ARGENTINA 3, ALEMANIA 2
MÉXICO DF, DOMINGO 29 DE JUNIO
Cuando Claudia viajó a Buenos Aires a tener a Dalma conocí lo que era estar nervioso. Pero aquella noche, la noche previa a la final contra Alemania, no podía dormir. Nunca me había pasado antes y nunca más me pasó después: a mí el fútbol nunca me puso nervioso… ¿Por qué iba a estar nervioso si yo sabía lo que tenía que hacer? En el fútbol, la cosa es fácil: o te la quita el rival o la gambeteás. Y hace treinta años yo estaba convencido de que no había un solo rival que me pudiera sacar la pelota.
Pero igual no me podía dormir. No había manera…
Daba vueltas y vueltas en el catre, nos mirábamos con Pedro, salíamos a caminar. Salíamos y lo encontrábamos a Valdano, que estaba igual, allá en La Isla, donde el único que dormía como un angelito era Trobbiani. ¡Qué turro, ¿cómo hacía para dormir?! No sé.
Valdano, con esas palabras que tenía, decía que era el miedo, el miedo escénico, lo que no nos dejaba dormir. Pero yo no tenía miedo. Yo tenía ganas de que el partido empezara ya, empezara lo antes posible. Y no quería cansarme esperando. O caminando. Habíamos esperado tanto ese momento, habíamos luchado tanto para llegar ahí… No, no era miedo a perder. Era miedo a que la hora de jugar no llegara nunca. Por lo menos para mí. Encima, no sé por qué, el día previo, el sábado 28, la concentración había sido un quilombo. Bilardo había dejado pasar a todos los argentinos que estaban en México.
El jueves habíamos recibido a los periodistas. No eran tiempos de salas de prensa ni nada, así que, cuando vi venir el malón, con las cámaras y todo eso, salí corriendo para las canchas de entrenamiento. Muchos pensaron que me estaba escapando, pero no: llegué al alambrado, que tenía un poquito menos de mi altura, hasta el cuello me llegaba, me colgué y salté para el otro lado. Entonces sí, les dije que vinieran. Y así atendí a todos: yo del lado de adentro de la cancha y los periodistas de afuera. Una hora me quedé charlando. Estaba feliz, feliz… No podía parar de reírme, me reía todo el tiempo. Y ni siquiera me enojé cuando algún cabeza de termo, que siempre hay, me preguntó si tiraba besos a la tribuna para conquistar a los mexicanos. ¿¡Qué mexicanos!?
—Yo no soy falso, no tiro besitos a la tribuna para ganarme a la gente, ni a los mexicanos ni a nadie —respondí—. A ellos los respeto, como respeto a todo el mundo, que griten por los que quieran gritar. Pero los besos son para mi viejo, que ve los partidos desde allá arriba, desde el palco. Y te aseguro que si tiro un beso es porque lo siento…
Mi viejo, mirá vos, fue uno de los que me había dicho que el equipo que más le gustaba era Alemania. Pero no en ese momento, cuando faltaban tres días para la final… ¡Me lo había dicho antes del Mundial! Un sabio, mi viejo, un sabio. Eso me daba vueltas por la cabeza, mientras esperábamos el partido.
Por eso, cualquier cosa que pudiéramos hacer para distraernos, nos venía bien. El viernes, por ejemplo, cuarenta y ocho horas antes de la final, teníamos que cumplir con la cábala y nos fuimos a Perisur, lo mismo que habíamos hecho antes del debut, y siempre, dos días antes de cada uno de los seis partidos. A la tardecita, después de las seis, el ómnibus de siempre, con los dos motociclistas de siempre, Tobías y Jesús al frente, pero también con siete coches de seguridad atrás, encaró para el portón de salida del América. Cuando se abrió, lo juro, no lo podía creer: había más gente que en el Azteca. Creo que ahí me terminé de dar cuenta de lo que habíamos provocado. Claro, al principio no se armaba tanto lío, éramos un equipo en el que nadie confiaba… Ahora éramos los finalistas, ¡los finalistas del Mundial! Y allá habíamos ido, entonces, todos en el ómnibus, como si fuéramos al estadio, con custodia y todo.
¡El quilombo que se armó! Yo terminé encerrado en la heladería a la que íbamos siempre, Helen’s, me acuerdo, con el Loco Galíndez, después de recorrer todo el shopping al trote, con la camiseta italiana de Salvatore Bagni puesta. Esa también era una cábala. Nos quedamos dos horas. A eso de las ocho de la noche empezamos a pegar la vuelta, creo que firmé más autógrafos que en toda mi carrera en Nápoles. Hasta el Negro Molina, el masajista, firmó autógrafos… Y otra vez a encerrarnos, a meternos en esa piecita con Pedro, que ya era nuestra casa. La habíamos decorado, le íbamos colgando fotos, los títulos de los diarios. Claro, estábamos viviendo ahí desde el 5 de mayo y ya era el 29 de junio, el domingo 29 de junio.
