Esa tarde del comienzo de octubre de 1815 el joven comandante Manuel Eduardo Arias observó atentamente a la mujer que tenía enfrente, una joven de firmes ojos negros y rasgos refinados. Aunque cubiertas por el polvo del camino, sus ropas eran finas, ropas de señora. “Definitivamente hermosa, probablemente una dama”, pensó asombrado, “¿qué hace sola por acá?”
Se la acababa de traer el Gato, a quien él había dejado apostado con un grupo de gauchos vigilando el camino, media legua al sur de la ciudad de Jujuy. Estaba acompañada por una mestiza, evidentemente su criada. “Dicen que van a Salta, invitadas por Güemes”, le había susurrado el Gato rápidamente.
“Ahora correspondería que actuara como un caballero”, se dijo Arias, “que me inclinara y presentara mis respetos a la señora, dándome a conocer como el comandante de este regimiento, capitán de milicias, para que ella supiera que está ante un oficial y no ante un gaucho bruto. No sé quién es, no sé si no es una espía enemiga que usa su hermosura y su fineza para engañarnos a todos, pero como parece una mujer rica las reglas dicen que tengo que hacerme el tonto y averiguar sin pasar los límites de la cortesía. Por desgracia para ella, yo no sigo las reglas.”
—¿Cómo es su nombre, adónde va y para qué? —interrogó a boca de jarro.
—Soy doña María de la Trinidad del Portal de Méndez Ibarlucía —dijo la otra con altivez—. Viajo a Salta, invitada personalmente por el gobernador Martín Güemes.
—¿Invitada para qué?
Arias no disimuló la ironía, “es divertido hacer sonrojar a estas imbéciles”, pensó; pero para su asombro el rostro de la mujer permaneció impasible.
—Capitán Arias —moduló con voz fría—, está usted ante una mujer que ha resuelto dejar detrás todo un modo de vida. Entre las cosas que ya no me importan figura lo que piensen usted u otros sobre los motivos del gobernador Güemes para invitarme a Salta. Contéstese solo y déjeme seguir viaje. Si así lo hace, el gobernador estará satisfecho.
—¿No tiene usted un salvoconducto de Güemes? ¿Nada que pruebe lo que dice?
—Absolutamente nada. Sólo puedo asegurarle que voy en son de paz. Me acompañan una criada y un cochero, llevo algunas pertenencias personales. Mi viaje no entraña peligro alguno, salvo para mí.
Arias la examinó nuevamente, observó a la mestiza que la acompañaba, la interrogó e interrogó a solas al cochero. Después ordenó que registraran el carruaje y abrieran las petacas que colgaban de la mula. “No se roban nada, ¿está claro?”, advirtió a su gente. Luego se fue a ver a la señora, que esperaba sentada tranquilamente a la sombra de un árbol, en un sillón de campaña.
—Muy bien —le dijo secamente—, seguirá usted viaje. Pero no lo hará sola, la acompañarán mis hombres hasta el mismo cabildo de Salta, así sabré que va a donde dice que va. Agradézcamelo, porque es un disparate que se haya aventurado por estas tierras sin protección, ¿es que no sabe en qué mundo vive?
La dama sonrió malignamente.
—Como sé en qué mundo vivo, contaba con encontrarme con un caballero refinado como usted que me brindara protección.
La rabia que sintió Arias se convirtió rápidamente en admiración. Después de todo, él no era ni caballero ni refinado y ella era una mujer valiente, había que reconocerlo. ¿Qué le habría visto a ese jactancioso prepotente de Güemes? Tuvo ganas de averiguarlo, pero no supo cómo. “Fui demasiado rudo, ahora no me va a tener confianza.”
—Puedo no ser un caballero —dijo de repente Arias— y le pido disculpas. Pero sepa que reconozco y admiro el coraje femenino, una rareza difícil de observar.
—Será porque pocos están dispuestos a admirarlo —contestó rápidamente María Trinidad—. Le agradezco, capitán, y agradeceré su protección. Es cierto que fue imprudente lanzarme a los caminos, pero necesitaba cumplir mi decisión de irme lo antes posible y no me detuve a considerar ningún otro riesgo que no fuera el estrictamente personal, que ya es grande.
—¿Su seguridad física no es acaso un riesgo personal?
Unas horas después el carruaje se puso en marcha, escoltado por una pequeña partida de gauchos.
—Señora, que termine usted su viaje sin mayores percances y que los riesgos personales le traigan valiosas recompensas —dijo Arias con sinceridad.
Trinidad premió los buenos deseos con una sonrisa encantadora. “¿Se merecerá ese bribón una mujer como ésta?”, se preguntó Manuel mientras el coche se alejaba bamboleándose por la pendiente, levantando tierra por el camino.
Arias volvió a ver a María Trinidad casi tres años después, en la ciudad de Salta, cuando el gobernador lo invitó a cenar con otros oficiales a la casa de su amante. Manuel recordaba muy bien el episodio de octubre de 1815 y tampoco iba a olvidar ese segundo encuentro. Pensó que buscaría algún instante en que no los escucharan y felicitaría a Trinidad por las recompensas que se obtienen cuando se asumen riesgos. Pero al ver a la mujer desechó inmediatamente el plan. Ella tenía los ojos apagados y tristes, el rostro hermoso estaba trabajado por el sufrimiento y a su sonrisa tan encantadora le faltaban dos dientes.
Loreto sabía que Carmela le había dado buenas mulas y que la luna delgadísima y menguante que apenas brillaba esa noche facilitaría las cosas. Tenía que dejar Humahuaca y llegar rápido a San Andrés, donde estaba el campamento de Arias, a pocas leguas de ahí pero por camino de montaña, para informar enseguida lo que había averiguado en la ciudad ocupada por los realistas.
El toque de queda impuesto por Marquiegui había comenzado hacía media hora. Vestidas como siempre de hombre, con sus ropas de gaucho, Benita y Loreto se despidieron de doña Carmela, espía de la red en Humahuaca, y avanzaron por la oscuridad hasta el último patio de la lujosa casa que las había alojado. El solar de doña Carmela quedaba unas dos cuadras al este de la Iglesia de San Antonio, no demasiado lejos del río. El último patio daba al monte cerrado. Benita y Loreto treparon la pared y se perdieron en él. Agachadas entre espinos, pencas y cardones empezaron a bajar.
Aún no había comenzado la primavera de ese año de 1816, pero la temperatura de la noche no era tan fría como antes. No había ruidos humanos, los grillos cantaban enloquecidos y los movimientos precisos que hacían las mujeres apenas si provocaban chasquidos subrepticios. El sonido del agua próxima les indicó que habían llegado al río, al pie de él se alzaba la villa de Humahuaca, punto fundamental, antes de la guerra, en el camino de las mulas hacia el Alto Perú. Agazapadas entre los altos yuyos, Loreto y Benita se detuvieron para ver cómo seguían.
ron en la ciudad. Sabía que Marquiegui había dispuesto grupos de custodia en las zonas de acceso, no demasiado numerosos ni armados, porque la modalidad de ataque guerrillero con que hostigaban los gauchos aconsejaba no exponer fuerzas demasiado grandes en lugares aislados. En esa orilla del río, orilla pobre de la ciudad, había dos ranchos bastante miserables, no demasiado próximos; uno estaba ocupado por una pequeña partida de cuicos, como llamaban a los indios del Alto Perú. Los cuicos conformaban gran parte de la tropa del general Olañeta, a cuyas órdenes estaba Marquiegui.
Deslizándose como una serpiente entre los arbustos Benita se asomó apenas a mirar. Unos cincuenta pasos más allá, cerca de un rancho, ardía una pequeña fogata; junto a ella dos indios observaban el río. La negra regresó con Loreto.
—Estamos en una subida del terreno, hay dos haciendo guardia. Las mulas tienen que estar más abajo, a la derecha —susurró.
Se deslizaron tan silenciosamente como antes y cuando les pareció que habían descendido bastante, se asomaron con prudencia. Allí estaba el río, su sonido incesante. No buscaban lugares de poco caudal para cruzarlo, era mediados de septiembre y todavía había poca agua; buscaban las mulas que el esclavo de doña Carmela había dejado atadas para ellas en un árbol marcado, al norte de los ranchos. Por fin llegaron a un algarrobo y Loreto comprobó al tacto la raya horizontal hecha en la corteza, pero mulas allí no había.
Deliberaron un momento: o el esclavo no había cumplido con la orden de doña Carmela, o lo había hecho mal. Las mujeres desandaron camino, ¿tal vez les dejó los animales en otro algarrobo? De pronto Benita exclamó:
—¡Ahí veo otro árbol, señora!
—¿Dónde?
—¡Allá, como una cuadra más a la izquierda del rancho de los cuicos!
—¿No es un cardón?
—No, tiene otra forma. Si mira bien va a ver que hay una copa más arriba que los yuyos.
—Hija, eres un gato —suspiró doña Loreto—. Hay que reconocer que tus malos antecedentes sirven.
Benita tenía gran facilidad para mirar en la oscuridad; Loreto sospechaba que la había entrenado en los tiempos en que era esclava en la casa de una respetable y no muy avispada anciana viuda, doña Almudena. La negra se había especializado en hacerle creer a su ama y a su sobrina, una jovencita vivaz y algo caprichosa, que ella era absolutamente lela. Con esa estratagema conseguía que no se le prestara que podía. Una de sus habilidades era escabullirse en plena noche, cuando su ama dormía, para recorrer las calles de Salta. A veces se iba a visitar a un mulato joven que vivía en un rancho, a orillas de la ciudad, y siempre la recibía bien. Otras simplemente le gustaba vagar sola por las calles, sintiendo que por lo menos a esa hora disponía como quería de sus huesos. Caminaba hasta el río, se sentaba a escuchar correr el agua y charlaba con los espíritus que habían acompañado a su madre desde África y siempre estaban a su lado.
(Más tarde, con su extraordinaria inteligencia, una increíble voluntad y la guía de Loreto, Benita aprendería a leer y escribir, se aventuraría incluso en el francés y el inglés, leería esforzadamente a Rousseau, pasando empecinadamente las hojas del diccionario, tomándose largo rato para entender cada frase y copiándola o sintetizándola en hojas que guardaría con reverencia. Y también leería a otros pensadores prohibidos por España, pero no renunciaría jamás a creer en una versión muy personal de sus espíritus.)
Lo cierto es que tanta excursión nocturna después del toque de queda, cuando en Salta se apagaban los faroles, sumada a su natural agilidad física y a una intuición muy desarrollada la habían vuelto una especialista en moverse y mirar en la oscuridad. Loreto no lograba tanto como ella, y eso que para ese asunto no era mala. Ya en 1814, durante la segunda invasión realista a la ciudad, Benita había probado que sus capacidades eran útiles. Ahora lo demostró una vez más.
—Para mí que el Beltrán se equivocó y dejó las mulas atadas en este árbol en vez del otro —dijo Benita—. Si le parece, señora, voy a mirar.
“Cuidado, vas a pasar exactamente frente al rancho”, le iba a advertir la jefa, pero la negra no esperó respuesta y se lanzó entre los arbustos. Desde donde estaba, Loreto veía a los cuicos junto al fuego, uno parecía completamente adormilado, el otro estaba de espaldas, concentrado en el río. “Si hay mulas ahí”, pensó, “los guardias no las vieron. Benita va a estar demasiado cerca de ellos, más vale que la cubra”.
Sacó la pistola que llevaba en el cinto y se arrastró por donde se había ido Benita, intentando no perder de vista a los cuicos de la costa. Sin embargo, la vegetación la ocultaba y para mirar el río tenía que asomarse. Siguió unos metros y de pronto se detuvo. Tenía un mal pálpito. Se asomó. El cuico que le daba la espalda había desaparecido.
