Serafina chilló.
—¡No estropees la capa, niña estúpida! —masculló Thorne. Herido y enloquecido, la derribó de un tirón y la empujó contra el suelo—. ¡Si la destruyes, lo perderemos todo!
Ella forcejeó para escapar, pero Thorne, agarrándola por los brazos, se lo impidió.
—La usaremos juntos —resolló—. Tú con tus conocimientos y yo con los míos. ¿No lo ves? Somos iguales. Estamos en el mismo bando.
Algo le estaba sucediendo. El rostro de Thorne se había tornado gris y se deterioraba por momentos. La piel se le desprendía a jirones de las mejillas y alrededor de los ojos. Su pelo se había vuelto canoso y ralo. Le goteaba sangre de la boca.
Una ola de repulsión invadió a Serafina. Intentó alejarlo a patadas, morderle las manos para liberarse, pero no podía quitárselo de encima.
Thorne la empujaba contra el suelo con todo su peso. Serafina apenas si podía respirar. Notaba cómo se le doblaban las costillas, que empezaban a quebrarse. A pesar de las heridas y de la putrefacción, Thorne parecía estar cobrando fuerzas por momentos, tan grande era su ansia por recuperar la capa.
—¡Nunca te la daré! —le espetó Serafina en la cara—. ¡Jamás!
—Entonces morirás, buscadora de ratas…
Empujándola con más fuerza, la aplastó con saña. Serafina no podía respirar. Privada de aire era incapaz de moverse, de pensar. Luchando hasta el final, notó cómo la vida se le escurría, cómo sus brazos y piernas perdían fuerza hasta que la mente se le nublaba con la luz blanca de la muerte.
En teoría, uno experimenta paz cuando le llega la hora. Pero Serafina no sentía nada parecido. Le quedaba tanto por hacer en la vida, tantas preguntas que responder, tantos misterios que resolver, y era ese misterio, los asuntos inacabados, el deseo, lo que la mantenía con vida. No quería morir. Desde luego, no así. Pero ya notaba cómo se iba alejando, cómo menguaba su soplo vital y el alma la abandonaba.
Pese a todo, seguía viendo a su padre mentalmente. Oía su voz. Cómete la sémola, le exigía.
¡No me voy a comer la sémola!, le gritó.
Su padre observó su agonía bajo el peso de su enemigo y negó con la cabeza. La rata no mata al gato, niña, le dijo. La cosa no funciona así.
La rata no mata al gato, pensó Serafina según tiraba de su alma errante con fiera determinación. La rata no mata al gato, volvió a pensar cuando notó una chispa de energía. Reanudó la lucha y consiguió liberar el brazo de las manos de su captor.
En aquel momento, una gran silueta negra saltó entre la niebla con un gruñido feroz y un destello de colmillos blancos. Al principio Serafina la tomó por algún tipo de lobo negro. Pero no era un lobo sino un perro. Un dóberman.
¡Gidean!
Mordiendo la barriga de Thorne, el perro lo arrastró por el suelo antes de atacarlo de nuevo con furiosas dentelladas. Thorne agarró la daga del suelo e hirió a Gidean en el lomo. El perro gimió de dolor y retrocedió. En aquel momento, el puma salió de su guariada para unirse a la contienda. Se abalanzó sobre Thorne con rápidos manotazos de sus afiladas zarpas al tiempo que gruñía con las orejas pegadas a la cabeza, como si la perturbara infinitamente descubrir que el intruso seguía vivo. Sin darse por vencido, el perro herido mordió a Thorne en el brazo para obligarlo a soltar la daga. Luego le hincó las fauces en el hombro y lo arrastró por el suelo con saña, sin dejar de sacudirlo.
Serafina vio la capa negra tendida en el suelo. Corrió hacia la refriega y recogió la daga que Thorne había perdido. Hundió la hoja en la tela. Eso acabaría con ella, estaba segura. Cortó y asestó puñaladas para rasgar el tejido, pero la capa se resistió retorciéndose y siseando. Como una furibunda cuerda en las manos de Serafina, la capa negra la rodeó, primero los brazos y luego el cuerpo, con el fin de estrujarla. Serafina no conseguía cortar la reptante tela por más que lo intentara.
Cuando la capa se le enroscó al cuello y empezó a apretar, la niña intentó pedir ayuda, pero la tela la asfixiaba. Nada excepto horribles arcadas escapaba de su garganta cerrada. Intentando coger aire y aferrándose el cuello, se levantó como pudo. Serafina avanzó a trompicones hasta la estatua del ángel que se erguía en el centro del claro. Me rebanó el dedo solo de rozarla. Con un movimiento raudo, se abalanzó hacia la punta de la reluciente espada del ángel. Notó un penetrante dolor cuando, al cortar la tela de la capa negra, la hoja le rozó el cuello. La prenda chillaba y siseaba según la afilada arma la rasgaba. Serafina se llevó la mano a la garganta y se arrancó la capa. Haciendo una bola con la tela, clavó la prenda en la punta de la espada. Rasgó la tela una y otra vez. La capa crepitaba y chirriaba sin dejar de retorcerse como una serpiente torturada. Se enroscaba sobre sí misma para evitar que Serafina la hiciera trizas, pero la niña no vaciló. Cuando hubo terminado, nada quedaba de la capa negra salvo jirones escampados a los pies del ángel.
Serafina se desplomó, jadeando y agotada, y se llevó la mano a la herida del cuello para detener el sangrado. Al volver la vista hacia Thorne, lo vio atrapado en el suelo bajo los dos feroces aliados de Serafina. Thorne era fuerte, pero sin la capa negra no podía competir con la velocidad, la potencia y las mandíbulas del perro y el puma.
Un estremecimiento de orgullo recorrió el cuerpo de Serafina. Lo habían conseguido. Todo había terminado. Ahora sí.
Cuando Gidean y la leona asestaron a Thorne las dentelladas definitivas, el cuerpo del hombre crepitó de un modo aterrador, como carne que se quema al fuego. El cadáver vibraba al tiempo que su piel ardía y se consumía hasta dejar solo sangre y huesos. Una densa nube de humo negro emanó del cuerpo que se desintegraba a ojos vistas, como incinerado por el mismo aire.
Gidean retrocedió y ladeó la cabeza con aire desconcertado. El puma regresó a su escondrijo para proteger a sus cachorros.
El efluvio, negro y pestilente, se fue extendiendo por todo el claro, que se llenó de una turbulenta humareda. La zona al completo mudó en una nube enorme y asfixiante. Serafina tosió, agitó los brazos y trató de escapar del humo.
—Vamos, Gidean —vociferó, y echó a correr entre arcadas provocadas por el apestoso humo en la garganta.
Asfixiada por los gases e incapaz de ver nada, Serafina tropezó con algo y cayó de bruces al suelo. Fuera lo que fuese, parecía duro como una rama. Cuando lo miró bien, comprendió que no era un árbol sino una pierna humana. Gimiendo horrorizada, se apartó a toda prisa. El cuerpo de una niña yacía en la tierra con los brazos y las piernas desmadejados y doblados en ángulos extraños.