Capítulo Ocho

 

Stella apretó el bolso entre las manos mientras Bobby conducía por el barrio industrial. Había zonas que se parecían a Mánchester.

Estaba hecha un manojo de nervios. Cuando Bobby le había sugerido ir a visitar a su hermano y pedirles a unas artistas que conocía algo de material, se había sentido obligada a aceptar. Él solo quería agradarla y odiaba decepcionarlo… tanto que había aceptado conocer a su familia.

A pesar de sus intentos, Stella no conseguía relajarse. Perpleja, miró a su alrededor cuando aparcaron delante de un viejo almacén. Ella no estaba preparada para conocer a su familia.

–Aquí estamos –dijo él con tono despreocupado, como si fuera lo más normal del mundo.

–¿Tu hermano vive en un almacén?

–Es una fábrica reformada. Espera y verás –repuso él con un guiño de ojos.

A Stella le gustaban sus guiños.

Él la escoltó a la entrada, introdujo unos números en una pantalla táctil y abrió una puerta. Daba a un ascensor de hierro. ¿Adónde diablos la había llevado?, se preguntó ella.

–Es una vieja fábrica –repitió él, cerrando la puerta tras ellos. Introdujo otra clave para poner en marcha el ascensor y se colocó a su lado, rodeándola por la cintura–. Espera.

Cuando empezó a subir el ascensor se le subió el estómago a la boca. Tambaleándose, se agarró a Bobby.

–Te tengo –dijo él, sujetándola.

–Ya estoy mejor –señaló ella tras unos segundos, conteniendo las náuseas. No quería conocer a su familia en medio de un ataque de vómitos.

Cerrando los ojos, hundió el rostro en el pecho de Bobby, mientras el ascensor paraba en seco.

–Espera –repitió él en un susurro, apartándose un momento–. ¿Chicas? Estamos aquí. ¡Vamos subiendo a casa de Ben!

–De acuerdo. Todavía no estamos listas. ¡Nos vemos allí arriba en unos minutos! –respondió una voz excitada de mujer.

Bobby le había pedido que hiciera una lista de materiales que necesitaba. Después, él había llamado a una tal Gina.

Bobby la sujetó con firmeza mientras el ascensor volvía a subir. Ella se concentró en respirar hondo, aunque su estómago amenazaba con montar una escena desagradable.

Por fin y por suerte, pararon. Rodeándola de la cintura, Bobby abrió la puerta y la ayudó a salir.

–¿Estás bien?

–Náuseas mañaneras –consiguió contestar ella entre dientes apretados.

–Son las tres de la tarde.

–Lo sé.

–Vamos –dijo él, guiándola hacia delante. El sonido de la música de Vivaldi llenaba la habitación.

–Hola –saludó una agradable voz femenina. Su tono cambió de pronto–. ¿Va todo bien?

–¿Quieres una tónica o galletas saladas?

Stella no sabía si Bobby se lo preguntaba a ella o a la otra mujer.

–Sí –murmuró ella, deseando que pasaran las náuseas. Por nada del mundo podía ponerse a vomitar en ese momento.

Stella caminó unos pasos más junto a él y, cuando abrió los ojos, le sorprendió un enorme espacio, elegante y acogedor. Había grandes cuadros abstractos en las paredes y muebles de cuero y caoba.

Bobby la guio a la cocina, donde una mujer muy bella con una trenza de color negro rojizo estaba sentada en una banqueta ante una encimera de granito. Cuando los vio entrar, sonrió. Sus ojeras delataban su cansancio.

Fue entonces cuando Stella se dio cuenta de lo que tenía en las manos. Un bebé, lo bastante pequeño como para caber en el regazo de una mujer.

Al ver el niño, algo dentro de Stella se encogió con fuerza. Eso era lo que ella quería. Una sonrisa acompañada de ojeras, un bebé con la nariz roja después de haberse pasado toda la noche llorando. Quería ser la persona más necesaria y amada para su bebé.

–Hola –saludó la mujer–. Soy Josey. Siento cómo está todo –añadió, señalando alrededor–. A Callie le están saliendo los dientes y tiene otitis.

–Soy Stella. No te preocupes. Me he mareado un poco en el ascensor, pero no tengo nada contagioso.

Josey sonrió y señaló la tónica que acababa de servir al otro lado de la encimera.

–Te he preparado eso.

–Muchas gracias –dijo Stella, y le dio un largo trago. Sintiéndose mejor, se acercó a Callie que, enseguida, empezó a protestar–. Oh, lo siento.

–No te preocupes. Tiene mucha mamitis –explicó Josey.