Creo que nunca me alegré tanto de estar despierto a las siete y media de la mañana. A esa hora, yo duermo como un guacho, pero ese era un día diferente. A esa hora, ya me lo imaginaba al Negrito Benrós armando todo en el vestuario del Azteca. Mis botines, los Puma King, que me los entregaba lustrosos, lustrosos… Yo no sé cómo hacía para dejármelos siempre como nuevos.
—¿Qué betún le ponés, Negro? Dale, contame, así cuando vuelva a Nápoles y vos no estés me siguen quedando así…
Y el Negro, nada. Después me enteré, porque él lo contó en un libro, que lo que usaba era una crema de silicona mezclada con kerosene, un mejunje que se usaba para las monturas de los caballos.
Y yo, la verdad, estaba hecho un potro.
Igual que el día del partido contra Inglaterra, igual, estábamos todos listos para salir, al pie del ómnibus, media hora antes de la hora prevista. Teníamos que salir a las nueve y media para el Azteca, que quedaba a diez minutos, pero a las nueve todos nos moríamos por encarar para el estadio. A esa hora ya hacía un calor terrible y el partido se jugaba al mediodía, hijos de puta… Igual, creo que era peor para los alemanes.
A la cancha fuimos cantando. Como siempre, los que empezamos con los cantitos fuimos los rebeldes del medio, con Islas, con Almirón, con el Chino Tapia… Llegamos y nos metimos en el vestuario como si fuera nuestra casa. Ya habíamos jugado ahí contra los ingleses por los cuartos de final, y contra los belgas la semi. Ya sabíamos dónde Cucciuffo tenía que poner la Virgen de Luján, dónde se sentaba cada uno, que Nery tenía que ir a sentarse un ratito atrás del arco donde yo había hecho los goles… Todo. El Azteca era nuestra casa, aunque ese día no nos iba a recibir tan bien. Yo dije, en su momento, “Latinoamericanismo las pelotas” porque me pareció desubicado que gritaran por Alemania, que era una potencia europea. Otra cosa era que gritaran por los coreanos, pero ¿¡por los alemanes!? Qué sé yo, ya pasó, ya pasó… Tal vez nos sirvió. No era cuestión de confiarse, de creernos nosotros los mejores ahora que todos los panqueques pensaban que lo éramos.
Por eso, antes de salir, les dije lo que les dije, lo que sentía en el alma: “Muchachos, hicimos mucho, pero no va a servir de nada si no ganamos. El segundo puesto no existe, no existe… Pensemos en todo, muchachos. En nuestras familias primero; en nuestros amigos; en los que nos bancaron cuando nadie nos bancaba y nos vieron sufrir como perros… Y pensemos también en los que están esperando que nos vaya mal para crucificarnos… Vamos, ¿eh?, ¡vaaaaaamos, carajo!”.
Había 115.000 personas en el estadio Azteca. ¡115.000! Y nosotros habíamos llegado hasta ahí invictos, contra los pronósticos de todos los contras. Cinco triunfos, cada vez mejor, y un solo empate. Nunca tuvimos que jugar suplementario, nada. En los noventa habíamos liquidado a todos, en fila. A los coreanos, a los italianos, a los búlgaros, a los uruguayos, a los ingleses, a los belgas… No fue poca cosa: le estábamos ganando a la historia, viejo, a la historia. Italia, un clásico europeo, en el camino. Uruguay, el clásico del Río de la Plata, en el camino. Inglaterra, un clásico de todos los clásicos, con el tema de Malvinas encima, en el camino. Sólo nos faltó que se nos cruzara Brasil. Pero no, los brasileños les habían jugado un partidazo a los franceses del pecho frío de Platini, y terminaron perdiendo por penales. Zico, que supuestamente había ido a competir conmigo por la corona, no pudo hacer un buen Mundial; nunca estuvo a pleno físicamente y se le notó. Sócrates y Junior aguantaron un poco los trapos, pero no fue el mismo equipo de Telê Santana de cuatro años antes.
Y a Francia, después, en la semifinal, se la comió Alemania. Se la comió porque Platini, que tenía que aparecer en ese momento y no apareció, se dejó comer por la marca de Rolff. Después, como yo siempre digo, a los alemanes les tenés que dar diez tiros para matarlos, porque te empuja Briegel desde atrás, te la engancha Magath en el medio, te juega Matthäus y te la mete cualquiera, Brehme o Völler, como hicieron contra los franceses.
