Capítulo Nueve

 

Stella se había quedado dormida.

Mientras Bobby controlaba el pie sobre el acelerador y conducía con mil ojos, la mente le iba a mil por hora.

¿Y si Ben tenía razón? ¿Y si Caine ya lo sabía? ¿Y si lo había planeado todo? ¿Y si era una estratagema para romper su acuerdo y estaba utilizando a su hija?

¿Qué pasaba si era todo una trampa?

Cuando aparcó en el garaje, miró a Stella. El pecho le subía y bajaba con la respiración, tenía la boca un poco entreabierta. Su aspecto era completamente vulnerable.

Tenía que casarse con ella. La lista de razones era larga. El bebé necesitaba ser criado como un Bolton. Haría más fácil lidiar con David Caine y las malditas cláusulas morales del contrato. Incluso podría salvar su complejo residencial… su sueño.

Eran razones sobradamente sólidas para casarse.

Sin embargo, además, quería casarse con ella. Quería asegurarse de tenerla en su cama cada noche, entre sus brazos cada mañana. Quería saber que ella lo esperaría al final del día para cenar juntos y para mostrarle lo último que había diseñado.

Quería verla criar a su hijo, mecerlo en sus brazos.

Oh, diablos.

Bobby trató de no pensar en eso. Tenía que dejar de pensar en el futuro y concentrarse en el presente. La prioridad, en ese momento, era acostarla en la cama.

El pulso se le aceleró al pensarlo. Pero Ben tenía razón. Debía mantenerse cerrada la bragueta. Solo porque hubiera roto la cláusula moral del contrato un par de veces, no significaba que pudiera seguir haciéndolo sin parar.

A menos que se casaran.

Y todo ello le conducía a la casilla de salida.

De acuerdo. Stella estaba fuera de su alcance. Él podía cultivar su autocontrol, sin problemas. La llevaría arriba, la acostaría y trabajaría un poco antes de preparar la cena.

Sin embargo, el plan no incluía besarla en los labios, ni sentir cómo ella se acurrucaba en sus brazos. Tampoco había previsto que lo rodeara del cuello y le susurrara algo en sueños.

Bobby se apartó. No iba a tener sexo con ella en el coche otra vez. De ninguna manera.

–Estamos en casa –dijo él en voz baja, acariciándole la mejilla.

–Oh –dijo ella, parpadeando con aspecto angelical–. ¿Me he dormido?

–Sí. Subamos al dormitorio.

Bobby se quitó los brazos de ella del cuello y abrió la puerta. Descargó las cajas y la maleta con ruedas que transportaba la máquina de coser.

–Yo puedo llevar eso –se ofreció ella, estirándose con los brazos sobre la cabeza.

Debía seguir el plan, se recordó Bobby, y no dejarse distraer por las suaves curvas de su cuerpo. Pensaría las cosas más despacio cuando hubiera dormido un poco más o cuando se hubiera emborrachado, o ambas cosas. En ese momento, tenía que concentrarse en llevarla arriba. Seguramente, ella estaría deseando volver a dormirse.

Sin poder evitarlo, Bobby recordó cómo la había visto envuelta entre las sábanas esa mañana, con el camisón dejando ver sus pechos, el cuerpo cálido y abierto para él.

El deseo le hizo subir la temperatura. Hasta la forma en que ella agarró las asas de la maleta sirvió para acelerarle el pulso.

Quizá, debería haber dejado que Ben le diera un buen puñetazo. Necesitaba hacer lo que fuera para recuperar el sentido común, se reprendió a sí mismo.

Sin esperar más, Bobby agarró las cajas y se dirigió al ascensor. Stella ya estaba allí, sujetándole la puerta, ajena a lo mucho que a él le estaba costando controlar sus instintos y portarse como un caballero.

Con la excusa de reconfortarla y evitar que se mareara de nuevo, la abrazó en el camino de subida.

En un santiamén, metieron todo en su casa.

–¿Sigues queriendo acostarte? –preguntó él, en cuanto hubo cerrado la puerta.

–Me sentaría bien una siesta –contestó ella con un bostezo–. Lo siento –añadió, llevándose la mano a la boca.

Sin decir más, Stella se metió en el dormitorio. Bobby tuvo que poner en acción hasta su última gota de fuerza de voluntad para no seguirla. Para distraerse, se fue a la cocina y preparó café, bien cargado. Encendió su portátil. Tenía que demostrarle a Ben que podía arreglar las cosas. Y, sobre todo, tenía que mantener la bragueta cerrada. Stella solo estaba interesada en una relación amistosa por el bien de su hijo. Él debía respetar su deseo como fuera.

Con la taza de café en la mano, se sentó. Ben tenía una reunión el lunes con los banqueros. Así que abrió el documento en el que estaba trabajando.

