Capítulo Diez

 

Bobby abrazó a Stella. Hondos sollozos sacudían su cuerpo. Cielos, cuánto le dolía a Bobby verla así. Deseó romperle la cara a Caine por varios sitios diferentes.

¿Cómo se atrevía Caine a hablar de ese modo a su propia hija? Esa era exactamente la razón por la que debían ir a hablar con un abogado de familia antes de comunicarle la noticia al futuro abuelo.

Bobby la apretó entre sus brazos. Ella se aferró a él. Y él no sabía qué decir. Se limitó a abrazarla, frotándole la espalda, y a besarla en la frente y en las mejillas.

Al fin, ella empezó a calmarse. Limpiándose la nariz, esbozó la sonrisa más triste que Bobby había visto.

–Lo siento. Deben de ser las hormonas.

–No te disculpes, Stella.

Sus palabras hicieron que ella rompiera a llorar de nuevo, así que la besó. No fue un beso ardiente como el de esa mañana, sino una forma de comunicarle que no pasaba nada si se mostraba vulnerable con él. Podía protegerla, si ella se lo permitía.

De pronto, alguien llamó a la puerta con brusquedad e insistencia.

Salieron de la cama a toda prisa y fueron hacia la puerta.

Mickey parecía mucho más que nervioso. Tenía la cara roja y jadeaba.

–Tu padre –dijo Mickey, sin aliento, antes de romper a toser.

–Ya he hablado con él –contestó Stella.

–¿Qué quería? –preguntó Mickey, y los miró con atención a ambos. Stella tenía la cara roja y los dos tenían aspecto de haber salido de la cama–. ¿Qué estabais haciendo?

Stella ignoró la segunda pregunta.

–Me dijo que tenía que acompañarlo a una gala benéfica y un desfile de moda.

Bobby la miró sorprendido. Stella todavía tenía los ojos hinchados de llorar, pero sonaba más calmada que nunca.

Mickey hizo una mueca, confuso.

–¿Y eso no es bueno? Nunca había mostrado el más mínimo interés por tus diseños. ¿No será que quiere empezar a hacerlo?

–Yo… –balbució Stella, y se cubrió la boca con la mano.

–Ah, vaya –dijo Mickey con voz ronca, buscándose un pañuelo en el bolsillo–. No empieces con eso.

Bobby los contempló a los dos. Daba la impresión de que no era la primera vez que vivían una situación parecida.

Parecía obvio que David Caine no le decía nunca a su hija que estaba orgulloso de ella. Solo le decía que sus diseños, su pasión, eran ridículos.

Al pensarlo, Bobby se enfureció de nuevo.

En su familia, no estaban acostumbrados a llorar. Maldecían, gritaban, daban puñetazos, tiraban cosas… pero no se callaban nada. Siempre sabías exactamente lo que pensaba un Bolton.

Su padre al menos dos veces le había alabado su trabajo y le había recordado que su madre habría estado orgullosa de él.

Sí, Ben le había echado un buen sermón por su situación actual. Pero su hermano no se lo restregaría por las narices durante el resto de su vida.

Bobby le soltó la mano a Stella y la rodeó de la cintura. No sabía qué futuro les esperaba, ni qué pasaría cuando el bebé naciera… pero estaba seguro de que quería que los dos estuvieran del mismo lado.

–La gala es dentro de dos semanas –explicó Bobby–. Tenemos hora para que le hagan pruebas y tenemos cita con un abogado de familia. Necesitaremos casi un mes para todo.

A Mickey no le gustó la respuesta. Afiló la mirada.

–Pruebas, ¿eh?

–Tenemos que estar seguros antes de decírselo a mi padre. Si no… –contestó Stella, en apariencia, recuperada.

Ella tiritó y Bobby se dio cuenta de que solo llevaba una camiseta de tirantes y mallas.

–¿Tienes frío?

Stella se encogió de hombros. Bobby tuvo una idea. Él podría aclarar las cosas con Mickey.

–Por favor, tráeme mi camisa, ¿de acuerdo? –indicó Bobby, dándole un pequeño empujón hacia el dormitorio.

–De acuerdo –repuso ella, le dio un rápido beso en la mejilla y se dirigió hacia la habitación.

Mickey esperó a que la puerta se cerrara.

–No he conocido a ningún hombre que sea merecedor de ella –rugió el pelirrojo con la mano en el bolsillo.

Bobby sabía que era un insulto en toda regla, pero tenía cosas más importantes en las que pensar.

–¿Vas a dispararme o no? Porque si vas a hacerlo, te agradecería que acabáramos de una vez.

Mickey le lanzó una mirada de odio.

–No, no voy a dispararte –contestó el guardaespaldas de Stella, y le devolvió a Bobby su pistola–. Ella te eligió. No soy quién para decir que se equivoca. Pero no dejaré de vigilarte.

Bobby tomó el arma y la guardó en un armario, donde Stella no pudiera verla.

–Tomaré nota. ¿Café?

