No se veía casi gente decente en las calles de Jujuy ese 14 de septiembre, no iba a salir con esas gavillas de mulatos y gauchos salteños que se paseaban amenazantes, vivando al Tata Güemes y a eso que llamaban la patria, algo que todo el mundo invocaba para justificar sus desmanes. Sin embargo, María Trinidad del Portal, recientemente casada con el capitán Méndez Ibarlucía y casi enseguida sola, porque su marido había partido a continuar la guerra en las filas realistas del general Olañeta, caminaba por la calle esa mañana. Aunque también le daba un poco de miedo, disfrutaba la extraña prerrogativa de haber decidido por su cuenta salir. Iba magníficamente vestida, envuelta en su mejor mantilla, avanzando segura hacia la plaza.
La ciudad de Jujuy fingía ignorar a los invasores salteños, jugaba el difícil juego de mantener una vida normal y al mismo tiempo, en lo posible, un refugio preventivo dentro de las casas, como si el gesto altanero de no interrumpir una tertulia o, en el caso de la joven esposa, la asistencia a misa, bastara para hacer desaparecer a esa gentuza.
Era una mañana fresca, el agua de la acequia corría junto a Trinidad y en su canto ella percibía una promesa. ¿Era esa promesa o su deseo de ir a misa lo que la había hecho salir? Dejar de cumplir sus deberes cristianos sería dar el gusto al Demonio, que decían inspiraba una a una las acciones de Güemes, el tirano de Salta, alguien a quien tanto la Jujuy rebelde como la de ella, del rey Fernando, se negaban a obedecer. La joven sabía que podría haber llamado a su padre confesor para que la hiciera comulgar en el oratorio de su casa, y no obstante había salido, como si desde afuera algo la convocara. Si bien una vez terminada la ceremonia Trinidad iba a sumar su voz al pequeño coro indignado y aterrado de las otras señoras que hubieran asistido, si bien se disponía a comentar con ellas las amenazas y las ofensas de la chusma invasora contra las familias jujeñas, en algún lugar que no pensaba reconocer dejaba abierta la posibilidad de que el tirano en persona fuera menos terrible. Él, por lo menos; no sus adeptos.
Esos hombres ignorantes y feroces, ¿saquearían realmente comercios y maltratarían a las mujeres tal cual prometían, si el Cabildo jujeño no reconocía a Güemes como gobernador? María Trinidad lo dudaba: el coronel Güemes podía valerse de ésos para amedrentar, pero tenía sangre noble y a lo mejor no permitía desmanes. Por parte de su madre, ella lo sabía, estaba emparentado con lo mejor de la sociedad jujeña. No podía ser tan cruel como para trasponer ciertos límites. Ella no dejaba de pensar en la escena del día anterior, cuando se había descubierto revisando el rechazo absoluto que sentía por el temible coronel.
La sensación del acontecimiento próximo volvió a invadirla. En ese mismo instante los caballos se le vinieron encima. Horrorizada, reconoció a parte de la gavilla del tirano, que había observado desde su balcón. Aparecidos de la nada, cuatro jinetes le estaban cortando el paso en una esquina. Frente a ella tenía al hombre más horrible que jamás había visto, un mulato que parecía dirigir el grupo. Rápidamente dos gauchos saltaron la acequia para que no pudiera salir corriendo. Igual, correr no tenía sentido, nunca lo haría más rápido que ellos.
—Ésta es de las buenas, muchachos. Toda una dama —dijo el mulato y se bajó de un salto.
Ella miraba aterrada, sin poder moverse, al hombre que avanzaba. En esos ojos oscuros y crueles recibió el odio en estado puro. Nunca nadie la había mirado así, el asombro y el horror la enmudecían. Frases breves se superponían en su cerebro a velocidad inaudita. En su parálisis y en su silencio acumulaba desesperadamente alternativas: ninguna. Correr no se podía. Gritar no le salía. Abrió la boca pero otra vez sólo logró hacer salir un aire que apenas vibraba, gutural; las cuerdas vocales tampoco se movían. Estaba perdida, perdida. Era la mirada de ese hombre lo que la inmovilizaba y le quitaba la voz. La odiaba. ¿Por qué la odiaba así, si no la conocía? ¿Qué le había hecho ella? ¿Ese hombre era una bestia? ¿Ella era culpable de algo tremendo y nunca lo había sabido?
Sintió que le arrancaban la mantilla de un manotazo y la agarraban del pelo. Gritó. Ahora sí pudo gritar. Dolía. Las manos del mulato le taparon la boca y no supo cómo estuvo subida a la grupa, galopando a todo trapo, escuchando sin entender bien algo que le susurraba el monstruo sobre la cinta roja y amarilla con la que se adornaba el peinado, la cinta con los colores de nuestro amado rey Fernando que él le había arrancado furioso y con la que le iba a hacer no sabía qué cosas, entre muchas otras cosas que le iban a hacer y de las que, él le aseguraba, iba a lamentar salir con vida.
—¡Alto, Panana!
La voz era imponente y los caballos frenaron de golpe con un relincho. La gavilla toda había parado en súbito silencio. Desorbitada, María Trinidad registró que un jinete nuevo se colocaba adelante. Entonces fue como si se iluminara todo: era el hombre poderoso que la había mirado fijo el día anterior.
Lo había visto el día anterior, cuando llegó: recorría la ciudad con sus tropas, erguido en su caballo; estos mismos hombres le hacían un respetuoso cortejo que lo dejaba no obstante aislado, en el centro. María Trinidad asistía al provocador desfile asomada a su balcón y contemplaba la escena con rabia, intentando dibujar su más clara mirada de desprecio. Entonces el tirano levantó la vista. La misma mirada imperiosa que ahora se clavaba en el monstruo que la había agredido.
—La soltás ya —dijo secamente el gobernador Martín Miguel de Güemes, el tirano réprobo, el de sangre noble que impediría desmanes contra la gente como ella, erguido en su caballo. Clavaba con rabia sus ojos sobre el demonio negro.
—Tata Güemes, yo pensé que usted quería que... —dijo el mulato Panana, separando de inmediato su cuerpo del cuerpo de Trinidad y disponiéndose a bajar del caballo.
—La soltás ya —repitió Güemes.
Desde que había ocurrido, Trinidad no había podido recordarlo sin estremecerse: él levantó los ojos y la miró. Instante fugaz pero eterno. A partir de entonces, la mirada no hizo otra cosa que repetirse en su cabeza: Güemes le había clavado estos mismos ojos oscuros y decididos, audaces, intencionales, perfectamente seguros de lo que quieren y eligen. Mirada de varón. ¿Por qué ella no había podido sostener el altivo desprecio con que venía contemplando el desfile de ingreso a la ciudad?
¿Por qué no podía evitar considerar desde entonces que tal vez Güemes no fuera el demonio que todos pintaban? ¿O que sí lo era, pero que a ella la tentaba, precisamente por eso, conocerlo?
El gobernador desmontó y ayudó a Trinidad a hacer lo mismo. Ella aceptó, era buena jinete pero estaba temblando y sentía que ningún músculo le respondía.
