le dio la espalda y se dispuso a montar en su caballo. Arias se adelantó con rapidez y la agarró de un brazo. Hubo un forcejeo, ella se soltó pero Manuel ya había sacado su pistola y se la apoyó en el pecho. Se quedaron mirándose, las caras muy juntas.
—¡Gato! —gritó Arias sin moverse. El Gato acudió corriendo.
—Desarmala. Señora de Frías, es usted mi prisionera.
Loreto se dejó sacar la pistola, el cuchillo y el lazo en silencio absoluto. Le ataron las manos a la espalda y la montaron en una mula. De pie a su lado, Arias observaba la operación con el ceño fruncido. Loreto esperó con paciencia hasta encontrarle los ojos. Esta vez él desvió la mirada.
“Ahora tengo que matarla. A esta imbécil no hay otro remedio que matarla”, se dijo.
—¡Gato! —gritó de pronto— ¡Elegí diez hombres y formá un...! Una partida. Llevala de vuelta a Humahuaca y encerrala en la mazmorra del sótano.
—Comandante, con tres hombres nos arreglamos —dijo el Gato.
—Dije diez, Gato, ni uno menos. Cuidado, es de temer. No la desates hasta no tenerla bien encerrada.
Un rato después el Gato retrocedía al mando de una partida que marchaba a pie. Un gaucho llevaba por la brida la mula donde la mujer se balanceaba con las manos fuertemente atadas a la espalda.
De pronto apareció Manuel, había dado la vuelta y llegaba al trote en su caballo.
—Se equivocó de dirección, comandante —dijo Loreto serenamente—. El hombre que van a asesinar va para el otro lado.
El otro pareció confundido.
—Sólo vine a decirle, señora de Frías —contestó al final—, que lamento que su insistente costumbre de meterse en lo que no le importa me obligue a darle este trato, pero no me ha dejado usted ningún otro remedio.
—Comandante, guarde las explicaciones para la mujer a la que están dirigidas, aunque dudo que ella esté dispuesta a escucharlas.
Manuel dejó avanzar a la partida y se quedó unos instantes observándola. Tenía los dientes apretados de furia. “Yo sé que tengo que matarla. ¿Por qué no la mato? Todavía estoy a tiempo, ¿por qué no la alcanzo, la hago bajar de la mula y ordeno que la fusilen? Yo sé que así aseguraría completamente lo que de todos modos ella no va a poder frenar. Vamos, coronel, todavía estás a tiempo.”
La lluvia había vuelto a caer con fuerza.
“Lo que corresponde hacer es fusilarla. Fusilarla. Taconeo, avanzo, grito, detengo a la partida.”
Las gotas caían en el centro exacto de su cabeza, era verdaderamente torturante.
—¡Alto! —se escuchó gritar de pronto.
La partida se detuvo. En un arranque de decisión, Arias galopó hasta ellos. Loreto esperaba erguida, montada sobre la mula.
En Salta todo estaba listo para el golpe. Los conspiradores habían recibido el mensaje del doctor Gordaliza, se habían reunido con Panana y también con María Trinidad y habían previsto cuidadosamente los detalles.
Con el mulato fue fácil, aunque hubo que darle unas monedas de plata adelantadas que pidió a último momento. Su Bayoneta vendría después, contra el servicio felizmente realizado. En cambio con Trinidad hubo problemas, aunque finalmente todo se arregló.
En efecto, la llevaron una vez más a la finca de Gurruchaga y le explicaron el plan: lo que se pedía de ella era apenas un gesto, un dejar hacer. El tirano llegaría a su casa en los días siguientes a su arribo a la ciudad; Trinidad debería recibirlo normalmente, sin cambiar en nada la rutina que tenían, sólo que ante su llegada enviaría disimuladamente a un criado para que le entregara a Panana una pañueleta blanca que el mulato iba a olvidar convenientemente en su casa ese día, cuando fuera a visitar a su hija. Enviar la pañueleta y un gesto, era todo lo que se le pedía a cambio de una fortuna de dinero y de su libertad. El gesto consistía en entregarle unas toallas a Panana, simplemente eso. Cuando el tirano entrara en el baño y estuviera ya a punto de salir del agua, ella debía salir a buscar las toallas como siempre, pero a diferencia de siempre se las daría al mulato, él se encargaría de entrar al cuarto con ellas.
—Ah, ya entiendo... —murmuró Trinidad— Va a ser en la bañadera, entonces..., donde está desnudo e indefenso...
—Es el destino de los tiranos —le respondieron. Y sacaron la segunda bolsa de monedas de plata.
—Para la negrita esa que tanto le importa... Si son realmente para ella... —le dijo Francisco Gurruchaga con sorna— El resto, con el negocio listo.
La yegua vacilaba, miraba la bolsita roja sobre la mesa pero no extendía la mano. Un trueno terrible partió la siesta desde atrás de los cerros. Trinidad movió lentamente la cabeza.
—Señores..., no puedo —dijo con un hilo de voz.
Sacó de un pequeño bolso el saco de terciopelo rojo que le habían entregado la otra vez y lo puso junto al otro.
—No cuenten conmigo —dijo, ahora con la voz firme.
Francisco se levantó de un salto y se le abalanzó con el puño cerrado.
—¡Yegua de mierda! ¿Qué te creés que es esto? —rugió.
No llegó a tocarla porque su hermano se interpuso. Hubo unos momentos de confusión en el que los jóvenes forcejearon, hasta que Pepe logró contenerlo y llevó al otro afuera del salón. Aprovechando eso, Trinidad se levantó y se dirigió apresuradamente a la salida, donde el cochero esperaba. Pero no llegó al coche, Pepe la alcanzó y la tomó suavemente del brazo.
—¡Suélteme! —dijo ella desasiéndose con violencia.
—¡Señora, por favor, disculpe usted a mi hermano! Es un hombre de carácter violento y se ha propasado. Estoy avergonzado por su conducta.
—Está disculpado. Me aguardan en Salta —contestó Trinidad secamente, intentando subir al coche.
—Señora, espere por favor, creo que usted no entiende lo que pasa.
—Lo entiendo perfectamente, simplemente cambié de idea, me bajo del negocio. ¿Está claro?
—No. No está claro porque ya no puede bajarse.
Algo en la voz del otro la obligó a detenerse. Le clavó los ojos, Pepe Gurruchaga la miraba con absoluta seriedad. Trinidad intentó ser desafiante.
—¿Y por qué? ¿Qué me van a hacer? El gobernador me protege, todos ustedes van a terminar fusilados con un tiro en la espalda, por traidores.
—Señora, por favor, no exagere... Acá en Salta nadie que sea gente termina ni siquiera con un tiro en el pecho, y usted lo sabe muy bien. ¿Pregunta qué vamos a hacerle? Nada, a usted no le vamos a hacer nada. ¿Acaso el gobernador no la protege? Vamos a ver qué le hace Ibarlucía cuando vuelva el invasor, si es que el gobernador se atrasa un poquitito en sacarla de Salta. Pero si no se atrasa, de tanto que la cuida a usted, esté segura de que no nos va a ser necesario esperar mucho. Porque su gobernador no protege a esa negrita que a usted le importa... Remedios se llama, ¿no? Una zamba menos en el mundo no es motivo de preocupación para nadie, ni para nuestro gobernador...
—¿Ves, Francisco? —le decía Pepe a su hermano muy contento, un rato más tarde— Casi arruinas todo, tienes que controlarte. ¿Ves que no es necesario pegar, gritar, ofender al Señor con juramentos y palabrotas? Todo se arregla con buenos argumentos. Hasta le bajé el precio a la yegua. Ahora el compromiso son doscientos más, solamente, cuando el tirano esté muerto.
La tormenta había terminado, el día anterior hubo sol por la mañana y luego la lluvia breve, acostumbrada en los mediodías de esa época del año. Güemes entró a Salta al atardecer, cuando la temperatura felizmente bajaba y la luz se volvía dorada y tenue.
La ciudad parecía la de siempre; grupos de gauchos que hacían bulla por las calles ya sin barro mostraban, junto al movimiento de los cuarteles, que en su ausencia se había dado a conocer, tal como él había ordenado, la nueva convocatoria a las milicias, ante la inminencia de la invasión española.
A primera vista todo parecía en orden. Martín pensó que nada le impedía dirigirse primero a casa de María Trinidad y sólo después, con
ro de eso), encaminarse al Cabildo, para ocuparse de lo realmente importante.
No sabía qué habría averiguado Loreto sobre el complot en marcha. Conociéndola, ya debía estar en la ciudad, lista para sentarse en su despacho y exponerle los resultados de la investigación (que ojalá esta vez no derivaran en ninguna prédica insoportable). Nada debía ser urgente si ella no se las había arreglado para enviarle noticias. De todos modos, y por las dudas, lo mejor era convocar a su custodia de confianza. Envió a uno de su escolta a que avisara a Panana su llegada y le transmitiera la orden de juntar de inmediato a la custodia para que lo esperaran en el portón de las caballerizas de la casa de altos.
Mientras avanzaba al paso por las piedras de las calles del centro, indiferente a los saludos que por veneración o hipocresía recibía de casi todos los que lo cruzaban, cada palabra de la carta que guardaba en el bolsillo interior de su chaqueta militar volvió de pronto a lastimarlo y la pena que lo acompañaba desde que la leyó se transformó otra vez en rabia. Con razones para hacer lo que había hecho o sin ellas, esa mujer lo había dejado en ridículo frente al mestizo bastardo. Fuera o no él también responsable del punto al que habían llegado, ella había actuado, había escrito esa carta. “Después de todo, yo no me di nunca cuenta de lo que estaba haciendo; en cambio Trinidad siempre supo qué significaba su acto, eligió a conciencia traicionarme.”
Martín se dirigió directamente al portón que daba a las caballerizas y vio con asombro que estaba abierto. En el patio de la casa de María Trinidad aguardaba una mula cargada con dos baúles. Jesús no lo vio enseguida, ocupado en acondicionar el interior del carruaje; Martín lo saludó y notó un cierto sobresalto, una cierta extrañeza en el modo en que el viejo respondía.
Era evidente. Lo leyó en los ojos alarmados de Rosaura, en los canastos de provisiones que pasó llevando Hipólito: la mujer estaba por irse a buscar a Arias y Güemes llegaba justo para impedir el viaje. Así como una vez María Trinidad había abandonado Jujuy para ofrecerse a él, ahora se disponía a partir de Salta para ofrecerse al otro. “Se envía ella misma, por si la carta no fue clara”, se dijo amargamente.
Pero era un extraño momento para viajar, ya estaba oscureciendo. ¿Por qué elegía la noche para lanzarse a los caminos? La respuesta era obvia: Panana no iba a permitirle irse así nomás, había quedado a cargo de su seguridad y respondía ante Güemes por ella. Trinidad estaba preparando una huida en regla, en secreto. Cada vez más enojado y decepcionado, Güemes sintió que algo moría en su interior sin haber nacido. Todas las reflexiones sobre ellos dos que lo habían conmovido durante ese angustiado, infinito retorno, toda su intención de conversar, de modificar las cosas, de construir juntos algo diferente... “Perra puta”, se escuchó pensar. Y supo que tenía verdaderas ganas de golpearla.
María Trinidad avanzó por la sala con una sonrisa tensa. Martín la observó muy serio, estaba pálida y alterada, aunque intentaba disimularlo. Le pareció que esa urgencia por no dejar asomar lo que la apremiaba, esa confusión que se traducía en un peinado hecho demasiado rápido para recibirlo, en los labios carnosos apretados más de lo común, la volvían todavía más hermosa. Había deseado tanto encontrarla y abrazarla que pensó que pese a todo finalmente iba a hacer eso; sin hablar, antes que nada, aunque tuviera esa carta en la chaqueta, aunque hubiera visto los preparativos de un viaje artero. Pensó eso, pero no lo hizo. Una rabia sorda lo paralizó y se quedó mirándola, no la atrajo contra sí, no apoyó su mejilla contra la mejilla tibia ni le preguntó al oído por qué estaba actuando como actuaba. Al contrario, se quedó quieto y vio que ella también se detenía, la miró a los ojos y cuando abrió la boca no fue para saludarla sino para preguntarle con una voz que se esforzaba en sonar con frialdad y lo lograba, por qué había una mula cargada aguardando en el patio y por qué había visto a Jesús preparando el carruaje.
Trinidad se quedó un instante petrificada, era evidente que buscaba alguna respuesta. Finalmente explicó que había separado cierta ropa vieja que había traído consigo desde Jujuy y no quería conservar ya más, y pensaba enviar a Rosaura en el carruaje a que la entregara en el convento de San Bernardo, donde la distribuirían entre los necesitados.
Güemes levantó las cejas con aprobación, movió la cabeza afirmativamente y se escuchó felicitarla por su capacidad de improvisar en las situaciones difíciles. Hablaba con la misma seca ironía que usaba con sus adversarios políticos.
—Ahora, mi querida, que ya me has mostrado tus dotes, podrías dejar de mentir —dijo con calma.
—No sé a qué te refieres —murmuró ella.
—A esto —dijo él, sacó la carta de la chaqueta y la mantuvo en alto, para que la viera o la tomara. Pero como ella no extendió la mano, se sentó en un sillón de la sala y se cruzó de brazos, aguardando explicaciones.
Nada estaba saliendo como él había pensado y por algún motivo que no entendía sentía un placer maligno por eso. Ahora lo que vendría a continuación era el llanto de ella, los pedidos de perdón que probablemente terminara aceptando, luego de un poco de insistencia. Y entonces, sólo después de esa victoria podría demostrar que no se ensañaba y reconocería implícitamente sus errores, manifestando sus intenciones de mejorar algunas cosas para el futuro. Pero María Trinidad no lloró ni pidió perdón; simplemente cerró los ojos, movió la cabeza y se sentó a su vez frente a Martín, agobiada. Casi inmediatamente se irguió y lo miró con frialdad a los ojos.