Y ahí los teníamos, otra vez, a los alemanes. Ojo, les sobraba experiencia. Venían de ser finalistas en España 82, lo tenían a Beckenbauer en el banco, que de finales sabía mucho… Y enfrente estábamos nosotros, una banda de rebeldes. Una banda de rebeldes enojados por las críticas y felices por ser así. De los 22, sólo cinco habíamos estado en Mundiales y uno, el Káiser, lo miraba desde la tribuna. Después, estábamos Nery, el Vasco, Valdano y yo. Y nosotros sí íbamos a ser titulares.
Por cuarta vez, desde el partido contra los ingleses, repetíamos la formación. Ahí sí se podía hablar de líbero, de stoppers, de laterales volantes… Pero no habíamos empezado así, no habíamos empezado así. Todos se acuerdan de la formación de la final, ¿cómo no me la voy a acordar yo?
Nery; el Tata de líbero; Cuchu y el Cabezón de stoppers; el Gringo, lateral volante por la derecha, y el Vasco, lateral volante por la izquierda; el Checho en el centro del campo, más atrás; el Negro, de la derecha al medio; Burru, del medio a la izquierda; Jorge, arriba; y yo, suelto, por donde quisiera.
Ellos, con Schumacher en el arco. Brehme, que cuatro años después nos iba a vacunar con el penal inventado por Codesal; Förster y Jakobs de centrales; el animal de Briegel por la izquierda; en el medio, Berthold, Matthäus, Eder y Magath, que se supone iba a manejar la pelota; y arriba, Allofs y Rummenigge.
Caminamos por la explanada que subía desde los vestuarios hacia la cancha por detrás del arco como si fuera el camino a casa. Yo, encabezando la fila. Y Burru, cerrándola. Siempre entrábamos así. Siempre. Antes, ya habíamos hecho todo ese circo con el Tata Brown, el que habíamos inventado contra Bulgaria, como un siglo antes. Los alemanes, serios como son ellos, nos miraban como si estuviéramos locos. Pero ni mosqueaban. Le dije al Tata: “Con estos no hay caso, viejo… Estos no se asustan con nada”.
A Brown ya lo había agarrado en el vestuario, pero hablándole en serio: “Tata, sos el mejor líbero del mundo, ¿entendés? El mejor del mundo… No te ponían de titular en Deportivo Español, pero acá no hay ninguno como vos, ninguno. Te los vas comer a los alemanes, ¿me entendés?”. Y le di un beso en la cabeza. Y después, en joda, le pregunté: “Pero, ¿quién te corta el pelo, hijo de puta?”.
Cuando nos plantamos en la mitad de la cancha, para cantar los himnos, ya estábamos serios, concentradísimos. El Himno me llegó como siempre: a mí el Himno me llena el alma, me infla el pecho. Siento que la cinta de capitán se me va a reventar en el brazo, aprieto el banderín… Y pienso en todo, en todo. En Villa Fiorito. Pienso en el lugar donde nací y el lugar donde llegué. En eso pienso, y hablo en presente, cuando escucho el Himno.
Estábamos ahí para jugar la final del mundo, abajo de esa araña gigante que todos se deben acordar, porque nos hacía sombra. Era una cámara de la tele, no sé qué… Pero parecía una araña pintada en el césped.
Apenas terminó el Himno, con el Tata empezamos a gritar. Nos agachábamos así, para adelante, y nos gritábamos entre todos. “¡Vaaaaaamos, eh, vaaaaaamos…!” Éramos once locos dispuestos a ir a la guerra. Si era en territorio hostil, mejor. Y al minuto, nomás, me di cuenta de que sí, que iba a ser en territorio hostil. Recibo un pase, se me va la pelota, y bajan los silbidos, enseguida… ¿Ah, sí? ¿Todos en contra? ¡Ya van a ver, ya van a ver!
Ojo, era casi todos en contra, porque había argentinos. Y tanos, también. Bueno, napolitanos. De golpe, todos se habían hecho hinchas nuestros y llegaron aviones de todos lados. De la Argentina mandaron chárters, ¡chárters! Hasta gente del Gobierno había ido… Sí, los mismos que querían rajar a Bilardo y que yo había frenado.
A los tres minutos, me hacen el primer foul. Y enseguida me di cuenta de que lo iba a tener a Matthäus encima. Ojo, no era una marca personal común. No era Rolff, el que le habían mandado encima a Platini. No, este sabía jugar. Lothar tenía un físico tremendo, pero no grandote. Rapidito, era muy vivo para marcar y, si te sacaba la pelota, se la daba redondita a un compañero. Podía ser un diez, un ocho, y fijate que terminó su carrera jugando de líbero. Un crack, Lothar. Y un amigo, también. Pero aquella tarde era mi enemigo, mi principal enemigo.