—Se me van al cuartel y no se mueven de ahí hasta que yo llegue. Imbéciles.
La gavilla dio la vuelta y se fue al trote, silenciosa. María Trinidad entendió de pronto todo lo que había estado por pasar; se derrumbó sobre el barro seco de la calle, llorando descontroladamente. Había perdido su hermosa mantilla, tenía la cabeza descubierta, el vestido roto en el pecho y en un hombro, estaba lastimada y sucia. Sólo podía sentir vergüenza, una vergüenza tremenda y el deseo ferviente de que el gobernador de Salta desapareciera, se esfumara y la dejara irse a su casa sin que nadie la viera, el deseo de reponerse, cambiarse la ropa, limpiarse las marcas, volver a ser quien era, quien hasta hace unos minutos, antes de ver el odio en aquella cara oscura, creía que era.
¿Por qué se había quedado recóndita, inconfesablemente halagada, excitada, después de cruzar la mirada con Güemes desde el balcón? ¿Por qué había estado desde entonces a la espera de algo que no sabía en qué consistía y sin embargo (estaba deliciosamente segura) iba a tener que ocurrir? ¿Esta pesadilla era lo que tenía que ocurrir? ¿Y no era eso lo que había salido a buscar, Dios la perdonara, esta mañana? El castigo divino por mirar al monstruo Güemes había sido encontrarse con un monstruo todavía peor. Trinidad había desviado la vista un día atrás, mientras temblaba culpable, horrorizada, deslumbrada por los ojos negrísimos que, sin embargo, sus ojos no se habían permitido volver a buscar. Y hoy, cuando salió a la calle, mientras escuchaba los consejos temerosos de la vieja criada y tomaba conciencia, una vez más, de que decidir salir o no le era posible porque ya no vivía al cuidado de sus padres y porque estaba ausente su esposo, tuvo la sensación intensa, inexplicable, de que lo que había ocurrido ayer continuaría hoy, de que su destino estaba por manifestarse.
Entonces su memoria recuperó por primera vez el rostro negro que la miraba fijo y la acusaba, desencajado de odio, un segundo antes de tomarla por el pelo. Era el rostro que la seguiría durante las pesadillas de su vida, en el sueño o la vigilia. Había una pregunta ahí, lo supo todavía oscuramente, sin poder siquiera decírselo. Y se le redobló el llanto, recuperó el terror.
—Lo lamento mucho, señora. Lo lamento de verdad.
Güemes había hablado. Güemes seguía allí. No la tocaba, la miraba respetuosamente aunque ella estaba agachada en la tierra como india, sin guardar forma ninguna, sucia e indecente. Algo la cubrió: él le había tapado la cabeza y los hombros con su poncho.
—Venga, levántese, por favor —dijo inclinándose y tomándola delicadamente por los brazos.
El contacto sorpresivo volvió a aterrarla. Se movió con rechazo, temblando, Güemes se retiró.
—Levántese, por favor —repitió con voz persuasiva, sin tocarla. María Trinidad se incorporó mirando el suelo. Con frases amables el gobernador la convenció de que subiera a su caballo.
—Quiero llevarla personalmente a su casa.
Personalmente, él a su casa, llevándola en la grupa del caballo. Que nadie la viera, por Dios y la Virgen.
Embozada en el poncho, blanca de vergüenza y muerta de miedo a ser reconocida, la joven señora del capitán Méndez Ibarlucía llegó hasta su domicilio montada en la grupa del tirano execrable, enemigo de todos, repudiado por Jujuy, por el ejército rebelde del general Rondeau, enemigo del rey Fernando y de Dios.
Pero María Trinidad lo sabía: Güemes era un caballero. Entraron al patio trasero de su casa, él desmontó, la ayudó a hacerlo. Abochornado, pidió una vez más disculpas.
—Mañana paso, si no le molesta, a averiguar cómo está. Mañana. El día siguiente. Ya habrían visto la extraña escena, el tirano cabalgando con alguien que no obstante no podían reconocer. ¿Y mañana, qué se vería? ¿Qué diría su gente de una segunda visita de Güemes a su casa?
—Oh, no, no es necesario —musitó.
Lo miró por primera vez a los ojos. Eran ojos preocupados, ojos buenos. Los mismos que antes habían dominado a esa bestia que la odiaba, los mismos que sabían hacerse obedecer, los que había visto desde el balcón. Otra vez se estremeció, pero ahora supo que necesitaba saber, que no iba a perderse la oportunidad de saber.
—Pero si mañana quiere pasar... —se escuchó decir— lo recibiré con gusto.
¿Iba a poder volver a ser ella? ¿Ahora sólo tenía que lavarse, llorar un rato a solas, dormir, reponerse? En todo caso, lo que tuviera que ocurrir, ocurriría. Si no lo permitía, se iba a volver loca.
Los ojos de odio del mulato agresor volvieron a aparecer, un ramalazo en el cerebro. Algo como una pregunta insistía, allá en el fondo, en formularse.
Todo el día que siguió María Trinidad estuvo nerviosa, desde la mañana hizo preparar la casa. Quería que estuviera limpia, ordenada, perfecta; al fin de cuentas era un jefe poderoso el que había prometido pasar a visitarla. La Rosaura se puso a hornear bizcochos y Jesús, a lustrar la platería. La señora iba y venía dando indicaciones. Intentó continuar con el pañuelo en el que estaba bordando las iniciales de su marido, pero la ansiedad la desbordaba y tuvo que dejar.
Antes había venido a confesarla el padre Ambrosio. Trinidad sabía que tenía que contarle lo que había ocurrido y lo hizo sin ganas, intentando dar pocos detalles pero no mentir en lo fundamental. Consideró que la mirada inicial en el balcón podía ser omitida, por inocente. Se concentró en la horrible pesadilla de la mañana siguiente y explicó que la había salvado Güemes en persona, pero tampoco contó que ahora esperaba su visita. Don Ambrosio le reprochó su imprudencia, le hizo dar gracias a Dios porque la había protegido (Trinidad ya lo había hecho por su cuenta varias veces) y finalmente le dio una penitencia considerable destinada a limpiar su carne del manoseo que de todos modos había tenido que sufrir.
Cuando se fue, doña María Trinidad respiró aliviada. Las oraciones de penitencia estaban rezadas, había comulgado, estaba limpia otra vez. Ya era el momento de concentrarse en esperar a su salvador, que podía aparecer en cualquier momento del día.
Pero Güemes no apareció. Cuando el sol se puso, mientras ayudaba a la Rosaura a prender las velas, Trinidad se preguntó con angustia cómo era posible que ese hombre fuera tan desconsiderado, después de lo que ella había pasado, en definitiva por su culpa. ¿Se habría olvidado? ¿Podía alguien olvidarse de lo que había ocurrido? Esa noche volvió a ver los ojos inyectados en sangre del mulato que se le venía encima y se despertó gritando.