Por un largo rato, ninguno de los dos habló.
—De modo que puedes ordenar al viejo Jesús que deje de limpiar el carruaje y puedes pedirle al Hipólito que descargue nuevamente las petacas —dijo por fin Martín con una sonrisa sardónica—; como ves, tu caballero andante no se ha apiadado de ti y sigues en poder del monstruo malvado.
Y como Trinidad mantuviera un silencio empecinado, Güemes continuó.
—Es cierto que un mestizo bastardo y salvaje no da mucho el tipo de caballero, pero más cierto es que nunca has demostrado demasiada vocación para doncella...
—Qué curioso, mi falta de vocación no te molesta en absoluto cuando me llevas a la cama —habló inesperadamente Trinidad.
Se mantenía altiva, desafiante.
—Si no cerrás la boca de inmediato te voy a volar los dientes que te quedan —gritó de pronto Martín, fuera de sí, y casi se abalanzó sobre ella. Aterrada, Trinidad se acurrucó en la silla y se tapó la cara con los brazos, esperando el golpe. Pero Güemes se detuvo, se maldijo en silencio y volvió a sentarse. “Cada vez estamos más hundidos”, pensó desesperado.
Volvió a ganarlos el silencio. Martín se descubrió ensayando frases hirientes e ingeniosas que reemplazaran la violencia, con la esperanza de por lo menos entablar un diálogo. Se preguntó con amargura a qué horrible juego estaban jugando y cómo se hacía para terminarlo, pero era demasiado tarde. Ella ya estaba en otro lado, muy distinto del suyo, se notaba de sólo mirarla. No le sacaba los ojos de encima y él, que cada vez anhelaba más intensamente acercarse y tocarla, dejar que la tibieza de los cuerpos hiciera sentir sus razones por encima de todo, como siempre lo había hecho, no encontraba el camino. Las cosas que había pensado desde que había leído esa horrible carta, cosas que no había pensado nunca y que se había prometido decirle, ahora se le escapaban como peces en el arroyo, no conseguía atrapar una, por lo menos una, para pronunciarla como quien exhibe el naipe de otro juego, como quien propone empezar otra cosa, volver a empezar.
No, si ella no lloraba, si no le pedía perdón, si no decía algo, que había sido un arranque, que estaba arrepentida... Si no aceptaba... Pero se limitaba a mirarlo, a observarlo de pies a cabeza. Tenía una expresión tan rara, Martín nunca se la había visto. No era la del descontento, ésa había aprendido a conocerla a pesar suyo y también a no tomarla en serio; tampoco era de furia, ni siquiera de odio. No, era una expresión nueva. Indescifrable.
—¿Por qué me estás mirando así? —preguntó sin poder contenerse.
Ella pareció reponerse de un trance. Movió los ojos con inocencia, casi sonrió y dijo, restándole importancia:
—Eh, no sé... De pronto fue como si te viera por primera vez. ¿Nunca te pasa, con alguien que miraste durante mucho tiempo?
—¿Y qué viste por primera vez?
—Nada, nada importante, no podría decirlo con palabras... Tal vez te haga otro dibujo —sonrió pícara.
Algo había cambiado, Güemes lo advirtió con estupor y alivio, aunque no lo entendía. ¿Y ahora qué pasaba, esa mujer estaba loca? Casi sin transición, Trinidad se incorporó jovialmente.
—Ven, Martín —dijo como si nunca hubiera ocurrido nada, extendiendo las manos para hacerlo levantar de su silla—, ven, amor, abrázame y perdóname. Estaba desesperada, ¿sabes? A veces me siento muy sola y... Perdón.
Güemes la abrazó todavía estupefacto pero contento, no podía evitarlo. El cuerpo de ella le hizo efecto. Era tan sólido, tan real, tan ansiado. La apretó contra sí y lo ganó la urgencia. “Tal vez”, alcanzó a pensar, “sea esto lo mejor, mucho mejor que las palabras, las confesiones, los perdones. Ya habrá tiempo para conversar con claridad”. Le tomó la boca y la besó profunda, empecinadamente, ella respondió con ardor y de pronto se separó suavemente, le sonrió y le dijo:
—Si me disculpas apenas un instante... Tengo que avisar... tú sabes... que descarguen el coche...
—¿Viste, perra puta, viste que al final vos no te vas a ningún lado? —dijo él sonriendo, sin soltarla.
Le gustó insultarla y vosearla como si fuera una cualquiera, ¿o acaso no lo era? Una cualquiera deliciosa, irresistible, traidora que sin embargo no podía con él, no podía eludirlo ni vencerlo. Ahora Güemes estaba excitado. Había dicho esas palabras con picardía tierna, como atreviéndose a jugar, a ver si esos reproches ambiguos barrían su rencor. Se preguntó si ella lo habría entendido así, si habría recibido el amor furioso, el deseo enojado y ferviente que quería expresarle. Aunque ella ya se estaba dando vuelta, la tomó del pelo con cierta brusquedad y volvió a besarla, el rodete no demasiado bien hecho se deshizo y una masa de rulos negros cayó sobre los hombros. Casi jadeando, Trinidad volvió a soltarse.
—Por eso, porque no me voy a ningún lado voy a avisar que guarden las cosas, que entren la mula. Así nos quedamos tranquilos después —susurró y sin darle tiempo a responder salió casi corriendo de la sala.
Trinidad tenía la pañueleta blanca de Panana en un arcón del cuarto siguiente. Panana la había olvidado tal como le habían dicho y ella, que había evitado cuidadosamente cruzarse con él, la había guardado y sacado de ahí innúmeras veces en ese breve tiempo, cada vez que decidía colaborar o no con los asesinos. Finalmente había llegado a una conclusión práctica: al final de cuentas, tener la pañueleta a mano y lista no suponía participar en la conjura (¿o acaso no estaba haciendo lo posible para escaparse?) sino estar preparada por si resolvía hacerlo o si no tenía otro remedio, de modo que no la movió más del arcón.
Después había tomado una decisión que le pareció buena, la última esperanza: partir a buscar a Arias aunque no hubiera recibido respuesta, aunque no supiera si iba a ser bienvenida. No había más tiempo de esperar.
Saber que iba a huir la tranquilizó: era arriesgado e incierto pero ayudar a esos monstruos era mucho peor, para no hablar de la amenaza contra Remedios, contra Rosaura... Sin embargo, ahora todo había terminado. El otro monstruo estaba acá, el infinito desagradecido, cruel, impenetrable, inconmovible, malvado, dañino monstruo en quien ella había desperdiciado su amor, alguien que nunca podría pensar en otra cosa que en sí mismo. Y la pañueleta estaba en su lugar. Por suerte, porque ya no tenía otro remedio y además, por si fuera poco, estaba segura de que lo que iba a ocurrir era, después de todo, justo. Acababa de entender hasta dónde ese hombre era monstruoso por primera vez en su vida, ahora podía hasta justificar incluso el odio de los conjurados, de sus paisanos jujeños, su propio odio, tan dolorosamente acumulado durante años de entrega vana.
Güemes había leído su carta desesperada a un hombre que ni siquiera conocía, había leído sus palabras verdaderas dictadas por el dolor más grande, la urgencia más atroz, y ni siquiera se había preguntado qué ocurría, cómo era que ella, su Trini, se arriesgaba de pronto a acudir a alguien del que no tenía ninguna garantía, cuán grave sería la situación que vivía, en qué tormento estaría atrapada. Sólo estaba ofendido en su amor propio, su virilidad y supremacía habían sido puestas en jaque, eso era todo lo que le importaba.
Así como ni se le pasaba por la cabeza cuánto había perdonado, aguantado, tolerado la mujer que durante años lo había esperado siempre y a cualquier hora con la mesa servida, las piernas abiertas y el baño tibio, ignorando si él vendría o no vendría, si estaba en Salta o en otro lado, en brazos de su esposa o de cualquier otra, callando todos sus tormentos y problemas, empeñada exclusivamente en no afectar el refugio perfecto, el remanso de una vida que sólo ella adivinaba dolorosa e insatisfecha, así tampoco se le pasaba por la cabeza ahora qué desastre le debería estar ocurriendo a esa mujer.
“Volvió furioso, pero no por mí. Yo le importo como le importé a Ibarlucía. Y me hubiera golpeado como él si no me hubiera callado, me hubiera azotado como a una vaca que se le retoba. Le importo como le importó a mi padre esa vaca de su finca que una vez le carnearon dos gauchos, y los hizo azotar hasta sacarles sangre.”
Vulgar, previsible, insensible como todos los hombres, Martín sólo era capaz de decir que ella era una puta, hacer ironías con su temperamento sensual del que no obstante se aprovechaba sin pruritos cuando le convenía. ¿Una sola letra de la carta a Arias pesaba más para él que todo lo que ella le había entregado? ¿Una sola letra le quitaba todo derecho, la transformaba en perra que se voseaba como voseaba a las cholas con que se revolcaba, humillándola ante sus propias narices, en los campamentos de las milicias? El general Martín Güemes se las iba a pagar.
Todo esto pensaba Trinidad mientras revolvía el arcón en busca de la pañueleta, demasiado alterada como para encontrarla pronto a pesar de que estaba ahí. Finalmente la encontró y fue hasta la cocina. Había querido evitar llegar a eso, se seguía repitiendo; pero Arias la había rechazado y delatado, Güemes era un canalla como todos los hombres...
—Rosaura —dijo secamente, sin prestar atención a Remedios, que corrió a abrazarle las piernas con grititos de alborozo.
Rosaura la miró asombrada.
—Deja ya lo de las provisiones. Se suspende la partida.
—¿En serio, señora?... ¿Nos vamos a quedar acá?
—No preguntes ahora y haz lo que te digo. Vete volando hasta el cuartel y dale esto a Panana, se le olvidó en casa. ¡Vamos, apúrate! ¡Y después haz que descarguen el coche! Pero después, ¿está claro?
—Señora, el Vichi está acá abajo, con toda la custodia, don Martín los mandó a llamar.
—Entonces baja de inmediato y dale la pañueleta, que es suya.
—Lo hago ahorita —contestó Rosaura, cada vez más extrañada. La señora percibió a Remedios, que se restregaba asombrada contra su vestido esperando un mimo. Se agachó, le hizo una caricia triste en los rulitos, se dio media vuelta y salió de la cocina.
Güemes la esperaba en la pieza, ya casi desvestido y con los ojos cerrados. El cuarto estaba en penumbras.
—Llegaste —murmuró con la voz ronca por el deseo.
Trinidad observó su cuerpo fuerte, la erección formidable que le marcaba la ropa interior.
—Llegué —susurró, y se dejó atraer al lecho.
Fue una relación espantosamente larga en la que él la violó sin consideraciones y ella apenas pudo contener sus ansias de clavar los dientes que le quedaban en el hombro de ese hombre, morderlo como a Ibarlucía hasta arrancarle un pedazo. Un placer intenso y desagradable le llegaba por debajo de la angustia, del rechazo, de la frialdad; un goce oscuro, agotador, sin destino, que no lograba transformarse en clímax.
Por su parte, Güemes estaba decidido a resolver con ese acto buena parte de las cuentas que tenían uno con el otro. Eso hizo que los gestos de rechazo de Trini, los “no” que no estaba dispuesto a atender, los gemidos que tal vez expresaran dolor o fastidio antes que placer, y también la furia de las uñas en su espalda, la violencia contenida de sus dientes, todo quedara para él justificado. Güemes tenía la suficiente experiencia como para saber que la cama también es un lugar donde a veces se saldan cuentas y se rehacen pactos. Creía que a ella le estaba pasando, a su modo, lo mismo que a él, y sin decírselo claramente confiaba en que fuera la forma en que ambos combatían con ferocidad pero de modo inofensivo, la forma en que depondrían las armas y se prepararían para empezar de nuevo, para asentar sobre otras bases el vínculo que tan felices los había hecho durante tanto tiempo.
Frustrada y exhausta, la manceba del gobernador entendió que ese hombre iba a esperarla hasta que ella llegara a su goce final y entonces optó por fingirlo, prefirió quedarse tensa a seguir soportando ese contacto infinito, doloroso, exasperante, en que se había transformado el último coito, definitivamente el último coito con el único hombre que había amado.
Y así se acabó aquel trágico, inmenso malentendido que para Trinidad fue apenas una nueva confirmación del carácter violento y desconsiderado de ese monstruoso tirano. Martín la retuvo dulcemente entre sus brazos, infinitamente enternecido y aliviado. Había gozado como pocas veces en su vida pero no era sólo el sexo, lo supo de pronto, lo que le producía esa paz. Entendió como si recibiera un golpe, con la claridad y la evidencia con que se siente el sol cayendo de cuajo en la cabeza, el agua helada golpeándonos el cuerpo. Entendió: amaba a su manceba profundamente, más de lo que nunca había amado, más que a la Juanita Iguanzo, por quien había puesto en riesgo la carrera militar, más que a su esposa, a quien le debía la inmensa dicha de ser padre. Y no era ese amor infinito que ahora era capaz de nombrar tan exactamente algo recién nacido, no, no era deslumbramiento de varón joven y calentón, y tampoco capricho de quien descubrió que había estado a punto de perder lo que se le antojaba tener, su artículo suntuario. No. Martín lo supo con tanta verdad que tuvo miedo: amaba a Trini desde hacía mucho tiempo, se había ido enamorando de a poquito, día tras día, año tras año, sin siquiera darse cuenta; fue una gotita que horadó y horadó la piedra hasta hacerle una caverna abierta, insoslayable, que ya no podría existir como un agujero vacío sin doler salvajemente.
