ARGENTINA 1, ITALIA 1
PUEBLA, JUEVES 5 DE JUNIO
Con el efecto que yo le doy a la pelota, de diez entran cinco. Cinco nada más, la mitad. Quiero decir: vuelvo a hacerlo, vuelvo a pegarle igual, y la mitad de las veces me tendría que quedar puteando por el gol que me perdí, y la otra mitad saldría festejando por el golazo que metí. Yo mismo, eh. No digo que lo intente otro, mejor o peor que yo. A mí me pasaría.
Hablo del gol que le hice a Italia, en el tercer partido del Mundial. A ese gol yo lo pongo muy, muy alto en el ránking de todos los que hice en mi carrera. Por la forma, por cómo lo cagué a Scirea y por cómo le pegué, sacándola lejos de Galli y metiéndola en el segundo palo. Por la cuestión técnica y por la cuestión histórica, es uno de los mejores goles que hice en mi vida. Y uno de los que más festejé, también.
A ver si se entiende, porque una cosa es verlo y otra cosa es contarlo. Y hacerlo, ¡ni les digo! Si ves cómo le pego a la pelota, con la parte interna del pie zurdo y entrando por la izquierda, normalmente esa pelota debió salir derecha, paralela a la línea de fondo, como un centro atrás tirado por un wing para la llegada de un delantero… Pero no. La pelota pasó entre el defensor que cerraba y el arquero que salía y cayó así, pic, en el segundo palo.
Un golazo. Un golazo… raro.
Yo después lo tuve a Galli, al arquero, de compañero en el Napoli: “Diego, yo juro y recontrajuro por mis hijos que la pelota me pasó a dos metros”, me explicaba todos los días. Y seguía, como si yo fuera un cura y él se estuviera confesando, o pidiendo disculpas: “Dicen: ‘¿Y por qué no la agarró?’. ¿Y a vos te parece que si yo la podía agarrar no la agarraba? La pelota se me abrió, así, justo cuando pasó a la altura de mi mano, y después me quedó atrás, como si la hubiera empujado el viento. No le pegaste con el pie; le pegaste como un tenista con la raqueta, cuando va a la red”.
Me encantó esa comparación, la del tenista, porque a mí me gusta mucho el tenis.
Pero la verdad es que por eso le echan la culpa a él, porque quedó en todas las fotos como un boludo, con la manito estirada, como si la pelota estuviera a dos centímetros y no a un metro… Pero la culpa, la culpa es de Scirea. Todita de Scirea. Porque si Scirea hubiera hecho así, tac, y se la tocaba, era pelota de Galli, ¡era pelota de Galli, claroooooo! Y en esa época, vos todavía le podías dar la pelota atrás, pasársela al arquero.
Por eso, para mí la culpa en el gol que le hago a Italia es toda de Scirea, porque él, con la calidad que tenía, era un líbero fuera de serie acostumbrado a salir jugando en la Juve y no necesitaba revolearla ni nada por el estilo. Era un gran tiempista. Pero lo que él no sabía era que yo lo tenía estudiado; que cuando amagaba para la izquierda, salía para la derecha; y cuando parecía que la iba a reventar, la paraba con el pecho.
Y en esa jugada, cuando la pelota pica y Scirea me hace el juego del cuerpo, me amaga a revolearla de derecha, yo le gano la posición, porque sabía que no iba a hacerlo. Y antes de que la pelota cayera y él sacara la pierna derecha, yo le puse el pie así, tic, para darle como le di, cosa que él no pudiera anticiparme y Galli no pudiera llegar.
La única que le quedaba a Scirea era tocársela atrás a Galli. Gol en contra no iba a ser, porque Galli estaba de frente a él. Pero fue gol mío. Bueno, ahí estuvo lo raro, lo que contaba al principio: de diez veces, sólo cinco la pelota pasa así, derechita entre los dos rivales, paralela a la línea de fondo, y una vez que los dos quedan como boludos en la foto, pim, se va para adentro, para el segundo palo.
Salí corriendo de la felicidad que tenía y salté un cartel como si saltara un conito. Hoy no puedo saltar nada, ya sé, y ya sé también que para muchos fui hacia ese cartel porque estaba arreglado que festejara ahí. Si estaba arreglado, que me vengan a pagar, porque yo, ni idea.
Fue muy lindo el gol y fue muy especial el partido, sí. Llevaba casi dos temporadas en Italia, había llegado hacía relativamente poco, pero ya los conocía a todos. Y ellos me conocían a mí. Era especial. Yo sabía que había ido a jugar a un país donde se respiraba fútbol. A una ciudad, Nápoles, donde el fútbol era la vida misma. Cuando llegué, me pedían que le ganara a la Juve, que le ganara al Milan, que le ganar al Inter. Y después, no sólo había que ganarles a todos ellos, sino que también querían un scudetto.