—¡Pero miren quién está aquí! Doña Loreto, en realidad, no sé por qué me sorprendo —dijo Martín Miguel de Güemes, poniéndose de pie, mientras Panana hacía entrar a una dama a la sala.
Fingiendo no percibir el tinte irónico en la voz del gobernador, Loreto avanzó mirando muebles, paredes y techo, rápida y concentrada. La casa que el Honorable Cabildo Jujeño había asignado, con tensa cortesía, al gobernador de la hermana ciudad de Salta para que pernoctara durante su visita, era espaciosa y austera.
—Buenas tardes, gobernador.
—Gobernador de toda la Intendencia de Salta, sí, pero pareciera que no de usted. Conseguir que me obedezca se está volviendo complicado precisamente desde que soy gobernador. ¿No quedamos en que prescindíamos de los servicios de las bomberas cuando no era ocasión de combate? Fue una discusión ardua, recuerdo, pero pensé que se había tomado una decisión. ¿Qué hace usted en Jujuy, doña Loreto? En su familia deben echarla de menos.
—Don Martín, agradezco su preocupación por mi hogar, sin embargo sugiero que la dejemos para una ocasión más adecuada. Recuerda usted mal los resultados de nuestra discusión. Quedamos en que prescindíamos de la red de espionaje de mis mujeres en la medida en que ella no fuera necesaria; el mismo procedimiento que se usa con las milicias gauchas, a las que usted convoca cuando precisa y luego envía de vuelta a sus hogares. Ahora bien: en este instante es necesaria la red, no las milicias. Y acá me tiene, activa y con noticias. Traigo información inquietante.
Güemes se preocupó, aunque evitó demostrarlo. Loreto era una espía tozuda y a veces irritante, pero siempre había sido extremadamente eficaz y, si tenía noticias, había que escucharlas. El gobernador hizo reaparecer la mirada irónicamente cortés que ensayaba casi exclusivamente con ella y con un tono despreocupado, la invitó:
—Veamos de qué se trata ahora. Panana, dejanos solos. Hacé que nos traigan unos mates y a ver si se mueven y consiguen buñuelos calentitos, que es hora de merienda. Siéntese, doña Loreto, por favor.
En lugar de hacerle caso, la señora avanzó hacia la habitación siguiente y quiso empujar la puerta.
—¡Eh!, ¿adónde cree que va? —dijo Güemes levantándose bruscamente y cerrándole la puerta en las narices.
—Necesito mirar el cuarto donde está su lecho.
—Pues no puede, doña Loreto. ¡No puede y no debe, vaya por Dios! No es propio de una señora hacer esos pedidos.
—Gobernador —dijo la señora, sosteniendo sus fríos ojos azules en los ojos de su jefe—, hay urgencias en las que es preferible olvidar las formas. Aquí en Jujuy planean asesinarlo. La casa que le dio el Cabildo está acondicionada para eso, aparentemente intentarán acuchillarlo mientras duerme, prepararon un acceso para que se pueda entrar en la habitación donde pernocta. Sería bueno que la examináramos nosotros y tuviéramos un plan de acción claro antes de dar el alerta a su custodia, si lo vamos a dar.
Por unos segundos hubo un silencio pesado. Después, Güemes murmuró entre dientes.
—Ajá, era eso... Traidores. Inmundos traidores hijos de puta. Toda la soledad del mundo se desplomó de pronto sobre él. Loreto calló comprensiva.
—Disculpe, doña Loreto, me sacan de quicio —dijo Güemes después de unos segundos, en voz muy baja.
—Descuide, coronel. Si yo pregunto por su habitación sin avergonzarme, bien puedo escuchar un insulto. Vamos a examinar.
—Espere acá.
Güemes entró a la pieza y cerró la puerta detrás, el instante alcanzó para que Loreto confirmara que una india joven dormía semidesnuda en el lecho. Meneó la cabeza y suspiró.
Pasó un largo rato. Sola en la sala, la mujer se dedicó a examinarla en detalle, cuidadosamente. En eso estaba cuando llegó Panana con el mate y los buñuelos con miel de caña, la miró con recelo y apoyó todo en el escritorio, buscando con los ojos al jefe.
—Te agradezco, Panana —dijo Loreto, ignorando su actitud—. ¿Le has ofrecido a la Benita?
—Claro, doña Loreto. ¿El gobernador...?
—Viene en un momento. Dile a Benita que me espere, tengo para un rato todavía. Deja acá el mate, gracias, puedes irte, yo cebo.
Panana salió de mala gana. Esa copetuda de ojos azules nunca le había gustado y menos le gustaba que se quedara sola en lo que funcionaba como el despacho de su jefe. Varios minutos después apareció Güemes en la sala.
—En el techo hay un boquete disimulado con tejas sueltas, exactamente sobre la cama —dijo secamente—. Piensan entrar por ahí, la pregunta es qué sabe de esto la custodia que me asignó el Cabildo.
—Todo. Sabe todo —sentenció Loreto, y agregó insidiosa—: Y tal vez sepa de esto también la muchacha con la que usted durmió la siesta.
Güemes arrugó el ceño, profundamente desagradado.
—Vea, señora, le agradezco sus servicios pero no le voy a permitir que se meta con mis hábitos.
Loreto meneó la cabeza y cambió la voz, necesitaba realmente que él la escuchara:
—Don Martín, le ruego que me disculpe y no me malinterprete. No participo de la hipocresía con la que los hombres hacen, las mujeres permiten e incluso hacen, y luego todos condenan en bloque, llenándose la boca, y además considero que sólo Dios tiene derecho a juzgar las costumbres íntimas del prójimo, si el prójimo no hace daño con ellas. Duerman usted y esa joven la siesta como deseen dormir, no es ése el motivo de mi censura. El asunto es que, si me permite, me nombró una vez su jefa de inteligencia...
Güemes suspiró. Otra vez ese maldito argumento que además era verdad. Uno de los mejores nombramientos que había hecho; uno de los peores también, por cierto, porque le era muy útil, pero había que aguantarla. Jefa de inteligencia. ¡Una mujer! Había sido durante la invasión realista del año anterior, cuando él lideraba la resistencia. Ella y sus mujeres, encerradas en Salta, se las arreglaban para hacer llegar constante información sobre el enemigo a las milicias patriotas que sitiaban la ciudad. La resistencia les debía muchos ataques victoriosos y cuando ella fue a proponerle un plan organizado de espionaje, él se lo dijo: “Todo ejército necesita quien le haga inteligencia. ¿Le parece muy irregular que una respetable señora de su casa sea la Jefa de Inteligencia de un ejército? ¿Acaso son regulares nuestros soldados, nuestras armas, nuestros métodos? Será nomás que a las lanzas melladas, los palos, las chuzas, les corresponde usted, señora, usted con su red de espías...”
Y como desde hacía unos meses, desde que él era gobernador, discutían a menudo, ella hacía valer esas frasecitas cada vez que Güemes intentaba explicarle que por ahora no había urgencias ni invasión como antes, y lo que debía hacer era irse a su casa a cuidar a sus hijos.