Entonces supo no sólo que no quería perderla, no sólo que no quería que se fuera de Salta y que ansiaba que siguiera ahí presente, deliciosamente presente, acompañándolo; supo que quería además tenerla con él hasta su muerte, verla envejecer, que era en su casa y en su cama donde quería morir, no en la cama de la madre de sus hijos. Y que deseaba hijos con esos ojos negros y esos rizos oscuros, hijos que iba a reconocer como a los de Carmencita, que iba a cuidar y querer como a los que ya tenía.
Tuvo el impulso de confesárselo pero decidió hacerlo un poco más tarde. Primero tenía que admitir algunos errores en el pasado, él también tenía que pedirle disculpas.
—¿Sabes, Trini? —comenzó.
En ese mismo instante ella se largó a toser desesperadamente. Alarmado, Martín se incorporó en la cama y le golpeó la espalda,
tratando de ayudarla.
Trinidad no podía hablar. Él se alarmó pero entendió enseguida: qué sonsera, se había atragantado con su propia saliva. Como tosía y tosía, se levantó para buscarle un vaso de agua.
Junto a la mesa donde estaban la jarra y la jofaina, ahí cerquita de la ventana, vio una mesita de ajedrez casi oculta por la penumbra. Era una mesita cuadrada, exquisitamente taraceada en nácar.
—¿Y esta mesa? —preguntó mientras servía el agua.
Muy poco después, como lo había hecho durante todos esos años, María Trinidad misma se encargó de preparar el baño deliciosamente tibio, tampoco demasiado caliente en esa noche apenas fresca de verano.
Profundamente conmocionado por los descubrimientos de aquellos últimos momentos, el general Güemes pasó desnudo al cuarto contiguo, se sumergió en la bañadera y dejó que el agua cálida recibiera y envolviera su cuerpo fuerte, moreno, marcado con algunas cicatrices, con la esperanza de tranquilizar sus encendidas emociones. Después se estiró cuan largo era, sumergió su cabello largo, de hebras gruesas, ya con algunas canas, hundió la cara barbuda bajo el agua y se permitió vaciar sus pulmones y tener un instante de paz.
jabonar por la mano suave de la mujer amada, observando con concentración cada movimiento que hacía, como si en él ansiara leer algo insondable que, ahora lo sabía, horadaba dolorosamente la caverna abierta en su alma (una caverna descubierta apenas hacía instantes y ya en carne viva), y dejó que esas manos le enjabonaran el pelo y lo enjuagaran dulcemente —como tantas veces—, sabiendo que esta vez sin embargo era diferente por completo de todas las otras; y a riesgo de irritarse los ojos, los mantuvo empecinadamente abiertos, mirando a la mujer como si fuera la última vez que iba a verla, o la primera, incluso cuando tuvo la cabeza echada para atrás y ella le dejó caer agua limpia para enjuagarla. Y después se puso boca abajo pero siguió observando, apenas asomado por el borde de la bañadera, para poder acompañar a su amada que, acababa de entenderlo, tenía el poder absoluto de destruir su corazón, mientras fijaba su vista en la puerta cuando ella se iba a buscar las toallas; y también se quedó mirando, esperando verla aparecer, cuando instantes después la misma puerta volvió a abrirse.
Panana había tomado un par de cañas, no muchas, las suficientes para obtener las ganas y el coraje. Sabía que en esa guerra cada uno se las rebuscaba como podía, hasta el propio Tata. En el rebusque a él no le ganaba nadie, no pensaba echarse atrás. Matar era matar, el más fuerte mataba al más débil y Panana era más fuerte que todos los blancos.
El puñal que llevaba en la mano era ese tan lindo, de puño de plata, que el Tata le había regalado hacía años. A Panana le daba algo de pena tener que usar justo ése, pero era demasiado bueno, servía perfecto. Y tener un facón así, tener la empuñadura de plata casi hirviendo entre los dedos, eso era algo que siempre le hacía correr más fuerte la sangre. Por eso lo había acariciado complacido antes de cubrirlo con las toallas tibias y secas que le acababa de entregar doña Trini. Y además, si tantos odiaban a ese hombre, incluso esa señora que él sabía que a veces lloraba bajito, por algo sería.
Abrió la puerta del baño excitado, ansioso, decidido, sintiendo la furia inexplicable que siempre llegaba en la inminencia del combate; parpadeó varias veces, molesto por la penumbra del cuarto y miró la bañadera pero no vio a nadie.
—¿Qué hay, Panana? —rugió una voz inmensa, una voz como de cerro y río y barro que baja tronando por las piedras.
No era una pregunta. Panana movió los ojos desorientado hacia la voz. Una silueta chorreante, un gigante desnudo se abalanzó sobre él, que ni alcanzó a moverse cuando un puñetazo formidable le hundió la mandíbula y el Vichi cayó al suelo sumido en negrura absoluta, sin escuchar el ruido del puñal de plata que rodaba escapando de las toallas que caían, ruido que se detuvo con un tintineo breve, casi alegre, contra el hierro lozado de la inmensa bañadera.
—General, cúbrase —dijo la señora Loreto Sánchez de Peón de Frías con un asomo de sorna, mientras le arrojaba las bombachas.
Estaba tranquilamente sentada frente a la mesita de ajedrez, apuntaba con su pistola a María Trinidad, quien permanecía con la cabeza baja, en silencio absoluto sentada frente a ella.
Confuso, Martín se puso las bombachas sobre el cuerpo mojado y avanzó en silencio con el torso desnudo hasta detenerse frente a la silla donde estaba la mujer que había sido su amante. Tenía el ceño fruncido y la cara deformada por el dolor. Loreto bajó la pistola y creyó prudente retirarse.
—Lo espero en la sala. Voy a ver a los sirvientes. Creo que ninguno tuvo nada que ver —dijo simplemente y salió cerrando la puerta. Rengueaba bastante.
Pero casi detrás de ella, Güemes salió del cuarto con la camisa puesta.
A la mañana siguiente muy temprano, el gobernador envió a Loreto su médico personal y más tarde le hizo una visita muy larga.
La señora yacía en su habitación, acostada y con los pies vendados, elevados sobre almohadones de pluma, ligeramente tapada con un jergón bordado de algodón. Había hecho el trayecto de Humahuaca a Salta en un solo día, tenía los tobillos hinchados y llagados.
—Disculpe usted que aparezca tan tarde. Anoche tuve que ocuparme de Arias y después... dormí demasiadas horas —murmuró Güemes—. ¿Cómo están sus pies? —preguntó. Estaba demacrado y terriblemente serio.
—Mejoran, gracias. ¿Qué hizo con Arias?
—Está engrillado en una mazmorra del Cabildo.
—¿No intentó resistir?
—No podía. Me ocupé de que estuviera en abrumadora inferioridad numérica. Fue fácil, porque él no había venido a pelear sino a ocupar una ciudad consternada, con su jefe muerto. Sus hombres ni siquiera conocían bien la aventura en la que estaban embarcados.
—¿Y tampoco intentó retarlo personalmente a duelo? Estoy segura de que sueña con eso.
—Amiga mía, no le di la menor oportunidad de que hiciera semejante estupidez. No aparecí siquiera por ahí, si quiere saberlo. Mandé al Pachi con un buen escuadrón y una orden de arresto del gobernador.
—Eso fue inteligente.
—¡Gracias! —dijo irónicamente Güemes, pero enseguida cambió el tono— Bueno, mi querida Loreto —comenzó con un suspiro—... creo que puedo tomarme la confianza de llamarla así, ¿verdad?
—¡Oh, descuide! Ya lo hizo muchas veces sin pedir permiso...
—Mi querida señora... (así está mejor), supongo que de veras tengo que darle las gracias por su trabajo, es lo justo. Y supongo que debería estar contento, por lo menos aliviado...
—Pero no lo está. Es comprensible. Hubo un silencio.
—No, general —siguió ella, como si le contestara algo—, no hubiera sido mejor que la conspiración triunfara y usted estuviera muerto. No piense eso de ninguna manera.
Güemes se encogió de hombros.
—Panana habló hasta por los codos —dijo con amargura—, no hubo ni que repetir la trompada. Escuchó la palabra interrogatorio, vio un puño en el aire y empezó a hablar. Están todos, Loreto..., todos. Salta y Jujuy, realistas y patriotas. Uriburu, Alberti, Benítez, los Gurruchaga, Soria, Isasmendi, Archondo... Y probablemente varios jefes de Arias sabían del asunto, ya he mandado a prenderlos...
—General, esto no es novedad, estaba en la naturaleza de las cosas, lo sabíamos usted y yo.
—No es la sorpresa lo que me tiene así, es la soledad.
—Pesa mucho la soledad —asintió Loreto.
Benita entró con unos paños limpios y unos frascos oscuros.
—Traigo los preparados que hizo el boticario. General, ¿nos deja solas un poquito? Tengo que curar a la señora.
Güemes se levantó pesadamente, pero Loreto le tomó el brazo.
—Espere —le dijo dulcemente—, mis tobillos pueden aguardar un rato. Benita, hija, déjanos solos, no terminamos de hablar.
—Don Martín —dijo Loreto cuando la negra se hubo ido—, entiendo su tristeza pero le pido que se sobreponga... Salta lo necesita. La patria...
—No me recite, doña Loreto, dígame cosas que me pueda creer.
¿Salta? ¿Cuál Salta? Salta me odia, y usted lo sabe. Y en cuanto a la patria, ¿qué fue lo que dijo usted de la palabra patria? “Todos están de acuerdo en que hay que pelear para defenderla... y sin embargo... patria no es la tierra donde nacimos, es cómo queremos vivir en esa tierra.” Para nuestra gente patria quiere decir que es necesario eliminarme.
—Ésa no es nuestra gente. Hay otra gente.
—Yo nunca quise dos Saltas, Loreto, nunca quise ser el demonio de una de las dos. Quería una sola y libre de España como el resto de estas tierras, y el modo de lograrlo era éste, un modo justo, simplemente.
—Usted fue la unidad de esta tierra mientras pudo. No lo es más, y si una Salta lo odia, sepa que la otra lo ama y no lo va a dejar nunca solo, no lo va a traicionar nunca.
—Sí, como Panana...
—¿Panana? —exclamó Loreto— ¿Qué importancia tiene Panana? Es uno entre muchos, nada más. ¡Siempre se consigue un Panana en cualquier lado! ¡Se lo busca y se lo encuentra! ¡Hay Pananas blancos y ricos también! Tendrán motivaciones diferentes, estilos y precios diferentes, pero los hay... ¿Y qué importancia tienen, en el fondo? Son los que se ensucian las manos pero nunca representan a los suyos porque además no tienen “suyos”, no pertenecen a nada... No tienen la menor importancia, don Martín, usted lo sabe pero la tristeza es más fuerte que lo que sabe. Yo no le tengo que decir esto, usted conoce mejor que yo de qué hablo. Sus gauchos no lo van a dejar nunca solo porque saben muy bien quién es su amigo y quién su enemigo. Y cuando ni usted ni yo existamos, los nietos y bisnietos y choznos de sus gauchos lo van a recordar y van a pronunciar su nombre con unción, aunque nunca lo hayan conocido; la gratitud que les transmitan sus padres va a estar viva como si hubiera sido ayer que usted pasó por esta tierra. Don Martín, usted quería pertenecer a una sola Salta, lo real es que hay por lo menos dos y una lo necesita, así que no me diga que recito. Entiendo que esto no es lo que usted deseó para su patria, pero sí lo que pasó y en realidad estaba...
—En la naturaleza de las cosas, mi buena doña Loreto. Y a usted, que me dice todo esto, ¿cree que alguien la va a recordar con gratitud?
—Eso… —dijo Loreto sonriendo con tristeza—, eso es bastante más difícil.
—¿Y no le importa?
Loreto lo llamó con un gesto.
—Venga, don Martín, acérquese, voy a decirle un secreto: hay preguntas que no se pueden hacer ahora, hay que esperar... Cada pregunta tiene su tiempo.
—Está bien, retiro entonces la pregunta. Dejemos a los nietos y a los choznos que vendrán, vamos a mí. Yo ahora tendría que estar más agradecido a usted, ¿verdad?, en cambio estoy desolado. Ni siquiera le he preguntado cómo hizo para descubrir que... que ella estaba en el asunto.
—Eso se lo cuento en otro momento, general. Indicios, pistas...
¿Para qué quiere amargarse con detalles?
—Dígame por lo menos por qué no me avisó usted personalmente. Un jaque con el peón negro amenazando al rey y protegido con la dama... ¿no le parece un poco rebuscado? ¿Qué pasaba si yo no me daba cuenta?
La tos de María Trinidad duró todavía un ratito. Güemes esperó pacientemente acostado a su lado. Finalmente, después de unos tragos de agua, ella logró parar.
—¿Qué es esa mesa de juego que tienes junto a la ventana?
—repitió Güemes.
Una suerte: iban a hablar de la mesa, de algo neutro; después de lo que había pasado y de lo que estaba por pasar, era lo mejor, pensó María Trinidad, lo que mejor le permitiría controlar los nervios.
—Ah, eso... —dijo—. Es hermosa, ¿no? Me olvidé de contarte, con todo lo que ocurrió... Un regalo de doña Loreto.
—¿Un regalo?
—Sí, vino hoy a la mañana a visitarme y la trajo para nosotros dos. Es un regalo curioso, típico de ella, tan excéntrica. Y la mesa es muy bonita, los casilleros están incrustados en nácar, ¿lo viste?
Güemes asintió. Conocía muy bien esa mesita, y también esas piezas. Varias veces había jugado al ajedrez con ellas, en casa de Loreto.
