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Serafina se reunió con Braeden entre las sombras de detrás de la casa, donde esperaban que nadie los viera. El boscoso valle del río French Broad se extendía ante ellos y la silueta negra de las montañas se recortaba a lo lejos. Un leve banco de niebla empezaba a cubrir el follaje de los árboles del valle, como si el bosque entero respirara.

—¿Has oído lo bien que ha tocado el señor Thorne? —preguntó Serafina con incredulidad—. ¿Sabías que tuviera tanta facilidad?

—No, pero sabe hacer muchas cosas —repuso Braeden al tiempo que se extraía el pollo empanado del bolsillo y se lo tendía a Serafina.

—Tienes razón. Ya lo creo —asintió ella a la vez que devoraba la carne—. Siempre lo estamos diciendo pero, ¿cómo es posible?

—Es así y ya está —replicó Braeden. Ahora Serafina lamía la cuajada.

—Ya, pero, ¿qué sabes de él? —preguntó limpiándose la boca al mismo tiempo—. O sea, ¿qué sabes del señor Thorne en realidad?

—Mi tío dice que todos deberíamos tomarlo como ejemplo.

—Sí, pero, ¿estás seguro de que es de fiar?

—Ya te lo he dicho. Salvó a Gidean. Y ha ayudado mucho a mis tíos. No entiendo por qué te cae tan mal.

—Solo estoy investigando —alegó ella.

—¡Es un buen hombre! —insistió Braeden, cada vez más disgustado—. No puedes ir por ahí acusando a la gente. ¡Ha sido muy amable conmigo!

Serafina asintió, comprensiva. Braeden era fiel a sus amigos.

—Ya, pero párate a pensar. ¿Quién es, Braeden?

—Un amigo del señor Bendel y de mi tío.

—Sí, pero, ¿de dónde ha salido?

—El señor Bendel me dijo que antes de la guerra civil, el señor Thorne poseía una gran finca en Carolina del Sur. El ejército de la Unión la quemó y la destruyó. Nació y se crió como un hombre rico, pero perdió hasta el último penique y tuvo que escapar para seguir con vida.

—No parece pobre precisamente —observó Serafina, confundida.

—El señor Bendel dice que, después de la guerra, Thorne era tan pobre que apenas tenía para vivir. Se quedó sin casa, sin propiedades, sin dinero y sin comida. Se convirtió en un vagabundo borracho que iba por las calles gritando obscenidades a todos los norteños con los que se cruzaba.

Serafina frunció el ceño.

—¿Hablas de Montgomery Thorne, el hombre que lo hace todo bien? Tu descripción no encaja con el señor Thorne que yo conozco.

—Ya lo sé, ya lo sé —se impacientó Braeden—. A eso me refiero. Ha tenido una vida muy dura, una vida difícil, pero volvió al buen camino. Siempre ha sido amable conmigo. No tienes ningún motivo para desconfiar de él.

—Termina la historia que me estabas contando. ¿Qué más? ¿Qué le pasó? ¿Cómo llegó aquí?

—El señor Bendel me dijo que una noche, después de beber demasiado en un pub de algún pueblo cercano, se despistó de camino a casa y se perdió en el bosque. Cayó en un pozo que ya no se usaba y se lastimó. Supongo que se quedó dos días allí abajo. Ni siquiera recuerda quién lo ayudó a salir. El caso es que cuando por fin se recuperó de las heridas, comprendió que había tocado fondo y que si no rectificaba se moriría. Así que decidió cambiar de vida.

—¿Y eso qué significa? —quiso saber Serafina, pensando que aquella historia sonaba a cuento chino y que el señor Bendel le había tomado el pelo a Braeden.

—Thorne se puso a trabajar en una fábrica de la ciudad. Aprendió mecánica y ascendió a capataz.

—¿Mecánica? —se extrañó ella—. ¿Y qué máquinas manejaba?

—No sé, las máquinas de la fábrica. Pero después de eso se hizo abogado.

—¿Y eso qué es? —preguntó Serafina. Era increíble todo lo que le quedaba por aprender.

—Una especie de experto en leyes y crimen.

—¿Y cómo se hizo abogado si trabajaba en una fábrica?

Cuanto más oía, más le costaba tragarse esa historia.

—Esa es la cuestión —prosiguió Braeden—. Trabajó duro, estudió y se convirtió en una persona de provecho. Pasó un tiempo viajando, luego regresó, consiguió una mansión en Asheville y empezó a comprar tierras en la zona.

—Venga ya… —le espetó Serafina con incredulidad—. ¿Me estás diciendo que pasó de ser un borracho pobre como las ratas a convertirse en un cultivado terrateniente?

—Ya sé que parece imposible, pero ya le has visto. El señor Thorne es un caballero muy listo, muy rico, y todo el mundo lo quiere.

Serafina sacudió la cabeza con exasperación. No podía negarlo. Pese a todo, algo no encajaba.

Oteó el valle y la niebla, pensando. La historia del señor Thorne no tenía pies ni cabeza. Le recordaba a esos cuentos que están llenos de medias verdades y engaños, de pequeñas trampas en el relato. Y en sus cacerías nocturnas había aprendido que, si ves algo enmarañado, significa que las ratas andan cerca.

—¿Y dónde lo conoció tu tío? —siguió preguntando.

—Creo que los dos se estaban probando zapatos en la tienda de calzado a medida.

—Lo que explica por qué los zapatos del señor Vanderbilt suenan igual que los suyos…

—¿Qué?

—Nada. ¿Y por qué el señor Thorne siempre lleva guantes? —prosiguió, ahora tirando de otro hilo.

—No me había dado cuenta.

