Stella tenía muchas ganas de ir al baño.
Estaba entre sus brazos. En algún momento de la noche, se habían girado y él la abrazaba por detrás. Estaban apretados como dos cucharas en el cajón de los cubiertos. Era una gozada estar así. Si la presión de su vejiga no fuera tan intensa, se quedaría allí tumbada, disfrutando de la sensación de su cuerpo contra la espalda y el trasero. Había mucho que disfrutar.
Pero tenía que ir al baño.
Intentando moverse despacio para no despertarlo, le apartó una mano. Gruñendo en sueños, él la soltó. Stella salió de la cama y corrió al baño. Casi no llegó a tiempo.
Igual Bobby seguía dormido, pensó ella. Después de todo, no había hecho apenas ruido. Sí. Se metería bajo las sábanas otra vez como si nada hubiera pasado. Era un buen plan.
Sin embargo, cuando Stella abrió la puerta con todo el sigilo que pudo, se encontró con que Bobby estaba despierto.
Recostado en las almohadas, se rascaba la mejilla con la mano, mientras clavaba los ojos en ella.
La estaba mirando con intensidad.
–Buenos días, preciosa.
Bobby le dedicó una sonrisa devastadora.
–¿Has cambiado de opinión sobre lo que dijiste anoche?
Stella envidió su frialdad, teniendo en cuenta que se refería a su propuesta de hacer el amor por la mañana. Pero ella no había cambiado de opinión.
–No. ¿Tú?
–No. Aunque me gusta mucho que me digas lo que quieres. Así no hay confusiones.
–Quiero… –comenzó a decir ella con una sonrisa. Aun medio dormido, Bobby era demasiado guapo como para resistirse a él–. Quiero que me hagas un cumplido.
Bobby no titubeó ni un segundo.
–Eres la mujer más encantadora que he conocido, Stella. Eres una belleza etérea.
Ella se detuvo, llevándose los dedos la mejilla, como si quisiera sopesar el mérito de su cumplido y, de paso, para esconder una sonrisa.
–¿Y?
Él arqueó una ceja, dejando claro que sabía que era un juego y que le gustaba jugar.
–Tus diseños son fantásticos. Me impresiona sobremanera el trabajo que puedes hacer a mano.
Ella dio otro paso hacia la cama.
–¿Sí?
Bobby asintió con entusiasmo.
–Me maravillan las cosas que puedes hacer con las manos. Es fascinante.
Eso la hizo reír.
–¿Ah, sí?
–Pienso en ello todo el tiempo –repuso él, contemplándola con ojos brillantes.
–Quiero verte desnudo –dijo ella, envalentonada. Todavía no lo había visto desnudo del todo.
–¿Quieres desvestirme tú o prefieres que lo haga yo? –preguntó él con una pícara sonrisa.
Stella no había anticipado esa pregunta. De pronto, se puso nerviosa otra vez.
–Um… Miraré.
Bobby se levantó de la cama como un rayo y se colocó delante de ella. Primero, se quitó la camiseta, dejando al descubierto unos músculos esculpidos que le quitaron a Stella la respiración. Tenía el pecho salpicado de vello dorado que se camuflaba con el color de su piel. Ella deseó recorrerle todo el cuerpo con las manos.
Sobre un hombro, tenía un enorme tatuaje de una cabeza de dragón. La bestia estaba silueteada en vivos tonos de verde y dorado con llamaradas rojas que le llegaban al pecho. Tenía un toque artístico. Era, incluso, hermoso. Bobby había estado ocultando algo más que músculos bajo las ropas.
–¿Te gusta? –preguntó él, mientras se bajaba los calzoncillos.
–Sí, mucho.
A pesar de su impresionante erección, él logró quitarse la ropa interior. Stella no podía apartar los ojos de esa parte de su anatomía.
Era muy… grande. Pero perfectamente formada. Por supuesto, todo en él mantenía una simetría perfecta. Si no hubieran hecho el amor varias veces antes, ella dudaría de ser capaz de albergarlo por completo dentro de sí. Todo el cuerpo se le tensó de delicioso deseo mientras lo contemplaba. Bobby estaba así por ella… porque la consideraba encantadora, etérea, brillante y porque hacía cosas maravillosas con las manos.