Cuando vi cómo venía la mano, me lo llevé a pasear por la derecha. Si no era yo el que hiciera el gol, que lo hiciera otro. No me importaba hacer o no hacer un gol; lo que quería era que el equipo lo hiciera. Se me ocurrió llevármelo para un costado pensando más en el equipo que en mi lucimiento personal. En el arranque, él, que es muy vivo, no me seguía cuando yo me abría mucho. Pero Beckenbauer picó y le pegó un par de gritos, para que me empezara a seguir por todos lados.
Vuelvo a ver el partido, por primera vez después de treinta años, y me doy cuenta eso de que me pegaron por todos lados; pero en la memoria, no. En la memoria, no. Es tal cual como lo recuerdo, puedo ir minuto por minuto, aunque me dan ganas de adelantar y llegar a ese penal que el guacho de Arppi Filho no me dio. Arppi Filho, justo: el mismo referí que nos había dirigido un año antes, en junio del ’85, en el partido contra Perú, cuando nos clasificamos justo, justo.
Pero, vamos por partes… Vamos al partido, que no es un partido cualquiera. Es la final del Mundial.
A los cinco minutos les dejamos claro a los alemanes que éramos nosotros los que íbamos a imponer las condiciones. El Vasco —qué fenómeno el Vasco, qué monstruo de jugador— aprieta por la izquierda y fuerza un córner. Del córner viene un barullo en el área y el Checho se lo pierde, con Schumacher medio perdido. Ya empezaba a hacer cagadas, Schumacher. Había que atacarlo. Por arriba, por abajo. Había que atacarlo.
Pero también había que defender y ahí estoy yo, para pelearla también en el fondo. Yo fui un obrero, también, eh. No fui un fiolo. Si había que correr para recuperar, yo corría para recuperar. Encima ellos habían metido a Berthold, que estaba en el Verona y después jugó en la Roma, para tener más juego. Porque con Matthäus marcándome a mí, jugaban con uno menos. Pero nosotros no, nosotros no jugábamos con uno menos.
Teníamos, sí, otro partido aparte ahí. El de Valdano contra Briegel, Briegel contra Valdano. Briegel era un triatlonista, un fisicoculturista, qué sé yo qué era. Tenía las venas como salchichas y los gemelos eran anchos como mi pecho… Cuarto de hora, más o menos, y se nos vino ese tractor. Jorge no lo pudo parar y el Tata va al piso en la puerta del área. No es foul, ¡no es foul! Pero el brasileño se lo da. Patean el tiro libre, y como nosotros habíamos visto que contra Francia lo hacían bien a dos toques, le salimos al cruce. Para Arppi nos adelantamos y lo hace patear de nuevo. Le protesto y el tipo me amonesta, ¡me amonesta! Quince minutos iban, el brasileño ya me había marcado, me había marcado más que Matthäus. Del segundo tiro libre, la pelota me rebota a mí, que salí de nuevo a achicar…
Otra vez la rabia: ¿ah, sí? ¿Nos ponen todo en contra? Ya van a ver, ya van a ver. Me voy por la derecha, donde había sacado a pasear a Lothar y se la doy de taco a Cuchu. Lo bajan a él y Matthäus me cruza el brazo en la cara a mí, así que tiro libre para nosotros y amarilla para el alemán. Ahí tenés, brasileño, ahí tenés. No te quedó otra.
Tiro libre desde la derecha, le pega Burru, para que la pelota haga la comba hacia afuera, para que se aleje del arquero. Encima, Schumacher, que ya se veía que estaba con los rulos volados, sale a cualquier parte… La pelota va derechito a la cabeza... ¿de quién? ¿De los grandotes que siempre entraban por ahí, el Cabezón o Valdano? ¿Del Tata Brown? Noooooo, derechito a mi cabeza va la pelota, a la mía. Era gol mío el de Brown; era mío. Fijate, miralo. Pero el Tata me tira al diablo, me hace foul a mí. Se apoya, me lleva puesto y le clava el frentazo él. Bien, bien por él. Se lo merecía más que yo, ¡se lo merecía más que nadie, el Tata! Sin club, la rompió. Yo por ahí la peinaba y la tiraba afuera, andá a saber.
La cosa es que a los veinte minutos estamos ganando 1 a 0. Y ellos con uno menos, je, porque Matthäus no juega. Y nosotros con uno más, porque Burru es Burruchaga, viejo, Burruchaga. Mi lugarteniente, el tipo que tenía que agarrar la pelota cuando no la agarraba yo. Y eso hizo Jorge. Fue, como todos, creciendo a medida que avanzaba el Mundial. Y en el séptimo partido, era una maravilla.
Los alemanes empiezan a tirar centros, como bombas. Pero en el fondo está el Cabezón Ruggeri, que las saca todas, y los tipos caen en off side todo el tiempo.