¿Cómo no iba a ser especial ese partido contra Italia? Pero, la verdad, en esa época todavía la presión no era tanta. Cuando jugamos contra Italia en México, no había tanta presión como cuatro años después, en el ’90, cuando volvimos a jugar contra ellos, pero en su casa, que también era la mía, porque fue en Nápoles, y a todo o nada. Aquello sí que fue distinto. Los italianos me querían matar. La Gazzetta dello Sport llegó a titular “Maradona è il Diavolo”, Maradona es el diablo. Así estaban las cosas cuatro años más tarde… Pero la circunstancia era diferente en el ’86. Para los tanos hasta era un poco simpático. Claro, como hasta ahí no les había sacado ningún scudetto a los grandes, todavía les caía bien.
Un par de años casi exactos antes, en julio del ’84, el que había caído bien, más que bien, en el Napoli había sido yo. Digo que había caído más que bien porque muchas cosas en esa ciudad me hacían acordar a mis orígenes y también a La Boca. Era fácil sentirme como en mi casa, aunque fuera una ciudad de locos. Lo que yo no sabía, la verdad, era que más allá de los miles y miles de hinchas que tenía, como un grande, porque era un grande, futbolísticamente estaba más cerca de la Serie B que del scudetto. Eso era: un equipo de Serie B que jugaba contra uno de la Serie C, por la Copa Italia, y terminaba apretado contra un arco. Eso me pasó en el arranque, nomás, y de verdad. Supe que iba a sufrir, a sufrir mucho, pero también sabía que a mí las cosas me gustaban más cuando más difíciles eran. Más o menos como con la Selección. Menos confianza me tenían o nos tenían, más rabia y más ganas me daba.
Creo que fue por eso que en el Napoli me sentí como en mi casa desde el principio, desde que llegué. Yo me enteré de que el equipo estaba para pelear el descenso, que se había salvado en la temporada anterior por ¡un punto!, cuando ya había firmado el contrato. Pero si me hubiera enterado antes, creo que lo firmaba igual. Estaba tan loco como ellos. Sentí que me querían, que me querían de verdad. Habían hecho huelgas de hambre, se habían atado a las rejas del San Paolo rogando por mi llegada. ¿Cómo les iba a fallar? Además, esa pelea me iba a servir muchísimo.
Eso sí, sabía muy bien que para jugar en Italia, para jugar contra los defensores italianos, me tenía que entrenar de otra manera. En España te pegaban hasta en la lengua, te mataban a patadas y a codazos, pero eran más ingenuos para marcar. Más violentos y también más directos. Los tanos, en cambio, eran especialistas. Más allá de lo que me había pasado con Gentile en el Mundial de España, la mayoría eran artistas de la marca. Se entrenaban para eso. Hoy tienen que nacionalizar defensores, pero en aquella época les sobraban. Por eso, desde España me llevé a Fernando Signorini, el Ciego, que de preparación física sabía un montón y había sido fundamental para mí, junto con el doctor Oliva, en la recuperación de mi lesión. Necesitaba estar muy fino físicamente para enfrentar lo que se me venía. En todo sentido.
Por eso digo que jugar en el Napoli fue la mejor preparación posible para encarar el Mundial de México. La mejor. Primero, porque me hicieron sentir importante, porque me hicieron sentir necesario, cosa que ya no pasaba en el Barcelona. Segundo, porque me obligaba a estar físicamente mil puntos para superar las marcas de rivales supuestamente superiores a mí, a nosotros, y, seguro, superiores a los españoles. Y tercero, por eso de jugar contra todo y contra todos.
La pucha, en el Napoli sí que se sentía eso… Contra todo y contra todos. Me acuerdo cuando debuté oficialmente, contra el Verona del danés Elkjaer-Larsen y del alemán Briegel. Pasaba por al lado del alemán y me sacaba de la cancha con la mirada. ¡Era un animal físicamente! Pero más animales eran los que nos ponían las banderas: “Bienvenidos a Italia”, decían. Era la batalla del Norte contra el Sur, esa batalla que a mí me fortaleció y me permitió hacer lo que más me gusta: levantar una bandera. Y si es la bandera de los más pobres, mejor.