Desesperada, Loreto lo buscó en la oscuridad. Después de unos segundos lo descubrió: estaba a pocos pasos del algarrobo, que ahora ella veía con nitidez pero del que todavía distaba unos cincuenta metros.
mente contra Benita. Se habría movido alertado por los levísimos ruidos que venían del monte. “No lo tengo a tiro”, pensó Loreto con impotencia. En ese momento, el hombre tomó envión para tirar la lanza. Loreto saltó de los yuyos y corrió a toda velocidad hasta él, pero ya la había arrojado. La mujer disparó su arma mientras escuchaba el grito de Benita. El cuico cayó muerto, Loreto vio al otro indio, el ruido lo había despertado y corría hacia ella. Apuntó y se quedó esperándolo, al hombre le bastó verla para darse vuelta y huir.
—¡Benita! —gritó la señora, abalanzándose al pie del algarrobo. Gracias a su vista y a sus reflejos la negra había logrado esquivar el tiro que iba derecho a su estómago, pero la lanza se le había clavado en una pierna. Loreto se la arrancó, sacó un trapo limpio del morral y le vendó muy fuerte la herida, que sangraba mucho.
—Acá están las mulas, señora —dijo la muchacha triunfante—, escondidas detrás del árbol. Por suerte no las vieron.
El río tenía poca agua, los animales avanzaron con prudencia y precisión hasta llegar al otro lado. Benita se apretaba la boca para no gemir. La noche parecía absolutamente tranquila, sólo se escuchaban grillos y el agua que corría.
—Es claro que el indio que escapó no alertó a nadie —susurró Benita para distraerse del dolor.
—Por supuesto —contestó Loreto—, más bien habrá aprovechado la ocasión para desertar. Tú sabes, los indios no son grandes soldados en esta guerra. Y la verdad es que los entiendo. Olañeta puede ganar, pero ellos siempre pierden.
El comandante Manuel Eduardo Arias nunca había visto un cardón tan alto. “No es obra de Dios, lo hicieron los hombres”, pensó mientras seguía alzando interminablemente la vista. Y supo que lo suyo era una blasfemia, pero era verdadero. Estaba solo junto al cardón entre sierras desiertas, parado entre yuyo y piedra, agobiado de sol. Sentía el piso caliente en las suelas de sus botas. La planta tenía la forma de un inmenso gigante de pie, un hombre-candelabro erguido, con los brazos en ángulo, señalando el cielo. No era como todos los cardones, era un gigante infinito. Los ojos empezaron a recorrerlo, lo siguieron y siguieron mucho rato hasta que se encontraron con la luna, porque ahora era de noche. En efecto, Manuel supo que estaba ante el cardón más alto de la tierra, casi plateado por la luz nocturna, acariciante, el único que tocaba la luna llena, redonda, brillante, y Arias comprendió:
“Me pusieron la llave allá arriba para que nunca la agarre, y como yo soy un hombre de acción, soy el capitán Manuel Eduardo Arias, el hijo de mi padre, el comandante imbatible, la voy a agarrar.” Se lanzó rabiosamente a trepar, dispuesto a dejarse arrancar la piel por las espinas si era necesario. Sin embargo, para su asombro, el cardón no pinchaba. Era tierno y fresco, aunque resbaloso. Para un hombre fuerte y ágil como él, que prometía hazañas, subir por ahí era arduo pero posible. “Es alto, muy alto, sigue y sigue”, se decía Arias, “mientras no mire lo que queda abajo, todo saldrá bien”. Y entonces sus ojos quedaron hipnotizados por la luna. Plena, bellísima, tocaba la punta roma del cardón donde estaba la llave de hierro negro, la llave pesada y grande que abría la casa señorial en la finca de San Andrés. El cardón se volvía cada vez más raro y más hermoso, Arias restregaba su cuerpo por la carne fresca de la planta, que hacía en ese lugar una curva suave y profunda. Le gustaba apretarse contra ella. Su cadera cabía allí cómodamente, rodeó con sus piernas el tubo verde, ancho y lozano. Era placentero, pero no debía detenerse. “¿Faltará poco?”, se preguntó, y elevó la vista. Faltaba menos que antes. Había avanzado mucho, desde ahí ya se veía la luna tan grande como jamás la había visto él en toda su vida. Un esfuerzo más, apenas un esfuerzo le quedaba...
—Comandante —dijo una voz—. ¡Comandante...! —insistió más fuerte.
Arias miró para abajo, quién carajo lo molestaba justo ahora, que estaba por llegar.
—¡Capitán, doña Loreto llegó de Humahuaca con noticias urgentes!
Con gran esfuerzo el jefe abrió los ojos. El Gato estaba parado a su lado. Se incorporó de un salto.
—Estoy enseguida con ella. ¿Vino con la negra?
—Sí, la negra está herida. Le clavaron una lanza en una pierna cuando salían de Humahuaca. La señora mató al cuico que la hirió, el otro huyó pero no dio aviso. No las siguieron.
—Como de costumbre —murmuró Manuel con ironía—. Dejáme, Gato, ya estoy con ellas.
Se vistió a toda velocidad. No recordaba nada de su sueño, en cambio se le aparecieron los ojos risueños de la negra Benita. Estaba herida: ¿cómo serían esos ojos almendrados, con el dolor? Conocía a ambas, doña Loreto y su ayudante, desde hacía seis días, cuando llegaron al campamento enviadas por Güemes y salieron enseguida para la villa ocupada. Era una rara yunta de bomberas, una señora con una negra que no le hacía de criada, vestidas de gauchos y metiéndose como varones por el monte.
La negra yacía en un catre, con su ropa de gaucho. Tenía la bombacha desgarrada a la altura del muslo y mostraba la pierna, vendada en la pantorrilla. Había sangre en la venda pero Arias había visto demasiada sangre como para impresionarse. “Otra mujer valiente”, se dijo, y pensó en Dolores, su prometida. Se detuvo en el muslo largo y torneado que brillaba oscurísimo contra el sol de la mañana. Negra linda... No había caso, aunque se estaba por casar con una señorita de pro nunca tendría gustos refinados. Su debilidad eran las indias y las negras. Muchos caballeros tenían esa debilidad, después de todo. Que él no lo era se notaba en que lo admitía sin empacho, por lo menos ante sí mismo. La blanca más hermosa parecía siempre algo insípida frente a una mujer bella de las castas inferiores. Manuel observó a la señora Loreto, que le estaba hablando. Le contaba cómo Benita había sido herida por el cuico cuando encontraba unas mulas escondidas. También la señora de Frías era una mujer hermosa, con sus inesperados y penetrantes ojos azules en esa cara tostada por el sol de los cerros, su cabello oscuro y ondulado, su cuerpo fuerte. Y sin embargo, él se quedaba con Benita...
—Mi amiga necesita atención con urgencia —estaba diciendo Loreto con un tono demasiado firme, como si hubiera registrado que el capitán no la escuchaba muy atento.
Arias se sobresaltó apenas: la señora había dicho “mi amiga” para referirse a la negra. “Si lo dijo para que dejara de mirar esa pierna y la escuchara, fue un recurso efectivo”, pensó. “¿Está un poco loca esa mujer, o tener una negra amiga será capricho de rica?”
Hizo despertar de inmediato al doctor Narváez, el médico de Jujuy que desde hacía un tiempo estaba con ellos, y ordenó que colocaran a Benita en una tienda, después condujo a doña Loreto a la suya propia, que le hacía de despacho. Sentados frente al escritorio de campaña, la señora le pasó un detallado informe de lo que había averiguado por encargo de Güemes.
Por orden de Olañeta, quien dirigía la nueva incursión desde el Alto Perú y había fijado su cuartel en Huacalera, Marquiegui había ocupado Humahuaca con mil hombres. Desde allí una gruesa columna se disponía a partir en dos días hacia Tilcara, con el propio Marquiegui a la cabeza. Como temían ataques, lo harían con la salida del sol. Las milicias gauchas tenían lo que quedaba de ese día y el siguiente para maniobrar. La mayor parte de la tropa realista era de cuicos, mucho ruido y pocas nueces, había que pensar en unos doscientos cincuenta combatientes efectivos. Aunque los realistas poseían caballos, no estaban bien pertrechados, doña Loreto consideraba que no estaban en condiciones de sostener una verdadera invasión.
—De todos modos, van hacia Tilcara —dijo Arias—. Yo me encargo de barrerlos.
—Hay que enviar un parte a Güemes. Despache un chasqui a Salta y otro con copia a Jujuy, el gobernador me anunció su intención de allegarse a Jujuy cuanto antes.
—Por supuesto, lo preparo de inmediato.
—Y hay que avisar a Urdininea y a Álvarez Prado —dijo Loreto.
—Eso no es necesario.
—Capitán, si usted está a cargo de la región de Humahuaca, el coronel Álvarez Prado es el comandante de las milicias de Tilcara
—objetó ella—. Y el comandante Urdininea es el de la vanguardia; precisamente en este momento está apostado con su gente al norte de Humahuaca, próximo a la ciudad. Usted puede concertar con él una acción para pinzar al enemigo.
—Vea, señora, aquí las órdenes las doy yo.
Loreto le clavó sus ojos azules con una firmeza impresionante.
—Capitán, el gobernador Güemes, su comandante general, me ordenó que diera a conocer la información que obtuviera a todos los jefes, no a uno solo.
—Doña Loreto, el coronel Güemes sabe como yo que en la guerra hay decisiones urgentes y ésta es una. No tengo tiempo de distraer efectivos con mensajes. Urge barrer al enemigo y con los míos alcanza y sobra. Aprecio su preocupación pero quédese tranquila, mujer, nosotros sabemos de qué se trata la guerra.
Arias registró con satisfacción el gesto de disgusto de la señora rica disfrazada de gaucho. Pero el gesto se borró enseguida, porque Loreto se levantó de un salto: el doctor Narváez estaba entrando a la tienda.
—¿La herida de Benita es grave? —preguntó ansiosa.
Manuel la observó atentamente. “Sí es su amiga”, pensó. “Son las cosas raras que hace la guerra; como yo, a mí también me hizo la guerra.”
—No es grave en sí misma, pero hay que tomar serias precauciones para evitar que se infecte. Su esclava tiene que...
—No es mi esclava.
—Quien sea. Tendrá que quedarse aquí hasta que la herida esté cerrada y hacer reposo. Además hay que mantener limpio el vendaje y curarla todos los días.
—Está bien, entonces permanecerá aquí, si el capitán lo permite. No va a ser fácil convencerla, odia quedarse quieta... Doctor Narváez, le pido que atienda a Benita como si fuera yo misma... Usted sabe... —Loreto controló un leve temblor en la voz— Es una bombera irreemplazable, dio pruebas de gran valor y sagacidad, el gobernador la considera muy valiosa para la patria.
Arias miraba como hipnotizado los ojos azules de la enviada de Güemes, había pescado un instante en que su gélida firmeza había desaparecido.
—¿Te duele, niña? —dijo Loreto entrando a la tienda donde su amiga reposaba.
—Más o menos, doña Loreto. Nada que no pueda soportar. ¿No me alcanza la mochila? Quiero llenar mi pipa.
—Benita, vas a tener que ser buena y hacer caso al doctor —empezó la jefa con mucho cuidado.
—Depende de lo que quiera ese doctor, doña Loreto. Le advierto que a mí ese doctor no me gustó nada. Es un blanco soberbio.
—Hija, como tantos. Vamos, es un buen médico y eso es lo que importa. Lo que quiere es que te quedes quieta y que no te muevas de acá hasta que la herida se cierre.
—Ah, ¿es eso? A la orden.
Loreto la miró asombrada. Se había preparado para una fuerte resistencia.
—¿Pero puedo ir ahora a bañarme al río? —arremetió la negra con entusiasmo.
