CAPÍTULO 1
EL PLAN

I

Al coronel Manuel Eduardo Arias le fastidiaban inmensamente los ruiditos que el anciano Uriburu hacía a cada rato. Era como un chasquido agudo, seguramente producido al poner la lengua cerca de los dientes, apretar los labios y succionar con fuerza. Cierto que eran pocos los dientes delanteros que todavía quedaban en la venerable boca del anciano, pero alcanzaban para hacer sonar el aire con un chiflido salivoso que producía verdaderos ataques de ira al coronel, sentado para su desgracia en el recto sillón de terciopelo verde ubicado inmediatamente a la derecha del que ocupaba Uriburu.

Hacía una hora por lo menos que había comenzado la reunión en la casa del doctor Gordaliza y todavía no se iba al grano. Esos hombres disfrutaban escuchando su propia voz y repitiendo por turno lo mismo, como si cada uno descreyera del valor de conceptos que no hubiera afirmado personalmente. Y así se acumulaban repetidas pruebas del despotismo del Canalla, su insaciable saqueo, sus contribuciones forzosas, los trabajos infames a los que condenaba a la gente decente que expresaba su legítimo desagrado, la imperdonable corrupción que había causado en la plebe, completamente descontrolada, ensoberbecida, inmanejable por su exclusiva culpa, las intenciones criminales con que exageraba la gravedad de la guerra y exacerbaba los ya encendidos odios de los dos bandos, todo para justificar el robo sistemático con que castigaba las arcas de quienes habían hecho la grandeza del país, las humillaciones sin nombre a las que sometía a los más nobles estamentos y el deterioro que había causado en la economía de la zona, otrora una de las más pujantes del virreinato, los atropellos a la moral y a los valores cristianos, tan caros para Salta y Jujuy... En fin, ejemplos infinitos y reiterativos demostraban el horror; cada uno tenía un caso personal para exponer, cada cual tenía su propia herida, su propio escándalo.

Ya había hablado uno de los salteños, Facundo Zuviría, y Arias se había distraído varias veces pero le parecía que los jujeños allí presentes (el afable doctor Gordaliza, Manuel del Portal, Isidoro Alberti, Pablo Soria, todos importantes personajes de la ciudad) también habían tomado cada uno la palabra. Así debía ser porque el anciano Uriburu, el que faltaba, supo que había llegado su momento y levantó su mano apenas, en un gesto casi imperceptible que, sin embargo, bastó para que todos callaran, respetuosos. Recién entonces, luego de un largo concierto de chasquidos húmedos y agudos que casi enloquecen a Manuel, el hombre empezó, con cascada voz monótona, su previsible discurso:

—Señores, la situación que nos reúne es gravísima —pronunció con voz teatral—. El tirano expolia las tiendas y las haciendas del sector más noble y sano del vecindario de estas distinguidas villas, para sostener con nuestro propio dinero una hueste innecesaria de escuadrones de forajidos asesinos, subhombres de razas indignas, basura de la humanidad. Mientras el déspota se nutre de nosotros, hunde la provincia en la ignominia falsificando dinero y se entrega al pecado con mujerzuelas de toda calaña, alienta a las bestias a su servicio para que, ignorando todo límite, ofendan incluso a las damas más nobles. Señores, esto es inaudito...

El anciano hizo una ruidosa pausa para seguir limpiando los amplios claros de sus dientes, y continuó:

—Este infame, la vergüenza de todos nosotros porque nacido en cuna respetable, ha resultado sin embargo ser el oprobio de nuestro linaje, este infame, decía, ¡este infame!, repito...

La voz, ya de por sí quebrada, se le quebró todavía más. Carraspeó y volvió a los chistidos, después siguió:

—... se atrevió a meterse con mi propio hijo, señores... ¡mi propio hijo! ¡Un joven culto y honesto, dedicado con su joven pasión a continuar los negocios que su padre emprendió con sacrificio y empeño! Mi hijo Dámaso, de natural nobleza y valentía, no sella sus labios frente a la injusticia. Por eso expresó en una tertulia, frente a gente digna y de su clase, su íntimo disgusto por la nueva contribución forzosa que el tirano que en mala hora gobierna nuestra intendencia acababa de imponernos. Dijo mi hijo que estaba harto de que le agitaran el fantasma del enemigo que incursiona en la frontera, artificio burdo con el que Güemes justifica la caterva de negros malvivientes que mantiene a costa de nuestros bolsillos. La frase llegó a oídos del tirano, sabemos muy bien que hay algunos malos hijos de Salta —malas hijas, debiera decir también— que llevan y traen cuentos al déspota. ¿Pero es que acaso ya no se puede hablar en nuestros salones? ¿Pero es que la dictadura es tan atroz que entre nuestra propia gente nos está prohibido expresar lo que pensamos? El déspota convocó a mi hijo y... señores...

¡lo arrancó de su hogar y lo envió a la guerra! ¡Lo destinó a la vanguardia ahí en el norte, quitándolo de su amada familia, de nuestra tienda, sometiéndolo a una vida de milicias entre gente despreciable! Y cuando el muchacho, retoño de la mejor estirpe de Salta, por fin pudo retornar —gracias a Dios, sano y salvo—, lo citó en su despacho para poder burlarse y le preguntó si ahora sí había visto al enemigo.

Arias lo había visto demasiadas veces como para no tener serios deseos de cerrar esa boca desdentada de una buena trompada en la mandíbula. No obstante, el final de la anécdota lo obligó a reprimir una sonrisa. El Canalla era lo que era, pero había que reconocer que tenía sentido del humor.

—Porque sabemos —se apresuró a decir el viejo Uriburu, mirando al coronel Arias— que los realistas están aquí muy cerca en el Alto Perú y valoramos profundamente el heroísmo patriótico con el que nuestras tierras son defendidas. ¡No somos necios ni imbéciles y amamos a la patria! ¡No despreciamos al enemigo! Pero cuando los realistas son hostigados más allá de todo límite, cuando es únicamente el odio el que dirige lo que empezó como una revolución justa, cuando un déspota se ensaña y exagera, lleva la causa más allá de toda razonabilidad, negándose a la paz, provocando hasta conseguir invasiones que precisa, que necesita para sus fines espurios, para su riqueza personal...

Arias dejó de escuchar. Respiró profundamente. Tenía náuseas, pero no había nada que hacer: era esa gente o era Güemes en el poder. “La política tiene sus reglas”, se dijo. “Entre todos los lujos que no puedo darme también está el de elegir a mis compañeros de juego”.

Estaba un poco harto de no poder darse nunca un lujo.

Cuando por fin Uriburu terminó la perorata. Arias pidió la palabra:

—Señores —dijo—, estamos todos de acuerdo sobre la calaña moral del déspota que castiga estas tierras. Ahora, ustedes y yo nos hemos convocado no sólo para pronunciarnos contra él sino para planear su caída. Entonces, si me permiten, pongamos manos a la obra. Hay aquí importantes representantes del pueblo de Jujuy y del pueblo de Salta, hombres de larga tradición en el poder; quisiera saber qué planes tienen y cómo puedo contribuir yo, en mi carácter de jefe militar de probado patriotismo, a que ustedes tengan éxito.

El doctor Facundo Zuviría tomó la palabra. Era un hombre de la edad de Arias, moreno y arrogante. Se trataba, opinó, de que el Cabildo salteño tomara cartas en el asunto. Alguien le objetó que eso habían intentado a finales del año anterior y había fracasado.

—Puede ser —admitió Zuviría—, pero aquél fue un movimiento casi improvisado, condenado por la urgencia y la desesperación con que por primera vez el sufrido pueblo salteño se resolvió a actuar. Ahora la situación es diferente, esta reunión lo prueba. Aquí estamos con la hermana ciudad jujeña, fraternalmente reunidos, y contamos con el honroso apoyo del coronel Arias, el jefe militar más patriota, valiente y arrojado de la Quebrada.

¿Era su imaginación, o en la voz de Zuviría había un levísimo tono de burla? Manuel se dio cuenta de que hacía rato que tenía los dientes muy apretados.

—Precisamente —intervino Gordaliza—, del coronel esperamos algo fundamental para tener éxito: la plebe ignorante está cebada y enardecida por Güemes, el Cabildo de Salta puede sustituir al tirano pero no cuenta con huestes leales para vencer las fuerzas armadas que lo sostienen.

—Eso no está tan claro —dijo rápidamente Zuviría.

—Comprendo —dijo Arias—. Será la guerra. Cuenten conmigo y con los jefes de la Quebrada, he hablado con ellos, están con nosotros.

Zuviría no respondió pero hubo gestos de aprobación en algunos sillones. De todos modos, la reunión siguió con más peroratas y poca concreción, mientras el jerez se libaba en abundancia.

Arias explicó que el problema era encontrar el momento adecuado. En estas circunstancias, él necesitaba estar en el frente del Alto Perú, después de las recientes incursiones de La Serna. Como todos sabían, solamente en enero el general español había vuelto a ocupar Jujuy, aunque sólo por pocos días. Luego de la rápida retirada, el ejército realista había recibido al general Canterac, enviado por el rey Fernando como Jefe de Estado Mayor; había claras señales de que en este momento estaban ahogando focos rebeldes del Alto Perú, a fin de dedicarse de inmediato a una nueva y más poderosa invasión sobre la provincia.

Comenzaba el mes de junio de 1818. Si bien era cierto que el triunfo de Maipú en Chile abría esperanzadas perspectivas de tomar Lima por el mar y consolidar tal vez definitivamente el triunfo de la revolución, también esto volvía más desesperada la situación de los realistas y permitía prever que penetraran nuevamente por el norte con todas sus fuerzas, para ganarle de mano a San Martín y obligarlo a ocuparse de este frente.