—Gobernador —siguió Loreto con un tono estudiadamente suave—, está usted en una ciudad enemiga, viene aquí con tropa y armas a imponer su mando por la disuasión que supone semejante exhibición de fuerza. Necesita que el Cabildo se someta a su autoridad y lo reconozca como gobernador de la Intendencia de Salta. Está en una posición complicada, el jefe del ejército regular enviado por Buenos Aires lo declaró enemigo público; como usted se encargó muy bien de explicarnos, de un momento a otro Rondeau, que es un jefe inepto, será derrotado; siempre es derrotado el Ejército patriota en el Perú. Los realistas bajarán, habrá que resistir y usted necesita contar con Jujuy para esa resistencia. Usted confiscó en el mes de abril gran cantidad de fusiles acá en Jujuy, llegó a Salta y fue inmediatamente aclamado como gobernador de toda la Intendencia, sin que hubiera consulta alguna sobre la opinión de los jujeños. Usted sabe que aquí lo odian tanto realistas como partidarios de la independencia, su muerte sería una solución para ellos y a eso apuestan. Usted sabe que hace cinco meses que el Cabildo de Jujuy da vueltas para no tener que reconocerlo como gobernador, sólo porque quiere ganar tiempo, porque espera que La Serna derrote de una vez a Rondeau e invada desde el norte, y de paso termine con usted, o espera que el que baje sea Rondeau, después de derrotar al ejército realista, y también termine con usted. Usted sabe que...
—¡Sorprendente análisis de la situación, doña Loreto! Loreto suspiró. Qué hombre más difícil.
—¡Sorprendente! ¡Usted cree que necesito de análisis políticos obvios que, ateniéndome a sus propias palabras, ya conozco con creces! Sí, yo sé, por supuesto. Y sé también adónde va con su sermón: estoy acá en Jujuy rodeado de enemigos, no debo confiar en nadie, y no obstante me expongo a dormir junto a una desconocida, en un lugar donde hasta las piedras pueden esconder un traidor.
Loreto mantuvo un silencio expresivo. Güemes siguió:
—Pues, en primer lugar, insisto: a usted no le importa en absoluto a qué me expongo yo, es problema mío.
—Coronel, usted es nuestro jefe y yo lo quiero vivo. Tenemos mucho que hacer.
—Lo dijo muy bien: yo soy su jefe. Me encantaría recibir alguna evidencia de que por fin lo comprende. Digamos, alguna prueba sencilla, elemental. A saber: que no me interrumpa cuando hablo.
Güemes dejó pasar unos cuantos segundos en silencio para asegurarse de que había logrado cerrarle la boca. Continuó.
—Retomo. Decía: en primer lugar, no es asunto suyo; en segundo lugar: es cierto que estoy rodeado de traidores, pero no de indios, mulatos y gauchos traidores sino de traidores decentes como usted y como yo, vecinos honorables. El vulgo de Jujuy me ama y festejó mi llegada, son los otros los que me quieren muerto. No me quiere muerto la india que está en mi cama y usted se ocupó de descubrir con sus ojos fisgones...
“Con estos ojos fisgones y con los de mis mujeres echamos a los realistas y ahora le estoy salvando la vida”, estuvo por decir Loreto furiosa, pero se calló. “Cállate, Loreto, sé inteligente y cállate”, susurró en su interior la voz de su marido. Era típico esto de hablar con Pedro a la distancia cuando discutía con Güemes.
—Doña Loreto, ¡si hubiera visto la recepción que me dio la plebe! Yo no soy invasor para ellos, yo vengo a protegerlos. Ése es otro motivo por el que me teme el Cabildo. Y sepa que, noble o vulgar, yo sé evaluar al prójimo, sé conocerlo, por eso ocupo el lugar que ocupo. Éste es el tercer punto, y espero que le baste con él, dado que no pienso volver a discutir con usted este enojoso tema. Por supuesto que siempre se puede comprar a una mulata, una china o una india para que colabore en mi asesinato, pero confío en mi instinto. Sé mirar a los ojos, señora, sé con quién sí y con quién no. Y cuando elijo compañera, doña Loreto, tenga por seguro que me tomo tiempo para mirarla.
La mañana anterior, nomás, recordó Güemes para sus adentros, había examinado un bello par de ojos castaños y suaves. Eran de dama jujeña altiva y respetable, aunque de mirada húmeda, lasciva pese a sí misma. Una dama jujeña que además acababa de experimentar mucho terror y de sufrir ofensas de las que él era responsable. Y, sin embargo, Güemes había sabido que ella le tenía simpatía, que con ella iba a contar. “Ojos húmedos, tal vez incondicionales”, se escuchó pensar. Definitivamente, no iba a irse de Jujuy sin visitar a esa señora.
En algún momento Loreto y Güemes dejaron de pelear y se pusieron a resolver las cosas importantes. Resolvieron, por ejemplo, no dar a conocer el atentado que se preparaba. El gobernador se encargó de hacerse invitar esa noche a casa de la familia de don Manuel José de la Corte, pariente de su madre, doña Magdalena, tal vez el único hogar respetable donde era bien recibido. Informado confidencialmente de los hechos, don Manuel le ofreció quedarse a dormir en su casa. Sólo entonces Martín llamó a Panana y a Maravilla, integrantes de su custodia personal, a la que la gente decente llamaba despectivamente “la gavilla”, y les comunicó el plan.
Esa noche, dos hombres entraron sigilosamente por los fondos a la casa donde creían que dormía el gobernador de Salta; se descolgaron del techo sobre la cama y la emprendieron a cuchillazos contra un muñeco de trapo y estopa arrebujado entre las mantas. De inmediato cuatro hombres de Güemes los apresaron, les dieron una tremenda paliza y los llevaron al cuartel de las tropas salteñas. Güemes ordenó que no los mataran si aceptaban ingresar a las milicias.
—¡Mire usted, doña Loreto, qué buen balance! —comentó el jefe muy contento el 18 de septiembre, a punto de retirarse con su tropa de Jujuy—. ¡No pudieron matarme, me entregaron dos milicianos más y unas tres docenas que se agregaron a la tropa por su propia voluntad!
¡Y tuvieron que reconocerme como gobernador!
“Y encima disfruté de una mujer fuera de serie”, agregó para sus adentros. Volvió a ver los ojos húmedos abiertos, el éxtasis de María Trinidad, sintió cómo ella le clavaba los dedos en la espalda.
Apareció por su casa el 16 de septiembre, poco antes de la hora del almuerzo. Desde luego que no pensaba irse de Jujuy sin visitarla. Pero la situación política era difícil y no había tenido espacio mental para ocuparse de ella hasta ese día, cuando el Cabildo Abierto acordó por fin comisionar al Cabildo Ordinario para que hiciera un arreglo que nombrara a Güemes gobernador.