Aun así, Stella no se sintió mejor. ¿Cómo iba a ser una buena madre si no les gustaba a los bebés?

Bobby se acercó a ellas, sin dejarse intimidar por las protestas de la niña.

–Callilita, ¿tienes otitis otra vez? ¡No puedes ponerte mala cada dos por tres! –la reprendió él cariñosamente.

Entonces, Bobby estiró los brazos y Stella se quedó impresionada cuando Callie se lanzó hacia él.

–Odio que la llames así –dijo Josey, aunque no parecía enfadada, y le tendió a su hija. Después, estiró el cuello para desentumecerlo–. Gracias.

Bobby sonrió, mientras le hacía cosquillas a la niña en la barbilla.

–Tienes que dejar dormir a tu mamá, Callilita. Las mamás también necesitan dormir, igual que los bebés.

Stella se quedó perpleja viendo cómo Bobby sujetaba al bebé.

–Recuerda, soy el tío Bobby. Tú tío divertido –continuó él, mientras la niña lo miraba embelesada–. No dejes que Billy te convenza de lo contrario.

Un torbellino de emociones invadió a Stella, que se quedó por completo sin palabras ante aquella escena. Ni siquiera sabía cómo describir lo que sentía.

–¿Habéis vuelto al médico? –preguntó Bobby.

–Sí. Dice que no es nada grave, pero que hay que vigilarla.

Bobby le dio unas suaves palmaditas a Callie en la espalda. Aquello era lo que Stella quería desesperadamente. Esa era la razón por la que había ido hasta allí.

Esa era la familia que ella quería. Una familia sin régimen de custodia ni de visitas. Esa clase de momentos… Era lo que se perdería si ella y el bebé vivían en Nueva York y Bobby, en Dakota del Sur. Sin duda, Mickey se ocuparía de ayudarla con el bebé, lo pasearía, incluso le cantaría alguna canción de cuna irlandesa. Pero no podría ser nunca el padre.

No podía ser Bobby.

Él sonrió a la madre de la niña.

–Vaya, no parece muy eficaz para resolver los problemas ese pediatra tuyo. Recuérdame que me busque a otro.

Ese comentario hizo que Josey dejara de mirar a su hija, acurrucada en el pecho de Bobby, y se concentrara en la recién llegada. Sin duda, estaba sumando dos y dos, se dijo Stella. Bobby se presentaba con una mujer extraña, ella pedía tónica y galletas saladas para el mareo y miraba maravillada al bebé.

Pero Josey no dijo nada.

Bobby se dio cuenta del súbito cambio del foco de atención.

–¿Dónde está Ben?

–Aquí –contestó una voz profunda masculina desde el otro lado de la sala.

Un hombre alto y fuerte que se parecía mucho a Bobby se acercó a ellos hasta colocarse junto a su hermano. Mientras Ben Bolton tenía un aspecto severo y autoritario, Bobby era unos centímetros más bajo y de piel mucho más clara.

Stella prefería con creces al más joven de los dos. Ben parecía demasiado duro, demasiado calculador y severo. Sin embargo, Bobby era cálido y amable y le hacía sonreír.

Por otra parte, cuanto más tiempo pasaba con él, menos sabía qué esperar. Todo lo que había esperado encontrar había sido echado por tierra. No era para nada el dandi que había imaginado, solo interesado en aventuras pasajeras y en sus negocios. Bobby le había cedido su cama la primera noche para que durmiera sola. Le había preparado el desayuno y había lavado los platos. La había llevado a conocer a su familia y había acunado a su sobrina en sus brazos.

Y la hacía sentir como si fuera especial.

Ben Bolton le lanzó a su hermano una severa mirada. A Stella le sorprendió comprobar que, en vez de acobardarse, Bobby le respondió con una sonrisa.

–Estás asustándola, tío –advirtió Bobby en voz baja.

–Bobby nos acaba de presentar –informó Josey.

–Eso es. Stella, este es mi hermano el gruñón, Ben, director financiero de Crazy Horse Choppers y uno de los principales socios de la urbanización. Josey es su mujer. Ella reúne fondos para la tribu india lakota y se especializa en construir colegios.

Josey se sonrojó.

–Un colegio. Siempre exageras –comentó la aludida con tono cariñoso.

Hubo una pausa. Stella se quedó de pie, como siempre hacía cuando se sentía incómoda, con los hombros hacia atrás, la barbilla alta. Nunca delataba emociones que pudieran usarse en su contra.

