Durante unos instantes, nadie se movió ni pronunció palabra. Ninguno de los presentes podía creer lo que veían sus ojos.
Entonces el perrito blanco abandonó de un brinco los brazos del señor Rostonov y echó a correr tan deprisa como le permitían sus patas. Perplejos, todos observaron en silencio cómo el animal cruzaba el césped ladrando y saltaba contento a los brazos de una niña de cabello negro carbón, que se rio y lo achuchó mientras lo cubría de besos.
—¡Anastasia! —exclamó el señor Rostonov.
Anastasia Rostonova corrió hacia su padre. Se besaron en las mejillas y ella le echó los brazos al cuello llorando de pura felicidad. Viendo al señor Rostonov reunido por fin con su hija perdida, Serafina tuvo ganas de saltar y gritar.
—¡Ahí está mi hijo! —señaló el padre de Nolan—. Vamos —les dijo a los demás—. ¡Son los niños! ¡Están vivos! ¡Todos han regresado sanos y salvos!
Nolan abrazó a su padre mientras los otros mozos de cuadra le propinaban al chico palmaditas en la espalda y lo felicitaban por su regreso, y Serafina advirtió lo mucho que Braeden se alegraba de comprobar que Nolan seguía vivo y bien.
Clara Brahms corrió hacia sus padres y los rodeó con los brazos.
—Oh, cariño, cariño mío, por fin has vuelto —exclamaba la señora Brahms al tiempo que abrazaba a su hijita—. Te hemos buscado por todas partes.
Mientras los niños perdidos y sus padres se fundían en alegres abrazos, Serafina se quedó a la entrada del bosque con la leona de montaña. Su madre llevaba muchos años viviendo en tierras salvajes y no estaba lista para regresar al mundo de los humanos, en particular ahora que tenía varios cachorros en su guarida a los que cuidar. Mis hermanos, sonrió Serafina. Vio a su madre mirar la casa con atención, observar a la multitud de personas y perros congregada en el jardín. Luego se volvió hacia su hija. La niña le devolvió la mirada. Sabía lo que estaba pensando. Cuando la leona la olisqueó, Serafina la abrazó, la besó y le acarició el poderoso lomo.
—Nos veremos muy pronto, mamá —prometió—. Iré a veros a la madriguera.
La leona dio media vuelta y desapareció entre la maleza.
Volviéndose hacia la casa otra vez, Serafina vio a Braeden cabalgando hacia ella y se emocionó tanto que tuvo que contener un grito. El chico desmontó y soltó las riendas. Se quedó plantado ante ella, la miró y, durante algo parecido a una eternidad, no pronunció palabra. Serafina era consciente de que llevaba hojas y ramas prendidas a la melena, de que tenía arañazos y cortes en el cuello y en la cara. El precioso vestido que su amigo le había regalado estaba sucio de tierra y sangre, desgarrado por varios sitios. Pero al ver la deslumbrante sonrisa de Braeden a la luz cálida del alba, supo que a su amigo le importaba un comino todo eso; sencillamente, estaba feliz de verla.
—Me gusta lo que has hecho con el vestido —dijo él.
—Seguro que se pone de moda este año —repuso ella.
Se rieron con ganas y, acercándose, se fundieron en un abrazo.
—Bienvenida a casa —dijo Braeden.
—Me alegro mucho de haber vuelto —afirmó Serafina. Qué agradable era tener a Braeden entre los brazos, cálido, fuerte y leal. Por fin se había hecho realidad lo que siempre había soñado, tener un amigo, alguien con quien charlar, con quien compartir sus secretos. No sabía lo que le deparaba el futuro. Le bastaba con saber que Braeden estaría a su lado cuando llegara.
Al cabo de unos segundos, su pensamiento retornó a los acontecimientos de la noche. Cuando estuvieran solos se lo contaría todo, pero ahora mismo no hacía falta.
—Todo ha terminado —dijo.
—¿De verdad era Thorne? —preguntó Braeden.
Serafina asintió.
—La capa está destruida y la rata ha muerto.
Braeden la miró.
—Eres increíble, Serafina. Perdona por no haberte creído.
Sintiéndose excluido de la bienvenida, Gidean ladró. Braeden se arrodilló y abrazó a su feliz amigo, que no paraba de contonear la breve cola.
—Lo has conseguido, chico —lo felicitó al tiempo que le frotaba la cabeza.