–¿Puedes añadirle algo de whisky?

–Seguro –repuso Bobby, y puso la cafetera–. Le he pedido a unas amigas que le consigan material para trabajar –indicó, señalando a las cajas que había esparcidas por el apartamento.

Cuando Bobby le tendió la taza de café aderezado, Mickey le dio las gracias con un gesto de la cabeza.

–Tienes que casarte con mi chica.

–No puedo.

–¿Y por qué no? Podéis casaros en privado, en la intimidad. No quiero que tenga un hijo bastardo.

Bobby dejó su taza de café sobre la mesa con tanta fuerza que vertió la mitad.

–Como vuelvas a hablar así de mi hijo, te romperé la mandíbula, con pistola o sin ella.

–Tranquilo –dijo Mickey, sin inmutarse–. Estás acostándote con ella, supongo. ¿Cuál es el problema?

–El problema es que ella me ha dicho que no. Dos veces.

Mickey abrió la boca, perplejo.

–¿Que ha hecho qué?

–No tiene interés en casarse y yo no puedo obligarle a hacer algo que no quiere. Así que nada de boda.

–Pero… pero… ¿para qué quieres hacer pruebas?

–Para que nadie cuestione el acuerdo de custodia –contestó Bobby–. Ella ha dejado clara su postura. No quiero que nadie la presione para hacer otra cosa, incluido tú. No eres su padre.

–No, no lo soy, pero ella es mi niña de todas maneras. Algunas familias no están unidas por lazos de sangre, sino que se forjan con el tiempo.

Detrás de ellos, se abrió la puerta del dormitorio. Stella salió con aspecto perfectamente compuesto. Se había cepillado el pelo, se había maquillado y se había puesto un suéter. Aunque seguía descalza, advirtió Bobby con una sonrisa al ver las uñas de sus pies pintadas de rosa.

–¿Os estáis comportando bien? –preguntó ella, tendiéndole a Bobby su camisa.

–Lo estamos pasando genial, niña –contestó Mickey–. ¿Estás mejor?

–Mucho mejor –repuso ella, dándole un beso al viejo en la mejilla.

Mickey le dio una palmadita cariñosa en el brazo. Bobby se fijó en que al pelirrojo le brillaban los ojos, notó cómo Stella se preocupaba por él. Eran gestos típicos de un padre y una hija. Aunque Mickey no era su padre.

 

 

Stella estaba tumbada en la cama de Bobby, bostezando. La cena había sido bastante agradable. Mickey se había relajado un poco, incluso, había empezado a mostrar simpatía hacia Bobby.

Solo eran las diez y media y había dormido siesta, pero estaba agotada de todos modos. Siempre le había gustado quedarse despierta hasta tarde, pero el embarazo estaba poniéndolo todo del revés. Lo único que mantenía sus ojos abiertos era la idea de que Bobby estaba a punto de entrar. Se había ido a duchar.

Podía casarse con él, pensó, casi sin querer. Podía aceptar su oferta, caviló. Tal vez, funcionaría.

Stella cerró los ojos y trató de imaginarse una vida perfecta con Bobby. Ella tendría una tienda con una habitación de juegos en la parte trasera donde poder jugar con el bebé. Bobby se pasaría a recogerlos en el camino a casa desde el trabajo. Volverían los tres a su hogar y cenarían juntos. Después de acostar al niño, ella y Bobby se acurrucarían como habían hecho esa mañana. Se iría a dormir sabiendo que él la despertaría con un beso y una caricia, y eso llevaría a mucho más. Quería poder hacer el amor con él todos los días. Hacían una buena pareja.

Sin embargo, no podía durar. Aparte de que ella vivía en Nueva York y Bobby tenía a su familia y su empresa en Dakota del Sur, había otros factores. En el mundo real, las historias de amor no tenían un final feliz. La gente se moría, se desenamoraba, era infiel. Bobby se cansaría de la relación, de ella. Y ella no podría soportar el rechazo inherente a cualquier divorcio. No podría soportar que acabara odiándola otro hombre al que apreciaba.

Además, no podía arriesgarse a que su hijo sufriera, bajo ninguna circunstancia. No, no podía casarse con él. Tenía que protegerse a sí misma. Y debía pensar en su bebé.

Cuando miró el reloj vio que eran las once y media. Y seguía sola en la cama. ¿Cuándo tardaba un hombre en prepararse para irse a dormir? Una hora le parecía mucho.

Sin molestarse en ponerse el albornoz, se levantó de la cama. El aire frío le puso la piel de gallina.

Abrió la puerta de la habitación y escuchó. La casa estaba en silencio, a oscuras. ¿Dónde estaba Bobby?

Encontró la respuesta en el suelo del salón. Él estaba tumbado boca arriba, con la boca abierta, roncando bajo una manta demasiado fina.

Ella lo observó decepcionada. Antes de que Stella tuviera tiempo de irse sin hacer ruido, él abrió los ojos.

–¿Stella? ¿Todo bien?