—Urge deponer al déspota —dijo Arias—, pero también es necesario estar alertas, porque si el enemigo vuelve a avanzar tendremos que olvidar por un instante el justificado odio que profesamos por Güemes, para ocuparnos de frenar al español.

Una hora y media después, lo único que se había resuelto era esperar que las circunstancias fueran propicias para conversar nuevamente. La decepción de los jujeños era evidente; los de Salta, en cambio, parecían satisfechos. Habían adoptado una actitud evasiva. Arias dejó a los conspiradores despidiéndose, intercambiando cortesías superficiales, y salió del salón con un profundo disgusto. “No sirven para nada”, se decía con amargura. “La situación no es propicia, pero ellos no sirven para nada.”

La sala estaba vacía; lo único que Manuel deseaba era irse de esa casa. Se asomó al patio a ver si veía a una criada para que le diera sus cosas, en cambio apareció María Dolores, la sobrina deshonrada de Gordaliza, llevando su capote y su sombrero. Lo miraba con una sonrisa ansiosa, solícita, culpable, profundamente melancólica. Arias sintió asco, tomó el abrigo y sin decir palabra le dio la espalda.

—¡Dolores, vení para acá!

Un grito de mujer imperioso atravesó la sala. La muchacha pasó delante de él y salió al patio, roja como un pimiento.

—¡No tenés vergüenza! —gritaba la voz— ¡Tendría que despacharte otra vez a la casa de tu padre, para que aprendas! ¡La próxima vez que venga el coronel te voy a encerrar con llave!

“Es una clase de inútiles”, se dijo Manuel mientras atravesaba a pasos largos la plaza. “Ni con los machos ni con las hembras se puede planear algo.”

II

Arias no supo que los conspiradores salteños regresaron a Salta y pasaron su informe reunidos en el mayor secreto a altas horas de la noche. El joven abogado Facundo Zuviría dirigió la reunión.

Allí estaban el anciano Uriburu y su hijo Dámaso, miembro del Cabildo, el que había sido enviado al frente para que viera al enemigo. Alto y delgado, Dámaso tenía un rostro anguloso donde todavía se leían los efectos de la horrorosa experiencia que había sido forzado a vivir. Los Uriburu eran importantes comerciantes de metales finos, dueños de explotaciones auríferas en el Alto Perú; pese a que sus empresas estaban seriamente detenidas por la guerra, acuerdos coyunturales con la gobernación les permitían realizar negocios, aunque más no fuera porque el gobernador Güemes precisaba de sus contribuciones a la patria.

También asistieron el doctor Pedro Antonio Arias Velázquez (que fuera asesor de Güemes y se enemistara con él definitivamente luego del enfrentamiento con French, años antes), Calixto Gauna, Baltasar de Usandivaras, Manuel Antonio López, Baltasar Antonio de Echazú, los hermanos Francisco y José Gurruchaga, Juan Marcos Zorrilla, todos prestigio pertenecientes a las familias distinguidas de la ciudad.

El joven abogado Facundo Zuviría dirigió la reunión, no sólo porque había estado personalmente en Jujuy sino porque ya sobresalía como uno de los conductores del grupo. Con los jujeños se contaba, anunció, y con Arias también. El problema era que, en esas circunstancias, voltear al tirano significaba para Salta ponerse en manos de ellos. Los jefes gauchos de Arias no eran muy distintos de los que comandaba Güemes, con la añadidura de que Arias era bastardo. A ver si terminaban cebando a otro Güemes, uno mucho peor, con el linaje sanguinario y holgazán de los indios.

Como el tirano, este comandante exageraba los problemas con los realistas; era evidente su falta de claridad sobre las urgencias de la patria en un momento tan negro como el que vivían. Y no había que engañarse: si Jujuy estaba dispuesta a participar en la conspiración era porque apostaba a conseguir por esa vía separarse de Salta, lo que deseaba todavía más que derrocar al déspota. Por eso era peligroso dar al comandante Arias y a Jujuy un papel demasiado protagónico.

Al informe de Zuviría siguieron largas evaluaciones y discusiones. El grupo convino finalmente en que la situación era difícil pero no había otro remedio que arriesgarse. Intentarían solos echar a Güemes de la gobernación. Por lo menos el primer paso, el fundamental que iniciara esta revolución tenía que pertenecer completamente a Salta, al Cabildo salteño, eso ayudaría a controlar las pretensiones de Jujuy. Si ellos destituían al déspota y oponían gauchos armados al desagrado de la plebe, no se pondrían en manos de Arias. Era sumamente arriesgado permitirle entrar con sus tropas en la ciudad sin saber si había otras armas dispuestas a sostener el movimiento. La tarea urgente era, entonces, obtenerlas.

Se acordó ocupar las próximas dos semanas en resolver cosas prácticas. Se podía ver qué pasaba con los gauchos de las propias fincas que Güemes aún no había reclutado, si era posible comprarlos de algún modo para que apoyaran. Tal vez se pudiera contrarrestar la corrupción de mentes que Güemes propagaba. También era conveniente hablar con Isasmendi: los realistas estaban tan interesados como ellos en librarse de Güemes y cuando la patria llamaba, era preciso deponer las diferencias.

Se decidió además solicitar al doctor José Ignacio Gorriti que estuviera dispuesto a asumir la gobernación cuando voltearan al tirano. El doctor Gorriti era una figura pública que no había manifestado abiertamente su aversión al régimen, no exaltaría los ánimos de la plebe. Después de todo, sólo se trataba de una destitución. A Güemes se le daría buen trato y simplemente se lo obligaría amablemente a abandonar Salta.

con su amigo Juan Marcos Zorrilla, un hombre grueso con voz de pito, de contextura fofa y tez muy blanca; caminaron juntos un buen trecho por las calles ya oscuras de la villa. Durante la reunión casi no habían intervenido, pero el aire de la noche y la soledad los movió a hablar; en susurros, criticaron con ganas casi todo lo que se había dicho. El plan les parecía tonto, arriesgado y absolutamente destinado a fracasar.

—No cierra por ningún lado —decía Uriburu—, no van a conseguir fuerza propia y terminaremos todos reclutados, exiliados, saqueados por el tirano. Es otro manotón de ahogado.

—Es verdad —asintió Zorrilla con tristeza—, en la situación que vivimos, todavía no se ve cómo vamos a lograr librarnos de Güemes. Yo creo que están actuando por pura desesperación. El asunto es no quedar pegados cuando todo fracase...

Dámaso no respondió. Aunque no lo reconocía, estaba más preocupado que su compañero: “a mí no me agarran más”, pensaba, “no voy a volver a exponerme a humillaciones”. Güemes le había avisado que el gobierno podía solicitar en cualquier momento que retornara a la frontera, con la vanguardia del comandante Urdininea, apostada muy cerca de Yavi, casi junto a los realistas. Y la próxima vez, le había advertido, no sería una breve excursión para que comprobara directamente la existencia y la ferocidad del enemigo, sino un destino por tiempo indeterminado.

Dámaso no pensaba arriesgarse. Había sido enviado al frente sin siquiera el grado de oficial, un insulto demasiado grave para alguien de su clase. Había tenido que aguantar órdenes de un mestizo sucio que le tomó ojeriza desde el primer momento. Había participado en asaltos salvajes, sin organización y regla alguna, propios de quienes no manejan el arte de la guerra; combates bestiales donde él, como hombre civilizado, sólo atinaba a buscar refugio. No. No iba a hacer nada que lo llevara a sufrir otra vez de esa manera.

Todo esto pensaba Dámaso; no obstante, se cuidó muy bien de hacérselo saber a Zorrilla mientras enumeraba inconvenientes objetivos para el buen funcionamiento del plan revolucionario. Y así, de crítica en crítica, los amigos se detuvieron en una esquina, siempre repitiendo sus opiniones, satisfechos por tanta coincidencia.

—Tal vez convenga mantenernos apartados de tanta locura — dijo suavemente Marcos Zorrilla.

—Tal vez... —contestó Dámaso despidiéndose.

Cada uno se encaminó a su casa por direcciones opuestas. Varios minutos más tarde una sombra oscura pareció surgir de la tierra. Con agilidad, la sombra trepó a la calle y se alejó sigilosa, evitando las zonas iluminadas por la luna, que esa noche brillaba más de la cuenta.

III

La señora Loreto Sánchez de Peón de Frías casi no había dormido en esos días, obsesionada por encontrar el lugar donde se estaba conspirando. Porque que se conspiraba otra vez era absolutamente obvio, estaba —como le gustaba decir a ella— en la naturaleza de las cosas.

En las semanas anteriores había habido algunas ausencias que la intrigaban. Era cierto que en tiempos de relativa paz el viejo Uriburu partía a menudo de Salta para ocuparse de su finca, pero la dirección que había tomado su carruaje al salir de la ciudad, según le informó Benita, llevaba derecho a la Caldera, no era la que conducía a sus campos. ¿Y qué iba a hacer ese hombre a la Caldera? ¿Visitar un campamento de milicianos? Lo más atinado era pensar que seguiría más al norte, hacia Jujuy, donde Loreto sabía que tenía contactos con otros comerciantes de metales preciosos, enojados como él con el gobernador.

Y justo al mismo tiempo el abogado Facundo Zuviría, ya tan destacado e influyente entre sus pares, se había ausentado de su casa. Loreto lo había sabido en una reunión femenina destinada a organizar la fiesta de primera comunión de la hija menor de Juana Moro, donde se dijeron tantas pestes de Güemes que ella consideró necesario agregar algún bocadillo afín, para alegría de la dueña de casa, quien creyó que su amiga estaba entrando en razones. La señora de Frías había asistido sin Benita a la reunión porque, como le explicó a la negra, era absolutamente inconveniente para sus objetivos. La hostilidad contra Güemes —ya abiertamente generalizada en el estamento blanco— agudizaba el odio contra las otras razas y esta vez Loreto no quería enfrentamientos ni provocaciones. Necesitaba que sus amigas pudieran sentirse más o menos cerca de ella; si no, le iba a ser difícil averiguar algo.