No fue fácil, eh, nada fácil. Como siempre en mi carrera. Luchar contra algo. La cosa es que con el Napoli terminamos la primera rueda de esa primera temporada y teníamos nueve puntos. Me mordía los labios de la vergüenza cuando volví a Buenos Aires a pasar la Navidad. Pero sabía que tenía una oportunidad, una gran oportunidad. Y no la dejé pasar. A la vuelta, sacamos más puntos que ese millonario Verona, que ese europeo Verona. Nosotros sacamos 24 y ellos 22. Salieron campeones, es cierto, pero les avisamos, les avisamos para qué estábamos… Yo metí catorce goles y quedé cerquita de ese muchacho Platini. Era un tiempo de figuras en serio en la Liga italiana. Cada equipo tenía una o dos. Estaba Platini en la Juve, estaba Rummenigge en el Inter, estaba Laudrup en la Lazio, estaba Zico en el Udinese, estaban Sócrates y Passarella en la Fiorentina, ¡estaban Falcão y Toninho Cerezo en la Roma! Mirá qué nenes… ¿Qué mejor manera de prepararme para dar pelea en México que esa?
Igual, necesitaba competir más arriba. Para mí, por la selección, y para ellos, por el Napoli mismo. Tenía que ayudar a los napolitanos a darle pelea al resto de Italia, sobre todo a los más poderosos, a los del Norte: a la Juve, al Inter, al Milan… Por eso lo amenacé a Ferlaino, lo amenacé con irme si no traía refuerzos para la temporada 85/86, justo la previa al Mundial. Así llegaron Renica, de la Sampdoria; Garella, el arquero del Verona campeón, que atajaba con los pies, pero atajaba; y, sobre todo, Bruno Giordano, de la Lazio. Giordano me encantaba porque me parecía que, con todos los quilombos que tenía, era un jugador para el Napoli. Porque al Napoli no quería ir nadie por la camorra, por la ciudad, por todo lo que pasaba. Pero Giordano estaba curtido, bien curtido: había estado metido en el quilombo del tottonero, el escándalo de las apuestas; y en la Lazio jugaba de todo, por derecha, por izquierda, por el medio… Lo quería conmigo y lo fui a buscar yo mismo. Me dijo que sí enseguida. Costó tres palos verdes, lo hice llorar a Ferlaino, pero valió la pena. Ya no tenía que encargarme solo de la conducción del equipo. Él se tiraba unos metros más atrás y yo me iba más arriba; yo metí once goles y él metió diez. Llevamos al Napoli bien arriba. Terminamos terceros, a seis puntos de la Juve, que ganó el scudetto, y nos clasificamos para la Copa UEFA. Los napolitanos no lo podían creer. Yo, sí.
Insisto, ¿qué mejor manera de prepararme para un Mundial que esa? Competíamos contra los mejores y yo me había enriquecido adentro de la cancha. Podía liberarme, podía soltarme. Y podía hacer todo eso cuando nos ninguneaban.
A ver si se entiende: lo que me pasaba en el Napoli era lo mismo que me pasaba en la selección argentina. Y mi cabeza ya estaba puesta en el Mundial. Lo que hacía le servía al Napoli y le servía también a la Selección argentina.
El técnico, a esa altura, ya era Bianchi, Ottavio Bianchi... Bah, los técnicos éramos nosotros, porque a mí no me cayó bien de entrada.
Así, con esos antecedentes inmediatos, llegué al Mundial. Acostumbrado a muchas cosas. Sobre todo a pelearla. La verdad es que, antes de México 86, Platini era el ganador, el que se llevaba todos los títulos, y yo era jogolieri, el que hacía los caños, las rabonas, los sombreros, pero… no daba vueltas olímpicas. No ganaba títulos.
¡Las pelotas, yo quería ganar! Yo quería ganar todo y a todos. Al que se pusiera enfrente. Y así iba a ser: luché, luché y luché y, finalmente, maté al mito Platini.
No había mucha diversión en la concentración. Un solo televisor para todos, en el comedor, y ver partidos. Después, los diarios deportivos mexicanos, Esto, Ovación, La Afición... Y una vez por semana, tarde, nos llegaba El Gráfico. Hubo un ejemplar que a mí me puso los pelos de punta. En uno, la entrevista a Platini, justamente, que titularon “Es un placer reportear a Platini”. ¿¡Cómo carajo iba a ser un placer reportear a ese francés pecho frío!? Por favor, me volví loco. Y es el día de hoy que me vuelvo loco. Y en la misma revista, una nota con Pelé. Parecía que me lo hacían a propósito, no sé si para hacerme enojar o para motivarme.
¿Qué decía Pelé? Lo vuelvo a leer y me dan ganas de salir a la cancha, a demostrarle lo que después le demostré. Decía: “Esta es la última gran oportunidad para que Diego muestre que es el mejor del mundo. Yo creo que hasta ahora no consiguió los suficientes trofeos como para decir sin dudas que es el número uno. En España fue un desastre, estuvo irritable, se hizo expulsar, se la pasó en el suelo, quejándose de los golpes. Por eso no creo que sea el mejor; es más, Platini, Zico y Rummenigge no sólo están en su nivel, sino algo más arriba. A Platini le pegan y se levanta. Sigue jugando. Maradona se queda mirando al árbitro. Yo sé que los golpes duelen, pero a cierto nivel hay que tener clase para eludirlos y también saber ir fuerte cuando apuran las circunstancias”.