—Gracias por enviarlo —dijo Serafina, que se había arrodillado a su lado.
—Sabía que te encontraría.
—Ya lo creo que me encontró, justo a tiempo, y luchó como un campeón —comentó ella al recordar el heroico salto de Gidean. Se volvió hacia Braeden—. Lo hemos conseguido —dijo—. Tú, Gidean y yo. Hemos encontrado al hombre de la capa negra y lo hemos vencido.
—Formamos un buen equipo —asintió Braeden.
Mientras hablaba con su amigo, Serafina vio a su propio padre plantado a lo lejos. La miraba sorprendido, aliviado e inseguro, todo a un tiempo. Saltaba a la vista, a juzgar por su expresión de asombro, que no daba crédito a lo que veía. Serafina imaginó lo que estaría pensando. Su hija, la niña que había estado ocultando y protegiendo desde que nació, estaba ahora ahí fuera, a plena luz del día. Se había internado en lo más profundo del bosque. Había caminado al lado de un león de montaña. Y había regresado a casa con él, trayendo consigo a los niños perdidos. Y, por si fuera poco, ahora charlaba tranquilamente con el joven amo Vanderbilt como si fueran amigos íntimos.
Serafina miró a su padre y pensó en todo lo que había hecho por ella, en los riesgos que había corrido, en las cosas que le había enseñado, y lo amó más que nunca.
—Era tal como me dijiste, papá —le dijo cuando se acercó a él—. Abundan los misterios en el mundo, tanto oscuros como luminosos.
Cuando lo rodeó con los brazos, su padre la abrazó con fuerza. Luego la columpió en grandes círculos mientras ella gritaba y reía a carcajadas.
Devolviéndola al suelo por fin, la miró y le tomó las manos.
—Dichosos los ojos, niña. Casi me muero de la preocupación, pero estoy orgulloso de ti, muy orgulloso.
—Te quiero, papá.
—Yo también te quiero, Sera —repuso él, mirándola a los ojos. Echó un vistazo a la algarabía que los rodeaba antes de girarse hacia ella otra vez—. No tiene ninguna importancia ahora mismo, pero por fin he conseguido reparar la dinamo —reveló, contento—. Y he puesto un buen cerrojo en el cuarto de la electricidad.
—Pues claro que importa, papá. Importa muchísimo —sonrió Serafina al recordar que el señor Thorne había saboteado la dinamo para sumir Biltmore en tinieblas noche tras noche.
—Disculpe, señor, necesito que me preste a su hija un momento —le dijo Braeden al padre de Serafina a la vez que tomaba la mano de su amiga para arrastrarla consigo.
—¿Adónde me llevas? —preguntó ella nerviosa mientras Braeden se abría paso entre el gentío reunido delante de la mansión.
—Tía, tío, esta es la chica de la que os hablé —dijo después de obligarla a plantarse delante de los Vanderbilt—. Esta es Serafina. Ha estado viviendo en el sótano sin que nadie lo supiera.
Serafina no se lo podía creer. Braeden lo había soltado todo, su nombre, dónde vivía, ¡todo!
Levantó los ojos despacio y miró al señor Vanderbilt, preparada para lo peor.
—Me alegro mucho de conocerte, Serafina —dijo el amo de la casa, jovial y sonriente, antes de estrecharle la mano—. Te comunico, jovencita, que acabas de convertirte en mi heroína. Eres mi Diana, diosa de los bosques y de los cazadores. De hecho, erigiré una estatua en tu honor en lo alto de la montaña más alta, para que se vea desde toda la casa. Has conseguido algo que ni yo, ni la policía ni los detectives privados hemos sido capaces de hacer. Has traído a los niños de vuelta. Es maravilloso, Serafina, maravilloso. ¡Bravo!
—Gracias, señor —respondió Serafina, roja como un tomate. Nunca lo había visto tan entusiasmado. Serafina se rio para sus adentros por haber pensado que sus elegantes zapatos eran el origen de todos los males. Ahora le parecía absurdo haber sospechado de él.
—Bueno, Serafina, cuéntame lo que ha pasado —pidió el señor Vanderbilt—. ¿Cómo te las has arreglado para encontrar a los niños?
Serafina quería revelárselo, explicárselo todo, igual que un orgulloso cazarratones cuadrúpedo que deja el botín nocturno junto a la puerta de su amo. Pero entonces recordó lo sucedido, la capa, el cementerio. Eran adultos. Y humanos. En realidad no querían conocer los escabrosos detalles de sus cacerías de ratas.
