Capítulo Doce

 

El domingo fue uno de los mejores días para Bobby. Él dispuso su portátil en un extremo de la mesa del comedor, mientras Stella trabajaba en la máquina de coser en el otro extremo. Ella sugirió que pusieran Cindy Lauper o Bangles, y cantaron juntos mientras hacían sus tareas. Él le hizo reír cuando demostró que se sabía la mayoría de las canciones al pie de la letra, y ella lo impresionó con lo bien que cantaba.

El día pasó deprisa. Stella se acomodó en el sofá, donde empezó a tejer algo. En varias ocasiones, Bobby se quedó embobado mirándola. Sin usar ningún patrón, estaba convirtiendo el hilo en encaje como por arte de magia.

–No es encaje de verdad –dijo ella, cuando lo sorprendió observándola.

–No me importa. Solo estoy admirando lo que puedes hacer con las manos –comentó él y, cuando ella se sonrojó, añadió–: ¿Dónde has aprendido?

–Me enseñó mi madre –contestó ella con una sonrisa feliz–. Me enseñó a hacer los distintos tipos de punto –explicó con voz suave, marcándosele más su acento inglés–. Me contó que las mujeres O´Flannely habían tejido durante generaciones y que pasaban sus conocimientos de madres a hijas. Me dijo que era mi derecho de nacimiento aprender también.

Durante todo el tiempo que hablaba, Stella no paraba de mover las agujas. Él se preguntó si podría tejer también mientras dormía.

Cuando el rostro de ella se ensombreció, Bobby recordó que solo tenía ocho años cuando perdió a su madre.

–En el colegio, me quitaron las agujas. Creo que amenacé con pinchar a una niña que se metía conmigo. Pero la hermana Mary O´Hare se apiadó de mí, dentro de lo severas que eran todas las monjas, claro.

–¿Qué te hacían? ¿Te pegaban con una regla en los nudillos?

–Más o menos. La hermana Mary me dejaba ir a su habitación y tejer junto al fuego. Luego, tenía que dejar las agujas allí pero, todas las noches, me daban una hora para trabajar separada de las otras niñas. En esa hora, podía fingir que mi madre…

De pronto, Stella se calló y su rostro se tornó impenetrable.

–¿Te quedabas a dormir en el colegio?

–Estaba interna en Saint Mary, en Cambridge. Aunque no acogían a niñas internas hasta los trece años, hicieron una excepción conmigo por el dinero de mi padre.

–¿Vivías allí?

Ella sintió.

–Si Mickey podía, iba a buscarme en Navidad y me llevaba a nuestro viejo piso. Después, mi padre lo vendió, así que Mickey y yo empezamos a pasar las Navidades en su casa –explicó ella con una amarga sonrisa–. Un poco pequeña, pero muy acogedora.

Aunque su voz sonaba controlada, sus dedos se movían más rápido que nunca. ¿Por qué no había ido su padre a buscarla en vacaciones?, se preguntó Bobby. ¿Qué clase de hombre no se tomaba un descanso para ir a ver a su hija en Navidad?

Un hombre que no tenía corazón. Sin duda, esa debía de ser la razón por la que Stella le había pedido que le asegurara que iría a visitar al bebé en su cumpleaños y en Navidad. No podía imaginarse nada más triste que una niña huérfana abandonada en un internado, ignorada por su padre.

–¿Solo Mickey y tú? –preguntó Bobby tras un largo silencio, pues fue lo único que se le ocurrió.

–Sí. Solos los dos.

A Bobby le rompía el corazón pensarlo. En cuestión de minutos, dejó de sentir lástima y se puso furioso. ¿Cómo se atrevía David Caine a tratar así a su hija? Quería prometerle a Stella que él nunca le volvería la espalda a su bebé. Pero ella parecía haberse cerrado a la conversación. Era obvio que no quería hablar más del tema… y no podía culparla.

–¿Eso es para el desfile benéfico?

–Sí.

–Entonces, ¿vas a ir?

–Sí.

Stella parecía decidida. Eso significaba que se iría dentro de dos semanas escasas. No quería que se fuera. Por desgracia, no estaba en posición de pedirle que se quedara.