Pero para eso faltaban un par de partidos, todavía, y en otro sentido unos cuantos años, también para demostrarles a Pelé y a Platini quién era quién.
Aquella tarde, en Puebla, no lo tenía al francés directamente adelante, sino a un plantel y a un cuerpo técnico como el italiano con el que me llevaba bien, bastante bien.
Algunos eran rivales directos en aquella lucha del Sur contra el Norte. Y había un solo compañero mío, además de otro que también jugaba en un equipo chico y después se sumaría al Napoli.
Enzo Bearzot, el técnico, justo me manda a mi compañero encima, para que me marque. No sé si confiaba en que podía ganarme el mano a mano porque me conocía, pero la verdad es que yo estaba tres puntos arriba de Salva, de Salvatore Bagni. De él se trataba. Usaba la 10, ¡la 10 de Italia! Pero, claro, no jugaba de 10. Y encima no estaba bien de la rodilla. Esa Italia llegó a los tumbos y así se fue enseguida también.
Como podía esperarse, por ser argentinos y por ser tanos, y porque nos conocíamos mucho, fue un partido muy hablado. Bagni y Ruggeri se cruzaron varias veces, de lo lindo. Bagni me decía a mí que le dijera al Cabezón que era un “ figlio di puttana”, como si el Cabezón no entendiera, y el Cabezón me preguntaba qué podía decirle para sacarlo. “Naaa, Cabezón, no le digas nada… O decile cornuto y listo.” Y cada vez que venía Salvatore, Ruggeri me decía: “Aaahhh, mirá, me viene a marcar el cornuto”. Y el otro se ponía loco.
En Italia jugaban varios de la Juve, como Scirea y Cabrini, y del Inter, como Bergomi y Altobelli. De Napoli, que después vino a jugar conmigo al Napoli, estaba en el Sur también, en el Avellino. El Verona, que era el equipo de moda, aportaba a Di Gennaro, a Galderisi, Galli atajaba en la Fiorentina y Bruno Conti —un tipazo, con el que me abrazo cada vez que me veo— era la figura de la Roma. Me acuerdo de que antes del Mundial, cuando todos hablaban de los candidatos a ser figuras, yo no podía entender cómo no lo incluían a él. Era un jugador moderno para aquella época, difícil encasillarlo. Y venía de ser campeón en el ’82, en aquel Mundial en el que Gentile me había molido a patadas. Y ese antecedente también pesaba.
El estilo de Gentile no era la media. Los defensores italianos, en general, se preparaban para sacarte la pelota de la mejor manera posible, eran artistas de la marca… Cabrini, el fidanzato de Italia, el novio de Italia como le decían, era un jugador fino, pero implacable.
Y estaba Vierchowod… ¡Mamita, Vierchowod! El tipo tenía mucha recuperación, unas piernas así, terribles. Era hijo de un ucraniano que había sido soldado del Ejército Rojo, pero italiano de nacimiento. Era un perro de presa, tipo soviético, pero transformado en una roca, al estilo de Italia. Aparte, recuperaba como loco y después siempre se la daba a un compañero, siempre redonda. Era muy aplicado. Un marcador de primera.
De él hablé mucho, antes del partido, con el Bichi Borghi. Mucho. Porque en ese momento del Mundial, y esto es bueno repasarlo con el tiempo, para que se sepa de verdad cómo se fue armando el equipo, los periodistas y todos le metían presión a Bilardo para que Borghi jugara conmigo. Y yo también quería jugar con Borghi. Lo mimé mucho, porque había que mimarlo, había que estarle encima. Era muy pibito todavía y Bilardo no lo llevaba bien. Me acuerdo de que hasta le presté un aparato que Dal Monte me había hecho para el tobillo, porque a Borghi se le iban los tobillos como loco.
La cosa es que Bilardo lo puso de titular contra Italia. Con Valdano, arriba. El resto de la formación fue con Nery en el arco, Cucciuffo en el lugar del Negro Clausen, Brown y Ruggeri, inamovibles, y Garré. Giusti, Batista, Burruchaga y Maradona, de memoria. Y Jorge con Borghi.
Entonces yo lo agarré al Bichi y le dije…
—A vos te va a marcar Vierchowod. Es fácil pasarlo, y más con tu habilidad. Pero es fácil que te recupere, ¿me entendés lo que te digo?