—¡Niña, claro que no! ¡Si no puedes ni caminar sin ayuda!
—Monté una mula, subí y bajé montañas y llegué hasta aquí, ¿no? Usted me prepara un bastón con su machete y yo llego.
Loreto suspiró.
—Benita, el río no está acá al lado. Además hay que evitar infecciones, ¿entiendes? El doctor no va a permitir que mojes la herida, por el momento no quiere que salgas de la tienda.
Benita movió la cabeza con obcecación.
—Doña Loreto, yo me quedo en el campamento si antes me lavo, que estoy toda sucia del monte, doy asco.
El valle empezaba a reverdecer. Mientras volvía cargando un balde lleno de agua para lavar a Benita, observada con cierto asombro por las miradas silenciosas de los indios que habitaban el lugar, la señora pensó que a la negra no le disgustaba en absoluto permanecer en San Andrés y meneó la cabeza, preocupada.
Loreto durmió unas horas de siesta, necesitaba reponer algo de fuerzas después de dos días de viaje. Aunque dijo a Arias que partía hacia Jujuy para esperar a Güemes, Manuel no tuvo la menor duda de que antes iba a poner sobre aviso a Urdininea y a Álvarez. Sólo por un instante y no demasiado en serio se le cruzó la idea de hacer que la siguieran y la mataran por el camino. Era fácil, pasaría por ser un encontronazo con alguna partida realista. “Por supuesto que no es para tanto”, pensó. Ni él era un jefe sanguinario ni necesitaba semejante cosa. Mala suerte si tenía que compartir la gloria de echar al enemigo, ya le llegaría su oportunidad. Confiaba en su habilidad para la guerra, que no solamente nadie pensaba terminar pronto sino que además no siempre ocurriría con esa mujer insoportable encima de él, recitando instrucciones de Güemes. Y, por otra parte, Loreto era, precisamente, una mujer. No llegaría al campamento de Urdininea antes del amanecer del día en que según ella partiría el enemigo, esto suponiendo que lograra esquivar los peligros del camino y no se despeñara por los precipicios del Abra de Zenta, o cayera prisionera de alguna de las partidas realistas que debían rondar las afueras de Humahuaca. Sólo sus mejores hombres podrían llegar allá en un día, bien descansados y moviéndose a toda velocidad; ella era hembra y estaba sola y mal dormida. No, cuando Urdininea saliera a buscar al enemigo, Manuel ya lo habría encontrado. Todo el campamento se estaba aprontando para ponerse en marcha esa misma noche. “Si, como ella dice, Marquiegui parte de Humahuaca pasado mañana con la salida del sol, tengo tiempo para adelantarme y esperarlo.”
Manuel se encaminó a la tienda donde estaba Benita. Cuando entró quedó mudo de asombro: la muchacha fumaba su pipa mientras pasaba con impaciencia las páginas de un libro, como buscando algo. Tenía otro libro abierto junto a ella. Pareció que encontraba lo que quería, porque lo tomó y empezó a leer ambos alternativamente, con el ceño fruncido. Evidentemente la tarea le requería mucho esfuerzo y una gran concentración. Tan enfrascada estaba en ella que no notó la presencia de Arias.
Manuel se preguntó qué hacía: ¿leería libros de rezos o vidas de santos, imitando las cosas que leían las mujeres ricas? ¿Pero por qué dos a la vez? Benita se había incorporado en el catre y había apoyado la espalda contra unas petacas encimadas detrás. A su lado yacía su mochila abierta y sucia. Arias se quedó mirándola sin saber qué decirle, ella levantó la cabeza y lo descubrió.
—¿Cómo va la pierna? —sonrió Manuel, intentando ser natural.
—Se aguanta, me duele un poco menos.
—Tu se... doña Loreto se fue hace un rato.
—Lo sé.
Los ojos almendrados y oscurísimos de la chica no lo soltaban. “Es hembra de cualquiera”, pensó Manuel con inesperada alegría. “Fácil y de las que saben divertirse. Tiene como un brillito burlón en la mirada.” No había caso, a las cholas y a las negras les gustaba gozar. Incluso a ésta, que sabía leer.
—¿Estás repasando tus rezos?
—¡No, no! —dijo Benita mostrando uno de los libros— Es un discurso de Washington.
Manuel no sabía bien quién era Washington, Benita se dio cuenta, y aunque estaba por aclararle, para mandarse la parte, que el discurso estaba en inglés y lo estaba descifrando con la ayuda de un diccionario, le dijo simplemente:
—Me aburro, si no leo.
Arias renunció a entender, ya la conocería mejor y le preguntaría. Le anunció que partían esa noche para adelantarse al enemigo. Volvería en pocos días, victorioso. Las mujeres que quedaban en el campamento se ocuparían de ella, el doctor Narváez había dado instrucciones para que le curaran la herida mientras él no estuviera, pero además estaban las indias, que sabían curar mejor que el doctor.
A Benita le dio mucha rabia no poder acompañarlos.
—Yo sé pelear como un hombre —dijo con orgullo—, manejo el lazo, las boleadoras. Y peleo bien, en serio. Doña Loreto me enseñó.
Arias la miró con admiración genuina.
—¿Doña Loreto también te enseñó a leer?
—Me enseñó casi todo lo que sé y vale la pena —confirmó Benita.
Insinuante, el otro se sentó en el borde del catre.
—Casi todo... —repitió— Hay cosas que debés hacer bien pero no te las enseñó ella..., que valen la pena...
Benita le sonrió con gracia y Arias comprendió que había entendido mal: Benita no iba con cualquiera; era él, nomás, que le gustaba. Como Dolores, su prometida, que estaba deshonrada pero nunca había ido con cualquiera. Tenían el mismo coraje, la misma decisión. Sólo que la Dolores era blanca y de buena familia y su putaísmo le había salido muy caro. Manuel miraba a Benita, estaba evaluando seriamente la conveniencia de ocupar energía en una hembra antes de partir en campaña cuando la hembra habló y volvió a dejarlo atónito:
—Capitán Arias, ya deje de pensar en eso. A mí me duele la pierna y usted tiene que descansar antes de salir a buscar al enemigo. Vaya y vuelva victorioso, tendremos tiempo. Yo de acá no me muevo, espero curarme despacio... No es mi culpa, es orden del doctor.
Mientras se levantaba para irse, Manuel se preguntó por qué no se le tiraba encima, si lo estaba provocando. ¿Se habría vuelto un pollerudo? En cambio, dirigió a Benita una galante sonrisa de despedida.
—Le recordaré sus promesas al volver, señorita.
—¡Oh, no se preocupe! Las damas como yo poseemos una memoria excelente —dijo Benita con la voz afectada. Su risa le recordó a Arias el canto de un manantial en el verano.
“¡Vaya, vaya!”, se dijo con ironía, ya fuera de la tienda “el hijo bastardo del distinguido don Francisco se está volviendo por fin un caballero. Y todo porque le gusta una negra muy puta y muy hermosa que lee libros de hombre y dice pelear como un gaucho...”
Miró el sol. Convenía que durmiera unas horas antes de la partida, Benita tenía razón.
Pero el capitán Manuel Eduardo Arias había subestimado a doña Loreto Sánchez de Peón. La señora llegó al campamento de Urdininea en el atardecer del 16 de septiembre, bastante antes de que amaneciera y antes de que la columna de Marquiegui saliera de Humahuaca. De modo que Urdininea, designado por Güemes comandante de la vanguardia de las milicias gauchas, pudo organizarse y aprovechar al máximo sus fuerzas. Destinó partidas pequeñas que se fueron apostando en el camino para esperar el paso de las tropas de Marquiegui y realizaron constantes ataques relámpago a cuanto grupo se rezagaba un poco de la marcha de la columna principal. Cuando el escuadrón del capitán Arias, a cargo de la región de Humahuaca, encontró al enemigo, sólo pudo sumarse al hostigamiento. Aunque secretamente frustrado, Arias dirigió a sus gauchos con el heroísmo y el entusiasmo que ya le estaban dando fama.
Así, en medio del ataque constante de los guerrilleros, sufriendo la pérdida continua de gente, provisiones y armas, Marquiegui arribó no obstante a Tilcara el 19. Y en Tilcara lo estaban esperando. Es que Loreto había hecho despachar un chasqui para el general Álvarez Prado en cuanto llegó al campamento de Urdininea, de modo que los tres jefes unieron fuerzas y atacaron ese día al enemigo, venciéndolo y forzándolo a retroceder. La vanguardia de Urdininea continuó la persecución de Marquiegui, que huía a juntarse con Olañeta en Huacalera. Y allí mismo Urdininea volvió a derrotarlo el día 23, obligándolo a dejar el territorio. Mientras tanto, Arias se dirigió a Humahuaca y ocupó fácilmente la ciudad. Con Humahuaca controlada y la noticia fresquísima de la derrota en Huacalera, Manuel bajó al valle de San Andrés en la mañana del 24, avanzó por tierras nuevamente limpias de enemigos y entró en su campamento tal como había prometido a Benita: victorioso.
Era casi mediodía, el sol primaveral hacía sentir su tibieza. La lluvia del día anterior, rara en esa época del año, había despertado el valle: brillaban las flores, volaban mariposas blancas, cantaban las chicharras. Manuel desmontó y avanzó entre el barullo de los bichos y las exclamaciones de bienvenida de las mujeres, que festejaban la llegada. Buscó la tienda de Benita pero no había nadie. Le dijeron que había estado ayudando a preparar la comida. Y en efecto, la encontró sola en un lugar apartado, sentada en una piedra junto a una enorme fuente de madera, con un vestido multicolor que le quedaba muy bien, se lo habría prestado alguna china. Desgranaba choclos con su cuchillo de monte. Tenía el cabello mal atado en la nuca, algunas mechas ensortijadas caían sobre la cara, negras como el ébano y brillantes bajo la luz.
Benita fingió no ver a Arias y siguió raspando choclos, pero él sabía que eso era absurdo: todo el campamento festejaba la llegada de los vencedores. Precisamente por eso, el capitán valoró el homenaje. El vestido, el cabello, la falsa concentración, todo estaba preparado para recibirlo. Decidió disfrutar unos segundos del espectáculo, resuelto a obligarla a levantar la vista. No fue difícil: Benita no tenía la virtud de la paciencia. Apenas segundos después lo miró ansiosa y le sonrió. Arias se acercó serio.
—¿Todavía duele la pierna? —preguntó bruscamente. Benita se encogió de hombros.
—Claro que no —dijo—. Podría haberme ido a Jujuy hace dos días, pero las promesas son promesas.
Definitivamente estaba loca. ¿Cómo iba a irse sola por ese camino, en medio de los enfrentamientos? Iba a prohibírselo cuando ella dijo:
—¡Felicitaciones, capitán! ¡Usted también cumplió! Sus dientes blanquísimos brillaban como una luna.
—Gracias...
Manuel no se entendía, esa mujer lo volvía tímido y él nunca había sido tímido.
—Me alegra que te sientas bien —dijo torpemente. Buscó con desesperación sus habituales tonos seductores y agregó: —Y me alegra que recuerdes nuestras promesas.
—¡Por supuesto! Ahora vaya, que nosotras les estamos preparando un huachalocro para chuparse los dedos. Lo comemos y después, si no me echa, yo me voy a dormir la siesta con usted.
El huachalocro de bienvenida era delicioso y fue festejado por todo el campamento. Pero Arias estaba harto de que la puta negra esa hiciera siempre lo que se le daba la gana y no le permitió comer una segunda ración. Esperó que estuviera por servírsela, junto a la gran olla del fogón, entonces la agarró desde atrás, la alzó sin preguntarle nada y se la llevó a su tienda ante la mirada de todos. Aunque reía más que otra cosa, Benita pateaba un poco y protestaba, como para darle el gusto.