–Ben, Josey, esta es Stella Caine –presentó Bobby. Con el bebé en brazos todavía, se acercó a ella y la rodeó de la cintura con naturalidad–. Es diseñadora de moda y modelo. Nos conocimos hace dos meses en una fiesta. Está embarazada y yo soy el padre.

Nada de rodeos, se dijo Stella. La había presentado como diseñadora de moda y modelo. ¿Merecía la pena mencionar que era la hija de David Caine?

Ella se apretó un poco más contra Bobby. Juntos, pensó. Era algo a lo que estaba empezando a acostumbrarse.

La verdad fue que ni Ben ni Josey se mostraron extrañados. Quizá, ya sabían lo del bebé. Entonces, Ben le lanzó a su hermano la mirada más odiosa que Stella había visto.

–¿Stella Caine?

–Sí. La hija de David Caine –reconoció Bobby. Al fin, parecía tan preocupado como Stella se sentía.

Estaba claro que esa parte de la noticia había tomado a Ben por sorpresa.

–¿El mismo David Caine que es dueño del programa? –preguntó Josey, claramente conmocionada.

–Técnicamente, es dueño de la cadena de televisión. Del programa, solo es el productor ejecutivo. Yo insistí en quedarme con todos los derechos durante las negociaciones para firmar el contrato.

Ese detalle técnico no mejoraba la situación. Ben tenía una expresión asesina. Bobby sujetaba estratégicamente en sus brazos a su sobrina.

–Tenemos algunas pruebas programadas para el jueves. Cuando tengamos los resultados, nos reuniremos con un abogado de familia –añadió Bobby.

Josey se fijó en la ansiedad de Stella. Se levantó y rellenó su vaso de tónica.

–Eso de las náuseas mañaneras es un mito. Yo tenía náuseas durante todo el día –señaló Josey, sirviéndose ella otro vaso también–. ¿Por qué no me das a Callie y Stella y yo nos vamos a charlar?

Aunque fue formulado como una pregunta, Stella percibió la orden alto y claro. Bobby tenía que entregar su escudo infantil de inmediato.

–Claro.

A Stella le sorprendió ver que Callie se había quedado dormida.

–Oh, Gina y Patrice llegarán enseguida. Stella se quedará conmigo hasta que busquemos una solución. Pensé que las chicas podían traerle algunas cosas para que pueda trabajar en casa mientras yo estoy en la obra –indicó Bobby y se aclaró la garganta–. Por razones obvias, no queremos que Stella se acerque al equipo de grabación.

–Es obvio –replicó Ben con un respingo.

Bobby le dedicó a su hermano una tensa sonrisa y besó a Stella en la mejilla.

–¿Estarás bien?

–¿Y tú?

Él la besó de nuevo.

–Las reglas de la casa son que nada de peleas. Si no, Josey se enfadará.

–Nadie quiere que pase eso –dijo Josey, lanzándole a su marido una mirada de advertencia.

 

Su hermano estaba allí parado, cruzado de brazos y mirándolo sin piedad. Su esperanza de que la paternidad hubiera suavizado su estricto temperamento se desvaneció. No había tenido esa suerte.

–Me sentaría bien tomar algo –empezó a decir Bobby, no tanto porque era la verdad, como por empezar una conversación. Si no hacía algo, Ben podía quedarse allí mirándolo de esa forma hasta que el infierno se helara–. ¿Cerveza?

–Estás loco –rugió Ben, mientras Bobby pasaba de largo a su lado, a una distancia prudencial, para agarrar dos botellas de cerveza.

–No sabía quién era –confesó Bobby, abriendo las dos botellas.

–¿Tienes idea del lío en que te has metido?

–No sabía quién era ella –repitió Bobby con más fuerza–. Nos conocimos solo por nuestros nombres de pila hasta que… hasta que fue demasiado tarde –añadió, tragando saliva.

–Actuaste sin pensar.

–El preservativo se rompió. No me di cuenta a tiempo. Fue un accidente.

Ben hizo una mueca y le dio un trago a su cerveza.

–¿Eso te lo ha dicho ella?

Bobby se quedó con la botella a medio camino hacia la boca.

–¿Qué quieres decir?

–Sabes lo que quiero decir. ¿Cómo sabes que todo esto no es un montaje?

De pronto, a Bobby dejó de preocuparle que Ben quisiera darle un puñetazo. Lo que le preocupó de repente fue tener que despertar a Callie por darle un puñetazo a su padre.

–Ten cuidado con lo que dices. Estás hablando de la madre de mi hijo. Solo quiero arreglar las cosas.