—Sí…
—Mirá. Vos le enganchás y lo pasás, pero si volvés a enganchar, él hace fiiiuúú, y cuando levantaste de nuevo la cabeza está de nuevo enfrente tuyo, ¿entendés?
—Sí…
—Te digo porque me marcó a mí y en las primeras tres pelotas me pasó lo mismo… A la cuarta, le hice pum-pum, la toqué y me fui.
No sé si me entendió, pero sí sé que sus movimientos sirvieron para tenerlo ocupado a Vierchowod. El Bichi tenía un talento terrible, pero en aquel partido estuvo como disperso y, al siguiente, también.
Lo que sí, contra Italia empezamos a creer en nosotros. Fue el segundo partido del Mundial, después de ganarle bien aquella batalla a los karatecas coreanos, y estuvimos sólidos contra un equipo que no estaba en su mejor momento, pero tenía mucha experiencia y era muy prolijo.
Fuimos sólidos en el fondo, nos movimos mucho en el medio y estuvimos agresivos adelante. Clausen se había quedado afuera de los titulares en la defensa, después de un debut muy flojo. A mí me encantaba el Negro, pero en México no arrancó como el tractor que era por su lateral en Independiente. Entró Cucciuffo y empezó a ganarse su lugar, aunque todavía no jugaba de stopper, pero se hizo cargo de Galderisi. Seguíamos con línea de cuatro, con el Tata más libre y el Cabezón —que se lo comió a Altobelli— como centrales y Garré por la izquierda, que lo esperaba a Bruno Conti.
Cada uno jugó por donde sentía que tenía que hacerlo. Burru jugó más a la izquierda y fue muy importante en la salida, más que contra los coreanos. El Checho estuvo algo incómodo y Bilardo lo sacó en el arranque del segundo tiempo. Batista se calentó tanto que hasta amagó con volverse a Buenos Aires. Así era ese grupo: mucho cacique, le marcábamos la cancha a Bilardo todo el tiempo.
La idea era que el Bichi y yo tuviéramos la pelota y saliéramos rapidito, algo que no podía hacer Valdano, que no tenía el pique corto nuestro pero sí un paso gigante, que le permitía marcar diferencias arriba. Al Bichi lo querían hacer arrancar de más atrás y al final no sabía dónde estaba jugando.
Por eso digo: después hablaron de táctica y de aciertos de Bilardo, y para mí no fue tan así.
El que lo explicó muy bien fue el mismo Valdano, en una revista que hizo La Nación, cuando se cumplieron veinte años del título. Yo podría estar otros veinte años tratando de explicarlo, pero él lo hizo mejor, así que prefiero leerlo y copiarlo: “Cómo un equipo desestructurado es capaz de convertirse en un grupo inviolable”, dijo el filósofo. Y no puedo estar más de acuerdo. Usó palabras difíciles, pero se entiende todo clarito, clarito.
Aquel Mundial lo ganamos los jugadores, y empezamos en aquel partido a darnos cuenta y a que se dieran cuenta. Algunos jugadores ya habían mostrado un nivel más alto del que traían en la gira. Pero ahí, contra el campeón del mundo, que lo era todavía, dimos la talla.
Nos supimos sobreponer al penal inventado por ese hijo de puta de Jan Keizer, el holandés. Mi amigo Conti le peleó la pelota a Garré en el borde del área, lo trabó y, del rebote, la pelota fue a dar en Burruchaga. Pero Burru no tuvo intención de jugar con la mano, la pelota le pegó y el tipo cobró penal. Ahí influyó el poderío de Italia, me parece. En esa época los árbitros cuidaban tanto a Italia como a Brasil. ¿Saben dónde vivía la Selección de Italia? En Puebla. ¿Saben en qué hotel? En El Mesón del Ángel. ¿Y saben dónde paró Keizer cuando llegó a Puebla? Sííí, en el Mesón del Ángel.
Iban seis minutos, nada, y Altobelli la clavó. Altobelli, justo Altobelli. Uno de mis rivales históricos en aquellos tiempos en el calcio y ahora un tipo que tengo seguido en el living de mi casa, en Dubai: es que comenta fútbol italiano para la cadena belN Sports y a mí me encanta ver los partidos, sobre todo los del calcio. Cada vez que lo veo en la pantalla, me acuerdo de aquel momento en el que se podría haber ido todo al carajo en la cancha, en Puebla, pero no. No se fue. Y no por casualidad: lo supimos y lo pudimos controlar.
—Vamos a manejar un poco la pelota. Pero, tranqui, no nos volvamos locos —le dije a Burru.