Largo rato después ella dormía sobre su pecho. Mientras acariciaba todavía esa espalda de terciopelo, Manuel se preguntó si la refinada Dolores, a quien era mejor no tocar hasta desposarla, podría alguna vez igualar a una hembra como ésa. La muchacha sonreía apenas, ya en un sueño profundo. Arias tuvo ganas de besarla en el pelo, lo hizo suavemente y se asustó. “¡Si no se da cuenta! ¿Acaso no veo que está dormida?”, se dijo para tranquilizarse.
—Doña Loreto, me ha dado usted una información circunstanciada y prolija, le agradezco mucho —dijo Martín.
Era el 24 de septiembre; los realistas estaban ahora replegados bien al norte, en Tarija. Cinco días atrás Güemes había lanzado una proclama al pueblo jujeño donde juraba limpiar esas tierras de enemigos. Loreto y él estaban sentados en el despacho de la casa que el Cabildo jujeño destinaba al Gobernador Intendente cuando pernoctaba en la ciudad. Martín había elogiado y agradecido, señal de que la entrevista terminaba, pero la espía no se movió. Permaneció sentada en su sillón en silencio, con expresión preocupada.
—Gobernador, hay algo más... —dijo por fin.
—¿Sí...?
—Me inquieta Arias...
—Doña Loreto, no magnifiquemos una situación típica de guerra.
—Lo sé, pero...
—Vea, usted actuó correctamente: cumplió mis órdenes y garantizó la información a los otros jefes, vuelvo a felicitarla. Ahora, francamente hablando, ese modo de recelar entre ellos, esa autonomía de hecho en cada milicia tienen algo inevitable, hacen al modo mismo de nuestra guerra de irregulares. Quede esto entre usted y yo, por supuesto. Los jefes reclutan a su gente y aunque me han jurado obediencia y no objetan mi conducción, las condiciones propias del combate de guerrillas les permiten cierto retobe. Por eso es tan importante poner en concierto las acciones, ésa es mi tarea. Y sin duda aplaudo su certera intervención, señora, me ayudó usted precisamente en ese concierto... De todos modos, lo que quiero decirle es que no es para tanto, usted es mujer, no sabe tanto de guerra y se preocupa demasiado.
—Pues espío en esta guerra y sé por qué estoy preocupada. Usted dice que no objetan su conducción...
—Y no la objetan.
—No todavía, coronel... Güemes frunció el ceño.
quiere hablarme?
—No, no tengo indicio de conspiración alguna. Hablo pensando en nuestra situación general.
—Usted desconfía de Arias, empecemos por ahí.
—No era lo que yo quería, pero si a usted le parece, empezamos por ahí... Coronel, estuve con Arias antes y después de infiltrarme en Humahuaca. Es un jefe de verdad... Un buen jefe, de su misma escuela...
—¡Yo no tengo escuela! —dijo Güemes airado— ¡Yo inventé una escuela!
—Sea. Quiero decir: Arias conoce a su gente, sabe lo que precisan, sabe hacerse querer y es escuchado por otros oficiales de la quebrada. Es un guerrero bravo, además, muy útil para nosotros.
—Por supuesto, por eso lo puse a cargo de Humahuaca y Orán. Por eso no voy a darme por enterado del enojoso episodio que usted me contó. Lo necesitamos.
—Estoy de acuerdo, yo no creo que tenga que darse por enterado, pero sí creo que tiene que ser precavido.
Güemes sonrió paternalmente:
—¡Ay, doña Loreto, doña Loreto...! ¡Usted vela por mí a veces con exceso! Le agradezco, sin embargo, ¿sabe usted cuántos jefes de escuadrones gauchos imitan mi escuela, conocen y quieren a su gente, saben lo que precisan y se hacen escuchar por los oficiales? ¿Y acaso alguno de ellos deja de reconocer a don Martín Miguel de Güemes como su comandante, a la hora de la pelea?
—Coronel, digamos que en condiciones de urgencia usted ha probado ser un jefe indiscutido. En condiciones de urgencia... El territorio de influencia de Arias está bajo el dominio de Jujuy, donde a usted no lo quieren y donde quieren independizarse de la intendencia de Salta. Y ese hombre está en este momento estrechamente cerca de las familias jujeñas, las familias decentes, como se dice.
Güemes la miró extrañado:
—¿Las familias jujeñas? ¡Arias es el bastardo que tuvo don Francisco Arias con una colla de Humahuaca! Esa mancha no se borra tan fácil, doña Loreto. Bueno, admitamos que ser el amo y señor de la estancia de San Andrés y haber armado un heroico escuadrón que lo obedece ciegamente y le ha dado algunas glorias pequeñas...
—Pequeñas todavía...
—Concedo: pequeñas todavía. Esta guerra seguirá mucho tiempo más y yo, que soy el jefe, puedo darme cuenta de quién tendrá oportunidades para lucir su coraje y quién no. Pero retomo: admitamos que este cambio de posición del bastardo Arias lo haga digno de la atención
a la larga traerme algún problema... Lo veremos entonces, ¿qué quiere que haga ahora? La discusión por el poder siempre es en tiempo presente, mi querida señora, y hoy el poder es mío, no me distraiga con tonterías. Además, eso de hablar de la “estrecha cercanía con las familias jujeñas” es una de sus exageraciones.
—“Estrecha cercanía”, comandante, no exagero. El capitán Arias está por casarse con María de los Dolores Sánchez Gordaliza.
Loreto hizo un silencio teatral. Güemes la miraba en silencio, impasible, disimulando su profundo asombro.
—Es sobrina del doctor Mariano Gordaliza —siguió ella—, su “querido amigo”, el teniente gobernador de Jujuy, ése que tiene motivos de diverso tipo para estar muy enojado con usted...
—Le prohíbo comentarios —dijo Güemes secamente—. No discuto con nadie mi vida personal.
—Dejemos de lado aquel episodio. En todo caso, lo que a mí me atañe es que en Jujuy se mueven tejas del techo para que entren los asesinos de usted y que el gobierno de esa ciudad quiere liberarse de Salta y resiste a usted todo lo que puede. Pero volviendo al casamiento del futuro sobrino político del gobernador de Jujuy...
Martín se permitió un gesto de admiración:
—Resultó rápido para tejer casamiento bueno, el caballero don Arias —dijo.
—En todo caso, también es un buen casamiento para la niña.
—¿Por qué? ¿Es deforme, o algo así?
—No. El nombre de ella estuvo en boca de todos un año atrás, se enamoró de un oficial de Rondeau con esposa e hijos en Buenos Aires.
—¡Ah, sí! Algún chisme me llegó sobre eso, ahora recuerdo.
—El malvado le ocultó su condición y la sedujo. Después contó su “hazaña” a cuantos quisieron escucharlo. Rondeau quiso cubrirlo pero tuvo que ponerlo en el calabozo por presión de Gordaliza. No sé cómo siguió todo con él, sé que ella pagó muy cara su ingenuidad, pobrecita. La metieron en el convento para tapar el escándalo y la tuvieron que sacar, es una muchacha de carácter, dejó de comer e intentó matarse. Arias le hace un gran favor a ella y a la familia cuando la acepta por esposa, es un servicio mutuo.
—Ya veo. ¿Entonces?
—Entonces, vuelvo para atrás. Mi coronel, usted es el jefe indiscutido para echar a los realistas incluso en Jujuy, mas Jujuy no lo quiere.
Martín hizo un gesto de impaciencia:
—No me dé clase, doña Loreto. Conozco mi situación sin que me la explique.
—No tengo la menor duda —suspiró Loreto— de que no le digo nada nuevo. Ahora, déjeme poner en relación una cosa con la otra, eso es lo nuevo. Y no tengo más remedio que repetir... Jesús, ¿por qué se molesta tanto cuando yo hablo?
A su pesar, Güemes se preguntó lo mismo. Probablemente porque era insistente, tozuda, obcecada, franca, enérgica, leal, inteligente, útil e infinitamente molesta, qué molesta, molesta como nadie. Ni siquiera como Macacha, cuya lealtad e inteligencia también fastidiaban un poco y suponían opiniones que no siempre él compartía, pero que tenía una voz suave y serena y lo miraba con esa eterna admiración de hermana pequeñita, incluso cuando le objetaba algo.
Y ahí estaba ahora la esposa de Pedro Frías, hermosa como siempre, mirándolo con esos malditos ojos azules que sabían ser transparentes y también ponerse de hielo, dispuesta a elevar esa voz tan linda que sin embargo se volvía algo nasal, algo chillona cuando peroraba... Uf, qué hartante... Su marido era un oficial valiente y patriota, no era ningún imbécil. ¿Cómo haría para aguantarla? No parecía un hombre débil... Buah, lo mejor era terminar rápido.
—A ver, doña Loreto, a ver, no se desanime... ¡Si yo la escucho, vamos...!
—Decía —siguió Loreto sin hacerse esperar— que el panorama es muy complejo. Están los realistas, por un lado: cuando ellos acosan no hay dudas, usted es el mejor, el que los tiene a raya. Pero además usted tiene problemas con los vecinos de Jujuy, que van a tratar de usar cuanta oportunidad vean para librarse de usted y de Salta, así como intentaron aprovecharse de su enfrentamiento con el ejército de Buenos Aires. Cierto es que eso último está neutralizado después de la paliza que le dimos a Rondeau, pero hay que estar alerta con Jujuy. El verdadero baluarte de su poder, coronel Güemes, es nuestra Salta. Ahora bien: su poder en Salta es producto de una rara red de alianzas, una red notable, que nunca existió antes.
—¡Tanto es lo que está pasando y no existió nunca antes, mi querida y persistente doña Loreto! —dijo Güemes.
Súbitamente la sentía muy cerca. Insoportable o no, lo entendía como nadie.
Ella sonrió. “Es bella cuando sonríe”, pensó Martín. “¿Tal vez si me le echara encima dejaría de estar tan segura de todo?” Pero quería escucharla y le pidió que siguiera.
—Así es, mi coronel —siguió Loreto—. Si alguien es la esencia misma de los nuevos tiempos, ése es usted. Usted es uno de los pocos en esta revolución que teje una red que contempla a todos, donde el mulataje y los gauchos tienen su lugar. Y yo estoy con usted porque no quiero a España en esta patria pero además porque quiero que la patria también sea para ésos en los que casi nadie piensa, salvo para mandar a morir. Lo tengo muy claro. A usted lo eligieron los comerciantes ricos de Salta para que los defendiera de los saqueos del enemigo y lo eligieron los gauchos, los indios y los negros de Salta para que los pusiera en la fila de los protagonistas por primera vez, a la cabeza de la historia. Usted hace entrar a muchos en un proyecto de pocos, usted es un punto de equilibrio y eso, precisamente...
—Ya sé, eso, precisamente, constituye mi debilidad. Cualquier chispa puede incendiar mi rancho. Para los comerciantes soy un mal necesario.
—Hasta que no sea necesario, coronel...
De pronto otra vez fastidiado, Güemes apeló a toda su paciencia y se inclinó sobre el escritorio, juntando las manos.
—Doña Loreto, está usted tomando largos minutos de mi tiempo y todavía no me ha dicho nada que yo no haya pensado solo... Sea concisa.
—Coronel, soy concisa: un capitán valiente, despreciado por su origen, con armas y predicamento entre oficiales y gauchos de la Quebrada de Humahuaca, a punto de ser aceptado definitivamente entre las familias ricas, interesado en aprovechar la guerra para tener un nombre, bien puede ser una chispa. Apenas una, entre las tantas que no puedo precisar pero que usted debe estar subestimando, que no se ocupa en considerar.
—Voy a preguntárselo otra vez: ¿usted me dice esto de Arias porque averiguó algo concreto?