–Te estaba esperando.

–Ah, sí. Lo siento –dijo él, y se pasó la mano por la cara, bostezando. No parecía sentirlo en absoluto.

Había dado por hecho que la acompañaría en la cama por la noche. Eso habían acordado esa mañana, cuando habían hecho el amor.

–Pensé que ibas a dormir en la cama –dijo ella, tragando saliva, temblando–. Conmigo.

Bobby se quedó paralizado un momento.

–Pero es un problema, ¿no lo entiendes?

No, Stella no lo entendía.

–De acuerdo. Siento haberte despertado.

Cuando se giró para irse, él la detuvo, sujetándola del tobillo.

–Stella, ¿qué quieres? Lo pregunto porque tus palabras me dicen una cosa y tus acciones me dicen otra.

Bobby todavía la sujetaba, calentándole la pierna con sus caricias.

–¿Qué quieres decir?

–Sabes que ya he roto mi contrato con FreeFall TV, ¿no? Al acostarme contigo, al dejarte embarazada… tu padre podría demandarme y sacarme todo lo que poseo y más. ¿Lo entiendes?

–Sí –afirmó ella. Sabía que Bobby no le estaba echando la culpa de la situación, pero sus palabras le dolieron de todos modos.

–Solo porque tuve un desliz una vez o dos, no me da permiso para seguir haciéndolo.

Claro. Stella lo entendió por fin. La llamada de su padre esa mañana había servido para que Bobby recordara que David Caine era quien llevaba la batuta.

–Lo único que podemos hacer para no romper las cláusulas morales del contrato que firmé es casarnos. Pero tú ya has rechazado esa posibilidad –añadió él con calma, como si estuviera hablando del tiempo y no de su futuro–. Dos veces.

Entonces, Stella creyó percibir un atisbo de dolor en la voz de él, como si lo hubiera herido al rechazarlo. Pero no estaba segura.

Podía casarse con él, se recordó. Sin embargo, ¿estaba tan desesperada como para recurrir al matrimonio solo para saciar su sed de amor?

Él seguía acariciándole la pierna.

–Así que dime qué quieres. Creo que no se me da nada bien adivinarlo.

Aunque Bobby tenía los ojos cerrados todavía, la calidez de su contacto hizo que Stella se agachara a su lado. Él la rodeó de la cintura, haciéndole subir la temperatura al instante.

–Quiero irme a dormir entre tus brazos. Quiero despertarme en el mismo sitio. Quiero que me hagas el amor. No quiero que nadie o nada nos diga que no podemos o que no debemos hacerlo –contestó Stella. Deseó poderle ver los ojos, pero él los tenía todavía cerrados. Posó la mano en su mejilla, que estaba suave y lisa, como si se hubiera afeitado antes de acostarse–. Quiero quedarme contigo hasta que tengamos los resultados de las pruebas. ¿No podemos estar juntos unas pocas semanas?

Tenían unas pocas semanas para fingir que eran una familia feliz, algo que ella nunca había conocido. Podían separarse después como buenos amigos.

Bobby posó su mano sobre la de ella.

–Me estás pidiendo que lo arriesgue todo. Todo.

Por primera vez, Stella percibió algo nuevo en sus palabras, miedo.

–Me has preguntado qué quiero –dijo Stella.

–Es verdad –repuso él con una sonrisa. Entonces, abrió los ojos. No había en ellos dolor, ni miedo. No parecía sobrecargado con un peso insoportable. En todo caso, parecía… satisfecho.

–¿Sabes lo que diría mi hermano Ben?

Stella no lo sabía, ni le importaba. Solo le importaba lo que él dijera. ¿La mandaría al diablo? ¿Dejaría que David Caine y sus malditas cláusulas morales dominaran su vida? ¿Le diría que tenía que elegir o una cosa u otra, todo o nada?

–¿Qué?

Bobby se incorporó y la abrazó contra su pecho. Sí, eso era lo que ella quería.

–Diría que yo siempre pongo en peligro el negocio. Soy famoso por tener las ideas más alocadas y, luego, llevarlas a la práctica.

Ella se relajó un poco más entre sus brazos, dejando que su calidez la envolviera.

–Supongo que esto es una locura de las grandes, ¿verdad?

–La más grande –repuso él y se levantó, llevándola consigo–. Solo unas semanas, ¿no?

–Sí.

Bobby la llevó de vuelta a la cama y la depositó sobre el colchón. Ella se metió bajo las sábanas y las sujetó para él.

Al momento, estaban abrazados de nuevo, justo como ella deseaba estar. Solo se sentía segura entre sus brazos. Ya podía descansar tranquila.

–Stella.

–¿Sí? –dijo ella, a punto de dormirse.

Él la abrazó con un poco más de fuerza.

–Me alegro de que estés aquí.

Bobby estaría allí por la mañana, se dijo Stella. No se despertaría sintiéndose usada ni abandonada. Durante unos días más, por lo menos, podía seguir jugando con él a las familias felices.