–Lo que digo es que, primero, te asegures de que el bebé es tuyo. Luego, puedes arreglar las cosas.

Bobby estaba a punto de perder los nervios.

–Tenemos una cita el jueves –señaló él con los dientes apretados, esforzándose por no gritar–. Fue lo antes que pudieron darnos hora. Así que cierra la maldita boca o te la cerraré yo.

Ben no se retractó. Nunca lo hacía cuando pensaba que tenía razón. Y eso le pasaba todo el tiempo.

–Has logrado poner en peligro todo el montaje, un montaje que tú mismo organizaste, te recuerdo. Solo porque no has sido capaz de mantener tu bragueta cerrada. ¿Tienes idea de cuánto dinero he invertido en el proyecto urbanístico?

Se trataba de dinero. Antes o después, siempre acababa tratándose de dinero para Ben. Algunas veces, Bobby se preguntaba qué había visto Josey en él.

–Sé exactamente cuánto has invertido. El veinte por ciento.

–Y eso es menos de la mitad de lo que David Caine ha puesto, ¿no es así?

Bobby no tenía respuesta para eso. La cadena estaba pagando parte de la construcción del complejo residencial, según rezaba una de las cláusulas del contrato de producción. El mismo contrato cuyas cláusulas morales había roto él.

Ben continuó en voz baja, pero amenazadora.

–¿Te has parado a pensarlo? ¿Alguna vez te paras a pensar las cosas? ¿Y si David Caine decide que quiere romper el acuerdo y no quiere pagar la penalización? ¿Y si ha preparado todo el montaje con ayuda de su hija para timarte?

–No –replicó Bobby al instante, aunque la sombra de duda se cernió sobre él–. No lo creo. Ella no me mentiría.

–¿Incluye eso no decirte quién era?

Bobby miró con odio a su hermano mayor. No era asunto suyo contarle a Ben que ella había estado en la fiesta con el propósito de ver a su padre por primera vez en años.

–Ten cuidado con tus palabras –volvió a advertir Bobby–. Ella dice que está embarazada. Dice que yo soy el padre. Voy a asegurarme de que es cierto todo lo que dice y, entonces, cuando tu mujer y tu hija no estén en casa, me pasaré por aquí para romperte la nariz.

Ben tuvo el valor de esbozar una media sonrisa e hizo crujir sus nudillos.

–¿Es una amenaza?

–Es una promesa –contestó su hermano.

Entonces, Ben cambió de táctica. De pronto, su tono se volvió casi de disculpa.

–De acuerdo. Pero ten en cuenta que es una casualidad demasiado grande. ¿Qué vas a hacer cuando David Caine descubra que te estás acostando con su hija? –le espetó Ben, antes de volver a atacarlo como una víbora–. Porque seguro que sigues sin poder mantener tu bragueta cerrada, ¿verdad?

Bobby quiso poder negarlo, pero no pudo. Había ido allí por una razón, la misma por la que había llamado a Ben el primero. Necesitaba a su hermano más que nunca en su vida. Ben era frío, lógico y perseverante. Si podía tenerlo de su lado, quizá, tendría una oportunidad de salir de ese lío.

Sin embargo, Ben todavía no estaba de su lado.

–Sí, eso pensé –continuó Ben–. Ese maldito programa en el que has embarcado a toda la familia va a desaparecer, llevándose todo el dinero, y Billy, tú y yo nos sumiremos en la miseria. Y, si crees que yo estoy furioso, piensa un momento cómo va a reaccionar Billy cuando se lo digas.

–Puedo arreglar las cosas –dijo Bobby, casi en un susurro.

–¿Cómo?

–Le he pedido que se case conmigo.

Eso sí que sorprendió a Ben.

–¿No me digas?

–Si estamos casados, su padre no podrá molestarnos y el bebé será un Bolton. Problema arreglado.

Durante unos doce segundos, Ben pareció impresionado con su plan.

–¿Y ella ha aceptado?

–Vamos a esperar a los resultados de las pruebas –contestó Bobby.

Ben dio un respingo, pero no insistió más. Bobby se terminó el resto de su cerveza, imaginándose a Stella hablando con su cuñada en alguna parte de esa enorme casa.

–¿Y luego qué?

Luego, Stella estaría embarazada de tres meses y de regreso en Nueva York. Y él estaría en Sturgis, construyendo un complejo residencial.

A menos que pudiera convencerla de que casarse con él era lo mejor para ella y para el bebé.

Lo mejor para todos.

–Luego, nos casaremos.

Bobby deseó haberlo dicho con más seguridad. Pero sus palabras sonaron vacilantes.