A los veinticinco minutos, por ahí, tengo un tiro libre que, ahora que lo veo, tendría que haber pateado de otra manera. Me pararía más cerca de la pelota y le daría más altura por arriba de la barrera, en vez de patear al palo de Schumacher, como hice y me la sacó. Por esto, entre otras cosas, digo que en el ’90 estaba mejor que en el ’86. Son cuatro años más de experiencia. Para patear también…
En ese rato del partido, nosotros vamos encontrando cada vez más espacios. Hasta el Checho llega. Le pega con el diario, pero llega. En uno de los rechazos desde el área, la agarro un poquito más allá de la media luna y arranco, como me gustaba arrancar en ese Mundial. Paso a uno, paso a dos y el tercero me baja. Creo que fue Jakobs. Y Arppi no sólo no lo amonesta —era para amonestarlo—, sino que viene corriendo y me pisa, el muy boludo.
A la media hora, tenemos un par de llegadas más. En una, tiro una doble pared con el Gringo Giusti, que me la da de taco… Sí, ¡de taco el Gringo Giusti! Schumacher me salió con los pies, me rebotó y casi entra.
Así termina el primer tiempo. Ellos tuvieron un par de llegadas, nada más. La pelotita la tenemos que tener nosotros. La pelotita tiene que ser nuestra. Igual, ellos no llegaron. Cucciuffo se lo comió a Allofs y obligó a sacarlo. Y Rummenigge se la pasó protestando contra Nery, porque decía que hacía tiempo… Veo eso de pasarle la pelota atrás, al arquero, y me parece mentira.
Para el segundo tiempo, nosotros no cambiamos nada. Pero teníamos que estar atentos. En el primer tiro libre de ellos, algo que había funcionado bien sale horrible: queda enganchado el Gringo y el Tata se tiene que jugar la vida para ganarle a Völler, que había entrado por Allofs. Y se la juega: le quedó el hombro a la miseria y, a partir de esa jugada, no puede estirar el brazo. La camiseta tenía agujeritos, estaba buenísima, pero a la del Tata le tienen que hacer un agujero más grande, para que enganche el dedo gordo y sostenga el brazo medio encogido. Así se bancó todo el segundo tiempo. Un crack, en serio.
Seguíamos jugando contra varias cosas y esa se sumaba. Llegamos una vez, con Burru, y enseguida cae el segundo gol. Un golazo que muestra mejor que nada cómo jugaba Valdano: arranca de cuatro, porque ahí estaba, marcando en un tiro libre de ellos, y empieza a correr en diagonal. En el camino, me encuentro con la pelota, porque un alemán se le tira a los pies y se la puntea a Jorge. Parece un pase de él, pero me la da el alemán. Yo la hago correr más a la izquierda, para el Negrito Enrique, que siempre estaba donde tenía que estar. Mientras, Valdano seguía corriendo en diagonal, la cancha de punta a punta… Enrique la lleva unos metros y ahí sí mete, en serio, un pase gol: se la da a Jorge con ventaja, adelante, al vacío. Valdano corre, a Schumacher se le escapa otra vez la tortuga, tarda en salirle, y él inclina todo el cuerpo hacia la izquierda, para que la pelota le quede al pie derecho. Lo abre, tac, y la clava contra el segundo palo. Gol, golazo. A los diez minutos del segundo tiempo estábamos ganando 2 a 0.
¿Partido definido? ¡Partido definido las pelotas!
A partir de ahí, vuelven a caer como bombas los centros alemanes. Nos atacan por arriba. Y Beckenbauer saca a Magath, que no lo había tocado, y pone al gigante, a Hoeness. Más claro, echale agua. Por eso, teníamos que tener la pelotita. Y llegadas. En una, Valdano casi la clava de cabeza, pero se le va afuera. En la otra, Berni Ulloa, el mismo línea que me había hecho poner el banderín en el partido contra los ingleses, le cobra un off side increíble al Negro Enrique.
Faltaban veinte minutos, nada. Me encuentro con Valdano por la derecha, ya Matthäus no me encontraba por ninguna parte. Armamos una jugada bárbara, con él, con Enrique, con Burru y se la pellizcan.
Estábamos para el 3 a 0 y, de golpe, nos ponemos 1-2. Nos quedamos clavados en el arco, dos tipos, uno en cada palo habilitando a todo el mundo y la mete Rummenigge, después de una peinada de no sé quién, ni quiero saber. Y enseguida, otra vez, todos clavados en el área después de un córner, dos cabezazos y, el último, de Vöeller, adentro… 2 a 2. Dos cabezazos en el área, gol.
Me acordé de mi viejo y eso de la sangre de los alemanes, que los tenés que matar y rematar para ganarles. Pero, ¿la verdad?, jamás se me cruzó por la cabeza que el partido se nos escapaba cuando nos empataron. Si ya pedía la pelota, empecé a pedirla el doble. Había que inventar algo, pero enfrente había once. Nosotros teníamos que parecer veintidós. Y eso pasó. El equipo dio la cara, más todavía cuando parecía que lo teníamos casi terminado y nos empataron.