—No, le digo esto para que observe su entorno de otro modo. No sé de ninguna conspiración ni movimiento oculto contra usted en este momento. Aunque su situación es lábil, eso no lo puede evitar. Pero sí puede ser prudente. Cuando hay pólvora dispersa por tantos lados, lo que por azar provoca la chispa se vuelve el elemento más importante. Digamos que ya hay pólvora y que podemos prever que habrá más, digamos que usted no piensa en que la chispa puede incluso provenir de la gente que lo rodea.
—Mi querida doña Loreto, evalúa excesivamente las cosas, tiene el conocido defecto femenino de magnificar y exagerar.
—Tengo un defecto femenino menos conocido, gobernador: el de mirar a otro a los ojos y tratar de entenderlo, de ponerme en su lugar.
—¿Usted cree que yo puedo ser el jefe de sectores tan distintos sin saber hacer eso?
—Usted sabe hacer eso como jefe, sabe ponerse en el lugar de un grupo, de una casta... Yo hablo de ponerse en el lugar de una persona, solamente..., de sus sentimientos…
—¿Y eso es lo que sabe hacer una mujer? Tonterías, doña Loreto —rezongó Güemes. Y dio por terminada la entrevista.
Y, sin embargo, Martín le pidió a Loreto que lo acompañara en su recorrida por los campamentos apostados en diversos lugares estratégicos, al norte de Jujuy. Era insoportable pero muy eficiente, tenía una memoria extraordinaria y le había hecho un cuadro exacto de la situación de cada jefe y cada milicia. Por otra parte, después de la desobediencia de Arias le parecía conveniente visitarlo acompañado por ella, un modo de subrayar que la bombera gozaba de todo su apoyo y su confianza, por qué no mayor que el apoyo y la confianza de que gozaba el propio Arias.
Emprendieron el viaje la mañana del 25, escoltados por una pequeña partida. Pasaron primero por Tilcara, en ese momento cuartel de Urdininea, y luego fueron a San Andrés. Loreto estaba preocupada por la herida de Benita, pero cuando la vio correr hacia ella con su gran sonrisa a todo despliegue se le fue la inquietud. Después del abrazo la obligó a sentarse y a mostrarle la pierna: tenía una cicatriz importante, nada más.
—Te dije que el doctor Narváez es un buen médico. ¿Cómo has estado?
—¡Oh, muy bien! —dijo Benita, radiante— ¡Este lugar tiene grandes efectos curativos!
Arias no compartía la alegría de la negra; hubiera preferido que Güemes no apareciera por allá, y mucho menos con la de Frías, entrometida como siempre y con esos aires de estar haciendo la historia que se daba junto al jefe. Por si fuera poco, venía a llevarle a Benita. No es que Manuel deseara que su negra se instalara mucho tiempo en San Andrés, pero esos días con ella habían sido realmente buenos y decidir cuándo se terminaba el asunto era prerrogativa suya, no de una ricacha estrafalaria que enseñaba a las esclavas a leer en inglés, por más vivaces, hermosas, inteligentes y merecedoras que fueran esas esclavas (Arias lo reconocía); y por más que existieran pocas mujeres (blancas, indias o negras, esclavas o libres) de la talla de Benita.
Manuel tenía las cosas claras: una cosa eran los méritos de la negra, otra el capricho estrafalario de la rica. La generosidad de los pobres es una necesidad, porque los pobres son débiles y si no se juntan y comparten no sobreviven, pero la de los ricos es un capricho, ellos se creen tanta cosa que hasta se atreven a rebelarse contra su clase. Las piezas no valen lo mismo miradas de uno u otro lado, Manuel había descubierto eso desde su infancia de niño, lo entendía como nadie: así como él no valía lo mismo para su madre colla que para su padre don Juan Francisco Arias, de los Arias Rengel de Salta, todo estaba sujeto a valoraciones dobles, incluso múltiples.
Y ahora había que aguantarse la conversación con Güemes. Manuel nunca había simpatizado con ese bribón que se creía no se sabe qué. Tenía visión política, era innegable, y un gran influjo entre el mulataje. Otro rico con caprichos que, si quería y le convenía, sabía vivir como gaucho. Era el jefe porque era bueno, pero no era el único que podía ser el jefe. Manuel no hubiera hecho las cosas nada mal si hubiera sido el hijo legítimo de su padre, si hubiera tenido estirpe, si hubiera podido ser un oficial regular del ejército y no un comandante gaucho. Entonces otra sería la historia y habría que ver quién sería gobernador de Jujuy, y si Jujuy seguiría dependiendo de Salta. Nada tenía que envidiarle a Güemes: ni como jinete, ni como protector de los pobres, ni en sus arengas (para las que, a la sazón, Manuel tenía una voz más fuerte, más grave y más clara), ni en las ideas para el combate.
Pero Güemes era el comandante general de las fuerzas irregulares, reconocido como tal por el Ejército del Norte que el puerto de Buenos Aires sostenía. Había venido para reunirse con el capitán Arias y lo hizo en esa misma tarde. Como Loreto acababa de repetirle su informe, conocía a la perfección el estado de las tropas previo a los recientes enfrentamientos. Cuando el otro empezó a reclamar pertrechos sospechó que sus quejas tenían fundamento pero estaban intencionadamente exageradas.
—Hay pocas mulas y casi no hay caballada, mis gauchos andan casi todos a pie, sin armas ni municiones.
—El caballo no sirve de mucho por esta zona, las mulas son mejores y además su gente es sobre todo de a pie y usted lo sabe. La escasez de cabalgaduras es así para todas las milicias, capitán Arias, incluso para mis gauchos, que sí saben usar un caballo… Y me sé arreglar.
—Yo me sé arreglar muy bien, coronel. Vengo de derrotar repetidas veces al enemigo, y no con gauchos que van al galope por un valle de buen clima sino subiendo y bajando altas cumbres, bordeando precipicios y cambiando en horas de clima y paisaje como si nada… Pero porque me sepa arreglar con mi gente no es cuestión de...
—Capitán, esté seguro de que su comandante se lo pasa pidiendo auxilios a Belgrano. El Cabildo de Salta solicita todo el tiempo asistencia a Buenos Aires y se piden contribuciones a la población. Se hace lo que se puede. Yo le ordené a usted en el mes de junio que exigiera una contribución forzosa al vecindario de Orán para que sostuviera a sus gauchos. Tengo entendido que no lo hizo con demasiada energía.
—Por supuesto que lo hice, lo había pensado antes de que usted lo dijera. Acordé con ellos una contribución, pero no fue suficiente.
—Era escasa. Los comerciantes de Humahuaca también tienen que poner lo suyo si quieren que usted les brinde protección. Ahora, por ejemplo, acaba de librarlos de los saqueos del enemigo.
Arias movió la cabeza, desalentado.
—Comandante, no es fácil obtener contribuciones mayores. Yo conozco a la perfección la realidad de mi país, los vecinos de Humahuaca y Orán están empobrecidos, el comercio con el Perú está paralizado desde que empezó la guerra. No es posible obligar a la gente a dar lo que no tiene. Le aseguro que aunque lo que usted dice sea correcto si no se consideran las circunstancias efectivas, no lo es en esta realidad. La situación política no da para lo que usted pretende, los realistas están demasiado cerca, lanzan proclamas seductoras, buscan ganar el beneplácito de los vecinos del país. Si los descuido, en cualquier momento tengo a todos los comerciantes en mi contra, colaborando con el enemigo... No puedo jugar con fuego.
—Capitán Arias, usted no es un ingenuo, usted sabe que la riqueza de Humahuaca es grande y no se acaba tan fácil, y sabe también que de esta guerra los comerciantes toman su tajada. El comercio se sigue ejerciendo, ahora con el propio enemigo.
—¡Ni yo doy el aval para el contrabando ni se realiza en los caminos que yo vigilo, comandante!
—Supongo que son los únicos caminos que usted conoce... —comentó con ironía el gobernador—. En fin, capitán, dejémonos de tonterías. Sé que no le estoy diciendo nada que ignore y no pienso ser más explícito, sería ofender su inteligencia. ¿Necesita usted más pertrechos, como precisamos todos? Pues bien, hace poco recibí una comunicación de Belgrano, anunciando que ya llegan sables desde Buenos Aires, le remitiré una veintena.
—Es poco, general. Tengo 130 hombres.
—¡Pues tendrá 20 con sables y 110 con boleadoras, lazos, chuzas y machetes, que es lo que después de todo saben manejar como nadie! Además de los 23 fusiles, 10 cartucheras, 93 cartuchos a bala, 115 sin bala y 18 bayonetas que tenía usted antes de las últimas acciones, cifras que quiero creer se incrementaron en las victorias que obtuvieron...
—¿Le parecen grandes cifras? —preguntó Arias, insultando para sus adentros a Loreto, hembra fisgona, metida y chismosa.
—Tenga usted más glorias en esta guerra y acumule, como he hecho yo, victorias contra el enemigo. Con el arsenal que les arrebate las cifras serán siempre mayores. Gracias a eso y por el apoyo material de algunos vecinos dirigí el sitio de Salta hace dos años, hasta echar al enemigo. Lo hice sin quejarme ante nadie. Porque que usted se queje ante mí, yo me queje ante Belgrano, Belgrano se queje a Buenos Aires y Buenos Aires se queje porque no tiene o no quiere, es un camino tedioso y sin provecho. Mientras tanto, veré de hacerle llegar algo pero no le prometo demasiado. Póngaselo en la cabeza, capitán: si lo que quiere es ganar esta guerra, va a tener que obligar a los comerciantes de Humahuaca y Orán a sostenerla. Y ahora hablemos un poco de los próximos movimientos. El enemigo está refugiado en Tarija...
—Antes hablemos del pasado reciente, comandante —interrumpió Arias—. El enemigo está refugiado en Tarija porque yo lo perseguí sin piedad desde que salió de Humahuaca, no por otra cosa. En la acción participó Urdininea, además, pero la hazaña no es solamente suya. Ayer recibí el parte que redactó Urdininea para usted, informando las últimas victorias. ¡Ignora casi por completo mi participación! ¿A usted le resulta justo? No veo razón para ello, me parece una maldad. Yo pongo mi vida al servicio de la patria, corresponde que se me reconozcan los méritos.
Güemes lo miró en silencio. Después suspiró, agotado.
—Redacte su propio parte, Arias, y envíemelo —dijo secamente—. Lo haré llegar al general Belgrano. Resuelto el punto, ¿hablamos de los próximos movimientos?
Empezaba a anochecer en el valle. Inclinado sobre un escritorio de campaña, pluma en mano, Martín escribía.
—Disculpe, comandante, ¿está ocupado? —preguntó Loreto, asomándose a la tienda.
Güemes levantó la cabeza y la espía se sobresaltó: la penumbra debía engañarla, había creído ver lágrimas en esos duros ojos negros. Miró mejor: no, no, no podían ser lágrimas; pero era evidente que brillaban demasiado.
—Mi buena doña Loreto —dijo Martín con una voz extraña—, ¿qué sucede?
—Quería preguntarle cómo sigue nuestra recorrida, tengo que organizar cosas con Benita.
—Hablamos después, ¿le parece? Todavía no lo tengo claro.
—¡No hay problema!... Comandante...
—¿Sí?
—¿Cómo anduvo la entrevista con Arias? Güemes movió agobiado la cabeza.
—Más o menos... Agotadora. Hablamos mañana, ¿sí, Loreto? En cuanto esté oscuro va a salir un chasqui y quiero despachar una... unas cartas a Salta.
“Me dijo Loreto a secas, como si fuera de su familia”, pensó ella mientras se apresuraba a retirarse. “Y ni siquiera se debe haber dado cuenta. Ese hombre está muy solo... ¿A quién le está escribiendo?”