Es que a Italia, por más que no esté en su mejor momento, siempre tenés que respetarla. O, mejor dicho, no respetarla. Pasarla por arriba. Los italianos son como los alemanes: ven una gota de sangre y se reproducen. Y a nosotros nos hicieron sangrar con ese gol en el arranque. Imaginate: podían volver los fantasmas en un minuto, todavía no éramos el equipo confiable por haberle ganado a Corea del Sur; todavía estábamos más cerca de aquel equipo en el que pocos confiaban, sólo nosotros.
Por eso este partido tuvo mucho valor. El 1 a 1 fue como un triunfo por la forma en la que jugamos, por la forma en la que nos recuperamos del primer golpe. Mi gol, el del empate, fue pasadita la media hora. Una jugada que arrancó el Gringo Giusti, siguió en Borghi y terminó en el pase, más que pelotazo, que me mandó Valdano. El gol ya lo conté. Y ya dije que fue uno de los más lindos y más importantes de mi carrera.
También porque ahí empezó a ganarse la Copa del Mundo.
Pudimos ganar el partido. Especular, las pelotas. Si llegaba a venir una seña del banco diciendo que aflojáramos, yo me le iba a ir al humo. Como nos fuimos al humo y llegamos un par de veces. Hubo un cabezazo de Valdano que pasó cerca, Ruggeri y Brown no dejaron de subir en cada pelota parada.
Cuando faltaba poco, Vialli se acercó a Garré:
—Pareggio, Garré, pareggio. Parla con Bilardo —le dijo.
—Ma qué pareggio, queremos ganar —le contestó Garré.
Si llegaba a decir algo Bilardo, lo mataba. Lo mataba, te juro. Porque eso quería yo, un equipo dominante, un equipo que les rompiera las pelotas a los rivales.
En ese partido, Bilardo lo volvió a sacar a Batista. Y Batista se volvió loco, porque pensó que lo hacía por cábala. Ahí fue que se quiso volver. Tuvieron una reunión y el boludo de Bilardo me llamó, para que estuviera, porque siempre quería que hubiera un testigo. Veía fantasmas por todos lados…
Pero yo vuelvo a ver ahora el partido, también por primera vez, y me vuelve dejar contento, igual que en aquellos tiempos. Con ese empate empezamos a decirnos entre nosotros, pero más todavía a los demás, a los contras: “Si les empatamos y también podemos ganarles a los tanos, podemos pelearles a los equipos verdaderos, a los grandes, a los candidatos…”.
Se ha hablado mucho de que teníamos a los mexicanos en contra. Y es cierto, pero es cierto sólo en parte. Contra Corea del Sur era bastante lógico, porque la gente siempre se tira contra el más débil cuando hay mucha diferencia. Contra Bulgaria, vale lo mismo. Pero contra Italia, que éramos potencia, parejos, empezaron con ellos y terminaron con nosotros. Se dieron cuenta de que éramos los que más queríamos hacer por el espectáculo. Nosotros impusimos las condiciones del partido.
Más allá de eso, para mí Ruggeri fue la gran figura de la cancha. Venía de jugar bárbaro contra los coreanos, con el gol incluido, y acá se ocupó de Altobelli, que sólo pudo hacer un gol de penal. Después, casi ni la tocó. Es más, se tuvo que ocupar de marcarlo al Cabezón, que cuando podía se iba al área de enfrente, a buscar otro gol. ¡Quería ser goleador, el animal! Se tenía una confianza ciega y ganaba de cabeza en todos lados. Estaba afiladísimo.
Yo, a esa altura, ya volaba. Estaba muy rápido, muy al mango, y eso tenía que ver con toda la preparación física que había hecho para el Mundial. En ese trabajo previo me cambiaron la manera de entrenar, la manera de comer, la manera de hidratarme. Todo lo que hice antes del Mundial en la Argentina no existía, no se había hecho nunca y todavía no había manera de hacerlo. No era común ver eso.
Hoy veo mucho físico y poca técnica. En mi época era distinto; prevalecía la técnica, por eso sacabas diferencia si le agregabas trabajo físico. Por eso también hoy resalta tanto lo de Guardiola y genera tanta admiración. El fútbol de hoy es apurado, no es rápido. Ojo, que es distinto. Llegan apurados al arco contrario y no es así. Al arco rival hay que llegar bien, no necesariamente rápido.
Bien y rápido estaba yo en el 86 y, aunque no me crean, al ’90 llegué todavía mejor. Pero lo de la uña y lo del tobillo me condicionaron. Y más me condicionó todo lo de alrededor. Ya era el demonio, el Diavolo, como decían en aquella tapa de La Gazzetta dello Sport.
Salvatore Carmando, mi masajista napolitano, lo vivió como yo. A él no lo querían de entrada y por eso se vino conmigo: en el ’86 no le daban ni bola; después, en el ’90, se lo llevaron. Se acordaron de que era italiano.