–¿Lo habrás terminado a tiempo para enseñármelo antes de irte?

Ella esbozó un gesto fugaz de tristeza, antes de mostrarle el pedazo de encaje que ya había tejido.

–Eso espero.

Fue todo lo que dijo. Enseguida, ambos volvieron a concentrarse en su trabajo.

Aunque le llevó algo de tiempo hacer la comida y la cena, Bobby logró terminar el informe financiero que Ben necesitaba. Stella ya se había ido a la cama para entonces. Él quería acostarse a su lado, sentir su cuerpo caliente entre los brazos.

Pero tenía que hacer algo, así que aprovechó que estaba solo para hacer una llamada.

–¿Qué?

La voz de Billy sonó hostil. Como siempre.

–Necesito un favor.

–No.

Bobby lo ignoró.

–Necesito que actúes ante las cámaras el jueves.

–¿Para qué diablos lo necesitas?

–Tengo que hacer algo y no quiero que haya cámaras. Necesito que ocupes mi lugar en el programa.

Bobby podía imaginar a su hermano echando humo por las orejas al otro lado de la línea. A Billy no le gustaba ser una estrella de la pantalla, lo que era una pena, pues era excelente ante las cámaras. Maldecía y tiraba cosas y se ponía furioso… justo lo que el público quería. Habían logrado lanzar el reality show gracias a todos los seguidores que habían conseguido con la serie de internet que Billy había protagonizado. Pero el trato había sido que Bruce y Bobby serían el cebo del reality show, para que Billy pudiera zafarse de las grabaciones que tanto odiaba.

Bobby esperó. No quería hablarle a Billy de Stella, al menos, todavía, no. El talón de Aquiles de su hermano eran las mujeres embarazadas y los bebés. Si se enteraba de su situación, nadie sabía cómo podía reaccionar. Y él no estaba de humor para averiguarlo.

–¿Quién es ella?

Maldición. O se lo había dicho Ben o lo había adivinado, pensó Bobby.

–Te lo explicaré después, ¿de acuerdo? Tú sustitúyeme el jueves.

Billy silbó. Bobby decidió que prefería que su hermano el grandullón maldijera.

–Vas a estar en deuda conmigo durante mucho tiempo por esto.

–Lo sé.

–¿Estás haciendo lo correcto?

Bobby contó hasta diez en silencio. Cada vez más, le parecía que Ben había hablado con Billy sobre su secreto.

–Lo intento. ¿Vas a ayudarme o no?

–Sí, vale –dijo Billy, y colgó.

La conversación no había ido mal, caviló Bobby. Solo le quedaba informar al equipo de producción de que el jueves la grabación tendría lugar en el taller. Envió los correos electrónicos pertinentes y apagó el ordenador.

Luego, se fue a la cama, abrazó a Stella por la cintura y se quedó dormido mientras escuchaba su respiración.

No quería que ella se fuera.

Pero no sabía cómo hacer que se quedara.

 

 

Pronto, se acomodaron el uno al otro. Stella y Bobby hacían el amor como locos por la mañana, luego, él se iba a trabajar en la obra, donde tenía que hacer que construir un complejo residencial de quinientas habitaciones fuera lo más entretenido posible ante las cámaras. Mickey iba a visitar a Stella durante el día y ella se concentraba en la creación de su nuevo vestido.

Cuanto más tiempo pasaba fuera de casa, más ganas tenía él de volver. Mucho habían cambiado las cosas desde las largas semanas en que se había quedado a dormir en el tráiler en la obra con tal de no hacer el trayecto a su apartamento.

Se esforzaba todo lo que podía para volver a casa a las seis y cenar con Stella. Ella le mostraba sus progresos y él le hablaba de la construcción. El intricado trabajo que llevaba el vestido era evidente, aunque él no podía imaginarse cómo acabarían juntas todas las piezas que ella le enseñaba.

Un día, Bobby se sorprendió estudiando los planos del ático que iba a construirse. Tenía mucho espacio y necesitaba añadir una habitación para el bebé. ¿Debería diseñar uno de los cuartos de invitados para Stella? ¿O dormiría ella con él en su cama?