Güemes decidió pernoctar en San Andrés y fijó su partida para la mañana siguiente, muy temprano. Más apesadumbrado de lo que reconoció ante sí mismo, el capitán Arias se despidió de Benita con un encuentro clandestino a altas horas de la noche, mientras el campamento dormía. Aunque en algunos momentos la muchacha pareció un poco compungida, encaró su partida con notable naturalidad. Parecía habituada a tomar alegremente de los hombres los ratos buenos que pudieran darle. Su natural incapacidad para solazarse en el dolor (que Arias le había adivinado desde el comienzo) le permitió disfrutar plenamente ese último encuentro y retirarse de la tienda con una sonrisa plena que Manuel no pudo dejar de admirar. Era, se dijo, una mujer extraña: gozaba con un hombre a cambio de nada. Como regalo de despedida, lo había llenado de homenajes: le había elogiado su cara morena, su cuerpo alto y musculoso (incluso, interrogada por él, había afirmado categórica que su cuerpo era más joven y atractivo que el de Güemes, a quien nunca había visto desnudo pero aseguraba poder imaginar muy bien, con sus ojos expertos); lo había colmado de placer, dedicándose a Manuel como la más bribona de las putas y luego, ya relajados, había tenido un último y delicioso gesto de delicadeza: percibiendo seguramente la suave tristeza que Arias se esforzaba en disimular, se puso a jugar, a hacerle cosquillas y morisquetas. Cuando lo vio reír a mandíbula batiente se incorporó, le dio un abrazo cariñoso, lo llamó, como había hecho varias veces en esos días, “mi capitán” y finalmente declaró, sin que nadie se lo pidiera, que prometía volver alguna vez y que cuando lo hiciera se quedaría más días. Y así se fue de la tienda con todo su desparpajo, dejando a un Arias encantado que se preguntaba quién le había pedido a esa negra del demonio que regresara a su campamento. “A veces se hace la tonta”, se dijo con ternura. Y luego se durmió profundamente.
Unos diez días después, aprovechando la tregua que le daba la reclusión del enemigo en la zona más septentrional, el capitán Arias decidió marchar a Jujuy. Quería entrevistarse con el gobernador Mariano Gordaliza, futuro tío político suyo y enemigo acérrimo de Güemes, para intentar la solución de algunos problemas del municipio que le habían planteado los comerciantes de Humahuaca, con quienes estaba muy interesado en mantener buenas relaciones. De paso visitaría a su novia.
Arias esperaba ansioso su matrimonio, no sólo porque así ingresaría definitivamente a la mejor sociedad jujeña sino porque era la prueba de que al fin de cuentas él tenía algo de suerte en la vida. Había pensado en María Dolores por su apellido y no por su fortuna, la fortuna se la conseguía solito. Pero además (regalo del cielo) la niña parecía hecha a su medida. En efecto, la audacia de María Dolores había dado que hablar a todo Jujuy, y si de algo se reía interiormente Manuel era de la hipocresía y los escrúpulos de la clase decente, donde abundaban los hombres dispuestos a cargar para toda la vida con una insoportable chupacirios de caderas tiesas y mirada agria, con tal de que fuera virgen. Arias no conocía a Dolores, conocía su historia porque su historia había circulado por todos lados y escuchándola se le ocurrió la idea, una prueba más de su extraordinaria inteligencia: esa muchacha, lo vio en el aire, era su oportunidad. Y por si fuera poco, cuando la vio descubrió que era muy linda. Eso se llamaba suerte.
El noviazgo empezó con gran entusiasmo de todos los interesados. Arias estaba en la gloria; la niña y su familia, asombradas y agradecidas (sobre todo el gobernador Gordaliza, que tenía debilidad por su sobrina). Antes los padres se hubieran dejado matar con tal de no casar a Dolores con el hijo de una colla, sin embargo ahora pensaban que el candidato era inmejorable: legítima o no, la sangre de los Arias Rengel pasaría igual a los nietos, el capitán era un heroico patriota, tenía muy buenas relaciones con el Cabildo jujeño, se había hecho dueño de tierras y su capacidad militar unida a su ambición política prometían grandes beneficios.
Anunciado el compromiso, la familia quiso adelantar la boda lo antes posible, pero los informes de los bomberos sobre la campaña que estaban por emprender Olañeta y Marquiegui obligaron al capitán patriota a abandonar Jujuy y entregarse a su sagrada obligación con el país. La ceremonia quedó fijada para comienzos de noviembre; los novios se separaron, no sin antes haberse tomado tiernamente de las manos bajo la mirada vigilante de la sufrida madre de Dolores; toda la familia comentó admirada qué buen mozo y caballero era el gran militar y supo que predominaba en él la nobleza de espíritu de los Arias Rengel, no la sangre de su madre.
Faltaba menos de un mes para la boda. El comandante Arias entró a Jujuy un jueves por la tarde, seguido por una pequeña escolta. Iba al paso en su caballo, pensando en Benita, en Dolores y en la comentada inclinación a la lubricidad de su futura esposa. El oficial de Rondeau que tiempo atrás la había seducido y engañado (un hombre despreciable y canalla, a juicio de Manuel) se había encargado de divulgar detalles al respecto, y aunque Arias se había indignado, ahora recordar eso lo encendía. La damita aprendería con éxito las habilidades de su Benita, él se encargaría dulcemente de enseñárselas. Habría que mantenerla controlada, desde luego: un carácter tan lúbrico necesitaba vigilancia. Pero Manuel confiaba en saber cómo hacerlo: podía ofrecer a su mujer todo lo que precisaba, él no había nacido para cornudo.
Perdido en esos pensamientos llegó al Cabildo, desmontó y se hizo anunciar. El doctor Gordaliza salió de su despacho a darle la bienvenida. Se saludaron con simpatía, Gordaliza le explicó que esa tarde no podía atenderlo como merecía porque estaba cubierto de reuniones, pero a la mañana siguiente lo recibiría con el mayor placer. Mientras tanto, el Cabildo de Jujuy estaría gustoso de hospedarlo en el solar destinado a albergar a los amigos ilustres de la ciudad.
Arias despachó a su escolta y se encaminó a la casa asignada. Se instaló, se lavó y se puso ropa limpia para visitar a su novia. Pero todavía era temprano, el recuerdo de Benita se hacía sentir, así que decidió pasar un rato por una pulpería de las orillas de Jujuy, donde solía haber mulatas muy bonitas y bien dispuestas. Era mejor llegar tranquilizado a la casa de Dolores, no podía poner en juego su futuro con algún gesto que ofendiera a la jovencita o molestara a la familia.
La pulpería estaba concurrida. Varios lo reconocieron y lo saludaron, felicitándolo por las victorias recientes que había festejado Jujuy entero.
—¡Salud, mi coronel Urdininea, el gran defensor de la Quebrada! —gritó un gaucho levantando su ginebra.
Arias lo miró con rabia, pensando que se burlaba de él. Pero no, el hombre se confundía, estaba más borracho que una cuba. Manuel condescendió, sonriendo:
—Amigo, no soy Urdininea, soy el capitán Manuel Eduardo Arias, el otro patriota defensor de la Quebrada.
El borracho hizo una torpe reverencia.
—¡Su Majestad, el general Arias! ¡El futuro sobrino de nuestro gran Gobernador!
—Terminá, macho, porque te voy a sacar la curda a trompadas —dijo secamente Manuel y le dio la espalda. Se disponía a acercarse a una mulata preciosa que lo había mirado al entrar cuando sintió una mano pesada que se le apoyaba en el hombro.
—Esperá, chango, esperá, general, esperá que no sabés nada —arrastró la voz el otro—. Yo te hablo como amigo. Vos no sabés, vos no estuviste aquí... Yo quiero hablarte de tu novia, la Dolores...
Furioso, Manuel se dio vuelta y agarró al otro de la camisa. Le hubiera dado una trompada pero el hombre ni se resistió, era como una bolsa de papas repleta de alcohol. Arias no le pegaba a las bolsas de papas. Lo soltó con asco, dos hombres lo levantaron del piso y trataron de callarlo, de llevárselo. Pero el otro seguía, incontenible:
—¡Brindo por el general Arias, el único cornudo de los tiempos pasados, presentes y futuros! —gritaba alzando la mano— ¡Cornudo antes de ser novio, cornudo otra vez durante y cornudo después, pero cornudo alegre, cornudo de honor! ¡Hecho cornudo por el Tata Güemes en persona, que así da gusto que te pongan los cuernos!
La pulpería hizo un silencio terrible. Los ojos de Arias se habían quedado clavados en los grandes ojos de la mulata, que miraban con piedad. De repente entendió: no era piedad por el borracho, era por él. Entonces no vio nada más. Se volvió sobre el hombre y se le tiró encima, puñal en mano. Sintió apenas la resistencia de la carne que abría la hoja, sintió el calor de la piel del hombre contra la empuñadura, el peso del otro cuerpo sobre el suyo, la sangre que lo chorreaba a él, la mano bañándose de algo pegajoso y caliente. Empujó la bolsa de papas, que cayó al suelo. Arrancó el puñal sin detenerse a mirar las tripas ni a escuchar el estertor y salió de la pulpería.
Arias regresó a la casa con los brazos y la ropa manchados de sangre, pasó frente a los sirvientes atónitos sin dar explicaciones, entró a su habitación, cerró la puerta y se puso a caminar como si estuviera preso. Después salió, todavía sucio, montó su caballo y lo castigó ferozmente, haciéndolo galopar casi hasta matarlo. Se detuvo lejos de la ciudad, desmontó, se sentó quieto y solo a la orilla de la senda, bajo la noche fresca de noviembre. Así estuvo largas horas inmóvil, primero sin poder pensar, recordando una y otra vez el peso del cuerpo ebrio sobre su cuerpo; después más sereno, reflexionando. Se dijo que ese borracho se las había buscado, que defender el honor de su novia era su obligación y su compromiso y que él no iba a permitir que nadie calumniara a María Dolores. Se dijo que, después de esto, todos se iban a cuidar muy bien de hablar mal de ella, que el borracho había nombrado a Güemes porque la basura “decente” de la ciudad ya sabía que Arias era el mejor, tan caudillo como Güemes, el único que podía ganarle. Lo sabían y lo envidiaban: ¿un bastardo era mejor que todos ellos? ¡Con toda su prosapia junta, ellos no servían para nada! Supo que las mismas familias hipócritas que le coqueteaban y miraban con cierto beneplácito su progresivo ascenso, su influjo con los gauchos, esperanzadas por la posibilidad de que hubiera alguien lo suficientemente macho como para librarlos alguna vez del dictador y de Salta, las mismas familias debían de burlarse de Arias a sus espaldas, debían de hablar con maledicencia de su novia, de su casamiento, del escuadrón victorioso de gauchos que había armado en San Andrés, de su ascenso social, de sus sueños. Se dijo que eran serpientes venenosas y envenenadas de estupidez y maldad, que querían usarlo y él se iba a dejar usar porque le convenía, pero que él estaba más allá y no iban a detener sus sueños. Y pensó otra vez en ese imbécil desarmado por el alcohol que acababa de matar, pero ahora sintió que se lo merecía: un loro que repitió lo que había escuchado adentro de su jaula, divulgador idiota de los rumores que murmuran los ricos mientras él les limpia la mierda. “Maté escoria”, se tranquilizó. “Defendí a mi futura esposa. Me defendí.” Finalmente tuvo fuerzas para levantarse y montar nuevamente. Ya en la casa, despertó a una sirvienta y se hizo preparar un baño. La india era fresca y joven. Pero lo trató con temor y él no encontraba ya deseo alguno, prefirió quedarse solo. Aunque no pudo dormir las pocas horas que quedaban, por lo menos estuvo quieto en la cama, pensando que con el amanecer todo se borraría. Manuel no sabía que aunque había matado a muchos hombres, había visto muchos cuerpos abiertos por los que se salían las entrañas, del calor y del aliento de ese cuerpo no se iba a olvidar nunca más.