—Las piezas, ¿por qué están dispuestas así?
—Ella misma las ordenó. Me dijo que no le importaba lo que dijeran en Salta, sabía que esta casa era nuestra y quería regalarnos algo para lucir acá, en nuestra sala. Así dijo, “vuestra sala”. Pero a mí me gusta más cómo queda en el cuarto y la puse acá cuando se fue.
—¿Y estás segura de que las piezas no se corrieron cuando la trasladaste?
—No, me tomé mucho trabajo para que no se salieran de su sitio, y cuando alguna se corrió la puse como estaba antes. Yo tengo mucha memoria con la vista, lo sabes.
Trinidad calló, súbitamente triste, pensando cuánta dicha le hubiera dado ese regalo solamente meses atrás, y con cuánta amargura sin embargo había escuchado las gentiles palabras de Loreto, las repetía ahora... Tal vez había sido ese obsequio lo que la había resuelto a escapar en esa misma noche, como si el reconocimiento de esa dama hacia su amor la impulsara a cuidarlo, a protegerlo del único modo posible. Y ahora...
—¿Sabes por qué dispuso ella las piezas así? —preguntó Güemes.
—Pues porque van así, ¿o no? Él negó con la cabeza.
—¡No, claro, qué tonta! —exclamó nerviosa—. Es que yo no juego al ajedrez. Ella me preguntó si yo jugaba y claro que no, ¿qué mujer juega al ajedrez?... Bueno, ella sí. Y tú... Dime, ¿esto puede ser un problema de ajedrez, o algo así? Porque ahora me acuerdo que me dijo que tú me enseñarías, que a ti te encantaban los problemas de ajedrez y que te dejaba puesto uno en el tablero, así como parte del regalo. Yo no entendí bien, pero entendí que no había que cambiar las posiciones, ¿actué bien?
—Sí, claro —dijo Güemes, evitando mirarla a los ojos—. ¿Qué sabes de Panana? ¿Se ha portado bien contigo en estos días? —preguntó de pronto como si cambiara de tema, tratando desesperadamente de mantener la naturalidad.
—Sí, por supuesto —contestó ella con un temblor en la voz.
—Lo hice llamar...
—¿Ah, sí?... Pues estará aquí, ¿no? Con tu custodia, abajo, como tantas veces...
—Pero, general —sonrió Loreto—, ¿cómo un hombre como usted no se iba a dar cuenta, mirando un tablero de ajedrez, de lo que trataba de comunicarle una humilde inteligencia femenina?
A pesar de su tristeza, Güemes sonrió.
—Y por otra parte, no tenía otro modo —siguió ella—. Yo no podía saber exactamente qué día y a qué hora iba a entrar usted a Salta. Es más: llegué sin saber si ya no era tarde, si usted no estaba ya aquí y... todo había pasado. En realidad, debería haber sido tarde. Usted se puso en marcha más de medio día antes de que yo llegara a Humahuaca, yo salí cuatro días después.
Pese al granizo que castigó sin piedad en la madrugada, pese a la lluvia cerrada que cayó casi todo ese día, Güemes marchó sin detenerse entre el barro, tiritando bajo el agua, al paso en su caballo que ya casi se negaba a avanzar. Tuvo que obligarse a darle algún descanso pero la urgencia por llegar a Salta se le hacía cada vez más insoportable. El general tardó en admitir que no tenía otro remedio que detenerse en la posta de los Hornillos (adonde tal vez llegara durante la noche), dormir, aprovisionarse, cambiar la cabalgadura, esperar a su escolta. Y, sin embargo, todavía se empecinaba en seguir intentándolo.
Las milicias patriotas que ocupaban la posta de los Hornillos apenas reconocieron al hombre que llegó casi al mediodía, embarrado y tiritando de fiebre. Su caballo había quedado tumbado en el camino, sólo su impresionante fuerza de voluntad le había permitido sobreponerse al delirio para guiarse entre la lluvia, que casi no cesaba, hasta encontrar la posta. El comandante Álvarez Prado, a cargo del escuadrón, ordenó de inmediato que colocaran al enfermo en una habitación y convocó al médico de campaña. El doctor diagnosticó un enfriamiento feroz, pronosticó tres días de calenturas e indicó reposo absoluto, con riesgo de muerte si no se cumplía. Martín tenía demasiada fiebre y no terminaba de entender lo que pasaba. En su delirio se imaginó varias veces cabalgando hacia Salta y se movió con violencia en la cama, castigando a un caballo que se empeñaba en morirse y no lo dejaba llegar.
La hija del puestero, que en tiempos de paz servía a los viajantes, cuidó con religioso respeto al general, padrecito de los pobres. Ella fue quien escuchó conmovida un mismo nombre de mujer que el Tata Güemes repetía en su delirio, y envidió profundamente a quien así era amada por ese varón tan noble y tan valiente. Lo mantuvo siempre fresco, humedeciéndole la frente con paños fríos para evitar que la fiebre se lo llevara y le dio agua a cada rato, mojándole los labios resquebrajados con un paño blanco y limpio. Y cuando él se incorporó en la cama y le tomó la mano, mirándola con los ojos abiertos y perdidos, ella supo que los perdones angustiados e inconexos que murmuraba eran para la que tanto había nombrado, estuvo segura de que eran excesivos y detestó a la hembra egoísta que atormentaba de ese modo el alma del protector de todos ellos, que merecía una mujer dispuesta a darse entera, sin reclamos, asistirlo en todo, consagrarse a él.
Casi un día después llegó la escolta; enterada de la situación, se dispuso a esperar la recuperación de su jefe. Esa tarde el general se sintió mejor y decidió partir a la mañana siguiente, desoyendo la opinión del médico. Indiferente a las aciagas predicciones del doctor y a los ruegos de la hija del puestero, Güemes se fue de los Hornillos el 27 de diciembre. Aunque no avanzó tan rápido como lo hubiera hecho solo, se sintió tranquilo porque su escolta le manifestaba de mil modos, como siempre, su lealtad y su simpatía, algo invalorable cuando estaba debilitado por la fiebre y más silencioso que de costumbre.
La tormenta había pasado, el día anterior había habido sol por la mañana y luego la lluvia breve de los mediodías. Güemes y sus hombres hicieron noche en un recodo, última noche a la intemperie antes de entrar a Salta. El general comió con apetito pero al acostarse regresaron la fiebre y el delirio. Inquietos, sus hombres no durmieron esa noche. Mientras le mojaban los labios y la frente, hicieron guardia bajo las estrellas hasta que llegó el amanecer, atentos no sólo a ataques de extraños sino también a los quejidos de su comandante, que peleaba a brazo partido con su enfermedad.
Esa noche Martín Güemes derrotó a la muerte. Tal vez fue el amor de sus hombres, que velaron por turnos, o su inmensa voluntad de llegar y su deseo por la mujer que lo estaba traicionando, o todo junto. Lo cierto es que en la mañana del 28, apenas horas antes de entrar en Salta, la fiebre había desaparecido por completo.
—Como siempre, los médicos se equivocan —reflexionó Loreto—. Las calenturas no sólo no lo mataron sino que le salvaron la vida...
—No se haga la modesta que nadie le cree. Las calenturas me impidieron llegar antes a Salta, sí, pero la que me advirtió del plan para asesinarme fue usted. Sin embargo, no entiendo algo: ¿por qué se lastimó así los tobillos? No necesitaba cabalgar de ese modo, ¿por qué emprendió el viaje tan tarde?
Al grito de Arias, el Gato se detuvo. El coronel alcanzó la partida. La prisionera esperaba en la mula.
—¡A esta mujer nadie la toca!, ¿queda claro?
—Por supuesto, mi comandante —contestó el Gato estupefacto. Loreto también lo miró con asombro y gratitud. Lo vio desviar los ojos, confuso, dar vuelta su caballo, partir con un grito rabioso a reunirse con sus hombres, a ocupar la ciudad de Salta.
“Vaya, no le da el estómago...”, pensó la señora. Y aunque por culpa de él tenía las manos atadas, acababa de estar a punto de ser fusilada y todo estaba saliendo pésimamente mal, sintió, junto con el infinito alivio de saber que seguiría viviendo, una rara simpatía. “Por algo lo eligió Benita”, se dijo. Se le dibujó en el rostro una sonrisa que el Gato —cada vez más azorado por las conductas de su jefe— encontró a todas luces ridícula. Pero ella siguió sonriendo. Se bamboleaba en la mula y recibía la lluvia en el cuerpo como si fuera una fiesta.
En Humahuaca le retuvieron la mochila, la encerraron en una mazmorra estrecha, sin ventanas, y le desataron las manos. Le trajeron un jergón y comida abundante porque, como le dijo el Gato, el comandante había ordenado que la trataran con humanidad. Sumida en la oscuridad, Loreto ocupó la primera hora en tocar con detalle obsesivo la habitación en la que estaba, la puerta cerrada desde afuera con macizos pasadores de madera gruesa, el sólido techo abovedado, de ladrillos. Finalmente se tiró en el jergón a esperar que pasara el tiempo, buscando en vano posibilidades de huida y desechando planes absurdos, dictados únicamente por el deseo.
—Estoy perdida —resolvió finalmente—. Él no me va a matar a mí, pero sí van a asesinar a Güemes. Después de todo, el estómago de Arias no estaba tan errado cuando decidió dejarme viva, sabía que no era necesario ensuciarse más las manos.
El tiempo siguió pasando y ella permaneció enterrada en esa cueva donde no había día ni noche, donde una misma oscuridad la empezaba a convencer de que después de todo Arias hubiera sido más humano fusilándola. Para no dejar que la ganara la angustia, trató de mantenerse fría. Calculaba qué momento del día debía ser ése, qué podía estar pasando, repasaba los hechos, se hacía preguntas: ¿por qué Güemes había partido con tanta urgencia en la noche?, ¿por qué no había esperado por lo menos al amanecer, para viajar con luz?, ¿acaso el enemigo ya estaba entrando? Desechó la idea: si fuera así, Humahuaca estaría siendo evacuada en ese mismo momento y el general no se hubiera lanzado hacia Salta de ese modo... No, no tenía sentido.
—Hay algo que no sé, que no puedo deducir —se dijo.
La idea la molestó tanto que se durmió. Y así pasó la Nochebuena.
Durmió mucho y mal, la desesperación que había mantenido a raya en la vigilia se hizo dueña y señora de su sueño. Tuvo tremendas pesadillas que la despertaban pero volvían a empezar cada vez que cerraba los ojos. Soñó que una casa de altos caía sobre su marido encerrado, herido y enterrado bajo un techo de bóveda, en un sótano. Él pedía auxilio mientras todo se hundía para partirle la cabeza y ella podía verlo pero no ayudarlo, atada en una mula, erguida para mantener el equilibrio, sin poder moverse, mientras gritaba que lo auxiliaran, que lo sacaran de ahí. “¡Se va a morir!”, gritaba, y una multitud de hombres y mujeres elegantes, serios, donde podía ver a Juana Moro, a Pepa, asistían al espectáculo en silencio, como se asiste a algo desagradable pero necesario. Los gritos de Pedro resonaban solitarios entre el único otro ruido, el del derrumbe sobre él. Y Pedro ahora no estaba solo: sus dos hijos estaban al lado, mirando a Loreto en silencio bajo los ladrillos que caían.
Loreto se obligó por tercera vez a despertarse. Sintiendo que ya no iba a soportar volver a soñar lo mismo, se puso de pie y buscó tanteando la puerta de su prisión. Golpeó brutalmente, llamó a sus carceleros. Un hombre preguntó qué quería, ella pidió agua; un rato después la puerta se abrió con prudencia. Había un candil afuera y reconoció al Gato y a otro de los hombres que la había custodiado y ahora traía una tinaja de agua fresca. Se le ocurrió que podría arrebatársela a toda velocidad y rompérsela en la cabeza mientras hundía la rodilla en los testículos del Gato; pero o éste le leyó el pensamiento, o recordó las advertencias de su comandante sobre el número de hombres necesario para domeñar a la prisionera, porque así como entró a la mazmorra, incluso antes de que ella terminara de tener la idea del ataque se le puso atrás y le sujetó las manos con fuerza, mientras su compañero le daba de beber y, a pedido de Loreto, le dejaba correr agua fría sobre la cabeza.
Era linda la mujer, pensó el Gato con rabia, sintiéndole el cuerpo tan cerca, que palpitaba de ira. Su jefe había dicho que no se la tocaba. Y recordó a esa negra tan linda que todavía tenía mal al comandante (él estaba seguro), esa negra que se fue un día para no volver nunca más. Buena guerrera y buena hembra, el comandante todavía hoy la respetaba. A veces se la nombraba al Gato, repetía alguna frase que ella siempre decía y después la nombraba. Lo hacía sólo con él, nunca delante de los otros, y era raro que ocurriera, pero cuando ocurría el Gato sabía que era algo especial, como elegirlo a él para contarle algo, no entendía muy bien qué, algo que el comandante necesitaba que el Gato escuchara. Y él escuchaba apenas un nombre, pudoroso, respetuoso, con simpatía callada, seguro de que solamente con eso ayudaba a su jefe a sentirse mejor.
Todo el día de Navidad pasó Loreto en la mazmorra, luchando simplemente por mantener a raya la desesperación. Los recuerdos de su hijo más pequeño aparecían sin que pudiera evitarlo. Apenas horas atrás había estado por quedarse huérfano, como quedó ella de niña. Ella había tenido a la india Jacinta Canamán, dulce, generosa, consagrada a darle todo el amor que la vida le negaba. Y su hijo, ¿tendría a alguien? ¿Sobreviviría su padre a la guerra o quedaría —igual que ella— huérfano de ambos? ¿La tía Teresa resultaría tan generosa como Jacinta? No había pasado nada, Loreto estaba viva y lo iba a volver a ver.