Era eso justo lo que quería hacer en ese momento, se dijo ella, invadida por una ardiente sensación. Él la excitaba y viceversa. Era una combinación perfecta.
Si Stella hubiera estado igual que él, allí delante, por completo desnuda, bajo su atenta observación, se habría puesto nerviosa. Cielos, estaba nerviosa y todavía tenía puesto el camisón. Pero Bobby, no. Con una sonrisa socarrona, estaba poniendo poses, intentando buscar en cuál estaba más agraciado.
–¿Qué pasa? –preguntó él, ni lo más mínimo avergonzado por la risa de su compañera.
–¿Nunca has sido modelo? –dijo ella, maravillada.
–No –contestó él con una nueva postura, especialmente exagerada–. ¿Lo estoy haciendo mal?
Bobby sabía cómo hacerla sentir cómoda. Bueno, sin contar lo que experimentaba al ver su poderosa erección. Los pezones se le pusieron duros bajo la camisola que llevaba y, al verlo, él se quedó paralizado, contemplándola con atención.
Stella necesitaba sentirlo dentro de su cuerpo. Cuanto antes.
Sin embargo, Bobby no se acercó.
–¿Qué más quieres? –preguntó él con voz ronca y sensual.
Stella adivinó que él se estaba conteniendo, esperando que ella hiciera la invitación. En medio del deseo que crecía con cada latido, otro sentimiento se abrió hueco en su corazón. Bobby estaba pensando en ella. Le importaba que ella estuviera bien.
–Quiero… –comenzó a decir Stella y dio un paso hacia él, que la rodeó de inmediato con sus brazos–. No, todavía, no. Quiero tocarte.
–Vas a matarme.
–La paciencia es una virtud –replicó mientras comenzaba a acariciarle desde las manos hacia los brazos.
–Quizá tú tengas esa virtud, pero yo, no –dijo él. Sin embargo, cerró los ojos y no se movió.
Le recorrió los hombros y el pecho. Sus músculos parecían esculpidos en piedra. Con cuidado de no tocar su erección, le tocó los muslos. Él gimió, presa del deseo y la frustración.
–Date la vuelta.
Bobby obedeció, aunque refunfuñando.
Su espalda era una sinfonía de músculos, muchos de los cuales se estremecían ante su contacto. Despacio, ella trató de grabarse en la mente cada centímetro, como si fuera un sastre tomando medidas para un traje nuevo. El dragón le ocupaba casi toda la espalda. Tenía las patas delanteras en el omóplato, las traseras en la columna y la cola apoyada en la cintura. Ella le recorrió el animal tatuado con los dedos.
–¿Tiene algún significado en particular?
–Bueno, los dragones dan buena suerte.
–¿Pero?
–Mis hermanos me dijeron que era una estupidez.
Era un dibujo con todo lujo de detalles. Debían de haber tardado mucho tiempo en terminarlo.
–¿Y te lo hiciste a pesar de eso?
–No –contestó él–. En realidad, no. Siempre he tenido… grandes sueños. Ambiciones. Quería ser dueño de mi propio pueblo. Mi padre nunca pensó más allá de la siguiente moto, la siguiente paga, pero mi madre… –explicó, y su voz se desvaneció–. Me dijo que lo único que necesitaba era un poco de suerte.
–Por eso, te hiciste un dragón.
–Es único. Destruí el dibujo después de que me lo hicieran. Quería tener algo que nadie más tuviera.
–Es una obra de arte. De verdad.
–Gracias.
Bobby parecía aliviado, como si hubiera temido que ella hubiera estado de acuerdo con sus hermanos.
Stella dejó el tatuaje y bajó hasta sus glúteos. Los agarró, sintiendo sus firmes músculos. Tenía un trasero impecable. Ella nunca había diseñado ropa para hombres, pero para un trasero así, no le importaría coser un par de pantalones.
–Me encantaría medirte.
Él gimió como si estuviera agonizando.
–Vas a acabar matándome, Stella.