Pocas cosas odiaba más que la sensación de inseguridad.

–Mira, imaginemos que todo se va al garete, ¿de acuerdo? ¿Qué tenemos que hacer para mantener a salvo nuestra empresa? –preguntó Bobby. Sabía que esa era la especialidad de Ben, ponerse en el peor de los casos.

Ben lo miró como si fuera a golpearlo.

–Cuando hablas en plural, ¿a qué te refieres? ¿Tú lo fastidias todo y yo me ocupo de arreglarlo?

Bobby se mordió la lengua para no maldecir.

–Yo puedo arreglarlo solo. Lo digo solo por si acaso.

–Eres increíble, ¿lo sabías? –comentó Ben, lanzándole una de esas miradas que le decían que no estaba engañando a nadie, menos aún a su hermano mayor–. Haré números y te diré algo.

Cuando Ben se giró para irse, Bobby lo agarró del hombro, consciente de que podía recibir un puñetazo a cambio.

–Espera.

Ben se puso tenso, pero no le lanzó un izquierdazo.

–¿Qué?

–Solo quiero que me prometas una cosa. No la asustes, ¿de acuerdo? Ella está… –comenzó a decir Bobby, tratando de encontrar la palabra adecuada–. Está muy vulnerable. Sé que Billy le va a dar mucho miedo y no puedo hacer nada para evitarlo, ¿pero podías tú, al menos, intentar no aterrorizarla? ¿Puedes hacerlo por mí?

Su hermano le dedicó una mirada que Bobby no pudo descifrar. Era casi de aprobación.

–No lo haré por ti. Pero Josey me mataría si no te hiciera caso.

Bobby asintió. Sabía que era lo más que podía lograr de su hermano.

 

 

Stella siguió a Josey, dejando solos a los dos hermanos. Se encontraba fatal. Tenía el estómago encogido por los nervios y las náuseas. Le dio un trago a su tónica cuando Josey, por fin, se detuvo delante de una sala de estar a pocos metros del ascensor.

–Es un espacio muy agradable –comentó Stella, preguntándose cómo podía romper el hielo después del incómodo comienzo.

–Gracias, pero el mérito es todo de Gina y Patrice. Ellas lo diseñaron –repuso Josey, y se estiró un poco, como si le doliera la espalda de llevar a la pequeña en brazos.

La verdad era que Stella no sabía nada de niños. Pero iba a ser madre pronto. No había mejor momento que el presente para empezar a aprender.

–¿Quieres que la sujete yo?

Josey se lo pensó un momento.

–Sería genial –admitió ella al final con aspecto agotado–. Puedes sentarte aquí –indicó, acercándose a un sofá de cuero–. Necesita estar derecha, eso le quita presión a los oídos, así que sujétala así –explicó, mostrándole cómo Callie apoyaba la cabeza en su hombro.

–Bien –dijo Stella. Se sentó y tomó a la niña.

Callie pesaba mucho más de lo que había esperado. Estaba calentita y emitía un pequeño ronroneo al respirar. Era muy agradable tenerla en brazos.

–Así, muy bien.

–Genial –dijo Stella, temiendo moverse por si el bebé protestaba.

Josey se sentó a su lado, lo bastante cerca para, si era necesario, arrancarle la niña de los brazos de inmediato. Sin embargo, a Stella su proximidad le resultó reconfortante.

–Bueno –dijo Josey, observándola con cautela–. Háblame de ti.

–Bobby os ha informado de lo esencial. Soy diseñadora de moda, modelo e hija de David Caine. ¿Qué más quieres saber?

Josey respiró hondo.

–Mira, voy a sincerarme contigo. Los Bolton son… una clase de hombres muy poco común. Fueron educados para darle prioridad a la familia. Eso lo es todo para ellos. Aparte de esa ley inquebrantable, no dejan de pelearse entre ellos como perros rabiosos –añadió, y volvió la cabeza hacia donde Ben y Bobby hablaban.

Stella siguió su mirada. De momento, no sonaba a que hubiera ninguna pelea.

–Ah –dijo Stella. Siempre había tenido una imagen idílica de la familia perfecta, reunida en armonía alrededor de la mesa. Podía imaginarse a Bobby de pequeño metiéndose en líos con sus hermanos, pero eso de los perros rabiosos le daba escalofríos–. ¿Qué van a hacer… como familia?

Josey suspiró, como si estuviera harta de conflictos.

–Lo más probable es que Bruce, el padre, ordene a Bobby que se case contigo. De inmediato. Seguramente, Billy lo apoyará.