En efecto, su aparición sin la negra y algunas frasecitas estratégicas que dejó caer soltaron un poco las lenguas, pero nada que se dijo permitía pensar que algo concreto estaba en marcha; aunque, después de todo, si lo estaba, las mujeres no tenían por qué saberlo. Sólo una mención al azar de la hermana de Zuviría acerca de la ausencia de Facundo, dicha exclusivamente para lamentar que se hubiera llevado un tabaco estupendo que a ella le encantaba fumar en reuniones como ésas, llamó la atención de Loreto.

—¿Tu hermano no está en Salta? —preguntó asombrada.

—No, partió hace dos días.

—¡Qué mal momento para viajar, con tanto frío y los caminos infestados de gauchos matreros! —comentó una mujer— ¿A dónde fue, pobre?

—Creo que lo llamaron de Jujuy para hacerle una consulta jurídica. Algo así dijo, no sé bien.

La información era poca y débil como para sacar conclusiones: dos influyentes opositores de Güemes habían partido en una dirección similar, eso era todo.

En tiempos como ésos, si alguien quería viajar con cierta seguridad por los caminos donde una y otra vez gauchos y realistas combatían, precisaba un salvoconducto. Güemes informó a Loreto que efectivamente el doctor Zuviría había solicitado uno, aduciendo que lo requería una familia de Jujuy por una consulta jurídica. De Uriburu, en cambio, no sabía nada.

—Si también fue a Jujuy —comentó el gobernador—, puede haber viajado junto con Zuviría, para aprovechar la protección que otorgué.

—Entonces Uriburu prefirió que usted no supiera que él viajaba —dijo Loreto.

—Exactamente, tal vez porque un abogado que va a ocuparse de un asunto profesional no es sospechoso, pero dos opositores que viajan al mismo tiempo al mismo lugar sí lo son.

Loreto asintió, pensativa.

—De todos modos, son meras especulaciones, ni siquiera sabemos si realmente Uriburu fue a Jujuy.

—¿Quiere ir usted para allá?

—No vale la pena. Lo que fueron a hacer, si es que fueron a hacer algo, ya lo hicieron. Voy a esperar el regreso.

Loreto no necesitaba enviar a Benita a recorrer las calles con el toque de queda, la negra lo hacía por su cuenta, casi todas las noches. No solamente porque le encantaba vagar sola cuando todo estaba oscuro: Loreto sabía que su amiga había vuelto a visitar al joven mulato que vivía en las afueras y hacía años que le ofrecía en vano que se amancebaran. Lo sabía, pero nunca le había hecho el menor comentario. Benita era muy reservada con esas cosas y la señora sabía, además, que si iba a encontrarse con ese hombre era para paliar una soledad y una tristeza que, desde que había regresado de San Andrés, siempre estaban ahí en el fondo, más calladas o agazapadas detrás de los momentos de alegría, pero nunca ausentes.

Pero ahora precisaba un servicio especial de Benita, de modo que decidió aludir al asunto:

—Estás saliendo algunas noches —le dijo suavemente—. Sería bueno que lo hicieras todas, no algunas. Sistemáticamente, me refiero a la organización de las recorridas. Quiero que patrulles completa la ciudad.

—¿Completa? —dijo Benita con cierta aprehensión.

—Toda, completa.

—¿El barrio de abajo también?

—Desde luego.

La negra meneó la cabeza, dudosa.

—¿Qué te pasa? —preguntó Loreto— ¡No me digas que te da miedo!

—Bueno, tiene muchísimas lechuzas...

—Tiene lechuzas, claro, ¿y qué con eso? Puedes ver sus nidos en la fachada del convento de San Francisco. Dejaron las paredes sin revoque, los pájaros hicieron nidos en los huecos y de noche, como corresponde a su naturaleza, están despiertos y chistan, revolotean si sienten pasos, para defender sus crías. Vamos, hija, no hay nada misterioso en ello.

—No, de acuerdo... Pero es un poco impresionante.

—Benita, ¡vamos...!

—Y además está... el Farol.

—¡El Farol! ¿Pero desde cuándo crees tú en esas cosas?

—No creo, no creo desde luego pero... ¿y si fuera verdad? Cuentan cada cosa, señora, que se aparece a los que andan por ahí, que si una se queda quieta, el farol la quema y que si corre, el farol corre más rápido...

Loreto no lo podía creer.

—Vamos a ver, ¿estás tratando de decirme que eres capaz de infiltrarte en Humahuaca ocupada, de espiar al enemigo en sus mismas narices, de pelear a cuchillo y pistola en un combate, y que tienes miedo del Farol?

—Las otras cosas son humanas, señora... Cuestiones de habilidad...

—Benita, tú no creías en cuentos de blancos, ¿no recuerdas? ¡Si hasta dices herejías sobre Cristo! ¿Tanto trabajo que te tomas para aprender a leer en francés a Rousseau, y vienes con el Farol?

Benita bajó los ojos, avergonzada.

—No es que usted no tenga razón, es que a veces escucho cada cosa y me pregunto... si no será cierto.

—¡Pues no es cierto! —dijo Loreto con firmeza— ¡Y tú no crees tonterías! Vamos a ver, te refresco la memoria. Nuestras discusiones religiosas terminaron el día en que me dijiste bien clarito: “mire, señora, yo acepto la luz de la Razón y los librepensadores y todas esas cosas que usted me explica, pero en los santos a los que me confió mi madre, los que la protegieron desde el África, en ellos yo no voy a dejar de creer, lea lo que lea. Porque además ellos hicieron que yo la conozca a usted”. Y yo te dije que bueno, que con tus santos no me metía... ¡Pero con tus santos, no con el Farol! ¡Por favor, hija! Necesito que vayas también al barrio de abajo, necesito que vigiles todo, por favor...

—Está bien —dijo resuelta Benita—. Voy a ir y me voy a repetir todo el tiempo que son todas patrañas. Porque lo son... ¿verdad? Tienen que serlo...

—Patrañas para gente ignorante, mujer. Tú no eres ignorante.

—Yo no soy ignorante —repitió Benita para convencerse.

—Gracias. Recorres todo, entonces, incluyendo el barrio de abajo con sus lechuzas. Vamos, ve y estate muy atenta.

—Estaré... ¿Qué está esperando, señora? ¿Conspiradores nocturnos revoloteando como las lechuzas?

Loreto sonrió.

—Nunca se sabe —dijo—. Si yo ando insomne tratando de encontrarlos, ¿por qué ellos van a estar durmiendo?

Y por fin una de esas noches, en efecto, a pocas cuadras del barrio de abajo, de donde regresaba ya sin miedo después de varias veces de patrullarlo, Benita escuchó unos pasos y unos susurros que venían por la cuadra en dirección hacia ella. Con su vista nocturna logró distinguir dos siluetas todavía algo lejos, se lanzó a la acequia, bastante seca en ese invierno sin lluvias, y una vez allá se trepó a un pequeño terraplén donde se agazapó muy quieta, dispuesta a esperar.

—¿Venían del barrio de abajo? —preguntó Loreto.

—Puede ser que sí, o que vinieran desde el norte y hubieran doblado justo en la esquina anterior, la verdad es que no puedo asegurarlo. Además hablaban en susurros, señora, y a las ranas se les dio por cantar de más, había mucha luna. Igual no pude ver quiénes eran, pero sí le digo que eran copetudos y opositores, y que hablaban de un plan que era una locura, o algo así. No sé, me llegaron palabras sueltas. Escuche ésta, la más interesante: “Zuviría”. La escuché dos veces, por lo menos. Y “van a fracasar otra vez”, y “no hay garantías”, con la voz un poco más alta, porque se ve que estaban un poco enojados.

—¿Dijeron algo de Jujuy?

—No, que yo haya escuchado. Pero cuando se despidieron habían quedado en algo, uno dijo “mantenerse apartados de tanta locura”. No discutían, estaban muy de acuerdo.

Loreto se quedó callada con el ceño fruncido. Benita le alcanzó el mate.

—¿Hay algo más, Benita? ¿Algo más que te acuerdes? ¿Algo de la escena, de tus impresiones, que no me hayas dicho?

—Sí —dijo la negra después de pensar—, yo no vi más que siluetas de lejos, y después, desde el terraplén, oía pero no podía mirar. Pero cuando vi las siluetas... usted sabe que yo veo muy bien en la oscuridad...

—¡Sí, niña, continúa! ¡Cómo te gusta mandarte la parte!

—Bueno, con mis ojos especiales yo puedo asegurarle que uno de ellos era bien gordo y bajito, un tanto tapón; el otro, en cambio, era alto y anguloso, así de lejos parecían pareja para el circo...

—Ese que parecía tapón... ¿hablaba con voz aguda? Bueno, ¿había alguno con voz aguda?

—Señora, susurraban solamente... ¡No, espere! ¡Sí! Uno pareció de voz aguda al final, cuando levantó un poco el tono. Sí, debe de tener voz aguda. Y el otro bien gruesa, cuando se despidió, ahí levantó la voz y le salió bien gruesa.

—Bien... —dijo Loreto—, si es como yo pienso, no hay que hacer nada. Esto se va a arreglar solo.

IV

Dos días después, al salir de su casa escoltado por la custodia, Güemes vio que un carruaje detenido enfrente, bastante más atrás, se ponía en marcha. Panana lo advirtió y ordenó a sus hombres dar la vuelta hacia el coche, pero Martín los frenó.