¿Pero si pasaba? ¿Acaso alcanzaba con prometerle a Pedrito, cada vez que se iba, que retornaría viva? “Soy infantil y supersticiosa. Me creo protegida de todo si cumplo ciertos ritos, pero eso no es cierto.” La angustia de Loreto crecía y de la mano del miedo por la suerte de su niño más pequeño llegó el miedo por Eustoquio, que había crecido pero quién sabía si lo suficiente, que ahora estaría disponiéndose una vez más a rechazar al enemigo y podía morir, como podía morir Pedro, también, y dejarla sola en una vida que no concebía sin su existencia, sin su apoyo. “Él es mi fuerza, sin él me vuelvo loca”, se escuchó decir. Se tapó la cara con las manos y empezó a llorar muy despacio, porque lo último que iba a permitir era que sus guardianes lo supieran.
Entonces, para espantar los malos agüeros trató de recordar cómo era cuando no había guerra. Fue peor. La felicidad se recortaba rodeada por un agujero doloroso que horadaba hasta lo más profundo de su cuerpo. La nostalgia por los suyos dolía casi físicamente. Si muchas veces había disfrutado la aventura de ser espía, si hasta había agradecido secretamente la guerra que la libraba del encierro tranquilo, tedioso, de una esposa de la buena sociedad salteña, ahora la guerra era el horror de haber dejado a sus amores tan lejos, de recordarlos ahí, quieta, sobre el piso helado, en un pozo negro y húmedo como el pozo donde yacen los muertos.
“Basta, Loreto”, dijo en voz alta. “¡Basta!”, se ordenó levantando la voz. “Arias no me mató pero me está derrotando. ¿Me vio tan fácil de parar, que renunció a fusilarme?” Se secó las lágrimas como pudo y se forzó a meditar la situación con orden y frialdad. Güemes estaría llegando a Salta, o ya habría llegado, o ya estaría muerto. La ganó una rabia sorda contra Benita. ¿Qué hubiera hecho Arias si hubiera estado ella ahí? ¿También la hubiera encarcelado? ¿Y Loreto hubiera hecho a tiempo de ver al general en Humahuaca, si no hubiera tenido que ocuparse de ella, la mañana que salieron de Jujuy? No, eso se lo podía contestar: igual no hubiera llegado. Toda la escena de Benita no había durado ni el tiempo de recorrer dos leguas... ¿Tal vez la muchacha abordara a Güemes cuando él llegara a Salta? ¿Lo haría a tiempo? ¿Y Güemes le creería? ¡Era tan horrible, tan delicado lo que tenía que decirle!
Las horas pasaban, Loreto dormitaba, comía, insistía en resistir la desesperación. Para desentumecer los músculos demasiado quietos, improvisó algunos ejercicios que había visto hacer en las milicias. “No vas a poder conmigo, coronel”, se decía rabiosa mientras se movía. Volvió a pensar en su hijito, que con Güemes muerto o vivo la necesitaba, en su hombre, en esa isla que habían logrado construir, rodeados por un mundo hostil y descompuesto; se descubrió mordiéndose los pellejos de los dedos hasta sentir el gusto a sangre en la lengua. Y finalmente, durante el amanecer del 27 de diciembre, aunque Loreto no lo sabía con certeza, aunque pese a sus cálculos empecinados el amanecer, las fechas y los días ya empezaban a no querer decir nada para ella, una voz conocida la sobresaltó.
—¡Gato, Isidoro, cómo están, changos! ¡Tanto, pero tanto tiempo que no nos vemos!
Creyó que estaba soñando y se golpeó con fuerza una mejilla. Todavía le ardía cuando la restregó por las paredes frías hasta apoyarla en la puerta.
No cabía duda: era la voz de Benita. ¡Benita! La alegría fue tan fuerte que Loreto creyó que no iba a resistirla, iba a estallar por adentro. También había alegría en la voz de esa negra de Mandinga, ¿qué hacía conversando así con sus carceleros? ¿Por qué no desmayaba a uno y le daba al otro el famoso rodillazo que la había hecho famosa entre los gauchos? “¡Benita, vamos!”, tenía ganas de gritar. Pero la otra conversaba.
—¿Y qué se hizo de la india Lucinda, sigue en San Andrés? —preguntaba muy tranquila.
—Uh... ¡la Lucinda! Se cabreó con el Joaquín, nomás, y se mandó mudar con los changuitos —decía el Gato, y se reía—. Chola de temer, la Lucinda.
Loreto se obligó a calmarse. No podía escuchar todo porque a veces bajaban la voz, pero adivinaba en la camaradería, la simpatía que había en las voces de sus carceleros, un profundo respeto por Benita.
—¿Eso dice el coronel, entonces? —preguntó de pronto uno levantando la voz, que esta vez sonó desconfiada, vacilante. No era el Gato, parecía el Moro.
—Sí, changos.
—Vos conocés a la prisionera, una vez viniste con ella a San Andrés.
Ahora sí hablaba el Gato.
—Claro que la conozco. Trabajaba para ella antes. Ahora parece que es traidora... Tiene informes sobre el enemigo, no sé bien, pero el coronel la necesita con él. Bueno, quiere que se la lleve. Acá está la orden.
Hubo un silencio breve que a Loreto le pareció infinito.
—Vean el lacre sellado del comandante. Lo reconocen, ¿no? —insistió Benita.
—Sí, es su sello.
—Vamos, ¡rómpanlo y vean la orden!
Y Loreto entendió en el silencio siguiente la confusión de los hombres, que no sabían leer.
Del otro lado de la puerta, Benita esperó pacientemente que el Gato y el Moro miraran con cierto temor el pergamino sellado que había preparado por la noche, cuando se introdujo subrepticiamente en el despacho vacío de Arias. Después tomó suavemente el documento y lo abrió frente a ellos, dejando que pasaran sus ojos por garabatos que nada les decían. El Gato lo tomó, no obstante, y lo examinó con aires de importancia. Después la miró con perspicacia.
—Vos ya no te vas, ¿no? Te quedás con el comandante.
—¡Pero sí! —dijo Benita y tragó saliva.
—Qué bueno. Eso es muy bueno.
—Date prisa, Gato, el coronel estaba muy apurado —respondió la muchacha conmovida.
Corrieron el pasador, abrieron el candado y, alumbrándose con el candil, descubrieron a Loreto, que se había arrastrado de vuelta hasta el jergón y se hacía la dormida.
—Señora, ¡despierte! Orden del coronel: vino una enviada que tiene que trasladarla al sur. ¿Por qué no la llevás en mula, como vino? No tenemos más que dos caballos —dijo el Gato volviéndose a la negra.
—Pues me dan los dos, Gato, es urgente y los pide el comandante. Perdieron algunos, hay que reponer.
—¿No te hizo venir con escolta? A mí me hizo juntar diez hombres para traer a ésta.
—Claro, la partida me espera en la casa de postas. Yo podría haber mandado a otro a buscar a la prisionera, pero sabía que iban a estar ustedes y quise venir a saludarlos. Mirá que pasamos cosas juntos…
—Y las que vamos a pasar ahora, Benita. Ahora el comandante va a estar tan contento...
—Ay, señora, en qué líos se mete cuando no tiene cerca a su negra.
Ya estaban afuera de Humahuaca y aunque el sol apenas se elevaba en el este, Loreto no podía resistir la luz.
—Qué bueno que volviste, Benita, gracias. Qué bueno y qué oportuno.
—Usted no me falla nunca, yo no le iba a fallar. Estuve un día y medio tonteando por los caminos, diciéndome que estaba volviendo a Salta, pero apenas si avanzaba... Nunca había tenido tanto tiempo para estar triste. De pronto me miré y sentí vergüenza. “Bueno, Benita”, me dije, “ya sabés cómo sos con mal de amores, ahora basta”. Y di la vuelta.
—Qué suerte que no te cruzaste con... él.
—¿Con Manuel? Nómbrelo sin miedo, señora, que no voy a volver a irme. Sí me lo crucé pero él no me vio a mí. Sentí llegar un escuadrón y me salí del camino, me escondí en el monte. Lo vi pasar, la busqué a usted, lo busqué al general Güemes, me dio muy mala espina que no estuvieran ninguno de los dos. Al general no lo había visto, y eso que no abandoné el camino... Doña Loreto, yo no sabía qué había pasado, si usted había llegado a tiempo o no, pero Arias estaba avanzando y de ustedes no había rastros... Era pésima señal, así que seguí a Humahuaca, tenía que encontrarla y ayudarla, el corazón me decía que me necesitaba.
ojos con una de las manos que su amiga acababa de desatarle.
—¡Habráse visto la pregunta! En primer lugar, soy su alumna. En segundo lugar, yo en Humahuaca hice cosas más difíciles que deslizarme en la Delegación, entrar al despacho de Manuel, escribir un parte y lacrarlo.
—Ya veo. ¿Y se puede saber entonces por qué tardaste tanto?
—Y así fue que cabalgó en un día de Humahuaca hasta Salta.
—Sí, con dos caballos. La dejé a Benita siguiéndome detrás. Cambié cabalgadura en Hornillos y robé comida en...
—No quiero saber de sus delitos. Una verdadera hazaña, señora, solamente superada por don Calixto Gauna.
—Me acuerdo muy bien… cuando Isasmendi metió presa a la Junta patriota ahí al comienzo mismo de la revolución y él se escapó y cabalgó de Salta a Buenos Aires en 8 días... General, ¿se da cuenta? Hace solamente nueve años Isasmendi encarcelaba a los patriotas, y ahora los mismos patriotas se unen a Isasmendi... para terminar con usted.
—Ojalá hubieran sido solamente ellos... —murmuró Güemes. Loreto no respondió.
—Bueno, ya le di las gracias. Ahora... aunque sea tarde, le tengo que pedir disculpas y decirle que usted tenía razón.
—No entiendo a qué se refiere, general, y en todo caso no debe ser muy importante porque ya pasó. Cambiando de tema, tenemos que hablar de la situación militar. El invasor vuelve a entrar, ¿no es cierto?
—¡Doña Loreto, no ensaye sus trucos de mujer conmigo, por favor! Le agradezco el intento, pero no necesita disimular cortésmente mis errores.
La espía le sonrió con simpatía.
—¡Veo que está empezando a conocernos...! Es un avance...
—Sigue sin explicarme por qué me dejó el mensaje en el tablero de ajedrez y no me lo dio personalmente, cuando llegué a Salta. Hubiera sido mucho más seguro.
—Cuando yo llegué y vi que todavía estaba a tiempo de impedir su muerte, pensé en visitar a María Trinidad y quedarme hasta que usted apareciera. Pero no sabía cuándo iba a ser, se podía hacer de noche, como efectivamente ocurrió... ¿Y yo qué pretexto podía dar para instalarme ahí tantas horas, sin que ella sospechara? ¿Y si llegaba usted recién al otro día? Era fundamental no asustarla, porque si se asustaba podía dar aviso a los conjurados y ellos iban a intentar eliminarme quedara rondando fuera de la casa, vigilando si usted venía. Imagínese el aspecto terrible que tenía yo, después de los viajes, la mazmorra, la cabalgata casi sin parar... Podía especular con que no reconocerían a doña Loreto Frías en ese gaucho tan sucio y lastimado, ¿pero si lo hacían? Era sospechoso que permaneciera cerca, rondando. Benita entró a Salta hoy al amanecer, tampoco contaba con ella para vigilar. Por otra parte, con tanta expectativa de los conjurados, era posible que ellos mismos hubieran organizado guardias por las calles de acceso para avisar a María Trinidad que usted llegaba. Además, ¿si usted no entraba por los lugares previstos? Usted había salido apresuradamente de Humahuaca, con una prisa que todavía no me explico, y ni siquiera había llegado acá. No, había algún dato que yo no tenía, que aún no tengo...
Loreto hizo silencio pero Martín no dijo nada.
—Ah, ya veo que no me lo va a explicar. Muy bien, asunto suyo será entonces. El caso es que era muy arriesgado prever sus movimientos al llegar, general. Entonces pensé que lo mejor era dejarle un mensaje que no pudiera no recibir, algo que Trinidad no comprendiera y usted sí, que a ella no la alarmara pero a usted sí. Se me ocurrió lo del ajedrez, la mesita donde jugamos ya tantas veces, las piezas que usted conoce.
—Está bien, pero después usted estaba ahí, esperando, y vio que Panana subía a la casa. ¿Por qué lo dejó entrar?
Loreto se acomodó coquetamente su mañanita.
—Vea, don Martín —dijo con una sonrisa pícara—, tampoco puedo hacer yo todo el trabajo, ¿no? Soy apenas su colaboradora, ¿quién es el jefe? Esa escena del baño... ¿Qué quiere que cuenten después sus biógrafos? Ya bastante daño han hecho a la humanidad Eva y Pandora como para que otra mujer que debería estar bordando pañuelos al marido se ponga a arruinarle a la posteridad el placer de escuchar grandes relatos de nuestra historia...
—Suficiente —dijo Güemes cortante. Sin embargo, sonrió.
—Y bueno, eso... —resumió Loreto con aire inocente— Y además... —dijo cambiando el tono. Pero se interrumpió, arrepentida.
—¿Y además...?
—¡Además...! —dijo Loreto con un suspiro— ¿Quiere escucharlo? Usted no quiere escuchar cuando todavía sirve de algo, y quiere cuando ya no sirve para nada...
—Puede retarme, hoy se lo permito... Le duelen los pies y además...
—Además se lo merece. Pero no quiero retarlo. Bueno, se lo digo.