A la mañana siguiente llegó puntual al Cabildo. Gordaliza lo recibió con gran cordialidad, fingiendo no ver sus ojos hundidos y sus profundas ojeras. Conversaron largo rato sobre la posibilidad de utilizar prisioneros realistas para empedrar algunas calles de Humahuaca que se volvían intransitables durante la lluvia y realizar otras mejoras. El gobernador tenía la mejor disposición, de modo que fue fácil arreglar las cosas. Convidó a Arias con un cognac estupendo, una joyita que había entrado al puerto de Buenos Aires un tiempo atrás y que, afirmó, sólo ofrecía a los verdaderos amigos.
Repantigado en su sillón, consolado por la calidez, el cognac y la afabilidad de Mariano Gordaliza, por su mirada llena de buena voluntad y simpatía, Manuel se relajó y tuvo ganas de hablar íntimamente con él; después de todo, en menos de un mes iba a ser su tío. Le dijo que la noche anterior había pasado algo horrendo. Gordaliza bajó los ojos.
—Lo sé —murmuró—. La noticia corrió por la ciudad... Créame, capitán, lo lamento muchísimo.
—Yo también —respondió Arias—. Gobernador, soy un hombre de guerra, yo mato en combate o mando a fusilar, si es estrictamente necesario... Le confieso que me pesa lo que tuve que hacer.
—Sin duda —murmuró Gordaliza comprensivo.
—Pero tuve que hacerlo, él me buscó hasta que tuve que hacerlo... Doctor Gordaliza, yo no puedo permitir que manchen nuevamente el nombre de su sobrina, ahora con mentiras, con infamias...
Algo en los ojos del otro lo obligó a callar. Esperó, observó: Gordaliza jugaba nerviosamente con la pluma y rehuía su mirada. Entendió de pronto; todo lo que lo rodeaba vaciló. Lo atravesó la angustia, el cuerpo se le puso rígido. ¿Entonces era verdad? Era verdad, lo entendió de pronto. Martín Güemes acababa de pisotear su oportunidad para dar vuelta su sino: ahora él era otra vez el ilegítimo Arias, condenado al desprecio desde el nacimiento pero aún más despreciable si desposaba a María Dolores: cornudo antes de ser novio, cornudo otra vez durante y... El borracho no había mentido. No tendría otro remedio que repudiar a su novia. El mundo volvía a ser el páramo adonde había nacido.
—Hubiera preferido no tener que decirle yo esto... —empezó Gordaliza.
Al día siguiente Arias emprendió el regreso, después de anunciar a los desconsolados progenitores de María Dolores que rompía su compromiso. No intentó ver a la muchacha, lo que fue entendido como el gesto digno de un caballero ofendido. Sin embargo, no era así. Se murmuraba que Dolores tenía la cara hinchada por la paliza que había recibido del padre y Arias prefería no tener que recordar más daños físicos alrededor del asunto, ya bastante con el calor de las tripas del hombre que se había cargado.
Manuel volvía a San Andrés con buenas noticias para los vecinos de Humahuaca y con su corazón envenenado: no odiaba a la estúpida putita irresponsable que había hundido el barco en el que los dos estaban por salvarse, odiaba a Martín Miguel de Güemes, que no era estúpido ni irresponsable. Lo odiaba con todas sus fuerzas y había jurado vengarse.
En noviembre el general Olañeta continuó con sus avances y retrocesos, si bien ahora acorralado en el norte por las acciones de los jefes gauchos, siempre coordinadas por Güemes. El día 15 los patriotas sufrieron un grave revés en Yavi, uno de los últimos puntos libres antes de entrar en el territorio realista del Alto Perú, donde tenía su feudo el polémico, acaudalado y obeso Juan José Fernández Campero, un marqués que se había pasado de bando en 1813 y ahora defendía a las órdenes de Güemes la frontera septentrional de la intendencia. El desastre que sufrió el Marqués de Yavi a manos realistas fue producto de errores tan evidentes que Güemes y muchos más sospecharon traición y sabotaje. Al día siguiente, para colmo, las fuerzas de Olañeta vencieron al comandante gaucho José Miguel Lanza muy cerca de ahí, en Cachimayo. Ambas derrotas, sumadas a la llegada de La Serna al ejército real, crearon mejores posibilidades para una nueva invasión a las Provincias Unidas.
En la mitad de noviembre, en efecto, el general español José Álvarez de La Serna e Inojosa había arribado a Cotagaita para tomar el mando del ejército. La Serna era el avezado y heroico militar que enviaba Fernando VII para terminar con la revuelta en América; desembarcó, como se esperaba, con cuerpos de tropas experimentadas y oficiales probados en la guerra contra Napoleón, donde el propio La Serna había participado gloriosamente, y tomó de inmediato el mando del ejército del Perú, de modo que Olañeta quedó a sus órdenes.
El choque entre los oficiales europeos y las tropas que los esperaban fue fuerte. Los españoles traían, además de soberbia y generalizado desprecio por los nacidos en América, su entrenamiento y su disciplina a este territorio desconocido, a esta guerra de reglas muy poco claras donde los rebeldes no daban batallas frontales sino que practicaban el hostigamiento, el ataque relámpago y los pequeños atentados. Las fuerzas realistas habían estado hasta ahora integradas por oficiales españoles de larga residencia en las colonias, americanos fieles a Fernando VII y un inmenso número de pobres, mulatos, mestizos y sobre todo indios del Alto Perú, carne de cañón apta para transportar pertrechos mas bastante inútil en la batalla, reclutada a cambio de las promesas de saqueo, uno de los pocos modos de supervivencia que iba quedando a los humildes.
El choque cultural y metodológico entre La Serna y los oficiales locales fue considerable, la tradicional rivalidad de americanos y españoles se agudizó en las filas del ejército realista. De todos modos, La Serna se abocó a disciplinar y reorganizar las tropas expedicionarias y en diciembre estaba todo listo para emprender una nueva invasión, mucho más grande, organizada y poderosa de todas las que hasta entonces se habían emprendido.
Durante aquel fin del año 1816 el destino sonreía a la causa española. Las Provincias Unidas del Río de la Plata habían declarado su independencia en el Congreso de Tucumán, no obstante el acto constituía una decisión política, no expresaba un resultado militar. Significaba, sin duda, terminar con cualquier invocación mentirosa al rey Fernando VII y mostrar, en condiciones de urgencia, la voluntad de combatir, pero en los hechos la derrota del ejército porteño en Sipe Sipe, sumada a las graves disidencias internas en las provincias del Río de la Plata, anunciaban el final de las campañas patriotas al Perú. El Alto Perú volvía a pertenecer íntegramente a los realistas: casi todos los caudillos de la zona estaban derrotados; Manuel Padilla había sido decapitado; la capitana Juana Azurduy, su mujer, había rescatado a sangre y fuego su cabeza en una acción heroica que, sin embargo, no pasaba de ser pura afirmación desesperada, solitaria, de la voluntad de seguir peleando; hasta el general Arenales, otrora victorioso en la zona, había debido retroceder después de Sipe Sipe.
Por otra parte, en los otros focos rebeldes de América el balance era igualmente positivo para la Corona: México estaba vencido; Bolívar, arrojado de Costa Firme por el formidable ejército del general Morillo; Chile, reconquistado en 1814. Sólo las Provincias Unidas resistían, pero para eso no contaban sino con el deplorable ejército perdedor que Belgrano mantenía en estado vegetativo en Tucumán, con un ejército incipiente que el general San Martín organizaba en Mendoza y con las milicias gauchas, formadas por irregulares (negros y mulatos, indios y mestizos, zambos), apenas armadas y mal vestidas, dirigidas por comandantes no profesionales, incapaces de dar una batalla en regla, despreciables a todas luces para el general La Serna, tal como consta en documentos que la historia ha conservado.
Así fue como, entusiasmado y confiado en su futuro, con el Alto Perú pacificado, el general se lanzó enseguida, en la Navidad de 1816, a la gran invasión a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Contaba con 7.000 hombres, de los cuales unos 3.000 eran españoles peninsulares, militares avezados. El plan era ambicioso: los batallones de españoles y sus oficiales profesionales, al mando de un ejército multitudinario, derrotarían fácilmente las guerrillas irregulares que infestaban la intendencia de Salta y avanzarían hasta Tucumán como un cuchillo en un pan de manteca. Una vez allí, la marcha seguiría hacia Córdoba o Catamarca, para atraer al ejército de los Andes, el que San Martín estaba por lanzar (como haría en enero) a cruzar la cordillera. Obligado San Martín a desviarse para combatir la expedición de La Serna, las tropas españolas que peleaban en Chile cruzarían la cordillera, se unirían al general español y el ejército del rey ocuparía Mendoza. Desde allí a Buenos Aires el camino quedaba despejado.
Tal era el plan con que La Serna se puso en marcha. El comienzo de la campaña suponía atravesar la intendencia de Salta hasta el Tucumán.
Y si la segunda invasión, la de 1814, aquella en la que Loreto se había fogueado como jefa de la red de espías, quedó en la memoria de la ciudad de Salta como la invasión de los cuicos, ésta, más profesional, más ibérica y más temible, sería recordada como la invasión de los sarracenos, tal vez porque incluía moros entre sus tropas.
En la Navidad de 1816 recibió Güemes un parte del sargento mayor Urdininea que alertaba sobre el avance del enemigo. El general Olañeta dirigía la vanguardia de la expedición, detrás de la cual venía La Serna con el grueso de las tropas. Olañeta ocupó una vez más Humahuaca sin resistencia de Urdininea y Arias, quienes (como era clásico en la estrategia gaucha) se retiraron de inmediato para no desgastarse en una batalla imposible de ganar.
El 4 de enero Olañeta avanzó hacia Jujuy, adonde llegó el 6 sin que pudieran pararlo. Detrás, lenta y metódicamente, vino La Serna con el grueso de las fuerzas y terminó instalado en Jujuy a finales del mes. Antes había pasado por Humahuaca. Consciente de la importancia estratégica de la ciudad, punto central de varios caminos que subían al Alto Perú (el del oeste, hacia el Desaguadero; el del sur, que venía de Jujuy, y el del este, que llegaba a Orán), La Serna se detuvo en ella para fortificarla. Hizo realizar diferentes tareas de gran importancia militar y organizó en la ciudad un hospital y un depósito de víveres, armas y municiones. Es decir, organizó su retaguardia. Luego partió hacia Jujuy, dejando la ciudad ocupada en las obras y defendida por tropas americanas que habían probado su coraje en el Perú.
Pero el plan de La Serna requería también neutralizar el flanco oriental, el camino que unía Humahuaca con Orán y doblaba al sur, hacia Jujuy, por el Chaco Salteño y el río San Francisco. En esa zona estaba San Andrés, era la región que se abría al este y noreste de Humahuaca y su defensa estaba a cargo del capitán Manuel Eduardo Arias. Mientras Olañeta bajaba por la Quebrada de Humahuaca envió a su cuñado, el general Marquiegui, a que despejara ese otro camino y terminara con el capitán Arias y sus milicias. Los dos jefes se encontrarían en la ciudad de Jujuy. Pero las cosas no eran tan simples: como habían previsto Güemes y Loreto, el comandante Arias sabía hacer la guerra y le había llegado la primera gran oportunidad de demostrarlo.