—Esperen, muchachos. Vengan conmigo, quiero ver yo qué pasa. Se adelantó hacia el carruaje, que se detuvo como si lo esperara.

Las cortinas estaban cerradas, Güemes sacó su pistola. Podía sentir a sus cuatro hombres a su espalda, listos para atacar.

—Gobernador, soy Dámaso Uriburu —dijo una voz temblorosa—. Lo estaba esperando, preciso hablar con urgencia con usted.

La cena había estado exquisita. Las humitas eran una verdadera especialidad de doña María Trinidad. La conversación había transcurrido amable y dicharachera entre el gobernador Güemes y el doctor Calixto Gauna, alcalde de primer voto del Cabildo. Primero se comentaron los resultados un tanto preocupantes del balance contable que se había hecho en enero sobre los fondos de la intendencia, y aunque los dos coincidían en que la hacienda pública había sufrido sensible quebranto respecto del año anterior, el gobernador sostenía que la situación era mejor de lo que podía esperarse y subrayaba la efectividad de

públicas en estos tiempos de guerra. El alcalde asentía calurosamente y añadía elogios a la habilidad del gobernador.

Contento con el buen clima y el excelente vino blanco que regó con abundancia la comida, don Martín contó algunos chistes que fueron ruidosamente festejados por el doctor Gauna, chistes bastante obscenos a los que la anfitriona, mujer callada y bastante fúnebre, de acuerdo con su impresión y la de otros caballeros que habían estado en esa casa invitados por Güemes, dedicó un rápido gesto de desagrado.

“La puta se las da de santurrona”, pensó el doctor Gauna.

—Don Martín, tal vez estemos hiriendo los delicados oídos de una dama —dijo, mientras dirigía una afable sonrisa a su anfitriona.

—¡Por favor, no se preocupen por mí! —exclamó ella, incorporándose—, voy a hacer servir los postres, es mejor que los haga llevar al salón, así ustedes fuman tranquilos y conversan a solas, estoy segura de que tienen asuntos importantes para hablar.

En el amplio salón crepitaba el fuego. Cerca de la chimenea, sobre una mesita, brillaba una bandeja de plata donde esperaban la botella de cristal labrado llena de jerez y dos copas previamente calentadas. Rosaura entró con las natillas con canela y los dulces. Güemes esperó a que su invitado terminara de comer, le ofreció dulces y un cigarro, prendió uno él y acomodándose en el recto sillón tapizado, dijo alegremente:

—¡Esto es vida, mi querido amigo! ¡Nada como estar aquí con usted, un colaborador leal, disfrutando del calorcito de la sala mientras hace tanto frío en la ciudad!

El doctor Gauna sonrió.

—Ha sido una cena estupenda, es usted un hombre afortunado al tener un sitio de esparcimiento como éste, tan amable, con una anfitriona como doña Trinidad, exquisita y estupenda cocinera... En fin, es realmente un lugar para olvidar las preocupaciones.

—Sin duda —apoyó Martín—, no sé qué haría sin este refugio. Porque usted sabe, doctor Gauna, que las preocupaciones son muchas, agobiantes... Felizmente cuento con gente como usted, pero no nos engañemos, no todos los que están alrededor son así de nobles y leales...

El doctor Gauna se puso serio. Güemes lo miró en silencio con ojos fijos, penetrantes, como esperando que dijera algo. Nada dijo el otro y Martín sonrió súbitamente y continuó con tono despreocupado.

—No, no todos... Qué vamos a hacer... En realidad, don Calixto, no tome con mucha gravedad lo que voy a decirle porque hace tiempo que estoy acostumbrado y no me afecta, pero debo reconocerlo: estoy rodeado de traidores.

—¿Traidores, gobernador? ¡Pero eso es terrible!

—¡Pero no, querido amigo, pero no! ¡Terribles son otras cosas, no eso! ¡Si algo existe en Salta desde siempre es la traición, el engaño, las sonrisas encantadoras y las declaraciones de amistad eterna que no quieren decir sino lo contrario! ¡Vamos, usted debe de saberlo! ¡Si es la primera lección de educación y modales que recibe nuestra clase! ¿Se sirve usted más jerez?

—No, gracias, gobernador.

—¡Pero no sea tímido, hombre, tome un poco más, que es un jerez exquisito y es un gusto convidarlo! Lo conseguí hace poco, no me pregunte cómo pero es español de pura cepa, una delicia. En fin, cosas de don Francisco Gurruchaga, ¡que se las arregla para vender cada producto maravilloso, incluso en estos tiempos de guerra...! A propósito, ¿hace mucho que no ve usted a los hermanos Gurruchaga?

—Eh... no, no hace mucho. Los crucé la vez pasada por la recova.

—Les va estupendo, ¿no es cierto? Su tienda siempre está colmada... y además parece que han hecho buenísimos dividendos en la última excursión a la frontera, ahora que son prestamistas de oficiales españoles y tienen que ir a cobrarles las deudas... —Güemes lanzó una carcajada— ¡Prestamistas del enemigo, qué notable! Bueno, usted sabe, negocios son negocios. Y, además, en este caso no expresan sino la superioridad de la patria sobre estos realistas condenados a la decadencia... En fin, usted recuerda, ¿no?, cómo a principios de este año yo les conseguí el permiso de La Serna para que pasaran a tierra enemiga, ni más ni menos que a cobrar sus deudas, y de paso les permití llevar mercadería para vender a los españoles. ¡Nada de armas ni caballos, desde luego! Por lo menos en lo que se puede controlar desde acá, claro...

Martín volvió a callar y a agujerear con los ojos al alcalde que, molesto, se puso a observar el fuego.

—Arde lindo —dijo Güemes—, y afuera hace frío. Pobre el gauchaje ahí en los ranchos, ¿no?, con los changuitos tiritando bajo los ponchos... Lo bueno que sería para ellos tener dinero para una casa como ésta, estas paredes que protegen, estos techos... Sé que querían comprar gauchos para que me combatieran, pero les va a ser difícil...

¡A menos que les den una casa a cada uno!

Hizo una pausa risueña, festejando su ocurrencia.

—¡Por cierto eso estaría bueno para ellos! Pero nunca nadie está dispuesto a pagarles tan caro... Dígame, doctor Gauna, ¿cuánto costaría levantar una casa como ésta? ¿Cuatro mil pesos, cree usted?

—Tal vez... —murmuró el alcalde—. Si no es de altos, un poco menos.

—Claro, y quién quiere una casa de altos, ¿no? Cuatro mil pesos... De la visita al general Canterac y las tropas españolas, el Pepe Gurruchaga trajo más de 4.000 pesos, entre recaudación de deudas y ventas... ¿Qué me cuenta? Eso sí que es una fortuna. Por supuesto, no fue ni contrabando ni traición a la patria, jamás harían algo así estos caballeros nobles, pertenecientes a uno de los linajes más sanos, más puros de nuestro vecindario. Lo hicieron con mi explícito permiso, como usted supo. ¡Todo adentro de la ley!

—Sí, desde luego...

—La pujante tienda de los Gurruchaga supo hacer fortuna durante el virreinato y no va a ser el gobernador Güemes quien le impida hacerla ahora, ¿no es verdad? Venden los mejores esclavos, los mejores paños y consiguen un jerez, amigo, ¡un jerez!... Bueno, a las pruebas me remito.

—Usted ha hecho mucho por el bienestar y la defensa de Salta, gobernador.

—Gracias, don Calixto, muchas gracias. Pero vea, yo le hablaba de mis preocupaciones... Una cosa es saber que estoy rodeado de traidores, otra es enterarme de algo tan desagradable como que los hermanos Gurruchaga, que en este mismo año obtuvieron de mí la licencia para sus pingües negocios, andan participando en reuniones contra la autoridad de esta intendencia.

—¿Está usted seguro de lo que dice? —preguntó el alcalde revolviéndose en su silla, intentando mirar a Güemes a los ojos.

—Absolutamente —dijo el gobernador con voz seca—. Y no sólo es cosa de los Gurruchaga —agregó suavizando el tono, confidencial—. ¿Sabe usted que muchos otros miembros del Cabildo están conjurados?

—¿El Cabildo?

—El Cabildo, donde es usted el alcalde de primer voto, ni más ni menos.

—Gobernador, ¡esto es un escándalo!

—Pero es así. Sé que hasta planearon sobornar gauchos y armarlos contra mí. Eso me da risa. Pueden tirarles unas monedas y armarlos, desde luego, pero de ahí a que realmente me ataquen... Ser pobre e ignorante, doctor, no hace a la gente ni idiota ni suicida. En cambio estos conjurados... No vamos a hablar de idiotez, desde luego, en gente de cuna tan noble, y mucho menos de suicidio en gente tan cristiana. Digamos que tienen modos insólitos de razonar, ¿no cree? Por un lado, todo lo evalúan de acuerdo con el dinero que pueden ganar en sus negocios, ¡y por el otro, quieren echar su plata a la basura, sobornando gauchos para que peleen contra su Tata Martín!

—Evidentemente es disparatado —dijo Gauna con un hilo de voz. Güemes tomó otro cigarro y volvió a servirse jerez, pero esta vez no le ofreció nada a su invitado.

—Vea, Gauna —dijo con grosería—, basta de juegos. Conozco exactamente cada nombre que concurrió a esa reunión, cada detalle que se habló. Puedo engrillar a cada conspirador, uno por uno... empezando por usted, y confiscarlos a todos. Estoy dispuesto a hacerme el tonto si esto no llega a mayores, así que ya sabe lo que tiene que hacer.

Hubo un silencio largo.

—¿Está claro? —preguntó Güemes.

—Esta claro, gobernador —respondió el otro en un susurro.