Era otra vuelta burocrática y él lo sabía, pero también sabía que era ya una vuelta lastimosa, una demora inútil que significaba el fin de la resistencia jujeña. Los ciudadanos habían hecho sentar en actas que Güemes iba a ser reconocido como gobernador de toda la Intendencia. Mientras su diputado, el doctor Boedo, discutía y negociaba, sus gauchos se habían encargado de dar el conveniente apoyo con rondas amenazantes por las calles de la ciudad, amagues de saqueo a algún comercio menor, anuncios altisonantes de lo que harían si fracasaba la vía pacífica y la autoridad del Tata Güemes no era reconocida, ofensas por ahora exclusivamente verbales a las señoritas y señoras decentes, con la enojosa excepción de la señora que ahora Güemes acudía a visitar. La pobre había sido víctima de un exceso al que él había puesto coto de inmediato y que después de todo no lamentaba: gracias a ello, en estos días donde sólo encontraba hostilidad en los hogares de su clase, se había topado con una hermosa mujer que lo miraba como si estuviera ansiosa de conocerlo y aceptarlo.
Y ahora, finalmente, el Cabildo Abierto había empezado a ceder. Todavía no había concretado el reconocimiento pero lo iba a hacer, estaba en la naturaleza de las cosas; ya había tenido que ponerlo por escrito, era cuestión de que sus muchachos siguieran aterrando en la justa medida, y de esperar. Esa tarde la tenía libre.
De modo que don Martín estaba satisfecho y sonrió con buen talante a la hermosa mujer que había salvado de Panana y que lo recibió con inocultable ansiedad. La que antes se había presentado como esposa de un capitán realista era todavía demasiado joven y no parecía habituarse a la circunspección exigida a las esposas. Más bien resplandecía, lujosa y bella, aunque Güemes también extrañó a la mujer que temblaba, sucia de tierra y con el vestido roto, mirando el suelo. Estaba hermosa allá, el largo pelo despeinado, presa de la vergüenza. Le inspiraba una ternura suave, deseos de protegerla.
La dama lo hizo pasar al salón y le ofreció el almuerzo. Sentados en el comedor, mientras una criada joven y bonita los servía, él le preguntó cómo estaba, honestamente interesado, y ensayó la disculpa que tenía pensada. Nada sino consideración y buena voluntad sentía él hacia el pueblo jujeño, nada deseaba más que respetarlo y respetar a sus hermosas damas. Había venido a conferenciar en son de paz, a arreglar los problemas como se arreglan entre hermanos civilizados. Pero sus hombres se excedían a veces, aunque él los vigilaba de cerca y de ningún modo iba a permitirles llegar a desmanes, era gente valiente pero también ruda, difícil de controlar. Difícil, no imposible. Él podía.
María Trinidad bebía sus palabras, que no hacían sino confirmar la intuición que había tenido tres días atrás, cuando se sintió mirada así, con tanta franqueza, desde el balcón: el coronel Güemes podía ser un dictador pero era además un caballero, un hombre de bien que hacía honor a su apellido, a su familia jujeña por parte de madre. Era cierto que había prometido visitarla el día anterior y no había cumplido, que ella venía de pasar un momento muy horrendo y se había preparado con entusiasmo para recibirlo. Era cierto que lo había esperado en vano y que hoy estaba rabiosa contra él porque creía que ya no vendría cuando le anunciaron que estaba en la puerta. Pero Trinidad era una mujer apenas, y él un dirigente, un guerrero, un hombre lleno de obligaciones, enemigos, problemas graves, que había salvado a una mujer (gracias a Dios) durante esta estadía tan tensa en la ciudad. “Se tomó tiempo por mí aquella vez, se le puede disculpar que ayer no haya venido”, pensaba.
“Me mira como si me acariciara”, pensaba en cambio Güemes.
Ése era, definitivamente, un día estupendo. Trinidad le estaba agradeciendo sus palabras, la deferencia de haber ido a visitarla. Habían comido muy bien y ahora estaban en la sala. Ella le ofrecía dulces, lo trataba con encantadora hospitalidad. “Además de mis parientes, es la única persona que me trata bien aquí, me abre las puertas, no me mira como si fuera un monstruo.”
—Soy una mujer sola en la ciudad, coronel, y estamos en guerra —explicaba María Trinidad, y Güemes disfrutaba de su voz modulada, confidencial, del fresco agradable de la sala—. No sabe lo que significa para mí que usted se preocupe por mi seguridad.
Él le preguntó por su marido en el frente, ella le contó que se había casado hacía varios meses, pero a los dos días de casada su esposo había tenido que partir. Lo contaba con pena sincera, sin afectación alguna.
—La verdad es que lo echo de menos... Pero es la guerra, coronel, usted lo sabe mejor que yo, aunque esté en un bando diferente. La guerra deja los hogares desprotegidos, a las mujeres y a sus niños desamparados. Por suerte Dios no quiso que el capitán Ibarlucía y yo tengamos hijos todavía. Hay demasiado peligro aquí...
De pronto, una sombra le atravesó el rostro. Una sombra densa, tan oscura como la cara del mulato de ojos inyectados en sangre.
—¿Por qué me odian? —preguntó de pronto a Güemes, y se quedó mirándolo. La pregunta que no terminaba de formularse por fin había nacido.
Él no entendió.
—¿Quién la odia, María Trinidad?
—Ese hombre mulato, esos hombres que me...
Se estremeció, bajó la cabeza. Güemes volvió a mirarla como si nunca antes la hubiera conocido. “Es inteligente”, pensó admirado, con fastidio, “¡maldito sea!”
Suspiró, se inclinó hacia ella. Ella le sostuvo la mirada sin darse cuenta del clima íntimo, absolutamente inconveniente que se había creado. Güemes empezó a explicar.
—Doña Trinidad, son hombres despreciados, son hijos de esclavos arrancados de una tierra donde eran libres, son indios vencidos y miserables, son bastardos sin padre que testifique su sangre, son nadie. Nosotros los usamos para que trabajen y para que nos sirvan, para que sirvan en los hogares de señoras como usted o para que luchen y mueran por nuestras causas, la suya, la del rey, o la mía, la de los criollos de esta tierra. Las causas de los hogares de señoras como usted, de los dos bandos. Ellos no tienen apellido ni origen, no tienen honra, dependen de nosotros, no existen. Existen solamente si les damos un lugar y...
—Y quieren un lugar, pero también quieren vernos muertos —susurró Trinidad, mirándolo.
Güemes no respondió. Ella se quedó con la mirada perdida, en silencio. De pronto sintió terror:
—Usted... coronel... ¡Usted les da un lugar...!
—Por eso me aman —asintió Güemes—. Yo los conozco. Los entiendo. Doña Trinidad, yo como con ellos, duermo con ellos bajo las estrellas, trato de mirar lo que ellos miran, de pensar lo que ellos piensan y...
—Y también entiende que querrán verlo muerto...
Güemes pensó un rato. Vio la dulce sonrisa agradecida de la muchacha india con la que había dormido la siesta en esos días. Lo estaría esperando. Sonrió con cierta ternura, sacudió tristemente la cabeza.
—Tal vez —reconoció—, tal vez alguno también pueda en algún momento querer verme muerto, si escarbamos bien al fondo, si... Pero sabe, doña Trinidad, no vamos a escarbar bien al fondo, yo sé lo que debo hacer para evitarlo.