Marquiegui salió con un batallón de infantería y un escuadrón de caballería, columna compuesta en su mayoría de soldados españoles bien armados y provistos de municiones. Sin embargo, ya desde que pasó las altas sierras de la zona, en el Abra de Zenta, empezó a sufrir los embates relámpago de los gauchos de Arias. Así avanzó como pudo y aunque logró cruzar San Andrés y tomar Orán, los costos en armas, hombres y caballos fueron significativos. Por prevención de Manuel, la ciudad de Orán esperaba al jefe realista transformada en un desierto: ni habitantes, ni alimentos ni ganado. Las tropas entraron el 14 de enero, agotadas por el breve trayecto que les había llevado una semana, contando con la ciudad para reponerse. Pero no pudieron permanecer allí ni un día, asediadas y corridas por la falta de víveres tuvieron que seguir hacia el sur, donde continuó la pesadilla.
Manuel había pedido apoyo a otros jefes: Rojas y Benavídez unieron sus fuerzas. Como moscas sanguinarias, imparables, demasiado débiles para exterminar a su enemigo pero demasiado feroces para no dañarlo, las tropas del comandante Arias atacaron a Marquiegui y sus hombres. Lo hicieron todo el tiempo, día tras día, emboscándose en las márgenes de pequeños afluentes del río San Francisco: el 15 de enero en el río Las Piedras, el 17 en el Sora, el 19 en el San Lorenzo, el 20 en el Negro.
Instalado en Jujuy desde comienzos del mes, el general Olañeta aguardó mucho tiempo el regreso de su segundo. El 12 de enero salió a buscarlo al camino por donde debía llegar. Diez días después su división de vanguardia tuvo la desdicha de encontrarlo en Zapla, a tiempo para ayudarlo en un combate feroz en el que fue completamente destrozada, un combate cuerpo a cuerpo donde casi no hubo tiros: sólo armas blancas, lazos y boleadoras gauchas que decapitaron, desollaron, seccionaron y dejaron sangre y tripas abonando la tierra seca. No obstante, el encuentro salvó a Marquiegui, lo que quedaba de su gente se unió a lo que quedaba de las tropas de Olañeta y juntos entraron a Jujuy el 23 de enero. Marquiegui había perdido cerca de la mitad de sus hombres e innumerable armamento; la expedición, que había tenido por objetivo despejar el camino a Orán, vía alternativa de acceso al Alto Perú, y acabar con Arias y su gente, había sido un fracaso.
Mientras tanto, los gauchos de Güemes y sus comandantes habían puesto sitio a Jujuy. Se intentaba que cada salida de los españoles a los alrededores para proveerse de alimentos se transformara en un combate. Aunque los escuadrones gauchos tenían bomberos que acechaban solitarios al enemigo, buscando información sobre sus próximos movimientos, fue fundamental volver a sistemas de espionaje más sutiles, dirigidos desde el interior de la ciudad ocupada. Por eso Güemes hizo llamar a Loreto en los primeros días del sitio de Jujuy: era urgente coordinar las acciones de la red de espías que ella y Juana Moro, otra dama refinada, salteña y patriota, habían montado tiempo atrás, una red que comprometía a mujeres de todas las ciudades que jalonaban el camino entre Salta y Lima.
Antes, en diciembre de 1816, el marido de Loreto había caído gravemente enfermo. Era uno de los más valientes oficiales del comandante Apolinar Saravia y estaba en ese momento en un campamento volante instalado cerca de Jujuy, donde se esperaba la próxima invasión. El médico diagnosticó una infección; no se podía, dijo, hacer mucho, todo dependía de la reacción del organismo. Don Pedro se debatió durante tres días presa de la fiebre, luchando con la muerte; pero era un hombre fuerte y tenía motivos para vivir. Días después estaba fuera de peligro, aunque muy debilitado. Viendo que el enemigo se aproximaba y deseoso de cuidar a uno de sus mejores hombres, el comandante Apolinar Saravia dispuso que lo trasladaran a su hogar, en Salta, donde debería permanecer hasta recuperar fuerzas. Y aunque el oficial protestó porque no toleraba la idea de partir del campamento cuando se esperaba a los realistas, Saravia se mantuvo firme. “Los enfermos heroicos no sirven para ganar batallas”, dijo, y tomó disposiciones para garantizar el viaje. Eustoquio, hijo de Pedro y joven teniente del escuadrón, partió con él, al mando de la custodia.
De modo que los Frías estuvieron reunidos en la Navidad de 1816. Pese a que el año se cerraba con un panorama sombrío para la causa patriota, se sintieron felices. Tenían mucho que festejar: Pedro se había salvado de la muerte y estaban otra vez todos juntos, algo que desde que había empezado la guerra ocurría pocas veces. No faltaba ninguno en esa casa: la pareja, sus hijos Eustoquio y Pedrito; Benita, esa liberta amiga que la Salta decente consideraba una de las chifladuras del excéntrico matrimonio; doña Teresa, hermana viuda de Pedro instalada en la casa para cuidar a Pedrito durante las ausencias que la guerra imponía a su mamá; Hilario, que servía a la familia Frías hacía más de treinta años, y María, una criada joven que ingresó a la casa luego de la muerte de Jacinta, la anciana india, nodriza de Loreto, que había sido asesinada por los realistas durante la invasión de 1814.
De esos días dulces y lentos durante los cuales terminó 1816 y empezó 1817 no hay demasiado para narrar porque, como se sabe, la felicidad no suele ofrecer acontecimientos. Digamos simplemente que hacía tiempo que Eustoquio no veía a su mamá y había temido la muerte de su padre, que Pedrito no podía creer la dicha de tener a todos juntos, que la negra y el niño tenían locura uno por el otro desde que Pedrito era bebé y Benita esclava en una casa vecina, y que Loreto y su marido se habían encontrado pocas veces durante esos últimos dos años y se habían extrañado. Tenían mucho para conversar: dedicaron largas horas a la situación de la causa y a los graves conflictos de las Provincias Unidas; las conclusiones que sacaron no fueron demasiado tranquilizadoras.
A comienzos de enero el capitán Frías se sintió realmente bien y salió con su mujer a pasear a caballo por los alrededores de la ciudad, algo que tantas veces habían compartido antes de la guerra. La mañana del 7 dieron el último paseo. Prepararon una canasta de provisiones y se fueron tranquilos al amanecer, bajo el sol todavía suave, hasta la quebrada de San Lorenzo.
Estaban en época de lluvias. Alrededor del mediodía, como era previsible, se cubrió el cielo y empezó a garuar. Hacía calor, la humedad no molestaba. Loreto y Pedro ataron sus caballos junto al río, se descalzaron y anduvieron por el agua helada, trepando por las piedras. Después se sentaron a comer lo que habían llevado y hablaron larga, cuidadosamente, de la situación de Güemes en la intendencia de Salta. Loreto le contó detalles pormenorizados de sus últimas acciones; discutieron posibilidades y caminos, punto por punto. Una vez más la conversación fue inquietante; de pronto sintieron cierta angustia y, sin decírselo, los dos quisieron cambiar de tema. Hablaron de los hijos, eso les daba alegría.
—Eustoquio va a ser un gran militar —afirmó Pedro—, pero me pregunto...
La garúa había parado, apareció otra vez el sol y Loreto se recostó en el suelo a disfrutar su tibieza, con la cabeza apoyada sobre las piernas del marido.
—Un gran militar —siguió Pedro, eligiendo con cuidado las palabras— es grande si se pone al servicio de una gran nación... ¿Habrá una gran nación para nuestro Eustoquio?
—Shh... Basta, no otra vez... —dijo dulcemente Loreto, acariciándole la cara—. Estamos acá, estamos juntos... En este momento podría jurar que la guerra no existe.
Pero cuando volvieron a la casa llegó Panana con una misiva. La guerra existía y los estaba esperando. Güemes avisaba que Jujuy acababa de ser tomada por el enemigo y ordenaba a Loreto acudir de inmediato a su campamento volante, situado en las afueras de la ciudad ocupada.
La misiva liquidó el tiempo de reunión en el hogar de los Frías; a la mañana siguiente Pedro, su mujer, Eustoquio y Benita abandonaron Salta.
Como siempre que estaba por irse, Loreto no durmió buena parte de la noche pensando en sus hijos. No sabía si habría una gran nación para Eustoquio, pero sí que ya se cuidaba solo y había crecido con ella a su lado; en cambio Pedrito... Iban a ser tres años que Loreto no pasaba demasiado tiempo junto a él. Como otras noches antes de partir, se levantó y fue a mirar a su niño, que dormía. Le juró en silencio que volvería viva, que volvería bien, que ella, su papá y su hermano estarían con él como se lo merecía cuando se hubiera terminado esa guerra maldita... Pero... ¿se iba a terminar esa guerra alguna vez? ¿Acaso no empezaba a ser claro que ni las invasiones del enemigo ni los rechazos heroicos de los patriotas alcanzaban para perderla o ganarla?
¿Acaso la guerra no se estaba convirtiendo en una necesidad de la región económicamente paralizada, una especie de atroz modo de vida donde la matanza y el saqueo eran el trabajo de los pobres y el contrabando con el enemigo, el de los ricos? Loreto no toleraba recordar ahora las cosas que habían hablado con Pedro en esos días, no ahora que una vez más tenía que alejarse de su hijito para ayudar precisamente en esa guerra. Es que urgía ganar, era preciso antes de poder construir cualquier otra cosa. Y había que ayudar a Güemes porque él era lo más cercano a la patria que soñaban Pedro y Loreto, porque él obligaba a los que tenían mucho a dejar un lugar a los que no tenían nada, porque lo seguía el mulataje, los que no eran nadie, y porque una nación para todos no podría ser nunca ese virreinato americano con metrópolis en Buenos Aires que los porteños imponían. Con Artigas en el este, con Güemes en el norte, así tenía que ser. Había que ayudar a don Martín a terminar la guerra. ¿Pero cuántas familias acomodadas de Salta seguirían apoyándolo, si se terminaba? ¿Estaban atrapados en un callejón sin salida? ¿Era para dar vueltas en vano por ese callejón que su Eustoquio y su Pedro volvían al combate, que ella dejaba a su hijo más chico? ¿Y podía ponerse a pensar todo eso ahora, cuando las tropas españolas enviadas por el rey Fernando acababan de ocupar Jujuy y había que pararlas? “A nadar, que estás en medio del río”, se dijo Loreto; se lo había dicho ya muchas veces desde que empezó todo. ¿Terminaba alguna vez el río? Aunque la verdadera pregunta era: al llegar a la otra orilla... (pero no, prohibido formularla en esa noche)... Ni Pedro ni ella tenían vuelta atrás, ya habían elegido y seguirían nadando.
—Vas a estar bien. La tía Teresa te quiere mucho y te cuida, María es muy buena... Yo voy a volver —susurró Loreto al hijo, muy despacio.
El niño se movió en la cama, abrió los ojos, perdido.
—Mamá —murmuró. Le tomó la mano, la puso contra su mejilla y suspirando algo incomprensible volvió a dormirse.
Loreto se quedó quieta, sintiendo la mejilla suave contra su mano, firmemente decidida a no seguir pensando. Sin embargo, la pregunta tan temida llegó: un Pedrito ya crecido quería saber si había valido realmente la pena tanto esfuerzo. Si de verdad había valido la pena. “Habrá que ver cómo es la patria que te hicimos, la de tus hijos y tus nietos. En todo caso, no hay respuesta todavía”, se dijo su madre.
Regresó a su cama. Su marido dormía, respiraba con ese ritmo plácido que tanto conocía. Había pasado noches entre ronquidos febriles, temblores y sudor, comido por la fiebre; ella no había estado a su lado. Ahora pasarían muchas más noches antes de volver a sentirlo ahí en su costado. Acercó un poco más el cuerpo para percibir mejor el calor. Había que irse otra vez de esa cama, cada uno a su tarea. Era necesario y sí valía la pena porque no estaba todo dicho, ni mucho menos.