Entonces, Stella recordó que él le había dicho que su familia no le permitiría hacer otra cosa. Ella lo había tomado en broma pero, tal vez, lo había dicho en serio.

¿Por eso le había pedido que se casaran? ¿Lo había hecho porque sabía que su familia le forzaría a hacerlo antes o después?

Callie suspiró sobre su pecho, dormida. Stella deseaba con todo el corazón tener una familia, pero no quería fuera fruto de la obligación. No lo haría solo porque un puñado de hombres lo exigiera.

Quería que Bobby deseara tener una familia con ella. No quería que él tomara una decisión tan importante solo llevado por su sentido del deber.

–¿Y tu marido? ¿Qué hará él?

Josey se mordió el labio.

–Intentará mantener la paz. Siempre lo hace. Aunque no siempre tiene éxito, ya me entiendes.

–Claro –dijo Stella, a pesar de que no entendía nada.

–Antes de que te veas más implicada en esta familia de lo que ya estás, por qué no me hablas de ti. Y no me refiero a lo típico que puedo encontrar en internet si meto tu nombre en un buscador.

Stella cerró los ojos mientras notaba la cálida respiración del bebé en el cuello. Esa mujer estaba de su lado, o eso parecía. Si lograba ganarse para su causa a Josey, quizá, Josey convencería a su marido y eso igualaría el combate contra el padre y el hermano mayor de los Bolton que, según acababa de averiguar, exigirían un matrimonio forzoso por el bien del bebé.

Cuando Callie emitió un pequeño gemido en sueños, a Stella se le encogió el corazón de nuevo. Muy pronto, en unos siete meses, tendría en brazos a su propio bebé. Nada iba a cambiar eso. De una forma u otra, ella tendría su propia familia.

–Mi madre murió cuando yo tenía ocho años. No he visto a mi padre desde hace dos años, desde que lo acompañé a la boda real, contra su voluntad.

Josey se puso un poco pálida.

–¿Tienes más familia?

–Solo a Mickey, el amigo de la infancia de mi padre. Es mi único apoyo –contestó Stella. Mickey siempre había estado de su lado, incluso cuando el pobre no había sabido lo que eso implicaría. Era la única persona que le había dado seguridad en los últimos quince años.

–¿Nadie más?

Stella asintió, tratando de ignorar el tono de lástima de Josey.

–Quiero tener a mi bebé. No ha sido un embarazo planeado, yo no lo elegí. Pero quiero a mi bebé más que a nada en el mundo.

–Entiendo –dijo Josey con una cálida sonrisa–. ¿Qué decisiones habéis tomado Bobby y tú?

Stella tragó saliva.

–Se ha portado bastante bien. Me ha prometido llamar y escribir a nuestro hijo, visitarle en su cumpleaños y en vacaciones. Ha aceptado, incluso, que el niño se quede con él cuando sea un poco más mayor, en verano. También, sugirió que buscáramos un abogado de familia para firmar el acuerdo de custodia y visitas.

Josey se quedó pensativa unos segundos con una sombra de duda en el rostro.

–¿Es eso lo que tú quieres?

–Quiero tener una familia. No quiero que mi bebé sea usado como peón en ninguna lucha de poder. Quiero que sepa que es un niño amado y deseado –admitió Stella. ¿Para qué mencionar que ella también quería sentirse amada?

–¿Y Bobby?

–Bobby –repitió Stella, volviendo a la cabeza hacia donde estaban los dos hermanos. Podía escucharse que mantenían una discusión acalorada, aunque mantenían un tono de voz civilizado–. No quiero que nadie nos obligue a casarnos, si no es lo que él quiere.

–Ya veo –repuso Josey, pensativa. Cuando iba a decir algo más, las interrumpió el ruido del ascensor.

Solo de escucharlo, a Stella se le revolvió al estómago. Le dio otro trago a la tónica con gran cuidado de no despertar a la niña.

–Ah, las chicas –dijo Josey, lanzándole una mirada de disculpa.

Antes de que Stella pudiera prepararse, la puerta se abrió. Dos mujeres jóvenes entraron. La primera llevaba el pelo rojo, un tutú y una camiseta de tirantes con calaveras, unas botas militares y chaqueta de cuero.

–Aquí estamos. Perdón por el retraso –dijo la pelirroja, dejando en el suelo una gran caja–. ¡Encontrar tela de buena calidad en esta ciudad es misión imposible!

Entonces, cuando vio a Stella, se quedó paralizada. La segunda mujer, vestida toda de negro y con otra caja en la mano, se chocó con ella.