Trinidad miró fascinada, horrorizada, a ese hombre que hablaba como un mago capaz de invocar y dominar las potencias más oscuras del infierno. La admiración y el miedo se le confundían, ¿qué mundo quería este hombre Güemes hacer aparecer sobre el mundo que existía? Lo miró otra vez, le pareció que en esos ojos intensos había una chispa feroz. Ganó el miedo: ¿iba a hacer triunfar un mundo de mulatos con pupilas enrojecidas por la ira, de indios y gauchos con sed de venganza que pretenderían cobrarse en la tierra lo que Dios sólo les prometía para el cielo? ¿Monstruos victoriosos que elegirían a mujeres como ella para descargar la furia, para hacerles sufrir en el cuerpo el oprobio y el dolor que ellos, sus padres, sus abuelos, sus tatarabuelos habían sufrido?
Se lo preguntó como pudo, con la voz quebrada. Güemes no respondió a eso:
—Yo le prometo, doña Trinidad —le dijo solamente—, que sea como fuere el mundo que, como dice usted, yo voy a hacer aparecer sobre su mundo, usted tendrá allí un lugar seguro... Y si además así lo acepta, tendrá un lugar entre mis brazos.
No hubo remilgos ni afectación. La atrajo a su pecho y ella se dejó llevar con simpleza, como si fuera natural. Hacía muchos meses que Trinidad había estado con su esposo, y aunque había disfrutado de verdad de esa experiencia nueva y la había extrañado sola en su cuarto por la noche, o escuchando las chicharras a la hora de la siesta, ahora descubría algo infinitamente diferente. Entregó confiada su boca a la boca del mago, del tirano caballero, del malvado de corazón noble que sólo ella en Jujuy reconocía, mientras le ofrecía su cuello, mientras le sentía las manos ásperas apretándole las sienes, el concierto de respiraciones agitadas, el calor que crecía.
Largo y gozoso tiempo pasaron esa tarde la señora jujeña María Trinidad y el gobernador, también de Jujuy (porque lo era de la entera Intendencia de Salta), Martín Miguel de Güemes. Por la ventana entraban a la sala el galopar de los caballos de los gauchos y algunas vivas al Tata Güemes que cortaban la siesta como una amenaza. Embriagada de sensaciones, María Trinidad apenas llegó a escuchar uno de esos gritos mientras él, como si de pronto se hubiera hecho dueño de la casa, la llevaba en brazos a la habitación donde ella dormía y cerraba la puerta. En la cama sus cuerpos se enredaron, se desenredaron y se volvieron a enredar, entusiasmados por el descubrimiento. En los intervalos no hablaron de política, Güemes no tenía el menor interés en hacerlo y Trinidad, que sí hubiera querido preguntarle muchas cosas, escuchar cómo respondía argumentos de su padre, de su esposo, argumentos que tantas veces había escuchado en tertulias y saraos y que siempre la habían convencido, no se atrevió a hacerlo porque temía decir estupideces y ganarse su desprecio.
Tampoco hablaron de volver a encontrarse. Cuando empezó a caer la tarde y él empezó a vestirse, ella sintió que la dicha se le volvía un nudo de angustia en la garganta. “No va a querer verme más, tuvo lo que buscaba”, pensó mientras volvía súbitamente a desearlo. El deseo dolió, era ansiar algo que ya no ocurriría. Supo que la esperaban más meses de extrañura y espera como los que había pasado cuando se había ido su marido “pero mucho peor, mucho peor, espera sin esperanzas”, pensó, y entendió que el cuerpo de su marido, su estampa, su rostro casi desconocido que había visto dos veces antes del matrimonio y durante dos días, antes de que partiera, estaban ahora enterrados en el fondo de su mente, corridos por un viento feroz, lanzados como un papel arrugado hacia el rincón. Entendió eso y tuvo miedo. “¿En qué me metí?”, pensó aterrada. Quiso echarse a llorar, pero en ese momento Güemes se inclinó sobre ella, ya vestido, y la besó en la boca. Se estaba despidiendo.
María Trinidad contestó el beso apasionadamente. Le hacía bien, Dios, qué bien le hacía. El gobernador pensó que era una pena que no pudiera volver a meterse ya mismo en esa cama. “Esta mujer es increíble”, se dijo mientras le preguntaba, con un “usted” juguetón:
—¿Va a permanecer siempre en Jujuy, doña Trinidad?
A la joven se le iluminó la cara.
—¿Cómo saberlo?... ¿Por qué? —ensayó prudentemente, temerosa de entender mal adónde iba su amante.
Pero no entendía mal.
—Si quieres venir a Salta, Trinidad, yo me puedo ocupar de darte una casa digna de tu posición... Y podríamos encontrarnos asiduamente... No puedo prometerte más, lamentablemente. Desde julio soy un hombre casado... El gobernador necesitaba una esposa, ¿entiendes?...
Entendía, lo sabía y no había pensado mucho en el asunto. Después de todo, ella tampoco era libre.
—Yo también estoy casada, Martín.
—Así es, las cosas se dieron así... Pero tu esposo está ausente y yo te ofrezco mi ciudad. ¿No quieres ser mi invitada de honor?
A Salta... Qué disparate. Invitada de honor de ese hombre y expulsada del honor por todos los demás. Abandonar el solar del esposo, que después de todo probablemente no aparecería en meses, instalarse por un tiempo en otra patria... Así, de pronto, ¿qué dirían las familias jujeñas? ¿Se enterarían? ¿Quién no se enteraría? ¿Llegaría su adulterio a oídos de Francisco? ¿Pero acaso así nomás, ahora, sin necesidad de que se instalara en Salta, no estarían ya todos dispuestos a murmurar contra ella? ¿Quién no habría visto al gobernador entrando en su casa?
¿Quién no habría visto su custodia estacionada en la puerta durante horas? ¿Quién no iba a verlo salir ahora, tanto tiempo después? ¿Quién no iba a escuchar a sus esclavas murmurando que esa tarde la señora las había confinado en los patios del fondo, inmediatamente después del almuerzo? Si irse era una imprudencia, no quedaba imprudencia por cometer. Irse a Salta a estar con él, a beber de él y no vivir en la sed absurda en la que venía viviendo sin saberlo bien... Irse a Salta y que ocurriera lo que tuviera que ocurrir... ¿Tendría valor? Echar su nombre por el balcón, estar en la boca de todos... Cambiar de vida. Cambiar de vida... No, qué disparate. Su padre sentiría un dolor infinito.
—Martín... me pides demasiado.
Güemes asintió con la cabeza, comprensivo.
—Piénsalo —le dijo y se retiró bruscamente. La custodia lo esperaba afuera, otra vez pernoctaría en casa de su tío y era grosero y además imprudente llegar allá cuando hubiera oscurecido.