Quería... dar una oportunidad.
—¿Dársela... a ella?
—A ella, a ustedes dos... No es mi tarea, lo sé, ni me incumbe, no necesito que me lo recuerde. Pero... para citarlo a usted: yo no orino parada, general, entonces hay cosas que también me importan. Tal vez ayudara un regalo para ustedes, como el que le llevé a Trinidad, un reconocimiento explícito ante ella, cariñoso, que le mostrara que los dos son, a su manera..., tienen... En fin, es duro tener una relación que no se puede nombrar en voz alta, ¿entiende?, que nadie reconoce. Pensé que ese regalo de paso, tal vez, cumpliera aunque fuera por un instante esa función y la suavizara, tal vez la decidiera a contarle todo y entonces... naciera una conversación a tiempo entre ustedes...
—Deténgase, por favor.
—Me detengo. Disculpe.
—Bueno, doña Loreto —dijo Martín con un suspiro, poniéndose de pie—, voy a dejarla para que Benita le haga las curaciones y para que descanse, que bien merecido se lo tiene.
—Una última cosa, general.
—Dígame.
—¿Qué va a hacer con ellos dos?
—Descanse, doña Loreto —ordenó Güemes, y salió del cuarto cerrando la puerta.
Por el ventanuco entraba un rayito de sol. Panana estiró todo lo que pudo la cadena que lo engrillaba a la piedra pero no llegó a ponerse debajo. El fracaso de su empresa lo derrumbó. Una vez más se tapó la cara con las manos, maldiciéndose y maldiciendo su suerte.
—¡Ni siquiera me van a dejar ver a mi viejo y a la zambita por última vez!
Le habían informado que iba a ser ejecutado, lo fusilarían al amanecer del día siguiente. Panana estaba viviendo sus últimas horas. Cuando preguntó qué iba a pasar con su hija y con la madre, la mestiza Rosaura, no le contestaron nada, tampoco le dijeron si el general iba a seguir protegiendo a su padre, ahora que él había caído en desgracia.
El Vichi había pensado que si largaba lo que sabía el Tata lo iba a perdonar, ¿acaso no era el padrecito de los pobres? Pero después de todo lo que contó, cuando ya no tenía nada interesante o útil para decirles, le llegó el anuncio de que sería fusilado de espaldas, como se fusila a los traidores. A él le importaba poco que lo pusieran de espaldas o de frente, no se quería morir. Era joven, era fuerte, le gustaba la
descubierto lo lindo que era tener changuitos, ¿iba a morirse antes de ver crecer a su zambita? ¿No iba a tener otros hijos? ¿Así nomás, tan miserablemente, se le iba a terminar la vida?
“¡No puede ser! ¡No puede ser!”, se repetía Panana y las lágrimas mojaban su cara tersa de muchacho joven. Fue ahí cuando pasó eso, inesperado, lindo, en el calabozo: el rayo de sol entró como una espada y dibujó un círculo en el piso sucio, iluminándolo de un modo tan extraño que la piedra pareció brillar como si tuviera pequeños diamantes incrustados.
Panana pensó en el Señor y olvidando todos sus juramentos contra los curas y la iglesia, sintió que Él iba a ayudarlo porque era bueno y perdonaba todo, todo siempre, y trató de arrastrarse para llegar a ese círculo mágico de luz tibia, que de pronto había entrado a su prisión y lo llamaba. No pudo lograrlo, no llegaba la cadena. Eso le quitó las esperanzas, pero igual juntó sus manos y rezó fervientemente, repitiendo las oraciones que le escuchaba a su padre; pensó en su madre muerta y también la convocó en su ayuda, pensó qué podía prometerle a Dios para que lo salvara, qué cosa bien importante, grata a Sus ojos, a los de su mamita, qué podía prometer a cambio de seguir viviendo. “¡Ya sé!”, se dijo, “¡No pisar nunca más un reñidero!”
Primero le pareció justo: si a él lo habían tentado con Bayoneta y por eso estaba así de jodido, ¿no corrrespondía ahora prometer lo contrario, para cambiar el destino? Pero después le pareció tonto, insignificante; “promesa de mulato”, se dijo amargamente. El Pachi había prometido usar la ropa de franciscano, o por ahí meterse a monje, directamente, si San Francisco no dejaba que él se ahogara en el río. Esa era una promesa buena, una promesa de gente que es alguien. Se imaginó a San Francisco, aceptando contento antes de enviarle el caballo muerto para que el Pachi se subiera. Un hombre tan buen mozo y fuerte, con ropa de monje: ¡eso era lindo a los ojos de Dios y de los santos!
¡No él, que era como un mono negro! ¿Él qué podía prometer? ¿Y dónde iba a conseguir ropa de franciscano...? Salvo que matara a uno..., que se la robara dormido y lo dejara con todo al aire... No, era claro que el Señor con eso no iba a estar de acuerdo. Y meterse a monje era un disparate: ¿un mulato monje? Los propios monjes lo sacaban a patadas en el culo ya antes de que lo propusiera.
No. No había nada que le gustara a Él y que Panana pudiera prometer, nada que sirviera. Y se iba a morir, nomás. Era por eso que la cadena no alcanzaba. “Dios me muestra que me podría salvar y hace entrar el rayito de sol, pero me avisa que no soy nada y no me salva, y deja cortita la cadena”, se dijo. Sintió una pena grande, muy grande por su destino. “¡Qué mal terminaste, Vichi!”, y volvió a llorar.
Y en eso estaba, llorando su muerte, cuando se abrió la puerta del calabozo.
“Vienen a buscarme, adelantaron el fusilamiento”, pensó Panana, y entró en un pánico incontrolable. Un sudor helado le cubrió todo el cuerpo, que empezó a temblar con tintineo de cadenas.
Con el ceño fruncido y la mirada terrible, el Tata Güemes entró al calabozo. Panana sintió que algo caliente le inundaba la entrepierna, olió su orina.
El patrón se quedó parado, mirándolo con furia. No venían guardias con él. Vichi tardó en entender que no era para fusilarlo, no todavía, que el Tata había entrado. Se tiró a sus pies, llorando a lágrima viva.
—¡Perdón, Tata! ¡Perdón! —dijo muchas veces, y siguió diciéndolo. Y se escuchó pedir, rogar, prometer cualquier cosa, jurar por lo que más quería o por lo que más creía él que quería el Tata Güemes que él jurara, insultarse, rebajarse y volver a pedir perdón otra vez.
—Ya está, Panana —dijo Güemes de pronto, secamente—. No llores más, ¿querés? Te merecés la muerte. Pucha si no la merecés. Pero el general Güemes decidió perdonarte.
Como el Vichi seguía rogando y pidiendo bajito, no escuchó enseguida.
—¡Te perdono! ¡Terminá! —repitió Güemes.
Panana no se animaba a creerlo; levantó el rostro, con los ojos desorbitados.
—¿Cómo dijo?
—Dije lo que escuchaste, el Tata te perdona la vida.
Entonces la gratitud más infinita llegó al alma del mulato Vicente Panana y empezó a decir gracias y después otra vez a repetir perdón. Perdón y gracias, gracias y perdón, mientras lo decía volvía a llorar a lágrima viva, como si fuera un niño, y supo de pronto que lloraba en serio, que estaba muy, muy triste, que lloraba por el Tata, no por él, por lo que le había hecho o tratado de hacerle a ese hombre noble y bueno, y supo que hubiera estado bien que lo mataran aunque él no quisiera morir, aunque tuviera miedo, aunque lo esperara el Infierno más atroz y nunca viera a su madre.
—¡Perdón! —siguió diciendo porque no le salía otra palabra y ya no se quedó a los pies del jefe porque tampoco le importaba estar a sus pies, se acurrucó en un rincón y siguió llorando solamente para él, y hasta se olvidó de que el Tata estaba ahí, seguía mirándolo, escuchándolo, y después se acordó y se puso a observarlo como si fuera una aparición, un santo aparecido.
—Tata, ¿por qué me perdona si hice algo tan horrible?
—¿Querés explicaciones? ¿Y si no las tengo y me arrepiento?
—Vea, Tata, mejor haga como si no le hubiera preguntado. Güemes lanzó una carcajada.
—La verdad que sos maula vos, ¿eh? Sos un maula traidor y ni siquiera te hice dar palos. Será que soy bueno, nomás.
“Sí”, quiso decirle Panana, con los ojos arrasados en lágrimas, pero no le dijo nada. En cambio se levantó del suelo y lo miró directo a los ojos, con arrobamiento.
—Don Martín, Tata Güemes, le voy a hacer un juramento y esta vez cada palabra que digo, ¿sabe?, cada palabra que digo me sale de acá
—y se tocó el estómago—. Por mi madrecita muerta, don Martín, por la zambita que me dio la Rosaura, por las dos, por mi viejo, por lo que más quiero en el mundo yo le juro... Le juro que siempre voy a estar con usted, le voy a ser fiel hasta la muerte, don Martín, lo voy a defender con mi vida. Y si me muero por usted me voy a morir contento.
Güemes le sostuvo la mirada largo rato, después dijo con voz neutra.
—Bueno, vamos a ver si cumplís... Ahora te van a venir a sacar los grillos. Y no vayas a mamarte, quedate por acá que te necesito. Ah, y date un baño en cuanto llegues al cuartel. Estás hediondo.
Panana salió solo a la calle, incrédulo, temeroso de romper algún encanto y volver al calabozo, tambaleándose inseguro, agotado, completamente agotado. El sol de la siesta era agobiante para cualquiera y sin embargo para él fue una bendición. Se hubiera quedado quieto debajo de sus rayos, se hubiera dormido feliz ahí, sintiendo ese fuego que le avisaba que seguía vivo. Pero no iba a hacerlo porque tenía que darse un baño, y tampoco iba a pasar por el reñidero, después de todo casi lo había prometido. Ni por la pulpería, el Tata se lo había prohibido. “Por algo será”, se dijo, “el Tata sabe. En la vida hay cosas que están bien y hay cosas que están mal”.
Y Vicente Panana entendió que ahora era capaz de pensar otra vez todas las cosas y comprenderlas distinto, que ya nunca iba a ser el mismo de antes y que había encontrado un jefe, un padrecito querido.
El coronel Manuel Eduardo Arias recibió con serenidad la noticia de su condena a muerte.
—¿Cuándo va a ser? —preguntó con voz fría.
—Mañana al amanecer —le contestaron.
Le preguntaron cuál era su última voluntad y él no supo qué responder.
—Se la comunicaré en un rato —dijo. Después lo dejaron solo.
Apoyado contra la pared del calabozo, se preguntó por qué morir le resultaba indiferente. No había cumplido ninguno de sus objetivos, el Canalla seguía vivo, él no había podido derrotarlo, no sabía por qué, qué había fallado, y ni siquiera le importaba demasiado averiguarlo. Ahora ese mundo miserable se disponía a eliminarlo sin considerar ninguno de sus inmensos méritos, sin siquiera agradecer los servicios que le había prestado. Y, sin embargo, morir no le importaba.
Antes, cuando lo habían interrogado, no había abierto la boca. Que le pegaran si querían, que lo mataran, no les iba a dar el gusto de hablar una palabra. No era por defender a los truhanes repugnantes de Jujuy y de Salta, ni siquiera por cuidar a sus camaradas de la guerra, los jefes que lo reconocían y lo escuchaban, incluso si eso le importaba. Era por él, porque sí, porque él era el coronel Arias y no facilitaba trabajo a los fisgones, que averiguaran solos, ahora que no tenían a la blanca caprichosa para andar metiendo las narices en la mierda.
“Ya la van a recuperar”, se dijo encogiéndose de hombros. “Vivita y coleando, la van a encontrar ahí y la van a sacar”. Después de todo, tampoco eso le importaba.
Pero aunque no largó palabra ante ninguna pregunta, nadie lo maltrató. En realidad nunca dejó de recibir el trato que merecía su graduación, a su silencio respondieron con silencio hasta el momento en que entraron a su celda para informarle que el general Güemes lo había condenado a muerte, por intento de sembrar la anarquía, insurrección armada y por traición a la patria.
“Será fusilado de espaldas”, le dijeron. Eso le molestó.
—Será porque el cabrón de Güemes no me quiere mirar a los ojos —contestó. Era la primera vez que abría la boca.
Ahora le gustaba recordar esa respuesta. Se preguntó qué iba a pedir como última voluntad. “Nada”, se dijo, “si me van a matar, que lo hagan de una vez, eso es lo que quiero”.
¿Pero acaso la vida era un calvario y él la rechazaba? No pudo darse una respuesta afirmativa. Ni un calvario ni un bien preciado: la vida era algo que le había ocurrido. Si alguna vez había deseado ardientemente cumplir con su proyecto, hoy sabía que lograrlo le produciría apenas un poco de alegría, eso iba a ser todo. Su madre no estaba, ¿quién más disfrutaría de su triunfo? Sin duda morir derrotado era una pena, sin duda escaparía ahora mismo si pudiera, sin duda no estaba arrepentido de lo que había hecho, pero tantos años de guerra lo habían acostumbrado no sólo a pensar su muerte como una posibilidad cotidiana sino a que a veces se ganaba y a veces se perdía, los precios siempre habían sido claros, no había de qué asombrarse o por qué enojarse. El Canalla no era lo que era porque fuera a fusilarlo, no hacía nada diferente de lo que correspondía, de lo que hubiera hecho él en su lugar.