Cuando fuimos a sacar del medio, puse la pelota con rabia en el círculo central y le grité a Burru: “¡Dale, dale que están muertos, ya no pueden correr! ¡Vamos a tocar, a moverles la pelotita como nosotros sabemos y lo liquidamos antes del alargue!”.
Tres minutos pasaron de lo que podía haber sido un cachetazo fatal. Tres minutos y faltaban siete para terminar los noventa. Primero tuve un tiro libre que pegó en la barrera. Y enseguida, el Negro Enrique, otra vez el Negro Enrique, apura a un alemán, le gana y me da la pelota. La pelota pica y a mí me queda picando adelante. Nadie va a la pelota, todos estaban muertos físicamente. Yo veo una camiseta celeste y blanca que pasa y, tac, se la tiro. Nadie me gritó ni me la pidió. Nadie. Esa camiseta celeste y blanca era Burru. Tac, rapidita. Cuando veo que Burru empieza a correr, miro para el otro lado y veo a uno de verde habilitando a todos. Era Briegel, que estaba fundido.
Y ahí se fue Burru, derechito al gol. Otra vez se le escapa la tortuga a Schumacher, que no sale nunca, y Burru la clava. Cómo lo grité, por Dios, cómo lo grité. Si sabía que no se nos escapaba cuando nos empataron, ¿cómo iba a dudar ahí? Ya me sentía campeón del mundo, pero Bilardo nos empezó a gritar que fuéramos a marcar, a marcar… Ya estaba, yo sabía que ya estaba.
En el control antidoping me lo encontré y charlamos, porque hablaba perfectamente en italiano.
—Menos mal que nos ganaron 3 a 2, porque si íbamos al alargue nos metían cinco. No podíamos más, toda la defensa estaba fundida —me dijo.
Yo los veía colorados de cansancio, es cierto. Nosotros terminamos corriendo, pero porque mentalmente estábamos muy fuertes. Muy fuertes. Fijate que en la jugada del penal, el penal que Arppi Filho no me da porque se traga el pito, yo los pasé por arriba. Hicimos una jugada bárbara con Valdano y con Burru, paso entre todos, me hace foul pero sigo y lo encaro a Schumacher, justo cuando también cerraba Jakobs, creo. Le punteo la pelota y Schumacher me lleva puesto. Era penal, viejo. Faltaban tres minutos y no me dieron ese penal, no me lo dieron. Pero no me importaba nada, nada.
“Ya está, Arppi, ya está. Terminalo y dejate de joder”, le decía yo al brasileño. Hubo tiempo para que el Tata Brown le ganara la última a Rummenigge y demostrara, como le había dicho en el vestuario, que era el mejor líbero del mundo. Hubo tiempo para que entrara Trobbiani y tirara un taquito espectacular: me habían hecho un foul contra el banderín de la mitad de la cancha, era para quedarme a dormir ahí, pero me levanto enseguida y se la tiro de cachetada a Marcelo, que la para y, como si estuviera en el patio de la casa, mete el taco para Enrique, que se va solo, contra Schumacher… Y ganó una, el alemán. Lo único que le faltaba a Enrique, hacer un gol en la final…
Y entonces sí, el brasileño lo terminó. Justo un brasileño, mirá vos. ¡Campeón del mundo, campeón del mundo! ¿Sabés lo que es eso, sabés lo que es ser campeón del mundo con la camiseta de tu país, con tu camiseta? No se compara con nada.
Lo dije en su momento y lo digo ahora, treinta años después: ese fue el momento más sublime de mi carrera, no hay nada que se le pueda comparar. Por la forma, además, por la forma, viejo. Terminamos invictos, metimos como catorce goles, nadie nos superó… No sólo fue mi campeonato del mundo soñado: ese fue el verdadero campeonato del mundo de los argentinos. Y ojo, yo le doy mucho mérito a la Selección del ’78, porque sin el Flaco Menotti y sin ese título, nosotros hubiéramos seguido siendo los campeones morales y hubiéramos seguido teniendo las vitrinas vacías. Pero el más luchado, el más sentido, el más merecido y el más indiscutible es el nuestro, el de México 86.
Hablo de ese Mundial y se me ilumina la cara. Y se me va a seguir iluminando hasta el día que me muera.