–¿Ah, sí? –repuso ella y, pegándose a su cuerpo por detrás, alargó las manos y le agarró la erección.
–Sí –murmuró él, aún sin mover los brazos.
Con la cara apoyada en el omóplato de él, Stella recorrió su largo miembro con las manos. Sí, era bastante grande. Cálido y duro a causa de su contacto.
Mientras lo acariciaba despacio, inspiró su aroma. Olía a ropa limpia con una con una pizca de algo más que ella solo pudo catalogar como deseo.
Con suaves gemidos de placer, Bobby se dejó hacer. Ella se sintió poderosa por ser capaz de provocarle aquello.
–Quiero que me desnudes.
Stella esperaba que se girara, le arrancara las ropas y la lanzara a la cama. Lo había llevado al límite de la excitación, después de todo.
Sin embargo, Bobby hizo algo diferente. Se giró, sí, y tomando el rostro de ella entre las manos, la besó. Fue un beso cargado de deseo, igual que ciertas partes de su anatomía que se apretaban contra ella, pero no fuera de control. Fue el beso de un hombre que sabía exactamente lo que hacía.
Bobby apartó su boca, lo justo para bajarla al cuello de su amante. Mientras se lo acariciaba con los labios, deslizó los dedos bajo los tirantes de su camisola y se los quitó de los hombros. Siguió el camino que dejaba la ropa al caer, presionando la boca contra su clavícula, sus pechos.
Un húmedo calor invadió a Stella. Sí. Eso era lo que quería. Sí.
Le había pedido que la desnudara y eso estaba haciendo. Pero la clave estaba en la forma. Bobby había adivinado lo que ella necesitaba, aun sin que lo hubiera formulado en palabras.
Temblando de deseo, Stella dejó de sentirse nerviosa. Le pareció natural que Bobby le lamiera el pezón, mientras le bajaba el camisón hasta la cintura. También le pareció normal que se colocara de rodillas para terminar de quitarle el camisón y las braguitas. Con la misma naturalidad, la agarró de los glúteos y la besó en la parte superior del muslo.
Ella entrelazó los dedos en su pelo, mientras él terminaba de quitarle la ropa. La besó de nuevo. Sus cuerpos estaban pegados, sin nada que los separara, ni siquiera las sábanas. En esa ocasión, su beso guardaba algo más… más hambre, más urgencia.
Bobby estaba perdiendo el control y a ella le gustaba. Le encantaba que no pudiera dominar su deseo. Eso la hacía sentir poderosa.
–Dime qué quieres.
Fue la voz de la rendición total. Stella podía hacer lo que quisiera con él y él lo aceptaría. De buen grado.
–A la cama –ordenó ella.
De inmediato, Bobby se tumbó. Su erección sobresalía como el mástil de un velero.
Stella se montó a horcajadas encima de él y lo montó mientras la besaba y la sujetaba de la cintura. Un mar de deliciosas sensaciones la invadió, mientras sentía su erección pujando para penetrarla.
Ella se apretó contra su cuerpo, ansiando tenerlo dentro.
–No, espera –dijo él, y la levantó un momento, apartándola lo justo para alcanzar un preservativo.
Parecía ridículo, pues ella ya estaba embarazada, pero Bobby había dejado clara su postura respecto a hacerse nuevas pruebas médicas.
En cuanto se hubo puesto la protección, colocó a Stella donde estaba. Ella se estremeció mientras la penetraba, gimiendo de placer.
–Sí.
–¿Es esto lo que quieres? –preguntó él, empujando por entrar a fondo, agarrándola de las caderas.
–Sí –gimió ella de nuevo, mientras le clavaba las uñas en los hombros para sujetarse.
–Eres muy hermosa, Stella –dijo él, sin abandonar el suave ritmo de sus arremetidas, y el clímax crecía cada vez más–. Eres mía.
Suya, pensó Stella. Eso era que lo ella quería. Ser suya y que él fuera suyo.