—Perfecto. Ahora puede irse. La Rosaura le dará su abrigo y lo acompañará a la puerta.

Sin agregar una palabra, sin siquiera despedirse, Güemes se levantó y le dio la espalda. Alto, erguido, marcial, atravesó el salón. Como si fueran los pasos exactos de una danza extraña, Rosaura entró casi de inmediato llevando la levita y la galera del alcalde de primer voto del Cabildo. Gauna se la puso mientras sentía una aguda puntada en los intestinos. Por supuesto, las humitas que había preparado la puta le habían caído como el mismísimo diablo.

—Jaque —dijo Loreto. Güemes movió el alfil.

—Jaque —dijo después de tres jugadas.

—Esto va a ser tablas, me temo —murmuró Loreto.

Estaban en casa de la señora, sentados frente a la coqueta mesita de juego de don Pedro, taraceada en nácar, que a Loreto tanto le gustaba. El fuego ardía a un costado en ese helado mes de julio.

—Voy a tener que resellar la moneda falsa —habló de pronto Martín—, no puedo sostener más la situación.

—Está bien, gobernador, sirvió en su momento. La provincia puede absorber la crisis, ¿no?

—Tendrá que poder, no hay otro remedio. Voy a poner a opositores acérrimos a controlar la operación, me tienen harto con su indignación hipócrita, ya no saben cómo calumniar.

—¡Mire que sacaron beneficio de la moneda falsa! ¡No tienen vergüenza!

—No la tienen, es verdad. A propósito, doña Loreto, no sé si usted dormía o qué mientras pasaba, pero hace dos semanas desbaraté una conspiración para destituirme en el Cabildo.

—Ah, sí, claro —dijo Loreto moviendo la reina—. Jaque. Facundo Zuviría a la cabeza; le contó todo Dámaso Uriburu y usted se ocupó, ¿verdad?

—Y ahora el hipócrita de Zuviría se fue a Tucumán hasta que se me pase el enojo, y para que lo perdone anda diciendo a todo el mundo que yo nada sabía de la moneda falsa, que mis enemigos se ensañan... Qué repugnantes son, doña Loreto, qué cobardes son. Señora, si sabía, ¿por qué no me lo contó? Su trabajo no es jugar al ajedrez, no sé si lo tiene claro.

—Qué pena por su caballo... Esto es tablas, don Martín, tiene razón. Y usted, ¿cómo no chequea la información conmigo, cuando la obtiene?

—Digamos que yo soy el gobernador y no tengo obligaciones con usted —dijo Güemes de mal modo—, pero usted es mi subordinada y tiene la obligación de cuidarme precisamente de problemas como éste.

—¿Empezamos otra partida? Usted juega con blancas.

Martín la miró fijo, ella le clavó los ojos azules cálidos, levemente sonrientes.

“¿Será fiel al marido?”, se preguntó Güemes, pero en cambio dijo:

—¿Por qué no me avisó, si lo sabía?

—Porque estaba segura de que usted se iba a arreglar muy bien solo, gobernador. Después anda diciendo que me meto cuando no es necesario...

V

Un año más tarde, en agosto de 1819, volvió a realizarse una reunión en Jujuy, en la que participaron conspiradores salteños. Muchas cosas habían pasado en ese tiempo. A mitad del año 18, casi al mismo tiempo que Martín desbarataba la incipiente conspiración para derrocarlo, Belgrano volvió a plantear la necesidad de ponerse en marcha hacia el norte para terminar con los realistas en el Alto Perú. Convocó entonces a Güemes, a quien nombró general de su vanguardia. El gobernador reunió al Cabildo, que aprobó el proyecto y las contribuciones forzosas que se requirieron del vecindario para armar el ejército. Los Gurruchaga, por citar un caso anecdótico, fueron impuestos con una contribución de 4.000 pesos.

Los preparativos para la cuarta campaña al Alto Perú, que nunca se llevaría a cabo, entraron en una etapa complicada. Era difícil para Güemes y Belgrano ponerse de acuerdo, mutuos resquemores los paralizaban. El gobernador necesitaba armas y pertrechos para su gente, pero si bien el general porteño afirmaba estar dispuesto a enviárselos, no concretaba las entregas aduciendo mil pretextos. Por su parte, cuando Belgrano manifestaba la necesidad de pasar con su ejército a Salta para comenzar la campaña, Güemes no lo aceptaba, preguntándose si no era todo un teatro montado para repetir la aventura de Rondeau e invadir la provincia.

mentir la seriedad de las intenciones de ambos jefes respecto de iniciar la cuarta campaña al Alto Perú. No obstante, el gobernador se valió de esa campaña para recolectar significativos medios que no usó para enriquecerse, como dijeron calumniosamente los comerciantes de Salta, sino para sostener a sus milicias en una guerra patriótica nunca ofensiva, cuyo probada eficacia defensiva era condición sine qua non para que el general San Martín, por otra vía y otros medios, se concentrara en sus planes de llegar al gran bastión realista de la ciudad de Lima y terminar así definitivamente, junto con el general Bolívar, con los realistas en América.

De todos modos, incluso si existieron las intenciones de emprender la nueva marcha, a principios del año siguiente se acabó toda discusión al respecto: Buenos Aires había ordenado al general Belgrano que bajara a Córdoba con sus tropas para tomar parte en la guerra contra los caudillos del litoral. Lo mismo ordenó a San Martín, quien desobedeció abiertamente y siguió ocupándose de lo único que a su juicio correspondía: combatir con los españoles. Pero Belgrano no hizo lo mismo. Gravemente enfermo y con un ejército deteriorado por tantos años de inactividad, se puso no obstante en marcha hacia Córdoba en febrero de 1819, dando por terminado cualquier proyecto libertario para el llamado Ejército del Norte.

Un año después, ya muy grave por la sífilis que lo torturó toda su vida, Belgrano tuvo que abandonar definitivamente el ejército reinstalado en Tucumán, para irse a morir a Buenos Aires. Lo expulsaba el golpe manifiestamente antiporteño de don Bernabé Aráoz, quien volvía a dirigir esa provincia gracias a una revolución contra el gobernador que había puesto Buenos Aires. El general Belgrano fue el primer reo de ese movimiento armado, pese a que durante la primera gobernación de Aráoz había otorgado al caudillo tucumano, enemigo declarado de Güemes, toda su confianza, apoyándolo más o menos desembozadamente contra Salta. Perseguido por el nuevo poder, en la soledad más absoluta, acompañado sólo por un puñado de fieles amigos, entre los que estaba su inseparable médico de cabecera, el escocés Joseph Redhead, radicado en Salta, Belgrano consiguió que lo dejaran partir a Buenos Aires, donde murió el 20 de junio de 1820 sumergido en la pobreza, entre la indiferencia y el reproche de un puerto que ni le agradecía su entrega incondicional ni le perdonaba su ineficiencia.

Mientras tanto hubo novedades en la familia del gobernador Güemes: en 1819 se supo que doña Carmen Puch había vuelto a quedar encinta, para inmensa alegría de su esposo y oscura rabia de la escandalosa mujer que éste mantenía en una casa de atrás de la Merced, a quien algunos en Salta llamaban, recordando a una manceba anterior, la nueva Venus del Alto.

Enterada como siempre por los chismes que recogía Rosaura, nunca por boca del hombre al que había consagrado su vida, doña María Trinidad no consideró esta vez que su amante mereciera la generosidad que tantas veces le había obsequiado y dejó sin resistirse que la ganaran el rencor y la envidia, demostrándolos del modo en el que ya era una verdadera especialista: con pequeñas maldades imperceptibles, ardides solapados.

En marzo de 1819, mientras el ejército regular porteño se ocupaba de combatir a caudillos criollos, el ejército real abrió una vez más la campaña contra las Provincias Unidas del Río de la Plata y fue una vez más acosado por el coronel Manuel Eduardo Arias y sus jefes, a lo largo de 60 leguas. El general Canterac, al mando de la vanguardia, ocupó Jujuy el día 26 antes del mediodía. Como de costumbre, el general Güemes organizó la resistencia. Los gauchos sitiaron la ciudad y la castigaron con guerra de recursos, hasta que La Serna ordenó la retirada y estacionó el ejército en Tupiza, Moraya, Mojo y Talina, tierras pacificadas del Alto Perú.

El coronel Arias fijó su cuartel en Humahuaca y dirigió sistemáticos hostigamientos sobre la tierra enemiga, cerrándoles la posibilidad de aprovisionarse hacia el sur. El general La Serna quedó prácticamente encerrado en esas poblaciones del Alto Perú y realizó constantes y breves incursiones de poca significación que Arias y sus jefes rechazaron cada vez.

Alrededor del mes de mayo, el virrey designó a La Serna para que creara un nuevo ejército que llamó Ejército del Centro. Su objetivo era instalarse en Oruro, para poder acudir hacia Jujuy si se precisaba, o hacia la costa de Lima, en caso de que San Martín, definitivamente dueño de Chile, atacara por mar, como todo parecía indicar que ocurriría. La Serna dejó en Tupiza el ejército del Perú al mando del general Canterac.

Era evidente que la guerra se iba a definir relativamente pronto, y no precisamente en la zona en la que Güemes combatía. Por esta época, el odio que la clase dominante profesaba contra el gobernador llegaba a niveles de ferocidad nunca antes conocidos, mientras que el amor y la lealtad de los gauchos —“el mulataje”, como decían despectivamente los blancos, ignorando a sabiendas la sangre india y mestiza, además de la africana— alcanzaban una intensidad jamás vista.

En una palabra: en Salta la guerra contra los españoles había movilizado las más acendradas estructuras de la injusticia social. Hacía tiempo que otra guerra parecía ser mucho más urgente e importante para quienes sentían su dominio amenazado.