Apenas había terminado la boda de María Trinidad, apenas habían transcurrido dos días de su vida de casada, y don Francisco Manuel Méndez Ibarlucía ya había tenido que retirarse, dejándola, lo hemos dicho, agradablemente sorprendida. María Trinidad había aceptado ser la esposa del capitán por indicación de su padre, don Ramón del Portal, alto oficial de confianza del general Olañeta. Ella quería sinceramente obedecer, satisfacer a su papá, sobre todo ahora que estaba tan ceñudo y triste desde que su madre había muerto. Y en este caso no había sido un gran esfuerzo darle el gusto. Cuando vio a su novio le pareció un hombre atractivo, además comprobó con agrado que él se comportaba con la caballerosidad que podía esperarse de alguien de su estirpe. No era ni viejo ni horrible, como otros maridos que habían debido aguantar sus amigas; era afable, obsequioso, tenía piel blanca y sentido del humor. De modo que cuando la tomó en sus brazos durante la noche que siguió a la ceremonia, Trinidad se dejó ir y conoció pronto la alegría y el placer, y cuando dos días después él partió a reunirse con su regimiento, lamentó que se fuera, tuvo mucho miedo de quedarse sola en ese territorio gobernado por rebeldes y supo que lo extrañaría.
Era su marido y era su deber amarlo, así que al encontrarse llorando contra las almohadas de su cama pensó que por primera vez en muchos meses no lloraba por su madre muerta, que eso que sentía era el amor a un hombre y que ella era una buena esposa enamorada. Su padre tendría aún más motivos para estar satisfecho.
Habían pasado varios meses. Hasta el delicioso instante en que Güemes le ofreció un lugar entre sus brazos, la joven Trinidad había extrañado a don Francisco, aunque ya debía hacer un esfuerzo para reconstruir sus facciones, que después de todo había visto pocas veces. La aparición de Güemes fue una invasión que arrasó con todo. Y si antes de Martín, Trinidad había hecho un balance relativamente positivo de la forzada soledad de esposa de un guerrero, todo cambió cuando dos días después Güemes se fue de Jujuy.
Porque antes, a cambio de soportar la ausencia de su esposo ella disfrutaba de una nueva vida social, con derechos adquiridos, pequeñas libertades y reconocimientos que sólo tenían las mujeres casadas y que a Trinidad le parecían verdaderas cifras de una adultez feliz y plena. Muchas veces había envidiado a su mamá y a otras señoras cuando era una jovencita casadera, agobiada por cuidar las formas, presionada por el terror de no lograr casarse. Ahora era ella la que reinaba en su casa, era la que tenía poder de decisión sobre la servidumbre, la que mandaba allí. Ahora podía, como esa madre que ya no estaba en este mundo, fumar cigarros de hoja mientras reía ruidosamente con otras mujeres en un rincón de los salones, disfrutar de la mirada respetuosa y contenida de los hombres, pasear por las calles de la ciudad sin compañía que la vigilara, decidir a qué hora iba a misa, salir si lo creía necesario.
dor el 18 de septiembre, y ese mismo día —para alivio del Jujuy decente— el jefe victorioso salió de la ciudad. Y ese mismo día Trinidad entendió que ya no disfrutaría como antes de su libertad de esposa respetable con marido en la guerra, ahora era una adúltera traidora (sobre todo traidora) a su ciudad, su causa, su marido y su rey.
Martín apenas tuvo tiempo de pasar unos minutos a despedirse; fue una visita breve y apasionada al pie del estribo. La muchacha lo había esperado todo el día anterior, pero el 17 de septiembre fue un día álgido y el gobernador no pensó siquiera en visitarla. En el Cabildo Abierto del 16 se había sentado en actas que el Cabildo Ordinario debía reconocer a Güemes gobernador y, sin embargo, nada ocurría, la situación seguía igual. Los gauchos comenzaron sus prometidos desmanes; Güemes se ocupó de negociaciones y reuniones urgentes con su diputado, con doña Loreto, o se quedó quieto, ansioso, furioso, caminando como león enjaulado por la sala de la casa jujeña acondicionada para asesinarlo, esperando noticias y resultados.
Sólo al día siguiente, por la mañana, fue Güemes oficialmente aceptado como gobernador de la Intendencia. Consciente de que en ese mismo momento debía retirarse con sus muchachos, como a él le gustaba llamarlos, Martín dio orden de organizar la partida, apareció por la casa de la deliciosa mujer que había conocido y le dijo adiós, reiterando su invitación: si ella iba a Salta nada iba a faltarle, él se lo aseguraba.
María Trinidad lo vio partir desde el balcón, con lágrimas en los ojos. Sin el menor disimulo Güemes levantó su brazo y le sonrió cuando pasó bajo su casa, erguido en su caballo. Desde ese instante la sociedad jujeña ya no reconoció a la señora como una de los suyos, la soledad empezó a ser durísima.
Efectivamente, las lenguas se habían movido durante esos días. Nadie le decía claramente nada pero ya no la invitaban asiduamente a lo de sus amigas; nadie le cerraba la puerta en la cara pero un dejo de frialdad podía detectarse en cada sonrisa. Lo suyo no era sólo un desliz oprobioso en una esposa casada, de ésos había muchos y aunque se criticaban con abundancia a espaldas de la pecadora, si no se rompían ciertas normas de discreción podían ser relativamente tolerados.
Pero no, lo suyo era de otra magnitud. Doble traición: al bando realista, el suyo, porque el gobernador no era sólo un tirano execrable sino además un enemigo jurado de nuestro Rey y de nuestra madre España, pero también traición a los independentistas jujeños, que obligados a reconocer al tirano sólo podían ahora depositar en el general Rondeau la esperanza de que fueran derrotados tanto él como su chusma embravecida.
Los días que siguieron fueron, por lo tanto, negros y solitarios. La señora soportó el aislamiento con entereza: si bien era cierto que no había evaluado hasta dónde arriesgaba su honor cuando se había atrevido a hacer lo que hizo, también lo era que por nada del mundo hubiera renunciado a la aventura maravillosa que acababa de vivir. Miraba con lástima a las señoras tan pagadas de sí, tan seguras en su desprecio y su censura y tan pobres, seguramente, en experiencia y sensaciones. Ella también las despreciaba.
Estaba, eso sí, el problema del Infierno. Era probable que una acción como la que había hecho la enviara derechito a ese lugar. Pero no se iba a morir rápido, tenía tiempo de arrepentirse sinceramente y hasta de purgar sus pecados cuando llegara la hora. En todo caso y por las dudas, Trinidad había cumplido con todas las penitencias que le había dado su padre confesor, quien más que dejarla hablar la había interrogado con severidad, insidioso e implacable, y hasta había afirmado, luego de llenarla de Ave Marías y Padre Nuestros, que era imprescindible que se purificara con la disciplina.