“Un buen perdedor”, así se definió Arias, satisfecho, y por algún motivo pensó en Benita. ¿Pediría hablar con ella antes de morir? ¿Sería ésa su última voluntad? Desechó la idea: ¿qué tenía él para decirle, que no le hubiera dicho? ¿Qué tenía ella para decirle, si lo había saludado con indiferencia la última vez que lo había visto? ¿Por qué dar oportunidades al reproche o al arrepentimiento, cuando ninguno de los dos tenía de qué arrepentirse? Siempre había sabido que en su plan de vida ese amor era un error. Podía, desde luego, pensar que ese plan era lo erróneo, ¿pero eso de qué le servía, si no había ninguno mejor, o por lo menos ningún otro al que él le encontrara sentido?
“¿Me esperará el paraíso, el purgatorio o el infierno?”, se preguntó Arias filosóficamente, tratando de mirarse como si fuera otro, a ver si se le ocurría una respuesta objetiva. Y entonces terminó de saber algo que desde niño había sospechado: no lo esperaba nada, absolutamente nada. La inexistencia completa, inconcebible, eso era todo: morir era hundirse en la nada; como la montaña, como la piedra, así sería no ser. Entre las cosas en las que nunca había creído pero había fingido creer para no alterar este mundo idiota en el que no tenía otro remedio que vivir, estaba la vida eterna.
“De modo que todo va a terminarse. No más reflexionar, no más rabia, no más explicaciones”, pensó con cierto alivio.
Se confesaría, sin duda, rezaría y diría todo lo que el cura confesor quisiera. ¡Había participado en tantas farsas! Por lo menos ésa sería la última. Manuel tuvo dulce pena por sí mismo: ¿por qué tantas farsas, tantas mentiras? La Verdad era un lujo para pocos en este mundo mal hecho. Y el coronel recordó una vez más la pasión de Benita por la revolución, su adhesión al Canalla, la confianza absurda con que creía estar construyendo una patria para todos. Claro que librarse de los españoles era mejor que estar bajo su bota, ¿pero por qué eso iba a traer la justicia a este mundo?
Y de pronto Manuel entendió que él era igual de tonto que Benita. Tenía la misma pasión. Porque hubiera habido una empresa, una sola, a la que se hubiera entregado con la misma fuerza, una en la que hubiera encontrado mayor sentido que en la suya propia, por la que hubiera renunciado a sus planes, por la que se hubiera permitido la dicha del amor: la empresa de hacer un mundo donde la verdad fuera posible para todos. Eso, exactamente: la verdad como algo posible, no un lujo.
“Si ella me hubiera demostrado que había un camino, yo la hubiera seguido al fin del mundo”, pensó, y deseó fervientemente que ahora, aunque lo fueran a matar, alguien se lo demostrara. Una amarga ironía lo invadió:
—Bueno, encontraste tu última voluntad, coronel Arias. Sólo que, como de costumbre, es algo que no te van a dar.
Lo había dicho en voz alta. Todavía hablaba. Pero pronto, muy pronto descansaría. Eso era verdad.
En ese momento se abrió la puerta del calabozo y entró el Canalla en persona.
“Viene a disfrutar”, pensó Arias, y ensayó su mejor cara indiferente. Sin acercarse, el general se quedó observándolo fríamente. Hubo
un duelo de miradas que duró demasiado tiempo. Finalmente fue Güemes quien desvió la vista.
—Está usted condenado a muerte —dijo.
—Ya lo sé —contestó Arias, encogiéndose de hombros.
—Es usted un miserable y un traidor. Lo desprecio —pronunció el otro despacio, claramente.
—No soy su vasallo ni le juré fidelidad. Juré echar a los invasores y los combatí toda mi vida. No soy un traidor. Y tampoco soy más miserable ni más despreciable que usted.
—Sí, es un traidor a su patria. El enemigo está entrando y usted no vacila en poner en peligro todo, en el peor momento. Ahora el enemigo es el general Güemes, no los españoles.
—Cada cual elige a sus enemigos.
Güemes lo contempló entrecerrando los ojos, como evaluándolo. Después dijo, en otro tono:
—Coronel Arias, merece usted la pena capital pero voy a indultarlo. El general Güemes no es sanguinario. Este hombre que usted se conjuró para asesinar tiene piedad cristiana y le perdona la vida.
Arias lanzó una carcajada.
—¿Piedad cristiana? ¡Por favor, general, guarde eso para los sonsos! De los dos, el único que tiene gestos humanos soy yo. No sé por qué me está indultando, pero no es por eso... Bueno, de modo que no voy a morir... Me importa bien poco.
—Piense lo que quiera y que le importe lo que quiera, me tiene sin cuidado. Simplemente le aviso que está usted deportado. Le queda prohibido de por vida retornar a esta intendencia, será ejecutado si se lo ve merodeando en cualquier punto del territorio. Y, por supuesto, se le confiscan las tierras de San Andrés. Mañana será llevado por mis hombres al Tucumán.
Así como terminó de hablar, Güemes le dio la espalda y avanzó hacia la salida. Escuchó la voz de Arias a sus espaldas.
—Gobernador, hablemos seriamente. Si no me mata es porque no está en condiciones. Yo no soy cualquiera en la quebrada y usted está rodeado de milicias armadas. De fusilarme correría el serio riesgo de perder el apoyo de muchos jefes y de cohesionar mucho más las fuerzas armadas con el cabildo jujeño.
—Vaya, veo que tiene dotes de analista político... Ya que va a poder conservarlas, espero que en el futuro las use para causas un poco más interesantes que sentar su trasero en el sillón de esta gobernación.
—Pues si estamos siendo tan sinceros, le confieso que dudo mucho poder darle ese gusto. Usted desbarató esta conspiración, pero sabe que es como cada vez que expulsa finalmente a los realistas: se trata de esperar la próxima. Salta y Jujuy lo odian, a usted le consta. ¡Habrá otra vez, general, y entonces volveremos a mirarnos a la cara! Y, con un poco de suerte, voy a batirme con usted y lo voy a atravesar con mi sable, de lado a lado.
Güemes sonrió fríamente.
—Y yo, en cambio, si vuelvo a verle la cara lo voy a hacer fusilar. Boca abajo en el piso, ni siquiera de espaldas.
Unas horas después Manuel abandonaba su prisión. Tres hombres lo conducían hacia la salida, donde lo esperaba una partida fuertemente armada, para sacarlo del territorio. Atravesaban una galería del Cabildo cuando se cruzaron con Loreto, que iba al despacho de Güemes.
—¿Usted? —se sobresaltó Arias. Movió la cabeza, comprendiendo—. Ah, ya... ¡De modo que fue por usted...!
Loreto se detuvo.
—Sólo un momento —pidió a los custodias—. ¡Coronel Arias, qué gusto verlo! Parece que lo llevan de paseo un poco lejos... Lo vamos a extrañar.
—Doña Loreto, quién sabe cuánto estaré ausente, éstos son tiempos tan cambiantes...
Se miraron un rato, desafiantes.
—Debí haberla matado —murmuró Manuel. Loreto sonrió.
—Técnicamente, es evidente que sí. Y si realmente usted fuera lo que pretende ser, lo hubiera hecho. Ahora... para su tranquilidad, le informo que igual hubiera perdido la partida.
Arias la miró extrañado.
—No estaba sola —explicó ella—. Yo trabajo a dúo y usted lo sabe.
Manuel cerró los ojos.
—¡Negra obcecada! —murmuró. Y a pesar suyo sonrió orgulloso.
—Ya ve —exclamó Loreto con simpatía—, usted me detesta, pero los dos tenemos algo en común: elegimos colaboradores eficientes.
—Eso es cierto.
—Y tenemos en común muchas más cosas, sería bueno que lo admitiera.
—Se equivoca, señora. No estamos de acuerdo en nada más. Sigamos —dijo Manuel a la custodia—, estoy ansioso por ser deportado.
Dicen los libros de historia que una vez descubierta la conspiración, fueron aprehendidos y encerrados el doctor Facundo Zuviría, don Pablo Soria, don Mariano Benítez y muchos otros. Cuentan también que aunque Soria y Benítez fueron condenados a muerte por Güemes, el primero fue indultado por él a pedido del Cabildo y el segundo logró escapar con una facilidad que revela la falta de empeño del gobernador en hacer cumplir la pena.
También escapó don Francisco Gurruchaga, aunque lo hizo antes de ser aprehendido. Fracasado el complot, se refugió en Tucumán, donde aguardó, junto con otros prófugos y desterrados, una ocasión más propicia para derrocar a Güemes. El Tucumán se transformó en refugio para los exiliados, quienes establecieron excelentes relaciones con el gobernador Bernabé Aráoz, aprovechando la enemistad entre ambas provincias.
De modo que Martín no fusiló, no confiscó bienes de sus enemigos salteños ni allanó domicilios. Si esta benevolencia muestra falta de espíritu sanguinario o simplemente falta de poder político, es algo por decidir. Lo cierto es que sus actos punitorios siguieron siendo originales, humillantes, particularmente irritativos para los señores decentes: impuso a los conspiradores multas exorbitantes y contribuciones forzosas de mercadería que debían ser entregadas de modo público y espectacular. Todos los días a horas iguales, Salta asistía al espectáculo: algún rico comerciante, obligado a aportar diariamente provisiones y pertrechos a la tropa, atravesaba ruidosamente la ciudad con el caballo cargado, rodeado de gauchos bullangueros que le gritaban improperios a coro y se burlaban de su condena.
Hacía dos días que María Trinidad, Rosaura y Remedios esperaban encerradas en la casa de alto, donde una pequeña guardia armada cuidaba la puerta. Por orden del gobernador, la casa había sido registrada a conciencia y se habían confiscado dos bolsas de terciopelo llenas de monedas de plata, frente a la indiferencia de la señora.
Hipólito y Jesús habían sido retirados del lugar, Güemes en persona los había distribuido en otras casas. No tenía dudas de que ambos eran completamente ajenos a la conspiración, pero pese a la opinión de Loreto no estaba plenamente seguro de que con Rosaura pasara lo mismo. Panana había sostenido contra viento y marea que ella no sabía nada, mas se trataba de la madre de su hija. Además, Martín conocía el apego entre ama y criada y prefirió no arriesgarse; mantuvo a las dos encerradas mientras decidía qué iba a hacer.
Rosaura estaba desesperada. Tenía las peores presunciones sobre su destino y no sabía qué habían hecho con el imbécil de Panana, a quien ella misma fusilaría personalmente, si no fuera el padre de Remedios. Y como si no alcanzara tanta desgracia, no conseguía animar a la señora María Trinidad, que pasaba el tiempo tirada en su habitación sin mover ni siquiera un brazo para llevar algo a la boca. Rosaura a duras penas conseguía que comiera, le ponía la comida entre los labios igual que a su hija.
Ni siquiera la changuita le arrancaba una sonrisa, y eso que lo había intentado. Primero había apelado a sus gracias de beba, hasta entonces infalibles, luego se había puesto súbitamente seria, asombrada, como si entendiera que pasaba algo horrible, y había acariciado a su amada “Tini” a ver si se ponía contenta. Pero no había caso, una tristeza sin límites hundía a esa mujer tan querida, algo que la nena nunca había visto y era parecido a la vejez, a la renuncia, cosas que Remedios no conocía ni entendía.
No consolaba a Trinidad ni siquiera la lealtad que había recibido. Sus criados sólo la habían abandonado con una orden perentoria del gobernador, no antes de saludarla con inmenso respeto y preocupación por su suerte. Al viejo Jesús se le habían escapado unas lágrimas, Hipólito le había dicho que trataría de interceder por ella ante el gobernador, a quien conocía desde que era un changuito. Y finalmente la propia Rosaura le había besado las manos, la había abrazado conmovida cuando ella por fin accedió a relatarle, entre llantos sordos y con la voz enronquecida por la vergüenza y por la angustia, todo lo que había ocurrido desde que una misiva de los conjurados había llegado a sus manos. Rosaura se conmovió profundamente cuando supo que Trinidad había pedido plata para su hijita y le dio las gracias más allá de todo, después le habló del perdón de Dios, intentando convencerla de que recibiera a un padre confesor, pero tampoco tuvo éxito con eso.
El tiempo pasó entre silencios y temores, sobre todo de Rosaura, porque a Trinidad parecía serle indiferente lo que harían con ella. En la tarde del segundo día, un sargento de Güemes que no conocían entró a la casa. Llevaba una orden escrita con el sello del gobernador. Antes de leerla Trinidad le preguntó qué había pasado con Panana. El sargento le contó que había sido condenado a muerte e indultado. En cuanto a ella, como quedó claro de la lectura del bando, no habría indulto alguno: la señora María Trinidad del Portal Ibarlucía y su criada eran personas no gratas a la ciudad de Salta y por orden del gobernador serían deportadas, junto con la hija de Rosaura. El general no había determinado para las dos el mismo destino. Partirían juntas el primero de enero, es decir al día siguiente. Pero la criada y su hija permanecerían en el Tucumán, donde serían entregadas al ejército de las Provincias Unidas, mientras que la señora de Ibarlucía sería depositada en la frontera, se la enviaba a Patagónicas, al desierto.
—Mi criada no tuvo nada que ver con esto, no hay por qué deportarla —dijo Trinidad después de leer—. Es únicamente mi responsabilidad.
El sargento no se dignó a contestar.
—Prepárense, mañana al amanecer vendremos a buscarlas —dijo.
—¡Necesito hablar con el gobernador! —pidió Trinidad con altivez. Pero algo en la mirada del otro le hizo bajar el tono— Quisiera verlo... —murmuró—, por última vez...
—El gobernador no va a hablar con usted.
Y como Trinidad insistiera, el sargento explicitó, con marcado desprecio:
—No va a verla ni escucharla, así me dijo que le repitiera.
—¿Al desierto? —gritó Rosaura cuando supo la noticia— ¿Al desierto, señora?
Y se largó a llorar.