VI

Por eso, en agosto de 1819 una nueva reunión tuvo lugar en la casa del gobernador Gordaliza, y aunque el coronel Arias asistió con fastidio y escepticismo, esta vez los resultados fueron muy diferentes. Por empezar y para su alivio, no asistió el venerable padre de don Dámaso Uriburu, quien desde hacía ya un tiempo había interrumpido sus ruidos bucales para ir a ocupar una respetable tumba. Estuvieron en cambio, enviados por Facundo Zuviría y en nombre de los conjurados de Salta, don Francisco Gurruchaga y don Mariano Benítez. El tono era ahora menos quejoso y más perentorio, Arias se sintió mejor.

—Estamos decididos —dijo Gurruchaga cuando le tocó hablar—. Es evidente que si no juntamos fuerzas, no vamos a poder librarnos del tirano. Hay que mirar las cosas con realismo y audacia, no es hora de vacilaciones mujeriles.

—Si vamos a mirar las cosas con realismo —dijo serenamente Arias—, vamos a decir entonces que destituir a Güemes no sirve, es un jefe demasiado influyente. No queda otro camino que eliminarlo. Señores, yo digo que hay que matar a Martín Güemes.

Un suave murmullo de aprobación recorrió el salón, se veía que muchos habían llegado a esa conclusión y le agradecían que fuera él, un hombre que por su origen tenía inclinaciones sanguinarias, quien la pronunciara. El corazón de Manuel empezó a latir apasionadamente. Había esperado demasiado ese momento.

—Muy bien —dijo Gordaliza—. Estamos de acuerdo. Usted, mi querido amigo, que ha demostrado tantas veces ser un hombre de guerra leal y de espíritu cristiano, carente de cualquier ensañamiento, ha hablado con inteligencia y audacia.

—Yo no digo lo que no estoy dispuesto a hacer. Voy a combatir personalmente con Güemes y acabaré con su vida —dijo Arias con la voz vibrante.

—¿Y cómo piensa lograr usted semejante cosa, si se puede saber? —inquirió Benítez con fastidio.

Arias no entendía.

—Todos sabemos —explicó Benítez— que el tirano es un cobarde que se escuda detrás de su custodia de negros sucios y delincuentes, nunca pone el cuerpo en una batalla.

“Son envidiosos, sisean como serpientes”, pensó Manuel, otra vez ganado por el asco. Conocía demasiado bien esa guerra, sabía lo que se esperaba de un general en jefe y había actuado en acciones combinadas con Güemes las suficientes veces como para saber que ésas eran maledicencias de cobardes incapaces de arriesgar el pellejo pero rápidos para criticar a quien tomaba la guerra en sus manos. Pero no era el momento

diera a su peor enemigo, no por lo menos hasta después de liquidarlo.

—Yo me encargo de que se enfrente conmigo —dijo secamente—. Conozco bien a Güemes. Esperen que venga a mi base de operaciones, cosa que hace cada vez que hay avances enemigos. Entonces me bato con él y lo mato.

La serena decisión de Arias causó admiración en el auditorio, pero don Francisco Gurruchaga se opuso tajantemente: era un plan tremendamente arriesgado. El coronel defendió con énfasis su idea.

—No dudo de que lo venza usted en combate abierto, coronel —lo calmó Gurruchaga—, no se tome, por favor, mis reparos como una afrenta personal, conocemos su heroísmo y sus dotes militares. Pero no podemos arriesgarnos a que se juegue a cara o cruz el destino de la patria en un combate; una batalla se gana o se pierde, ¿y qué pasa si Güemes lo derrota a usted? Convengamos que puede ser improbable, pero no puede negarme que es una posibilidad. ¿Vamos a perder una pieza fundamental, un aliado clave como el coronel Arias y sus fuerzas armadas? No, coronel, no se ofusque, por favor, el plan tiene que depender de usted, pero también de Salta. No podemos darnos el lujo de poner en juego todo el proyecto en estas horas urgentes para la patria...

“No podemos darnos el lujo” pensó Arias, derrotado. “¿Alguna vez me podré dar yo algún lujo, maldito sea?”

—Lo que dice don Francisco suena atinado, coronel —dijo suavemente don Manuel del Portal, integrante del Cabildo jujeño.

Otros mostraron también su apoyo y la propuesta de Manuel se desechó rápidamente.

—Señores —dijo Mariano Benítez—, el coronel Arias quiso que habláramos claro y claro vamos a hablar. ¡Güemes es un tirano, un Calígula, un Nerón! Y a los tiranos no se los mata en combate abierto sino en emboscadas. Es desagradable, sin duda, pero no hay otro remedio. ¡Señores, necesitamos el cuchillo de Bruto en el senado, necesitamos el veneno de...!

Benítez no se acordaba el nombre, pero sabía que había un emperador que había sido envenenado.

—¡De Marat! —dijo Isidoro Alberti con suficiencia.

—¡No! ¡A Marat lo mataron en la bañadera! —terció Gordaliza. Todos empezaron a gritar al mismo tiempo. “¡El áspid de Cleopatra!”, “¡el anillo de Lucrecia Borgia!”, “¡el caballo de Calígula!”.

Arias los miraba atónito. Suspiró. ¿De qué hablaban estos farsantes? Benita se estaría riendo de ellos a carcajadas. En todo caso, aunque no se les entendiera nada, algo sí se entendía, y no le gustaba ni un poquito.

—¡Señores, por favor! —dijo de pronto Gurruchaga, de mal humor.

Todos se callaron.

—Lo que precisamos —resumió Francisco con satisfacción— es un crimen palaciego.

Era evidente que los dos salteños actuaban de consuno, perfectamente orquestados. Habían acudido a esa reunión con las cosas muy claras. Rápidamente se explicaron, turnándose como un dúo que ensayó bien cada parte: la plebe estaba armada y ensoberbecida, no iba a tolerar ningún movimiento revolucionario que pergeñara el Cabildo contra su amado jefe. Estaba visto que no había modo de destituir a Güemes por las vías legales para después condenarlo a muerte y fusilarlo, como hubiera debido hacerse, si el tirano no hubiera corrompido a tal punto el orden social. Era él, con su maléfica incidencia, el que volvía imposible cualquier procedimiento legalista; era él el único responsable del horrendo camino que ellos emprendían, el verdadero criminal. Se trataba, no había otro remedio, de terminar con él a escondidas, en un atentado muy exacta, cuidadosamente planeado, y ocultar su muerte hasta que entraran a Salta tropas capaces de mantener el orden y contener al gauchaje.

—Aquí es donde su figura es fundamental, coronel Arias —dijo Gurruchaga—. Usted debe mantenerse completamente aparte del crimen, no debe estar en Salta cuando suceda y no puede dar en ninguna circunstancia motivos para que se lo asocie con él. Entonces Güemes está muerto, la plebe no tiene tiempo de reaccionar y usted entra a la ciudad y pacifica, se horroriza por la sevicia homicida y promete a todas voces castigar el crimen, investigarlo hasta las últimas consecuencias, en fin, calma a las fieras mientras pensamos cómo reconstituir y sanear el orden. ¿Qué les parece el plan?

Arias escuchaba sin hablar. ¿Ni siquiera podría quedar en la historia como el que había terminado con el Canalla? Era todo precisamente al revés de lo que había soñado. ¿Y para él qué había a cambio de ayudar a esos pelafustanes?

—Parece un plan posible —dijo lentamente don Pablo Soria, un comerciante jujeño de origen vasco que, instalado desde hacía mucho en estas tierras, estaba particularmente disgustado con Güemes porque nunca lo había apoyado en sus proyectos de explotación maderera.

—Suena razonable —coincidió Isidoro Alberti—. ¿Pero cómo se organiza el atentado criminal? No se me ocurre el modo.

—Pues porque está usted en Jujuy —dijo Gurruchaga con suficiencia—, y el atentado tiene que llevarse a cabo en el espacio más íntimo de Güemes, para poder ocultarse. En su propia casa, en su propio patio, en el de su hermana, en el de su querida...

Arias recordó de pronto la mirada franca, dolida y profunda de María Trinidad. Lo recorrió un estremecimiento de desagrado: ¿es que estaba pensando como ellos? ¿Tan fácil era pensar como ellos?

—Hay que buscar el asesino en el entorno más íntimo de Güemes —insistió Gurruchaga—. Si nos permiten... nosotros hemos hecho algunos tanteos, aunque insuficientes...

—¡Por favor, hable sin miedo! Todos comprendemos la urgencia de esta situación —lo alentó Gordaliza.

Arias miró extrañado a Gordaliza, a él también le brillaban los ojos con ferocidad. “Es increíble, están todos felices de ser tan sucios y cobardes.” ¿Pero era así, realmente? ¿No había justicia, además de suciedad y cobardía? En un ramalazo, recordó los ojos suplicantes con que María Dolores lo había mirado más de un año atrás, cuando en la reunión anterior burló el encierro para llevarle su capote. Gordaliza odiaba al Canalla y tenía motivos. “Yo también tengo motivos. ¿Qué me pasa? ¿Acaso no quiero matarlo? ¿Acaso no es justo hacerlo? ¿Acaso no tengo derecho a ocupar el lugar que me merezco, no soy yo el jefe que se necesita?”

—Un momento, señores —interrumpió de pronto—. En el plan que están exponiendo yo llego a Salta y tomo el poder.