—¿Le pasa algo en las manos? Toca el piano con los guantes puestos. ¿No te parece raro? Y llevaba guantes de piel la mañana que los hombres de tu tío fueron a buscarte al bosque, aunque no hacía frío. Y has dicho que es un experto en máquinas. ¿Crees que sería capaz de romper una dinamo hasta el extremo de que ni siquiera el mejor mecánico del mundo pudiera repararla?

—¿Qué pregunta es esa? —replicó Braeden, aturdido—. ¿Por qué…?

—¿Y dónde ha aprendido ruso el dueño de una plantación?

—No lo sé —musitó Braeden, más y más a la defensiva.

—¿Y qué le dijo al señor Rostonov?

Braeden sacudió la cabeza. Se negaba a creer lo que insinuaba Serafina.

—¡Yo qué sé! Nadie es perfecto.

—Dijiste que era listísimo, que incluso ganaba a tu tío al ajedrez.

—Bueno, pues puede que me equivocase. A lo mejor cometió un error cuando hablaba con el señor Rostonov, sin mala intención.

—¿Y entonces por qué el pobre Rostonov se alteró tanto? Estaba más irritado que un tejón luchando con un puercoespín. Pero no solo estaba alterado. Parecía asustado.

—¿Asustado? ¿De qué?

—¡De Thorne!

—¿Por qué?

Serafina negó con la cabeza. No lo sabía. Estaba desconcertada, pero tenía la sensación de que las pistas que podían darle la clave giraban a su alrededor. Solo tenía que unirlas. ¿Qué escondía exactamente aquella rata? Esa era la cuestión.

—Me dijiste que tu tía conoció a Clara Brahms y quiso que os hicierais amigos —dijo Serafina, por tirar de otro hilo.

—Sí.

—¿Cómo conocieron tus tíos a la familia Brahms?

Braeden se encogió de hombros.

—No lo sé. Mi tío los conocía de algo.

—Tu tío… —repitió Serafina, con la sensación de que acababa de encontrar otro nexo.

—¿Por qué lo dices en ese tono? —preguntó Braeden a la defensiva—. Mi tío no tiene nada que ver con todo esto. ¡Retíralo!

—¿Quién le dijo que Clara tocaba muy bien el piano? ¿Cómo oyó hablar de ella?

—No lo sé, pero mi tío no ha hecho nada. Eso te lo aseguro.

—Intenta recordar, Braeden —insistió ella—. ¿Quién le habló de Clara Brahms?

—El señor Bendel y el señor Thorne. A menudo asisten a conciertos sinfónicos y cosas así.

—Y Clara era una pianista excepcional… —dijo Serafina, recordando el comentario de la criada al lacayo. Hacía esfuerzos por atar los cabos sueltos. Empezaba a experimentar el mismo cosquilleo que sentía cuando se estaba acercando a una de sus cuadrúpedas enemigas.

—Sí, la oí tocar la noche de su llegada —asintió Braeden—. Era fantástica.

—Y has oído tocar a Thorne…

—Sí, y tú también. Es un pianista excelente.

De repente, Braeden guardó silencio. Frunció el ceño y la miró sorprendido.

—¿No pensarás que…?

Serafina le sostuvo la mirada, consciente de que su amigo había llegado a la misma conclusión que ella.

—Mucha gente sabe tocar el piano, Serafina —objetó él con firmeza.

—Yo no —replicó ella.

—Bueno, yo tampoco, no así, pero quiero decir que mucha gente toca el piano muy bien.

—¿Y hablar ruso y tocar el violín?

—Pues claro. Mira a Tchaikovsky y…

—No sé quién es, señor sabelotodo. ¿También es experto en ajedrez?

—Bueno, seguramente no, pero…

—¿Y sabe guiar un carruaje por un estrecho camino de montaña?

—¡Te has vuelto loca! —exclamó Braeden, que la miraba estupefacto—. ¿De qué estás hablando?

—No estoy del todo segura —meditó ella—, pero piénsalo…

—Lo estoy pensando.

—¿Y qué conclusión sacas?

—Que no entiendo nada de nada. Todo esto no tiene ningún sentido.

—No es verdad. Tiene muchísimo sentido. Piensa en la capa negra… La has visto… Permite al que la lleva puesta envolver a las personas y matarlas o, como mínimo, atraparlas de algún modo…

—¡Es horrible! —Braeden se estremeció.

—Puede que no se limite a matarlas.

—No te entiendo.

—Puede que las absorba.

—Eso es asqueroso. ¿Qué quieres decir?

—Que quizá por eso el señor Thorne llamó «papá» a Rostonov sin darse cuenta. Porque absorbió los conocimientos de Anastasia. De ahí que sepa hablar ruso.

—¿Me estás diciendo que se apropió de su alma?

Serafina le agarró el brazo con un movimiento tan brusco que Braeden dio un respingo.

—Piénsalo —repitió Serafina—. El portador de la capa absorbe a sus víctimas; sus conocimientos, su talento, sus cualidades. Si absorbiera a las personas suficientes, adquiriría múltiples destrezas y capacidades. Se movería a sus anchas en sociedad. Sería listo. Y rico. Y a todo el mundo le caería de maravilla. Tal como dices.

—Me niego a creer que el señor Thorne sea capaz de algo así —dijo Braeden—. Sencillamente no es posible.

Todo su cuerpo se había crispado ante la afirmación de Serafina.

—Tiene lógica, Braeden. Todo. Está robando almas. Y ahora quiere la tuya.

—No, Serafina —insistió Braeden a la vez que negaba con la cabeza—. No puede ser. Es una locura. Thorne es una buena persona.

En aquel momento, una puerta se abrió en la casa y oyeron los pasos de alguien que se acercaba.