Cuando Bobby la mordió entre el cuello y el hombro, ella no pudo contenerse más. Lo haría suyo, aunque solo fuera durante el breve tiempo que estuvieran juntos. Lo agarró de las manos y se las colocó encima de la cabeza, sujetándoselas allí mientras subía y bajaba encima de él cada vez más rápido.
–Stella –dijo él, intentando soltarse–. Espera.
Sin embargo, ella no lo escuchó. Lo montó más y más deprisa, acercándose al éxtasis.
–Así, preciosa –dijo él.
Ella abrió los ojos de golpe y lo miró, sumergiéndose en sus hermosos ojos color avellana.
–Dámelo todo… Quiero tenerte entera.
Algo en sus palabras, en sus ojos, hizo que Stella llegara al orgasmo con una fuerza inusitada.
Había sido eso exactamente lo que ella había pretendido. Era de día, no había alcohol de por medio y la había hecho sentir del mismo modo que cuando lo había conocido. Lo amaba por eso.
Y, al mismo tiempo, le aterrorizaba amarlo.
Agotada por el orgasmo, le soltó las muñecas. Al instante siguiente, Bobby la tenía sujeta de la cintura y la penetraba con fuerza.
Con un rugido, él también llegó al clímax. Ambos quedaron tumbados juntos, jadeantes.
Bobby la apartó un momento y se quitó el preservativo. Luego, se abrazaron como si fueran un solo ser.
Ella le recorrió el vello dorado del pecho con la punta del dedo. Una agradable sensación de paz la invadía, ayudada sin duda por el excelente sexo que acababa de disfrutar. Sabía que podía pedirle cualquier cosa y que, en vez de rechazarla, él haría lo que pudiera por complacerla.
–Nos llamaremos y hablaremos por chat y esas cosas, ¿verdad?
–Claro –repuso él, besándola en la cabeza, mientras le acariciaba la espalda.
–¿Incluso antes de que nazca el bebé?
–Incluso antes.
–¿Y vendrás a visitarnos?
–Estaré allí en el parto… siempre que puedas avisarme con antelación.
Esa no era la respuesta que Stella había deseado, aunque había sido una respuesta adecuada.
–No, quiero decir si vendrás a vernos.
–Sí –contestó él, aunque su tono de voz delataba que no había captado bien a qué se refería ella.
–Y, cuando vengas a vernos, tú y yo… –comenzó a decir ella, posando un beso en su pecho, encima del corazón.
Cuando Bobby no respondió de inmediato, ella temió haberse extralimitado en su pregunta.
Entonces, Bobby le acarició el pelo y le sujetó el rostro para que lo mirara.
–Mientras tú quieras, seré tuyo, Stella.
En ese mismo instante, ella supo dos cosas.
La primera era que estaba enamorada de Bobby.
La segunda, que cuando se separara de él le dolería más que nada en el mundo.
Pero tenía que separarse de él. Cuanto antes lo hicieran, más fácil sería. Debía dejar de amarlo. Cuanto más lo amara, más poder sobre ella le daba… poder para romperles el corazón a ella y a su hijo.
Sí, estaba dispuesto a casarse con ella, pero no era porque la amara. La razón era una cuestión de honor y de buenas intenciones.
Sin embargo, las intenciones no mantenían a una mujer saciada por la noche. Las intenciones no podían darle un padre a un bebé. Las intenciones eran menos que las promesas.
Bobby podía tener las mejores intenciones del mundo, pero ella no podía dejarse cegar por alguien que no la correspondía. Si lo hacía, solo conseguiría sufrir. No podía poner en riesgo su corazón, ni podía arriesgar el corazón de su bebé.
No dejaría que eso sucediera, por mucho que le costara.
Por eso, Stella no dijo nada. Se limitó a besarlo. Pronto, aquello se terminaría. Todas las cosas buenas se terminaban.
Bobby no pareció percibir su cambio de humor. La besó y la soltó.
–Ahora tenemos que trabajar –dijo él, saliendo de la cama.
–Sí.
Stella se obligó a pensar en sus agujas, su hilo, sus telas. Si iba a marcharse, podía aprovechar para asistir al desfile benéfico. Era una buena oportunidad, después de todo. Sí, iría.
Sin él.