Lo miraron asombrados. Él no sabía tampoco muy bien por qué había hablado, ¿había querido preguntar, confirmar? De pronto entendió: ellos lo precisaban, no tenían otro. Le ofrecían lo que siempre había soñado: ser el jefe, el primero, ocupar el lugar de Martín Güemes en la intendencia de Salta. No les habría sido fácil llegar a admitir que tenían que ofrecerle semejante cosa y desde luego tendrían sus exigencias: los jujeños presionarían para dirigir el proceso y pedirían a Arias que terminara con la hegemonía de Salta; creían (él había dejado que creyeran), que era de los suyos. Los salteños tratarían de ganarlo contra Jujuy y pondrían toda su fuerza en impedir que favoreciera a esa ciudad díscola y separatista. Todos exigirían que el gauchaje fuera disciplinado, que volviera a ser sumiso, a pagar sus rentas y a trabajar los campos para sus patrones, dejando la política en manos de los que sabían decidir. Arias debería dar apoyo a los negocios de esta gente con la que estaba reunida. En fin, asuntos previsibles que en definitiva iba a saber manejar porque él no era estúpido como esa negra Benita y siempre había sabido en qué mundo había nacido. Y sería el gobernador, y organizaría la resistencia heroica contra el español y esas lacras tendrían que reconocer que el mestizo bastardo era el mejor. Y tal vez podría alguna vez darse algún lujo, tal vez hasta con Benita... si ella todavía…

Pero había otra cosa: por primera vez se vislumbraba el final de la guerra, aunque no fuera inmediato. Arias no se engañaba: más allá de su inmensa voluntad de vencer al enemigo, era claro que en esa zona lindante con el Alto Perú sólo se podía sostener la defensa del territorio. Pronto San Martín entraría a Lima por mar, era probable que así hubiera una victoria definitiva. Eso quería decir que Manuel tenía un tiempo limitado para aprovechar su suerte: si la guerra terminaba sin que él hubiera ocupado la posición que ansiaba, volvería a ser apenas un mestizo bastardo al que acontecimientos extraordinarios ya pasados habían vuelto propietario de una finca en San Andrés, finca que, por otra parte, poco le serviría si no conseguía él apoyo para sus propios negocios. ¿Y por qué iba a obtenerlo cuando su fuerza militar ya no significara nada, ya no tuviera con quién pelear?

No, ésta que le estaban ofreciendo era su oportunidad, la primera y la última. No llegaba como él la había deseado pero llegaba. Y Arias no había venido a este mundo para darle la espalda.

Mientras tanto, los hombres habían dejado de mirarlo y escuchaban a Mariano Benítez, que estaba explicando algo importante: en Salta contaban con un esbirro dispuesto a matar a Güemes. Se trataba de un mulato execrable y feroz que no sólo gozaba de la confianza del gobernador sino que tenía acceso a su vida más íntima. Vicente Panana, se llamaba.

—¡Ah, claro! —dijeron todos de inmediato. Panana era tristemente célebre en Jujuy.

—Pero con ese negro no alcanza —objetó don Pablo Soria—. Tendrá acceso a la intimidad de Güemes, pero no es suficiente. El negro es el jefe de la custodia, de acuerdo, y sigue al tirano a todas partes; sin embargo, no es en la calle donde se lo puede matar, ni en el despacho de la gobernación o de su casa, donde es muy difícil ocultar el crimen como ustedes proponen.

—Claro que no —apoyó Francisco Gurruchaga, dando a entender que ya lo habían pensado—. Panana sirve si alguien le abre la puerta de un lugar realmente íntimo, realmente privado, donde el déspota esté indefenso... Una puerta que después se pueda cerrar el tiempo que sea preciso.

—¿No se puede comprar a alguna mujer para que se arregle con Panana para acuchillarlo? —preguntó Manuel del Portal.

—Se puede considerar —dijo Gurruchaga por fin—, ésta es la parte del plan que todavía no es sólida. El problema es cómo estar seguros de que esa mujer no va a traicionarnos.

—Con Panana tenemos el mismo problema.

—Panana es manejable. Siempre hay un riesgo, desde luego, pero es un mulato venal, ya recibió dinero y lo tenemos agarrado hasta las tripas con promesas y amenazas. Esta gente es tan bruta, tan fácil de marear con pan y circo... No, no va a traicionarnos a menos que vea que puede salir perdiendo, pero eso sólo va a ocurrir si fracasamos... y no vamos a fracasar. De todos modos, una mujer parece lo más apropiado para franquear el acceso al asesino... Está su esposa, que por supuesto no sirve, y su querida, esa paisana de ustedes que instaló en una casa de altos... Pero ninguna de las dos se prestaría a esto. Hay que ponerle un señuelo con alguna mujerzuela, tenemos que planear muy bien cómo porque Güemes no es tonto y puede desconfiar de una que no conozca y se le ofrezca así como así.

—Yo no estaría tan seguro... —dijo Arias de pronto, y se asustó de escucharse hablar— de que su querida no sirva. De ella no va a desconfiar.

Todos lo miraron excitados, expectantes. Pese a sí mismo, Arias volvió a sentir que su corazón latía con esa violencia que tanto placer le producía.

—Señores —murmuró, sintiendo que todo adentro de él se decidía a algo sin terminar de consultarlo—, soy un hombre de acción y mi odio por el tirano es largo y genuino. Debo confesar que esperé que el destino me diera la oportunidad de probar que mi sable es superior al del déspota, pero si las cosas no pueden ser así, no voy a renunciar a una causa justa. ¿Necesitamos un crimen palaciego y necesitamos alguien que lo facilite? Pues bien, creo no equivocarme cuando les digo que la manceba del gobernador, María Trinidad del Portal Ibarlucía, es materia posible para este fin.

—¿Usted está seguro de lo que dice? —preguntó ansioso Benítez.

—No del todo, pero bastante. Es cuestión de preguntarle, después de todo.

—¡Es una locura! —dijo Gurruchaga— ¿Y si nos traiciona?

—¡Oh, no! —contestó rápidamente Arias, tratando de no sentirse un canalla— ¡No los va a traicionar! ¡No está en condiciones de traicionar a nadie, salvo a Güemes! ¡Y tampoco parece ya tan entusiasmada con él, más bien parece enojada, resentida! Vean, el destino me puso en el camino de esa mujer en diferentes momentos de su vida y puedo reconstruir su historia sin temor a equivocarme demasiado. Esa señora abandonó a su marido, un oficial realista, y se instaló en Salta para estar con el tirano. Para los de su causa, es una traidora; los del bando patriota también la desprecian. No sé qué pasó entre Güemes y ella, pero sí sé que ella no sigue en Salta por propia decisión. Su padre está muerto y su marido ha jurado matarla. No debe de tener un real en el bolsillo, dejó al marido y, como adúltera condenada a muerte por su esposo, no está en condiciones de reclamar la herencia paterna. De hecho, supe en Salta que Ibarlucía logró entrar en la villa hace unos dos años y estuvo a punto de matarla...

—Lo sabe todo el mundo —confirmó Benítez con placer—, la muy puta recibió una paliza de órdago, parece que le rompieron varios huesos, además perdió dos dientes...

—Huesos, no sé. Los dientes es seguro porque tiene dos agujeros en la boca.

—Y su marido fue tomado prisionero mientras la atacaba, por eso está viva —agregó Gurruchaga—, pero Güemes lo canjeó por un oficial suyo a Olañeta.

—El marido sigue por acá, protegido por Olañeta, obsesionado con vengarse... —concluyó Arias.

—¿Usted quiere decir que esa mujer no nos va a delatar si la amenazamos con entregarla a Ibarlucía?

—Yo quiero decir solamente que está en situación desesperada. Si Güemes se cansa de ella o se enoja... y la saca de Salta, su vida corre grave peligro. El modo en que ustedes pueden usar esta información cuando hablen con ella es variado. No es necesario apelar a canalladas para presionar a una mujer ya presionada por las circunstancias.

—Bien. Todo solucionado —dijo don Pablo Soria, entusiasmado—. Ustedes le explican que han conversado con Ibarlucía, que su marido promete respetar su vida si ella colabora con la muerte del tirano, pero que si nos delata seremos nosotros mismos los que la secuestraremos y la entregaremos a su dueño legítimo, para que la ensarte en esos largos y filosos cuernos que ella hizo que le crecieran en la frente, y la penetre por todos los agujeros, el de adelante, el de atrás y algunos nuevos, que se le harán ad hoc.

Hubo risas estrepitosas. Arias cerró los ojos.

—Es gracioso, sin duda, pero de verdad podemos hacerlo: entregarla al marido si nos quiere traicionar —dijo Gurruchaga—. Güemes sale todo el tiempo de la ciudad y no es difícil encontrar un grupo de facinerosos que la rapte y se ocupe de ella... El propio Panana se prestaría gustoso a cambio de un par de monedas más.

—Y entonces —siguió Soria, contento de su éxito—, ella dice que sí y colabora. O no, supongamos que es una puta buenita y dice que no: lo que no va a hacer es delatarnos, quedará horrorizada, muda. ¡Una hembra muda, señores! ¡Pagaría por verlo!

—Insisto en que no será necesario llegar a tanto porque la situación de esa mujer es desesperada —dijo Arias gravemente—. Ustedes hablarán con ella, le pedirán ayuda y le garantizarán a cambio una suma de dinero que le permita ser libre; le asegurarán además que si lo desea, cuenta con mi protección como militar y como caballero. Y esto es en serio.

—Ah, ahora entiendo —dijo Soria sonriendo. Manuel se fastidió.

—No veo que esto tenga gracia alguna.

—Desde luego, no es gracioso —se apresuró a intervenir don Francisco Gurruchaga—. Coronel, quédese tranquilo. Le doy mi palabra de que transmitiré la generosa oferta a esa dama y cuando hayamos matado al tirano dispondrá usted de ella como desee.

Cuando Manuel terminó de entender lo que el otro decía, las sonrisas de los demás, sus miradas cómplices, tuvo el impulso de levantarse de su silla y salir dando un portazo.