Apenas pitó, me tiré de rodillas en el pasto. Me vinieron a abrazar, no me acuerdo quién porque invadieron la cancha enseguida. Y lo abracé a Bilardo, sí, cómo no lo iba a abrazar. Lo veo ahora y pienso todavía más que él no se tendría que haber olvidado de todo aquello, de lo que nos costó. Yo también les decía panqueques a los periodistas y les pedí que le pidieran perdón a Bilardo y a todo el equipo. Siempre, cuando hablamos con los muchachos del Mundial, decimos que fue clave habernos vuelto de Barranquilla a México. Ahí ganamos media Copa. Y esa decisión fue nuestra, todita nuestra. El hecho de aclimatarnos; con el correr de los días notábamos que aguantábamos más los entrenamientos, y si aguantábamos más los entrenamientos, aguantábamos más los partidos. De mayo a junio fue eso, dos meses enteritos. Yo me banqué todo lo que me banqué en ese tiempo porque necesitaba ganar. Necesitaba ganar. Yo quería esa Copa para mi país. Para mí y para mis compañeros. Porque éramos muy criticados y queríamos tener una revancha.
Y después me fui al palco, a recibir la Copa. No, no me la dio Havelange: justo cuando yo voy llegando, por el pasillo, se la pasa al presidente de México y él me la entrega. No me importaba quién me la diera, me importaba que me la dieran… La agarré como se agarra a un hijo. Primero la levanté y después me la apreté así, contra el pecho. Sí, como a un hijo.
El primero que llegó fue Nery y se la pasé a él. Storani, el tipo que había mandado el Gobierno, me tocaba el hombro; tal vez me quería decir algo, no sé, no le di bola… Ellos nos habían querido bajar, no tenían derecho a festejar en ese momento. Después de Nery la agarró el Tata, y después todos, todos… Lo único que queríamos era bajar de ese palco para ir a dar la vuelta olímpica.
Apenas pisé el césped otra vez, vino un tipo y me levantó en andas. Lo conocí hace poco, vino como invitado a De Zurda, en el Mundial de Brasil. Me acuerdo de que el tipo me pedía los botines, que le regalara los botines… ¡Yo no se los iba a regalar ni loco! Pero ahí, en ese momento, lo manejaba desde arriba como si él fuera un caballo, vení para acá, andá para allá, y lo empujaba con las piernas… Roberto Cejas, se llama, y había llegado a México para la final. Me contó que se había largado al viaje sin entradas, con unos amigos. Eran siete y habían conseguido cuatro entradas, nada más. Y, argentinos, argentinos al fin, se pudieron meter todos. Estuvieron todo el partido detrás del arco donde el Tata hizo el primer gol; pero después, cuando terminó, se metieron a la cancha por un córner. El tipo esperó que recibiéramos la Copa, junto con todos los que habían invadido la cancha. Cuando yo volví al campo, con la Copa en la mano, pensé que me iban a pasar por arriba. Lo encontré a este de frente, era grandote, y le tiré el pase, lo miré como para que me levantara. El tipo metió la cabeza entre las piernas y me levantó. ¡Perdió la peluca! Y yo empecé a ver todo desde arriba… Era un espectáculo, ¡un espectáculo! Enseguida lo vi a Pedro, a mi compañero de pieza, al tipo con el que más habíamos compartido todo ese tiempo y me hice llevar hasta él. Es una de las fotos más lindas que recuerdo.
Era rara la sensación, porque no me quería ir nunca de ahí, de ese momento de felicidad, pero al mismo tiempo quería estar ya en mi casa, en mi país, en la Argentina, para festejar con todos. Era lo único que quería.
Apenas pudimos, nos fuimos a disfrutar de nuestra propia vuelta olímpica en la cancha donde nos habíamos entrenado todos los días. Tranquilos, nosotros solos.
Yo no largaba la Copa ni loco. La llevé abrazada como a un bebé hasta el América. Recién ahí se la presté un ratito a Grondona, que me la pidió. Cuando me la volvieron a dar, no sé por qué, sentí que no era la misma, que me la habían cambiado. No tenía el mismo peso. La Copa que me habían dado en el estadio te costaba sostenerla con una mano. Te tiembla, es pesada. Yo la miraba y no podía creerlo. La movía, es cierto, la movía para darme realmente cuenta de que no era un sueño lo que estaba viviendo.
Llegamos rápido a la concentración. Tan rápido que nos olvidamos de Bilardo. Nadie había hecho las valijas, nada, por cábala. Y nos volvíamos a Buenos Aires enseguida. Pero nos dimos el tiempo para hacer algo que nos habíamos prometido, entre todos: dar la vuelta olímpica en la cancha de entrenamiento. Ahí, solos, nosotros... Habíamos llegado a México el 5 de mayo y era el 29 de junio. Nos merecíamos ese festejo íntimo. Dimos la vuelta y fue la vuelta olímpica más linda de mi vida. Después, nos tomamos todo lo que no habíamos podido tomar durante dos meses. Le había prometido al Profe que, si salíamos campeones del mundo, nos bajábamos una botella de Chivas Regal. Y cumplimos. Se prendieron Bilardo, Madero, Pasculli, Tito Benrós… La tomamos en mi habitación, la que compartíamos con Pedro.