–¿Bobby?

Al oír su voz, se quedó paralizado.

–¿Sí?

Ella se aclaró la garganta.

–Pensé que igual podías… ya sabes, acompañarme a dormir la siesta.

¿Por qué lo torturaba? Stella había rechazado su proposición dos veces. ¿Acaso ella no se daba cuenta de que solo intentaba respetarla… y respetar el contrato que había firmado? Solo quería hacer lo correcto, por todos los santos.

No debería mirarla, se dijo Bobby. Si se sumergía en sus enormes ojos verdes expectantes, sin duda, acabaría haciendo lo que le pedía. Y demostraría que Ben tenía razón. No podía dejar de pensar en ella.

Por eso, Bobby hizo algo que le costó un mundo. Cerró los ojos y se negó a volver la cabeza hacia ella. Era la única forma de no dejarse llevar por sus impulsos.

–Tengo que terminar este informe.

Fueron las palabras más crueles que Bobby había dicho jamás y lo sabía.

Ella lo supo, también.

–Oh, bien. Perdona por haberte molestado.

Su respuesta, dicha en voz suave y baja, cortó el aire y se le clavó a Bobby en el pecho.

Al instante siguiente, sin pensar, él se levantó y cubrió la distancia entre ellos con dos grandes zancadas. Ella estaba descalza, con las mallas de encaje y una camiseta de tirantes. Con solo mirarla, no podía resistirse a ella. Había sido una tontería siquiera intentarlo. Justo cuando Stella iba a darse media vuelta, decepcionada, la tomó entre sus brazos.

–¡Ay! –exclamó ella, sorprendida, mientras la apretaba contra su pecho.

No la besó.

–Tengo cosas que hacer –dijo él, llevándola hacia el dormitorio–. Tengo obligaciones legales que cumplir –añadió, aunque eran obligaciones que no dejaba de romper una y otra vez, porque era incapaz de decirle no a Stella–. No puedo decepcionar a mi familia.

Sin embargo, lo estaba haciendo.

–Lo sé –repuso Stella, un poco confundida por los mensajes contradictorios. Por un lado, la abrazaba, por otro, la rechazaba–. Lo siento.

–No te disculpes –dijo él cuando llegaron a la cama. Se quitó la camisa, el cinturón y los zapatos. Tal vez, era mejor que se dejara puestas la camiseta interior y los calzoncillos. O, tal vez, daba lo mismo–. Mañana, yo trabajaré y tú coserás. ¿Trato hecho?

Stella se sentó el borde de la cama, observándolo con sus preciosos ojos, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.

–Trato hecho –contestó ella al fin con una pequeña sonrisa iluminándole la cara.

No era tan difícil darle lo que quería, ¿verdad?, se dijo Bobby. Solo una siesta, una hora de sueño que él también necesitaba, después de todo. Pensaría con mayor claridad cuando se despertara.

Stella se deslizó bajo las sábanas y le hizo un hueco. Él la siguió.

Sin pedir permiso, él colocó un brazo bajo sus hombros, atrayéndola a su lado.

–Ponte aquí –dijo él, colocando la cabeza en la almohada, que estaba impregnada del olor a lavanda de Stella. Aquella situación lo volvía loco. ¿Cómo podía ser tan hermosa, tan delicadamente dulce? ¿Por qué la deseaba sin remedio y por qué no lograba que ella le correspondiera?

–¿Estás bien?

Stella se acurrucó a su lado y posó una mano en su pecho.

–Sí. ¿Y tú?

–Sí –afirmó él, entrelazando sus dedos.

Estaba en la gloria.

 

 

El móvil sonó.

Stella lo oyó en sueños, pero estaba demasiado cómoda como para moverse. No se había sentido tan feliz en mucho tiempo. Bobby estaba allí, su pecho sólido subía y bajaba bajo la mejilla de ella. Así que ignoró el teléfono. El mundo podía esperar.

El móvil sonó de nuevo. En esa ocasión, Stella se fijó en el tono de llamada. Se incorporó de golpe, atenazada por el miedo.

Era el tono de llamada que usaba para su padre.

–¿Qué…? –protestó Bobby, mientras ella se lanzaba encima de él para tomar el móvil de la mesilla.

–Shh –repuso ella–. No digas nada. Ni respires –pidió, y esperó un segundo para tomar aliento antes de apretar el botón de respuesta–. Hola, papá.

–¿Dónde estás?

Esa era la forma normal de saludar de su padre.

–En Estados Unidos. ¿Tú?

Esa era la forma en que solía responderle siempre.

–Nueva York –dijo David Caine con tono enojado–. No estabas en tu apartamento.

Stella tragó saliva con el estómago cada vez más revuelto por el miedo. ¿Su padre había ido a buscarla? No lo había visto desde hacía dos años. ¿Significaba eso que sabía lo del bebé? ¿Y lo de Bobby?