–Cuidado, nena –protestó la segunda mujer.

–¡No me lo puedo creer! ¿De verdad eres Stella Caine? –dijo la pelirroja.

–¿La conoces? –preguntó Josey, sorprendida.

–¿Me tomas el pelo? ¡Es una diseñadora increíble! –exclamó la pelirroja, volviéndose hacia Stella–. ¡Eres una diseñadora genial! ¡El vestido que llevaste a la boda real era una obra de arte!

–¿Viste el vestido?

–¿Que si lo vi? ¡Era perfecto! A tu lado, Victoria Beckham parecía un saco de patatas.

–Victoria estaba embarazada –le recordó Stella.

–He leído que cosiste el encaje tú misma –continuó la pelirroja, entusiasmada.

–Así es –afirmó Stella con timidez. Nunca había hablado con nadie que mostrara tanta admiración por su trabajo.

–Hicimos una apuesta sobre ese vestido –prosiguió la pelirroja, mientras su compañera morena observaba a la invitada con ojos como platos–. Patrice dijo que el encaje tenía un patrón de pequeñas calaveras, pero yo le dije que no te atreverías a llevar calaveras a una boda real.

–¿Tú te llamas Patrice? –preguntó Stella y, cuando la morena asintió, añadió–: Patrice tiene razón. Era un encaje con pequeñas calaveras. Nadie se dio cuenta –aseguró. A excepción de su padre. Y de Bobby.

–Paga –le dijo Patrice a Gina con una sonrisa llena de picardía.

–Después, cariño –contestó Gina, y le dio una palmada en el trasero a su compañera, antes de fundirse las dos en un abrazo.

Eran pareja, comprendió Stella.

Josey se levantó.

–Stella, estas son Gina Cobbler y Patrice Harmon, las artistas que viven en la segunda planta. Ellas diseñaron esta casa y todas las obras de arte que contiene.

–¡También cocinamos! –añadió Gina con orgullo.

–La casa es increíble –dijo Stella, preguntándose si podría ponerse de pie sin despertar al bebé.

–¿Te gusta? Ben nos dio libertad para hacer lo que quisiéramos. También ayudamos a Bobby a decorar su piso, pero él tenía ideas muy concretas de lo que quería –indicó Gina–. Eso no fue tan divertido.

–A mí me ha gustado mucho la casa de Bobby. Tiene un toque decadente y romántico.

Las dos mujeres la miraron complacidas.

–¿Cuánto tiempo te quedarás en la ciudad?

–Unas semanas, tal vez –contestó Stella–. Gracias por conseguirme material para trabajar. Si necesito algo más, ¿puedo llamaros? Podéis enseñarme dónde están las tiendas.

–¿De veras? ¡Sería genial! ¡Deberíamos hacer una quedada solo de chicas!

Entonces, todas dirigieron la vista hacia los dos hombres que acababan de entrar.

–¡Es Stella Caine de verdad! ¡Te juro que pensé que nos estabas tomando el pelo! –le dijo Gina a Bobby.

–Yo también me alegro de verte, Gina. Hola, Patrice –saludó Bobby con un gesto de la cabeza–. ¿Cómo están mis chicas favoritas?

Era un hombre encantador por naturaleza, pensó Stella. Él le dedicó un rápido guiño, solo para ella. Luego, se acercó a su lado y le posó la mano en el hombro.

De forma inconsciente, Stella apretó al bebé entre sus brazos. Callie se despertó y empezó a llorar.

–Lo siento –se disculpó Stella, mientras Josey tomaba a su hija de nuevo.

–No te preocupes. Al menos ha dormido un poco.

Stella, sin embargo, no lograba no preocuparse. La situación empezaba a resultarle claustrofóbica. Demasiados desconocidos a su alrededor, preguntándose qué clase de mujer sería. Ben la miraba con obvio recelo y Josey tampoco confiaba en ella del todo. Era una intrusa que no pertenecía a su familia. Incluso la pintoresca pareja de artistas parecía más en su elemento que ella.

Fue Gina quien rompió la tensión.

–¡Bueno! –exclamó la pelirroja, chocando las palmas de las manos–. Esto es lo que hemos conseguido. La máquina de coser es nuestra, pero te la prestamos todo el tiempo que la necesites. Coser no es lo nuestro –indicó, señalando a una pequeña maleta con ruedas.

–Nosotras pintamos –informó Patrice, haciendo un gesto con la barbilla hacia uno de los enormes lienzos que cubrían la pared.

–Impresionante –dijo Stella, antes de que Gina tomara de nuevo la batuta.