Para el Norte poderoso fue un duro golpe lo que le hicimos con el Napoli. Durísimo. Y no era sólo en Napoli: de ahí para abajo, me amaban. Todo el Sur pobre me amaba. Yo era su bandera. La bandera del Sur pobre contra el Norte poderoso, el que le quitaba al Norte rico para darle al Sur pobre. Eso fue de toda la vida.
Hasta el ’86, iba la Juve al San Paolo, hacía tres goles y se volvía; después iba el Milan, goleaba y se volvía; el Inter, lo mismo. Cuando llegué, y se empezó a armar el equipo que se armó, se dio vuelta la torta y ahí empezaron a apuntarme. Se comían de a tres, de a cuatro. La Juve, el Milan, el Inter, sea quien sea. En una final de Supercopa, le hicimos cinco a la Juve. Eso es histórico.
A partir de entonces, a partir de que les empezamos a ganar, me querían matar. En el ’90, más que nunca. Y en el ’91, Matarrese y Ferlaino me lo hicieron pagar. Esa era una sociedad delictiva muy grande. De Italia me fui sin que me paguen una lira y tuve que dejar todo. No reclamé ni dije nada. Me fui.
Después se la hicieron pagar a Cani también. A Caniggia. Es joda: sólo dos jugadores de diez mil dimos positivo. Que no me jodan. Eso fue una venganza por el negocio que le hicimos perder en el ’90. Eso lo ve hasta un ciego.
Hoy día, el italiano me demuestra un respeto inmenso, a pesar de todo lo que me tiraron. Sean del Sur o del Norte, del lado que sea. Para ellos, dejé de ser jugador de fútbol para convertirme en una leyenda. En eso, los tanos son muy respetuosos. A mí me emociona que ellos me sigan viendo como si todavía hoy pudiera hacer todo lo que hacía dentro de una cancha de fútbol. Eso me emociona de verdad. Lo vivo en Italia y en Inglaterra también. Es curioso, es llamativo. Pero es un hermoso reconocimiento que me hacen.
En 2011, Dalma, mi hija, insistía que quería ir a Nápoles, que quería volver a esa ciudad de donde se había ido cuando sólo tenía dos años. Y yo le decía: “No, mamita, no. Mejor andá a otro lado, en Nápoles son muy efusivos, te van a volver loca, conocé otras ciudades”. Pero ella, cabeza de Maradona, insistía: “No, Pa, con vos es una locura Nápoles. ¿A mí quién me conoce? Nos fuimos de ahí cuando yo tenía dos años, nadie se va a dar cuenta de quién soy. Quedate tranquilo que voy a ir a casa de unos amigos y nadie se va a enterar de que estuve ahí. Quiero conocer todos los lugares, no recuerdo nada de Nápoles”.
Y sabés qué… Yo tenía razón. Dalma me tuvo que dar la razón. Si en Argentina me demuestran mucho amor y un cariño incondicional, en Nápoles eso se multiplica. Cuando todo el mundo se enteró de que estaba en la ciudad, no podía caminar por la calle. La gente se arrodillaba delante de ella. Y Dalma los ayudaba a levantarse y les decía que ella no había hecho nada, que se tranquilizaran.
El primer día la llevaron a pasear y frenaron en la puerta de un edificio. “Bajamos un minuto”, le dijeron. Subieron al ascensor, tocaron el botón del primer piso y cuando se abrió la puerta, estaban todos los vecinos en el pasillo para recibirla. Besos, abrazos, fotos, besos, abrazos, fotos… Dalma los saludaba a todos pensando que los conocía de chiquita. En sus casas tenían fotos nuestras, de la familia, de las nenas. Cuando terminó de saludar a todos se subió al ascensor aliviada pensando que ya se iban, pero no… Tocaron el botón del segundo piso. Y de vuelta la misma ceremonia: besos, abrazos, fotos, besos, abrazos, fotos. Así fue en todos los pisos, hasta llegar al séptimo. El más “intenso” de todos. Ahí había una vitrina con fotos nuestras, ¡hasta pasto que había pisado yo! Cuando finalmente terminó de saludar a todos y pensaba que podía comenzar el paseo, la llevaron a un hospital. Cuando llegaron estaban todos esperándolos en la puerta: médicos, operarios, enfermeras, hasta pacientes había. Y nadie quería una foto grupal. ¡Fotito con cada uno!
Era un martes y abrieron la cancha para ella sola. Ella dijo que era la hija de un futbolista que había jugado ahí y primero uno no le creyó. Si hubiera sido Gianinna le decía: “¿Sabés qué? ¡Soy Maradona, dejame pasar!”. Pero como era Dalma, le mostró el pasaporte. Y el tipo casi se muere. Quedó impresionada cuando vio en el estadio una especie de “santuario” que hay con fotos de mi época de jugador.