¿Acaso había hecho que la siguieran?

Las náuseas amenazaban con materializarse en cualquier momento. No. No podía dejarse vencer por el pánico. Si su padre hubiera hecho que la siguieran, sabría dónde estaba. Aun así, aquella llamada no parecía de muy buen agüero.

Bobby empezó a acariciarle el pelo para calmarla. Eso le ayudó a recuperar un poco la compostura.

–Es verdad. Me estoy quedando en casa de unos amigos.

–Ya. ¿Y Mick? No me responde el teléfono.

El pobre Mickey. Sin duda, estaba sentado en su habitación de hotel, mirando el móvil y escuchando los mensajes furiosos que David Caine le había dejado en el buzón de voz. Pero no había respondido porque se lo había prometido a Stella.

–Está conmigo.

–Más le vale.

Aquel comentario tomó a Stella por sorpresa. Casi le sonó como si su padre se sintiera protector hacia ella. ¿Era eso posible?

–¿Has ido a verme a mi casa? –preguntó ella, fingiendo una calma que no sentía.

–Sí. Necesito que me acompañes a un evento dentro de dos semanas.

–Cielos, la última vez que te acompañé a un evento no te mostraste muy contento conmigo. ¿No tienes una novia para que vaya contigo?

En cuanto pronunció esas palabras, Stella supo que había ido demasiado lejos.

–No sé cuántas veces tengo que decírtelo –rugió David Caine–. Nunca habrá ninguna otra mujer después de tu madre.

Stella tragó saliva, invadida por la culpa. De hecho, su padre se lo había dicho muchas veces, tantas que había perdido la cuenta. Debería haberle reconfortado el que su padre hubiera amado de veras a su madre. Quizá, no siempre había sabido cómo demostrarlo, pero su devoción permanecía intacta con el pasar de los años.

Sin embargo, a Stella no le reconfortaba en absoluto. Solo servía para recordarle que David Caine nada más tenía espacio en su corazón para una mujer, y jamás su propia hija ocuparía el lugar de esa mujer.

–Lo siento, papá.

–Escucha –continuó él con tono brusco–. Me han invitado a una gala benéfica en Nueva York, donde se celebrará un desfile de moda o una tontería parecida. Vendrás conmigo.

–Pero odias mis diseños de moda. Ni siquiera quieres prestarme dinero para que abra una boutique.

–No me importa un pimiento la moda y lo de tu tienda es una idea ridícula –le espetó él–. No conozco a nadie que se atreviera a llevar nada de lo que diseñas. Las niñas del colegio tienen más sentido del gusto que tú.

Para David Caine, su talento no era más que una pérdida de tiempo.

–Es bueno para nuestra imagen –continuó él–. Lo recaudado en el evento irá destinado a los huérfanos o las víctimas del SIDA o a una de esas causas por las que babean los liberales. En Hollywood, me critican por mi defensa del matrimonio tradicional. Me acusan de no tener corazón.

Stella no pudo evitarlo. Su cuerpo se envolvió en posición fetal.

De inmediato, Bobby le frotó los hombros, un dulce recordatorio de que no estaba sola.

–Será dentro de dos semanas. Lleva lo que te parezca, siempre que sea decente, no me importa. No puedo dejar que la gente piense que la hija de David Caine es una cualquiera.

Sin corazón. Era la forma más exacta para describir a su padre.

–¿Dentro de dos semanas? –preguntó ella. Tenía cosas que hacer. Debía recoger los resultados de las pruebas, reunirse con los abogados de familia. Llevaba dos años sin ver a su padre, ¿y él esperaba que se acomodara a sus deseos en un plazo de dos semanas?

–Dile que verás si tienes un hueco en la agenda –le susurró Bobby en voz muy baja.

–Tengo que revisar mi agenda. Ya te diré si puedo –dijo ella al teléfono. Hecho. Una pequeña victoria.

–No te estoy dando opción, Stella. O vienes conmigo o…

La forma en que pronunciaba su nombre, como si fuera una maldición, siempre transportaba a Stella a su primera fría y solitaria noche de Navidad tras la muerte de su madre. Volvía a sentirse como una niña pequeña abandonada y rechazada.

–Dile que verás lo que puedes hacer –le sugirió Bobby al oído–. Luego, cuelga.

–Yo… veré qué puedo hacer.

–Tú harás lo…

Bobby le quitó el teléfono de la mano y desconectó la llamada. Se quedaron un momento tumbados, perplejos y silenciosos. Bobby había colgado al gran David Caine. Ella no sabía si enfadarse o estarle agradecida.

Entonces, contra su voluntad, Stella hizo algo que había jurado no volver a hacer a causa de su padre.

Empezó a llorar.