—Los niños estaban en el bosque, señor —dijo—. Solo había que encontrarlos.
—Pero, ¿dónde? —se extrañó él—. Los buscamos por todas partes.
—En el viejo cementerio —repuso Serafina.
El señor Vanderbilt frunció el ceño.
—¿Y cómo llegaron allí? ¿Por qué no volvieron?
—El viejo cementerio está tan invadido por las plantas que se ha convertido en una especie de laberinto. Si te pierdes allí dentro, aunque sea sin querer, no puedes salir fácilmente. Está muy oscuro.
—Pero tú has salido, Serafina —objetó el hombre, ladeando la cabeza.
—Me oriento bien en la oscuridad.
—Y además te han herido —observó señalándole el cuello y las otras heridas con un gesto—. Viéndote, cualquiera pensaría que has luchado con el mismísimo diablo.
—No, no, ni mucho menos, señor —protestó ella, que ahora se tapaba los pegotes del cuello con timidez—. Solo me enredé con una zarza muy antipática. Se curarán. Pero los niños estaban hambrientos y asustados cuando los encontré, señor, muy confundidos, y contaban espantosas historias acerca de fantasmas y espíritus malignos. Estaban aterrorizados.
—Me parece a mí que todos habéis pasado por una horrible experiencia —musitó el señor Vanderbilt en un tono que denotaba tanto compasión como respeto.
—Sí, señor. Y deberíamos asegurarnos de que ninguno de los invitados vuelva a internarse en esa zona, ni ahora ni en el futuro —sugirió Serafina, pensando en la guarida de su madre y hermanos—. Sería preferible dejar el viejo cementerio en paz.
—Sí, tienes razón —asintió él—. Les diremos a los visitantes que se mantengan alejados de esa parte del bosque. Es muy peligrosa.
—Sí, señor.
—Bueno —dijo el caballero por fin. Lanzó un suspiro de alivio y volvió a mirar a Serafina—. Está claro que no entiendo todo lo que ha pasado, pero reconozco a un héroe cuando lo veo.
—Dirás a una heroína —intervino la señora Vanderbilt, que le tendió la mano a Serafina al estilo de una dama elegante. A toda prisa, Serafina trató de recordar qué hacían las jóvenes damas en esos casos, y le estrechó la mano lo mejor que supo. Comparada con la suya, la mano de la señora de la casa era suave y delicada al tacto, muy distinta también de la zarpa nervuda y tensa de su madre.
—Me alegro mucho de haberte conocido por fin, Serafina —prosiguió la señora Vanderbilt, muy sonriente—. Ya me parecía a mí que Braeden había trabado amistad con alguien. Aunque no conseguía averiguar quién era.
—Yo también me alegro de conocerla, señora Vanderbilt —repuso Serafina, adoptando el aire más digno y adulto posible.
—Braeden nos ha dicho que vives en nuestro sótano. ¿Es verdad? —preguntó la dueña de la casa con amabilidad.
Serafina asintió, aterrada ante lo que pudiera oír a continuación.
—¿Trabajas en el sótano, Serafina? —quiso saber la señora Vanderbilt.
—Sí —respondió Serafina. Una chispa de orgullo se encendió en su interior—. Soy la JBAR.
—Disculpa, cariño. Me temo que no sé lo que significa.
—Soy la jefa de la brigada antirratas de la Casa Biltmore.
—Ay, madre —exclamó la señora Vanderbilt, sorprendida. Miró a su marido y luego a Serafina otra vez—. Confieso que ni siquiera sabía que tuviéramos una.
—Pues sí, la tienen, y desde hace tiempo —afirmó Serafina—. Desde que yo tenía seis o siete años.
—Debe de ser un trabajo importantísimo —observó el señor Vanderbilt.
—Ya lo creo. Y me lo tomo muy en serio —respondió la niña.
—Y tan en serio —intervino Braeden.
Haciendo esfuerzos por no sonreír, Serafina le propinó un codazo.
—Bueno, en cualquier caso, gracias, señorita Serafina —prosiguió la señora Vanderbilt con dulzura—. Todos te agradecemos lo que has hecho. Con lo pequeñita que eres. Sinceramente, no entiendo cómo lo has conseguido, pero has traído a los niños a casa y eso es lo que importa. Gracias a ti, volveremos a oír sus risas en Biltmore. Eso me hace muy feliz.