–Aquí está máquina con los hilos y esas cosas. Bobby dijo que querías agujas de punto, pero no sabemos cómo las quieres.

–¿Cuáles habéis traído? –preguntó Bobby con naturalidad.

Él parecía en su salsa, pero Stella estaba muy nerviosa. No había estado con tanta gente en el mismo sitio desde la noche que había conocido a Bobby, en la fiesta.

Patrice abrió una caja.

–Hilo negro, blanco, rojo, seis de cada. Más un juego de agujas de hacer punto y otra de hacer crochet. Hay hilo de lana y acrílico, ¿está bien?

Stella pasó las manos sobre el material.

–Oh, sí. Es una maravilla.

Patrice abrió otra caja.

–Tela.

–Ah, sí, ¡la tela! Nos lo hemos pasado genial eligiendo esto. Tenemos muchos retales, un poco de terciopelo y lentejuelas –indicó Gina, sacando un pedazo de tela color esmeralda, repleto de lentejuelas.

–Oh, vaya.

Bobby le apretó el hombro con suavidad. Ella levantó la vista y le tocó la mano, preguntándose cómo podía transmitirle un mensaje telepático para que se fueran a casa.

–¿Habéis comprado el cuaderno de dibujo? –preguntó Bobby.

–¡Ah, sí! –exclamó Gina, rebuscó en la primera caja y sacó dos cuadernos para dibujar–. Además, lápices de grafito y acuarelables –añadió, y miró a Stella dubitativa–. Espero que estén bien.

–Es maravilloso, de verdad –respondió Stella. Gracias a Gina y Patrice, tenía suficiente material para mantenerse ocupada mientras esperaba los resultados de las pruebas. Era bienvenida cualquier cosa que le evitara pensar demasiado en lo que pasaría cuando hablaran con sus respectivos padres.

–Buen trabajo, chicas –agradeció Bobby.

–Si necesitas algo más, llámanos –dijo Gina–. ¡Y tenemos que quedar para salir! –repitió, mirando a la diseñadora.

–Seguro –contestó ella. De pronto, la sensación de claustrofobia se trasformó en puro agotamiento. Tuvo el loco deseo de volver a tener en sus brazos el cuerpecito caliente de Callie para dormirse con ella lo que quedaba del día.

Pronto, tendría su propio bebé, se recordó a sí misma.

Con esfuerzo, logró levantarse. Bobby la tomó entre sus brazos con naturalidad. Sin pensar, ella apoyó la cabeza en su hombro. No podía dormirse con Callie, pero nada le impedía pedirle a Bobby que la llevara a casa y se tumbara con ella. Le gustaría dormir entre sus brazos, sabiendo que él estaría allí cuando se despertara. Y sentir su cuerpo a su lado, dentro de ella… Sí. Eso sería maravilloso.

Entonces, Stella se dio cuenta de que todos los estaban observando. Bobby la rodeaba de la cintura, ella tenía la cabeza en su hombro. Ambos habían actuado sin pensar. Los demás los miraban como si quisieran adivinar el futuro en una hoja de té.

–¿Cansada? –le susurró Bobby.

–Sí.

–¿Puedes bajar en el ascensor o quieres que vayamos por las escaleras? Son siete pisos.

–Podemos probar el ascensor.

–Ha sido un placer conocerte –dijo Josey, y le dio un amago de abrazo ladeado, con cuidado de no aplastar al bebé–. Llámame si quieres algo. Estoy casi siempre en casa.

–¡Lo mismo digo! –se ofreció Gina, tendiéndole la mano–. Puedes venir a vernos o podemos ir nosotras. ¡Lo que prefieras!

Hasta el hermano de Bobby le tendió la mano.

–Ha sido un placer conocerla, señorita Caine –se despidió Ben con dientes apretados. Al menos, estaba intentando ser cordial.

–Lo mismo digo. Tenéis una hija preciosa –comentó Stella. Y tuvo éxito con su comentario, pues el rostro de Ben se suavizó.

–Muchas gracias.

Cuando llegaron a la planta baja, el móvil de Stella sonó, era Mickey. Le invitó a cenar a las ocho.

Bobby le abrió la puerta del coche y arrancó el motor pero, en vez de ponerse en marcha directamente, se inclinó sobre ella y le acarició la mejilla con el dedo.

–Lo has hecho muy bien, preciosa.

–¿Eso crees?

–No lo creo, lo sé. Adelante –dijo él, poniéndose al volante–. Vamos a casa.

Le pareció la cosa más bonita que nadie le había dicho jamás.