Trinidad la miraba con cierto asombro. Al desierto, ¿y qué? A esa altura, todo le daba lo mismo. Morirse en el desierto era por lo menos no darle el gusto a Ibarlucía de que la matara con sus propias manos.
En ese momento un guardia entró en la sala.
—El sargento Panana —anunció.
—¡Redomado imbécil!, ¿y se atreve a venir? —murmuró Rosaura. Como la primera vez que había ingresado en esa casa, el Vichi entró con los ojos bajos y el sombrero en una mano.
—Buenas... —dijo casi sin voz.
Remedios corrió a abrazarle las piernas pero Rosaura se adelantó furiosa.
—¿Tenés cara para mirarme? ¡Mirá dónde estamos tu hija y yo, por culpa tuya!
Doña Trinidad alzó a la niña y creyó conveniente retirarse. Panana levantó los ojos. La cachetada de Rosaura resonó seca y concisa por toda la sala. Panana dejó que la mejilla le ardiera.
—¡Yo quería tener plata para comprar cosas para la changuita! —dijo débilmente.
—Vos sos un idiota, Vichi.
Ésa fue la primera y la última vez que una mujer insultó y abofeteó al mulato Panana. Y aunque él no lo contó jamás, aunque nadie en Salta imaginó siquiera que algo así había pasado y por supuesto no hay tradición oral que lo registre, en la vida del Vichi hubo un antes y un después de esa bofetada y de ese insulto, así como hubo un antes y un después del perdón caprichoso y generoso del hombre al que acababa de traicionar.
—Perdonáme... Arruiné todo —murmuró Panana sin mirar a Rosaura.
Ella no respondió.
—Te llevan al Tucumán —probó él entonces, después de un rato de silencio—. Te vas con la changuita. Las voy a extrañar.
—¡Yo la saqué barata! A la señora la llevan al desierto —murmuró Rosaura con rencor.
—Yo quisiera... Avisá dónde estás, cuando pueda voy a verlas y les llevo plata.
—Mejor no pienses más en plata vos. Nos vamos a arreglar solas, no te preocupes.
—Pero avisá dónde estás, sé buena.
—¿Y cómo hago? ¿Querés que te escriba una carta? —preguntó burlona Rosaura. Ni ella ni Panana sabían leer y escribir.
Panana no respondió. Rosaura se apiadó.
—Bueno, ya está, ya pasó —le dijo, y le acarició apenas las motas, como si fuera un niño—. No se pueden cambiar las cosas. Despedite de Remedios, por lo menos.
—Vos la vas a cuidar.
—Claro que sí. ¡Mejor que vos!
—Rosaura, yo te juro... Soy otro hombre, ¿sabés? ¡El Tata me perdonó la vida! Confiá en mí, vas a ver que un día me aparezco por tu rancho... o por donde estés. Me aparezco con monedas de plata, con regalos para la changuita, vas a ver. Vos confiá en mí.
Rosaura movió la cabeza, escéptica. Después sonrió con tristeza.
—Esperá, voy a traer a Remedios —dijo por fin, y salió de la sala.
Una considerable cantidad de vecinos, en buena parte mujeres, se agolpó alrededor del carruaje en esa primera mañana del año 1820. María Trinidad salió escoltada de la casa y se mantuvo afuera, mostrándose altivamente mientras terminaban de cargar sus baúles. Paseó sus ojos apagados por muchos de los rostros curiosos, sosteniendo las miradas y haciéndolas desviar una por una, hasta que se topó con un par de ojos celestes que no se desviaron, que se clavaron en los suyos con dolorido reproche. Levantó las cejas como pidiendo disculpas, como diciendo que no había sido ella sino las circunstancias. Entonces las lágrimas cayeron por las mejillas de Carmen Puch, que bajó los párpados y volvió a subirlos para volver a encontrar a Trinidad, que todavía la miraba.
Sólo fueron unos instantes pero las dos recordarían ese diálogo mudo a lo largo de sus vidas y aunque ninguna podría ponerle las palabras exactas, ambas sentirían que no eran de odio ni de rencor, y no podrían explicarse bien por qué. Y deplorarían en silencio que su segundo y último encuentro hubiera sido a la distancia, con un carruaje y guardias en el medio, y se preguntarían si no habían perdido una oportunidad años atrás, en la recova, la única otra vez que se habían cruzado; si la historia no hubiera sido diferente de vivir en un mundo donde hablar entre ellas estuviera permitido, cerrar la puerta a todos para sentarse y hablar. Ni siquiera de Güemes, de cualquier cosa: de cocina o de sueños, de sus recuerdos de niñas, de algo que ayudara a saber qué pasaba entre las dos, cuántos motivos tenían para detestarse, o quererse, o valorarse, o ser ajenas e indiferentes. Cerrar la puerta a todos, dejarlos afuera y sentarse a hablar en la cocina en lugar de vivir tan cerca fingiendo que la otra no existía, en lugar de desvivirse en una competencia que no habían elegido y que ni siquiera podían admitir que mantenían.
Rosaura y Remedios ya habían subido al carruaje. El sargento encargado de la partida ordenó a doña Trinidad que hiciera lo mismo. Hipnotizada, ella no lo escuchó. Cuando el sargento repitó la orden fue como si despertara, Carmen se dio entonces media vuelta y se fue.
—¡Bueno, se terminó la función! —gritó la prisionera a los curiosos— Todos ustedes son profundamente despreciables —agregó con una sonrisa fría, y subió al coche.
—¿Las vio, señora? —dijo excitada la Rosaura mientras el carruaje se ponía en marcha— ¿Las vio?
—¿A quiénes?
—¡A doña Loreto y a Benita! ¡Estaban ahí montadas a caballo, atrás de la gente!
—¿Y con eso qué?
—Con eso... ¡Doña Loreto va a ayudarla, va a ver! Doña Loreto es una persona cristiana. Tenga fe, señora... Tenga fe...
Trinidad se encogió de hombros.
Rosaura apretó su hermoso rosario y empezó a pasar las cuentas. Era de piedras preciosas y valía mucho, se lo había regalado su señora un rato antes, mientras preparaban los baúles.
—Es lo único que tengo para darte —le había dicho—. Creí que me lo habían robado los gauchos de Arias cuando llegamos de Jujuy, pero acabo de encontrarlo. No es para que reces, ¿me oís?, rezá con algo más barato. No es para rezar ni para que me recuerdes, sino para que lo vendas en el Tucumán y se alimenten vos y la nena.
—¡No puede hacerle eso! —protestaba Benita— ¡No es humano!
¡No lo fusiló a Panana y le hace eso a ella! Señora, ¿usted no va a hacer nada?
Loreto no respondió y taconeó su caballo para seguir el carruaje que, escoltado por la partida, enfilaba hacia la plaza. Benita hizo lo propio, protestando entre dientes.
Cuando pasaron frente al Cabildo, la señora de Frías observó con cuidado las ventanas.
—¡Sargento! —gritó de pronto— ¡Sargento, deténgase un momento!
El sargento no hizo caso, Loreto se adelantó hasta ubicarse a su lado.
—Detenga el carruaje, sargento —repitió.
—No cumplo órdenes suyas, señora.
—Pero sí del general Güemes, que me envió a vigilar el operativo y acaba de hacerme una seña desde la ventana. Aguarde sólo un momento, tengo que subir a verlo.
—¿Quién la autorizó a fisgonear en esto, doña Loreto? —preguntó Güemes con voz desagradable— Déjelo fuera de sus asuntos, ¿quiere?
Estaba parado en el centro de su despacho, con los brazos cruzados.
—Lo vi mirando por la ventana, gobernador.
—Mejor mire para abajo y váyase. Nadie le dio vela en este entierro.
—Ya lo creo que es un entierro. La está enviando a la muerte.
—En primer lugar, si es así, la estoy enviando al mismo lugar al que ella quiso enviarme a mí.
—También Arias quiso, pero él partirá mañana al Tucumán. Y también Panana quiso, sin embargo está libre.
—Esto es política, en política se hace lo que se puede o lo que conviene.
—Salvo que se trate de una mujer sin padre y sin marido, general. Entonces se hace lo que se quiere..., como ya demostró Ibarlucía.
Güemes se pasó un pañuelo por la frente. Estaba mojado de sudor.
“Nosotras lloramos y ellos sudan”, pensó Loreto.
—Como siempre, me interrumpió mientras hablaba —dijo Güemes, sobreponiéndose—. Dije en primer lugar y ahora voy al segundo punto, y es el siguiente: no es cierto que la esté enviando a la muerte, no está escrito. Esa mujer tiene recursos, como quedó probado, de algún modo se las arreglará. Que se ofrezca a algún indio para que la proteja, ya que le gusta ofrecerse a los machos. Y si la agarra antes un puma, o si el indio es de los que arrancan la piel después de usar a las blancas... pues será que Dios quiso castigarla, yo tengo las manos limpias.
—Interesante razonamiento —comentó Loreto—, una mujer se ofrece a usted, usted disfruta de ella durante años, después se enoja con ella justamente y... que se haya ofrecido a usted ahora prueba que le gusta ofrecerse a cualquier hombre... O aquí hay un problema lógico o mi entendimiento femenino es limitado.
Güemes suspiró. Se sentó en el escritorio y le indicó que se sentara. El rostro se le había transformado. Por un instante a Loreto le vino a la memoria la expresión que le había visto años atrás en San Andrés, cuando lo había encontrado escribiendo una carta. “Para Trinidad”, pensó, “evidentemente, para Trinidad”.
—Doña Loreto, basta, por favor, dejemos esto. Mire, no me enojo, no ironizo, depongo todas las armas. Le hablo con el corazón, le hablo como hablé pocas veces... nunca a usted..., como casi nunca le hablé a nadie. No me torture más y déjeme hacer mi trabajo..., déjeme... cumplir con mis resoluciones. Y no piense que no me duelen. Usted cree que sabe todo pero hay cosas que no sabe... Ella... Trinidad... le había escrito a Arias, ¿entiende? ¡A Arias! Y lo hizo ahora, hace muy poco. Era una carta ofreciéndose... a cambio de que la sacara de Salta.
Loreto frunció el ceño, interesada.
—¿Una carta? Y usted... ¿la vio?
—Me la mostró el propio Arias... Supongo que no pudo contener las ganas de hacerme sufrir, de mostrarme que, si quería, me cobraba lo de la Dolores... Eran sus planes: me mataban, él ocupaba mi lugar, tomaba mi mujer...
—¡Le mostró la carta en la noche en que llegó a Humahuaca! —dijo ella sin hacerle caso— ¡Por eso se fue usted de ahí tan pronto! ¡Se la mostró para eso! ¡Para que el plan no fracasara!
—¿Para eso? No entiendo.
—¿Qué pedía ella en la carta? ¿Qué Arias la sacara de Salta... o que la protegiera si ella se iba al norte?
—La protegiera, la sacara... ¿Cuál es la diferencia si se estaba ofreciendo a otro?
Loreto meneó la cabeza.
—Ay, general, un jugador de ajedrez como usted... La diferencia es que si escribió pidiendo que la sacara, ella sabía que él estaba en la conjura y contaba con que entraría a Salta después de que ella y Panana lo asesinaran a usted; pero si escribió pidiendo que él la protegiera si ella se iba, es porque no sabía de la complicidad de él, simplemente ella quería huir de acá rápido. Escapar, ¿entiende?, antes de tener que... Los conjurados deben de haberla asustado, forzado a colaborar. Ella es completamente vulnerable: no tiene padre, está condenada a muerte por el marido y nadie va a defenderla. Había muchos modos de amedrentarla para que hiciera lo que ellos querían.
Güemes se quedó callado. Después murmuró:
—Escribió eso, eso último... Que quería irse al norte, dejar Salta... Y yo no pensé...
Loreto aguardó en silencio.
—Entonces usted dice que... —siguió él— Dígalo, por favor, dígamelo usted, Loreto.
—Digo que una mujer le escribe desesperada a un hombre que casi no conoce, porque precisa salir de acá cuanto antes. Digo que...
La espía calló al ver que Güemes cerraba los ojos y apretaba el puño, que el puño le temblaba igual. Se levantó rápidamente.
—¿Lo esperamos abajo? —preguntó con suavidad.
—Por favor, se lo agradezco —dijo él con un susurro.
Un poco después el gobernador apareció frente al Cabildo, erguido e imponente dentro de su chaqueta blanca con alamares dorados. Enfiló directamente hacia el carruaje detenido, abrió la puerta. Allí estaba María Trinidad. La miró fijamente; por primera vez notó sus incipientes arrugas, que dibujaban un rictus amargo en la boca, las pupilas opacas, recorrió con los ojos el cuello largo que había besado tantas veces, volvió a sus ojos negros, dolientes, arrasados de lágrimas. Estuvieron en silencio, quietos bajo el cielo azul de esa mañana, atados por una mirada que nadie más que Rosaura podía ver, pese a la plaza llena de curiosos, al sargento y la partida que esperaban. En ese silencio se amaron y se perdonaron mutuamente, y aunque tenían tantas cosas verdaderas que decirse, que jamás se habían dicho, hicieron un pacto mudo por el que resignaban toda palabra y dispensaban al otro de escuchar. Martín hizo algo parecido a una sonrisa y Trinidad respondió, extendió las manos. Él las tomó, estaban tibias. Las apretó un instante, respiró profundamente y las soltó con brusquedad. Se dio vuelta.
—Las dejás a las tres en el Tucumán —ordenó al sargento.
Él mismo puso en marcha a los caballos, con un golpe y un grito.
Ya casi no quedaban curiosos en la plaza.
—Vamos, mi niña —le dijo Loreto a Benita, cuando el general desapareció en el Cabildo—. Vámonos a casa. No tenemos nada más que hacer acá.