—Amén —concluyó el señor Vanderbilt, asintiendo. A continuación se volvió hacia el padre de Serafina—. Y usted, señor, ¿dónde ha tenido escondida a esta hija suya todos estos años?
—Es una buena chica, señor —alegó el hombre en un tono tan orgulloso como protector según se acercaba al grupo. Serafina advirtió que le preocupaba la reacción del señor Vanderbilt.
—No lo dudo —repuso el dueño de la casa entre risas—. Y estoy seguro de que su padre ha tenido algo que ver en ello.
—Gracias, señor —respondió el otro, atónito ante las generosas palabras. El señor Vanderbilt le estrechó la mano. Serafina vio alivio en el semblante de su padre cuando se volvió a mirarla.
Ahora el caballero contemplaba a su sobrino.
—Y usted, señorito, ¿dónde tenía escondida a esta nueva amiga suya?
—Por ahí —le espetó Braeden con una sonrisa traviesa—. Créame, señor, sabe esconderse muy bien.
—Bueno, tengo que reconocer una cosa, Braeden —prosiguió su tío a la vez que le rodeaba los hombros con cariño—. Sabes escoger a tus amigos, y hay pocas cualidades más importantes en esta vida. Bien hecho, ya lo creo que sí. Bravo por ti.
A Serafina le encantó la sonrisa que asomó al semblante de Braeden cuando su tío lo felicitó.
La señora Vanderbilt tomó la mano de Serafina.
—Acompáñame a la casa, cariño mío.
Mientras se encaminaban a la mansión acompañadas de Braeden, su padre y varias personas más, Serafina creyó estar soñando. Llevaba toda la vida viviendo en el sótano de Biltmore, pero era la primera vez que cruzaba la puerta principal, y se sentía como si entrara en una nube. Como una persona de verdad.
—Vamos a hablar de cosas de chicas, ¿te parece? —le propuso la señora Vanderbilt a Serafina al tiempo que le rodeaba los hombros con el brazo—. Dime, ¿a tu padre y a ti os gusta vivir en el sótano?
—Sí, señora, nos gusta mucho, pero, ¿a usted le importa que vivamos allí?
—Bueno, reconozco que no es lo habitual y no creo que sea un lugar muy cómodo para vosotros. ¿Tenéis sábanas siquiera?
—No, señora —reconoció Serafina, avergonzada—. Yo duermo detrás de la caldera.
—Ah, ya veo —dijo la señora de la casa, horrorizada—. Seguro que lo podemos arreglar mejor. Haré que bajen un par de camas con sus colchones blanditos; todo un juego de sábanas y mantas; y, por supuesto, unas cuantas almohadas. ¿Qué te parece?
—Me parece maravilloso, señora —exclamó la niña, radiante solo de imaginarlo. Esperaba que lo hiciera pronto, porque después de todo lo sucedido pensaba meterse en esa cama y dormir una semana entera.
—Muy bien, pues ya está arreglado —decidió la señora Vanderbilt, complacida, antes de volverse hacia su esposo.
—Me parece un plan perfecto —convino su marido—. Tenemos que cuidar muy bien de la jefa de la brigada antirratas de la casa, teniendo en cuenta la cantidad de alimañas que hay por aquí.
Serafina sonrió. El señor Vanderbilt no tenía ni idea.
Mientras entraban en la mansión, Serafina se volvió a mirar las boscosas montañas.
Ahora sabía que hay fuerzas en el mundo más oscuras de lo que jamás había imaginado, y también más luminosas. Ignoraba cómo encajaba ella exactamente en ese misterio o qué papel tendría en el futuro, pero sabía que formaba parte de ello, parte del mundo. Y se daba cuenta de que no son las circunstancias del nacimiento las que sellan tu destino, sino las decisiones que tomas y las batallas que decides librar. Qué importaba si tenía ocho dedos o diez en los pies, si sus ojos eran azules o ambarinos. Lo único que importaba era lo que tenía por delante.
Se preguntó emocionada qué le enseñaría su madre en los días venideros, que cualidades desarrollaría y qué descubrimientos haría o vería cuando caminase de día y merodease de noche.
Miró los leones de piedra que custodiaban las puertas principales de la mansión. Ya no era una simple cazadora de ratas sino la defensora que ahuyentaba a los intrusos y a los espíritus malvados. Era la protectora de la Casa Biltmore.
La cazadora, la guardiana.
Y Serafina era su nombre.