—¿Podemos hacer una pausa breve? Esta reunión es demasiado importante y precisamos tomar un pequeño respiro —logró proponer. Pero su voz era dura y la mirada le hervía de desprecio.

Su iniciativa fue aceptada de inmediato, todos estaban cansados. Manuel se levantó para salir del salón, necesitaba caminar aunque fuera por otra sala de la casa. Sintió una mano cálida sobre su hombro.

—Coronel, venga, salgamos de acá. Tome, le serví una copa de cognac.

Era Gordaliza. Arias agradeció y se dejó conducir fuera del cuarto.

—Mi querido amigo —siguió el otro—, usted tiene razón, a mí también me indigna... Se dicen caballeros cristianos y no tienen ni un poco de piedad por una muchacha que después de todo es una de las tantas víctimas que ha cobrado ese canalla...

Todavía una hora más duró la reunión. Se acordó que el frente salteño se comunicaría con María Trinidad en cuanto fuera claro que había llegado el momento de actuar, y remitiría un mensaje a Jujuy, contando los resultados. Se estableció un sistema de contraseñas y claves para que las cartas parecieran hablar de cualquier otra cosa: el nombre “Fernando García” como firma de los mensajes que fueran de Salta a Jujuy y el de “Isidro Martínez” para los de Jujuy a Salta. Los salteños hicieron mucho hincapié en la necesidad de manejarse en completo secreto: en Salta el tirano tenía espías que ya habían probado su eficacia.

Se diseñó en detalle un plan. No tanto el del asesinato en sí, que se acordó sería determinado recién después de la conversación con María Trinidad, cuando conocieran las costumbres más íntimas del tirano, sino el de coordinación de los dos frentes: el militar y el palaciego, algo que presentó muchas dificultades.

Arias tenía que estar listo para intervenir una vez ejecutado el crimen, pero si movilizaba sus tropas desde San Andrés o Humahuaca para esperar cerca de Salta, sus movimientos serían avistados e informados a Güemes, lo cual resultaría sospechoso y contraproducente, ya que pondría al tirano en guardia sobre una eventual y sorpresiva invasión. El coronel tenía que lograr dirigirse a Salta sin que al déspota le pareciera extraño. Luego de mucho discutir, se encontró una solución paradójica: había que conseguir que Güemes saliera de esa ciudad, cosa que no era difícil.

Un movimiento de repliegue como los que siempre ordenaba cuando avanzaba el enemigo, realizado como tantas veces mientras él estaba afuera de Salta, disimularía las verdaderas intenciones de Arias. Se trataba entonces de esperar la próxima vez que los realistas avanzaran. Como era habitual, el gobernador saldría de Salta y marcharía al frente, el propio Arias podía atraerlo a su campamento remitiendo los partes adecuados. Cuando juntos evaluaran y acordaran el repliegue de fuerzas para dejar al enemigo las plazas vacías, entonces el coronel podría ponerse en camino hacia el sur sin despertar sospechas y esperar que el tirano emprendiera a su vez el regreso. Que Güemes no estuviera en Salta, por otra parte, sino en campamentos volantes, ayudaba a que no pudiera controlar claramente las posiciones de sus jefes, y el hecho de que una vez más la guerra arreciara ayudaría a la situación.

Varios propusieron tantear al enemigo, tan interesado como ellos en destruir a Güemes: había que contactarse con el general Canterac y ver si se acordaba con él una incursión militar. Don Isidoro Alberti sugirió incluso que se hiciera un arreglo económico con los realistas para obtener la invasión en el momento adecuado. La posibilidad de que un movimiento semejante produjera consecuencias inmanejables para los conspiradores, sumada a la indignación que Arias no intentó esta vez disimular, contribuyeron a desechar la iniciativa. Sin embargo, como explicó Manuel, no era necesario poner la patria en manos del enemigo para obtener su ayuda: la actividad militar típica en la zona iba a producir nuevas invasiones y los bomberos que él enviaba constantemente para que espiaran eran capaces de dar con anticipación suficiente la información requerida.

Volvieron al plan de operaciones: una vez que el déspota emprendiera el retorno a Salta para organizar a su vez la defensa de la villa, Arias enviaría a los conspiradores un mensaje de advertencia y seguiría a Güemes sigilosamente, a distancia prudencial, con una pequeña vanguardia, mientras una parte selecta de sus tropas, con sus mejores comandantes, lo seguiría a su vez, mucho más atrás. Por supuesto, sólo los comandantes sabrían el verdadero objetivo.

En cuanto el gobernador llegara a la ciudad y fuera a visitar a María Trinidad se perpetraría el asesinato, en el mayor secreto. Quedaba el problema de ocultar la muerte durante el tiempo que tardara el coronel en arribar. El cuerpo se podía ocultar en el mismo patio, a escondidas de los sirvientes, hasta tanto se oficializara la muerte. No era tan difícil si contaban con el apoyo de la querida y del jefe de la custodia; si el lapso se extendía mucho, tal vez sería bueno comprar a otro de los facinerosos de la gavilla para tener mayor seguridad de que todo saliera bien. Las costumbres licenciosas de Güemes podían usarse para justificar que estuviera encerrado con su querida un día o dos, la querida podía simular alguna conversación con él en alta voz cerca de la ventana; en fin, habría que aguzar el ingenio y tener una serie de recursos preparados.

Y entonces el coronel ingresaría a Salta y asaltaría antes que nada la casa de la querida, descubriría el horrendo crimen. Tomaría prisioneros a los posibles responsables, descubriría el cuerpo enterrado por los asesinos y lanzaría una proclama anunciando que, informado por manos anónimas, había acudido a toda velocidad a Salta para evitar el desastre pero lamentablemente había llegado cuando acababa de perpetrarse. El doctor Castellanos, un respetable médico salteño, médico personal de Güemes, cuyo celo patriótico hacía tiempo lo había vuelto un callado opositor, no tendría inconveniente en confirmar que la muerte era reciente. Arias fingiría encargarse de la mujer y del negro, quienes debían ser recompensados en secreto. A Panana lo conminarían a que se fuera y no apareciera más por esas tierras; y a la mujer... en fin, Arias estaría en situación de hacer lo que deseara con ella.

La reunión terminó. Había sido agotadora pero muy productiva y un clima animoso, festivo, optimista, ganaba a los participantes.

—Por lo que me acuerdo, la tal Trinidad es un envidiable pedazo de hembra —comentó don Manuel del Portal mientras se levantaba de su silla. Era pariente de ella, de la rama patriota de la familia.

—Ya lo creo, amigo. ¡Si el coronel pudiera arreglarle los agujeros de la boca, la tendría como nueva! —dijo alegremente Benítez.

—¿Como nueva?... ¡Difícil!

El chiste de Soria despertó carcajadas estrepitosas. Arias se imaginó que hundía su puñal en el dilatado abdomen del comerciante y que el otro agonizaba con la boca abierta.

VII

Los documentos que han quedado registran un verdadero aluvión de partes de guerra fechados entre octubre y noviembre de 1819, donde se advierte a Güemes que el enemigo reunió 9.000 hombres en Yavi y se dispone a bajar. Frente a la urgencia, don Martín recurrió una vez más a la solidaridad patriótica de las familias decentes, es decir a otro empréstito forzoso. Y entonces, azuzados por la última afrenta y alentados por los movimientos militares, los conspiradores resolvieron actuar.

Eran más o menos los mismos del año anterior, con dos diferencias. La primera era que no estaba el joven Marcos Zorrilla: había sido enviado por Güemes como diputado al Congreso de las Provincias Unidas, que ya no sesionaba en Tucumán sino en Buenos Aires. El anterior diputado por Salta, Mariano Boedo, era un federalista impetuoso que molestaba a la ciudad portuaria, por eso el bando porteño había sugerido a Güemes que lo removiera del cargo, a lo que él accedió luego de hacerse rogar un poco. Como le dijo a Loreto, que no estaba tan segura de que hubiera que resignar de ese modo el espacio del Congreso, no importaba demasiado hacer esas concesiones porque en los hechos, como ya había quedado claro, Salta se manejaba con absoluta autonomía política.

—De paso, puede ser un buen modo de mandar lejos a un opositor —agregó—. Lo ideal sería enviar a alguien influyente y pernicioso como Facundo Zuviría, pero necesito a alguien pusilánime y apagado, que no haga del congreso un campo de batalla, porque si molesta a Buenos Aires vamos a tenerlo de vuelta en pocos meses. Yo había pensado en Dámaso Uriburu, que de paso me perdonaría que lo envié a la frontera, porque le encanta tener títulos prestigiosos y eso de diputado suena bien, ¿verdad? Pero no me conviene...

—No le conviene quedarse sin un soplón —completó Loreto—. Aunque no crea, don Martín, si Dámaso alcahueteó fue porque no confiaba en el plan, solamente por eso.

—Lo sé, pero igual... Es mejor tener un soplón que discrimina qué alcahuetea que no tener ninguno. El caso es que como don Uriburu puede llegar a sernos útil, pensé en...

—Don Marcos Zorrilla... —dijo Loreto sonriendo. Güemes suspiró. No sabía si fastidiarse o admirarla.

—...que así como lo ve de mansito y obeso —continuó sin reconocerle el mérito deductivo—, tiene mucha influencia en ciertos círculos.

Y así fue como don Marcos partió hacia Buenos Aires y no integró el grupo de conjurados. Los que sí lo integraron —y ésta es la segunda novedad— fueron importantes señores del bando español, antes irreconciliable con el de los patriotas: el poderoso don Nicolás Severo de Isasmendi y don Tomás de Archondo, un rico comerciante de la ciudad. La profecía de Loreto se estaba cumpliendo: la casta dominante privilegiaba su odio al caudillo a cualquier otra cosa. A Güemes sólo lo sostenían los pobres, con sus gauchos armados.