Antes de volverse fueron a comer a un shopping y la gente empezó a llevarle regalos, camisetas, trofeos. Hasta un pen drive le dieron con fotos de todas las familias para que yo los viera a todos, uno por uno. Cuando Dalma terminó de agradecer a todos y cada uno de los que llevaban regalos, se dio cuenta de que iba a ser imposible llevar todos esos presentes, porque ella seguía de viaje. “Ma non preoccuparti”, le dijeron, y se aparecieron con una valija de regalos para que pudiera guardar todo eso. Así son los napolitanos.
Volvió tan sorprendida con todo lo que le tocó vivir que de ese viaje surgió su obra de teatro Hija de Dios, donde contó todo. El título le trajo problemas con algunos cabeza de termo que decían que cómo se iba a creer hija de Dios, y ella se la pasa toda la obra justificando por qué, para ella, justamente su papá, es su papá y punto. Que no es Dios. Cuando fui a verla al teatro, lloré desde el minuto cero hasta el final.
Lo peor de ese viaje no fue que finalmente no pudo conocer Nápoles como ella quería, ya que tuvo que volverse porque la gente no la dejaba casi caminar por la calle. Lo peor de ese viaje es que tuvo que darle la razón a Papá, ja. Y la muy guacha cuando yo le preguntaba: “Ma, contame cómo te fue en Nápoles”, me decía: “Bien, bien”. No quería dar el brazo a torcer.
Si tengo que buscar más diferencias con el paso del tiempo, encuentro. Si hablo de Italia, hablo de Roma. Y si hablo de Roma, hablo del Vaticano. Todos saben lo que yo pensaba del Vaticano en el ’86. Con aquel Papa, con el que estuve y al que le di la mano, no me hubiera vuelto a sentar ni para tomar un café, ni aunque me pagaran mi peso en oro. Pero ahora, con Francisco, el café lo pago yo.
El Papa que tenemos hoy se preguntó para qué necesitamos un banco en el Vaticano. Por lo menos, se lo cuestionó. Y a uno que gastaba ochenta mil euros por mes, lo rajó. Ochenta mil euros por mes puede ganar Maradona, pero un cura que tiene casa, que tiene comida y tiene todo, ¿para qué quiere plata si no es para ayudar a los pobres?
A mí eso me encantó. Me encantó que este Papa se ocupara de las cosas que se tiene que ocupar, de los que más necesitan.
El tipo, Francisquito, como a mí me gusta decirle con todo el respeto del mundo, está haciendo las cosas muy bien. Le trajeron los zapatos rojos, que parecen de Prada, y él le dijo que no, que él tenía sus mocasines. Los mismos que se había comprado en Boedo. Y que le quedaban muy cómodos. Eso es genial.
Una noche se les escapó a los guardias. Y la gente, por ahí, vio pasar a un curita que de pronto se puso a comer una porción de pizza en la calle. Otro día se fue a hacer sus anteojos a una óptica común y corriente, como cualquiera.
Todo eso me identifica, por un lado, y me da miedo, por el otro. Me da miedo, porque los Papas buenos corren el riesgo de encontrar la muerte a la vuelta de la esquina. Y yo se lo dije a Francisquito. Él me dijo que me quedara tranquilo, que él sabía cuidarse y que los tenía a todos bien alineados.
Y, lo más importante, sentí que siempre me estaba hablando con el corazón.
El Papa está haciendo en el Vaticano lo que a mí me gustaría hacer en FIFA. Transparencia. Que gane la gente. En el caso de la FIFA, que no haya más cometas, que no se compren los Mundiales. Que así como el Papa se preocupa por los que tienen hambre en el mundo, los dirigentes del fútbol se preocupen de verdad por los que juegan y por los que van a ver a los que juegan. Si quieren un Mundial para entretener a la gente, bárbaro, que se lo ganen como corresponde. No que se lo ganen a golpe de coima. Porque si es por plata, se jugaría siempre en los Emiratos, porque a nivel guita nadie tiene más que ellos.
Cuando fui a visitar a Francisco, entré en el Vaticano y no vi los techos de oro. Porque me recibió mano a mano, en una piecita donde se puede juntar cualquiera, los dos tipos más comunes del mundo. Hablamos de todo, me dijo que él me necesitaba a mí y que la Argentina nos necesitaba a nosotros. Me dijo que nunca dos argentinos habían estado en la elite mundial, él en lo suyo y yo en lo mío.
Yo, la verdad, quiero que el Papa sea más famoso que Maradona. Lo que pasa es que yo tengo una ventaja y es que jugué más o menos bien al fútbol. Y el fútbol es una pasión mundial.