Y esa misma noche, increíble, pero mejor, esa misma noche nos tomamos el avión para Buenos Aires.
A las once de la noche despegamos y todavía me acuerdo cuando el comandante saludó a los pasajeros y dijo: “Es un orgullo volver a casa con la selección campeona del mundo”. ¡La selección campeona del mundo! O sea, nosotros. Volvimos en un avión de Aerolíneas, con otros pasajeros, en clase turista. En primera iban los dirigentes. Los jugadores, todos atrás, todos atrás. Con el Cabezón copamos el fondo y hubo otra vez canilla libre de whisky. No parábamos de cantar y de saltar. Arrancamos con “… se lo dedicamo’ a todos / la reputa madre / que los reparió” y, cuando les copamos la primera clase, donde estaba el radical Storani, le cantamos la Marcha Peronista. Y a todos los corbatudos, les metimos: “Estos viejos de mierda / no quieren gritar / estos viejos de mierda / no quieren gritar / que se vayan / y no vuelvan nunca más”. Mirá vos, ellos pensaban que era en joda. Hoy es un cantito que vale millones de dólares.
En un momento, me desmayé. Con la medalla colgada al cuello y abrazado a la Copa, me dormí. Creo que llevaba más de veinticuatro horas despierto, entre la ansiedad de la noche previa al partido, el partido y el viaje.
Cuando me desperté, ya estábamos aterrizando en Ezeiza. Y de Ezeiza fuimos derecho a la Plaza de Mayo, a festejar con el pueblo, como corresponde.
Al salir al balcón de la Casa Rosada, con la Copa del Mundo en las manos, me sentí Juan Domingo Perón cuando le hablaba a la gente. Siempre fui peronista y voy a morir peronista, por un legado de mi vieja y por Evita. Como somos machistas, todos decimos Perón, Perón, pero Evita fue grande, muy grande. Las mujeres hacen cosas grandes, como las hizo Cristina Kirchner. Por eso yo la banco.
Yo amo el peronismo, y si alguna vez me tiro para la política voy a ir por ese lado. Sé lo que quiero y sé lo que no: por ejemplo, no estoy de acuerdo con lo que pregona Mauricio Macri, el nuevo presidente; no digo nada de la gestión que hizo en Boca, porque le fue bien, pero un país no es un club. Los argentinos nos equivocamos, pero estamos tan vapuleados, que nos podemos llegar a equivocar en una elección y volver a levantarnos. Nos han pegado de manera tan dura que no sabemos para dónde correr. Y mientras esté Macri, no voy a volver a vivir a mi país. Por eso, yo digo: lucha y trinchera. Yo no bajo los brazos, porque me interesa mi país. Yo, después de 2010, me consideré un exiliado deportivo y hoy me considero un exiliado político. Pero, como digo, lucha y trinchera, lucha y trinchera… Ahora y hace treinta años.
Y hay que reconocer que hace treinta años Alfonsín estuvo muy bien, después de la cagada que casi se manda, porque nos dejó el balcón para nosotros. Él no quiso ni aparecer, se quedó en segundo plano. Dicen que no le di la mano y nada que ver, nada que ver. Antes de salir al balcón, cuando nos saludó Alfonsín en uno de los salones, me dio un abrazo y yo me dejé abrazar. Eso sí: la Copa me la quedé yo. Pero acepté ese abrazo porque lo sentí sincero. De un tipo agradecido. Alfonsín sabía mejor que nadie que le habíamos dado una alegría a la gente. Y si la gente estaba feliz, yo estaba feliz. Y la fiesta no era de él ni nuestra: era de esa gente que llenó la plaza y que tenía una ilusión grandísima. Nosotros le dimos una alegría. Yo pensaba en ellos y en mi familia. En nadie más.
Lo recuerdo ahora como lo recordé siempre. Esa sensación no cambió, no cambió para nada: si era por mí, me metía entre ellos, con una bandera, y salía a correr y a festejar. Pero de ahí me fui a mi casa, a Villa Devoto, la misma casa en la que vivieron y murieron mis queridos viejos. Había una multitud en la puerta… ¡más que en la plaza! Y se quedaron un montón de días, días y noches. No lo podía creer. Y una vez hice entrar a dos chiquitos, porque me daba mucha pena. Otra cosa no podía hacer, porque si hacía entrar a todos me derrumbaban la casa. Pero hacer entrar a esos dos fue como un símbolo, como si entraran los demás.
Entonces sentí aquello que conté: junto con la felicidad, un poco de lástima. Porque me parecía demasiado, una exageración. Y dije: yo sólo gané un Mundial, nada más que un Mundial.
Ahora que pasaron treinta años y no se ha vuelto a ganar otro, me doy cuenta de lo que significaba y lo que significa eso para los argentinos.