María Trinidad nunca había tenido la menor intención de utilizar la disciplina pero prometió hacerlo. Sola en su cuarto, se golpeó suavemente por arriba del hombro. Luego, temerosa de Dios, que la veía y meneaba, disgustado, la cabeza, se dio dos golpes fuertes que realmente dolieron. Y después uno más. Listo. Lloró un rato, queriendo convencerse de que lloraba por el dolor, por su pecado y por su madre ausente, pero sabiendo oscuramente que lloraba porque Martín no estaba ahí para besar su espalda ardida. Y después guardó la disciplina con los ojos rojos y la satisfacción del deber cumplido. Que Dios la había visto sufrir era seguro, ya podía comulgar en paz.
Pensó mucho en la propuesta de Güemes: instalarse un tiempo en Salta... ¿qué nuevo mal le traería? En Jujuy ya no la tratarían como antes, hiciera lo que hiciera. Su marido recibiría rumores de lo que había ocurrido pero era probable que no la repudiara: apreciaba sobremanera a su padre, era su subordinado, tenía incluso planes comerciales con él para cuando la guerra terminara. Ella era la luz de los ojos de su papá, él la protegería. Siempre la había protegido, incluso cuando se había equivocado, siempre la había ayudado a encubrir sus travesuras, siempre había amado por sobre todas las cosas a ella y a su madre. Él sabría perdonar.
Era el amor por su padre, en realidad, lo único que no la dejaba decidirse a completar el escándalo y mudarse a la ciudad de Güemes, al menos por un tiempo. Pero entonces, una mañana después de misa, alguien dijo una frase. Y eso bastó para que Jujuy terminara de expulsarla.
Fue por la calle, caminando frente a la plaza. Salía de la catedral embozada en su mantilla. Iba con dos señoras, antes amigas suyas, que aunque la habían saludado y la dejaban marchar junto a ellas, hablaban sin mirarla, ignorándola. María Trinidad vio pasar a una negra ya no joven, vestida con pobreza pero prolijidad, que llevaba de la brida a una mula cargada de frutas, seguramente para vender. La negra se cruzó con las damas y dedicó a María Trinidad una mirada intensa que a ella le pareció triste. Conocía a esa mujer desde niña, la había visto a veces por la ciudad y algunas veces, cabalgando por su finca, la había visto lavando en el río, rodeada de niños de piel oscura, descalzos y ruidosos. No era esclava de ninguna casa. Los ojos de la negra siempre la habían observado cuidadosamente, sin animosidad, con curiosidad o incluso con simpatía. Alguna vez Trinidad preguntó quién era, probablemente de niña, y le contestaron simplemente que era una mujer que vivía en el campo y arrendaba un terrenito en una finca vecina.
—¡Pero qué coincidencia! ¡Mira quién acaba de pasar! En realidad, tú la ves y entiendes enseguida... Hay gustos para todo, realmente... —dijo una de sus amigas a la otra, con un tono divertido y maligno que permitió a Trinidad sospechar de inmediato dos cosas: Felicitas decía una maldad, y era una maldad contra ella.
—¿La conocéis? —no pudo evitar preguntar, aun sabiendo que su participación en el diálogo no era bienvenida.
Para su sorpresa, Felicitas la miró de frente y le dijo, con los ojos chispeantes:
—Hija, ¡sólo tú no conoces a la negra Portalilla!
—¿La negra Portalilla? —tartamudeó María Trinidad del Portal, sin entender.
Doña Felicitas sonrió alevosamente y guardó silencio, mirando con complicidad a su amiga, doña Martina, que estaba un poco harta. Severa, seca, cansada de las verdades a medias, de Felicitas, de Trinidad, la otra aclaró las cosas brutalmente:
—La negra Portalilla, Trinidad. Llamada así a causa de tu padre, don Ramón del Portal. Es el apodo que le pusieron acá los que se van a ir al Infierno por desperdigar chismes o tomar los pecados ajenos a la ligera, mi querida. La negra Portalilla es la mujer que tu padre visita desde antes de que tú nacieras, cada vez que va a su campo. Con ella tuvo cuatro hijos en pecado, mulatos sin apellido. Ya lo ves, los gustos bajos y los instintos pecadores se transmiten por la sangre.
Terminaba el mes de septiembre cuando María Trinidad, sin dar una sola explicación a sus vecinos, sin molestarse en inventar nada, carruaje y se fue de la ciudad.
—Rumbo al sur. Vamos a Salta —ordenó secamente a Jesús, el cochero.
Se acomodó en el coche junto a la Rosaura, dio la orden de partir y cerró las cortinas.
Recostada en el asiento, muda y pensativa, María Trinidad no pronunció una palabra durante el trayecto. Rosaura observó el silencio de su ama, hacía días que estaba así. No le disgustaba irse, estaba segura de que en Salta estarían muchísimo más seguras. Allí el Tata Güemes, que tenía armas y milicia y no era un demonio, dijeran lo que dijeran los copetudos, protegía a la ciudad. Por lo que había visto, además, se encargaría especialmente de proteger a su ama. Al final había sido una suerte servir en esa casa.
A poco de haber salido, un destacamento de gauchos detuvo el carruaje y abrió con insolencia las puertas. La Rosaura se sobresaltó, Trinidad en cambio los miró con helada dignidad. Sin darles tiempo a hablar, pronunció con voz muy clara:
—Voy a Salta por invitación expresa del coronel Martín Miguel de Güemes, que me espera.
“Qué maneras”, pensó Rosaura admirada. ¿Cuándo había adquirido su ama esa gravedad, ese modo de hablar tan serio? “Hasta se le nota que sufre, pero eso da respeto”. En efecto, los hombres cambiaron de actitud: ¡una señora que viene a ver al Tata Güemes! La llevaron en presencia del jefe, el comandante Arias. Era un hombre muy joven, alto y corpulento, de rasgos aindiados. A diferencia de sus gauchos, clavó sus ojos insolentes en las dos mujeres, las recorrió de arriba abajo y les hizo preguntas por separado para ver si era cierto lo que la dama decía. Luego dio las instrucciones correspondientes.
Varias horas después el coche entraba en la ciudad y se encaminaba directamente al Cabildo, custodiado por una partida de gauchos. Una hermosa negra que iba en dirección a la plaza lo observó muy atentamente y caminó presurosa detrás de él.
—Señora —anunció Benita a Loreto un rato después, entrando agitada en la casa—. El gobernador tiene visita. ¿Se acuerda de la damita jujeña casada con el capitán de Olañeta? Acaba de llegar al Cabildo en un carruaje. Viene a instalarse en la ciudad.
Loreto levantó los ojos del libro.
—¿A instalarse? ¿Estás segura?
—Cuatro baúles, una esclava, un cochero, una mula cargada.
¿Eso no es una mudanza?
—¿Y se arriesgó a hacer el camino sin custodia, con semejante equipaje?
por ahí y la custodiaron hasta Salta. Debe de haberles dicho muy bien quién era y a qué venía.
Loreto levantó las cejas con admiración.
—Y bueno —dijo—, nuevamente tendremos “Venus del Alto” en el solar de atrás de la Merced.
—Hace dos meses se fue una, ahora llega otra... El gobernador no pierde el tiempo... Señora, me parece que... la señora está casada con un oficial de Olañeta y...
—Sí, Benita, ya lo sé. Esto va a traer problemas.