Otra cuestión que tenía en mente era dónde poner el taller de trabajo de Stella. Ella hacía unas creaciones increíbles. Había reservado la primera planta del edificio para tiendas. ¿Qué le impedía dedicar un poco de ese espacio a Stella? Podía ofrecerle una boutique con una zona de taller de costura. Los huéspedes del complejo podrían permitirse comprar sus diseños, cuya sensibilidad, suave y dura a la vez, encajaba a la perfección con la imagen de los moteros más sofisticados.

Quizá, si le ofrecía una boutique, la misma que ella llevaba tiempo deseando, Stella se daría cuenta de que era su hombre. Tal vez, comprendería que podía hacerla feliz.

Lo más probable era que ella lo rechazara con mucha educación porque su vida estaba en Nueva York. Ya le había dicho que no antes. Él no quería que lo volviera a rechazarlo. No quería confirmar su temor a no poder hacer nada para que ella se quedara.

Por eso, Bobby mantuvo la boca cerrada. No habló ni de habitaciones, ni de tiendas.

El jueves, acudieron a la consulta del médico. Bobby sujetó la mano a Stella mientras le sacaban sangre. Había quedado con Gina y Patrice para que la recogieran después del análisis.

Les dijeron que los resultados estarían listos dentro de cinco días hábiles, es decir, el próximo jueves. Ese mismo día, Stella pensaba volver a Nueva York, aunque el desfile benéfico no tenía lugar hasta el sábado. Dijo que necesitaba un par de días para recuperarse después del vuelo, lo cual parecía razonable.

Sin embargo, Bobby no estaba contento. No quería que les llamaran del médico después de que ella se hubiera subido al avión. Quería estar con ella.

Además, ¿qué diablos iba a hacer a partir del jueves? Ella tendría citas con el médico. Pronto, podría escuchar el latido del corazón del bebé. ¿Iba a dejar que fuera Mickey el primero que oyera el latido de su hijo?

No. Bobby quería estar allí con ella.

Pero lo único que Stella quería era que los llamara y que los visitara de vez en cuando, con sexo incluido cuando fuera conveniente. No era un matrimonio.

No era lo mismo que tenerla a su lado.

De alguna manera, iba a tener que acostumbrarse, se dijo Bobby.

 

 

El martes hacía mucho frío. Justo fue el día en que el encargado de la obra le pidió que lo acompañara a echar un vistazo a los avances. Bobby se puso su abrigo y su sombrero.

Mientras caminaban por la obra, seguidos de las cámaras, Bobby no dejaba de mirar el cielo. Quizá, nevaría al día siguiente y Stella decidiría no arriesgarse a volar el jueves. Y, si no iba al desfile benéfico, podía quedarse otra semana… hasta el Día de Acción de Gracias. Diablos, si el tiempo empeoraba de veras, incluso, podía quedarse allí hasta Navidad. Y, si estaba allí en Navidad, le daba lo mismo esperar a Año Nuevo para irse.

Sumido en sus pensamientos y en la visita a la obra, Bobby no se fijó en el coche negro del que se bajó un pequeño hombrecillo pelirrojo. De pronto, Mickey se colocó delante de él con cara de preocupación. Y delante de las cámaras.

Cielos, pensó Bobby. Stella. El bebé.

–¿Está…? –iba a preguntar Bobby, pero se golpe se dio cuenta de dónde estaba.

La cámara se movió para tomar un primer plano de él.

–Necesito hablar contigo –dijo Mickey, sin mirarlo a los ojos. Al comprender la preocupación de Bobby, añadió en un murmullo–: Ella está bien.

–Claro –repuso Bobby, y se giró al equipo de grabación–. ¿Hacemos un descanso para tomar café?

El cámara, que parecía helado de frío, asintió con entusiasmo. Bobby se dirigió a su tráiler con Mickey.

–¿Qué pasa? –preguntó él, en cuanto estuvieron lo bastante lejos como para no ser oídos–. ¿Está bien Stella? ¿Y el bebé?

–Todo bien. Mira, tío, lo siento mucho. Lo siento de veras.

¿El tío más gruñón del mundo se estaba disculpando ante él?

–¿Qué sientes?

–Davy está en tu tráiler.

–¿Davy?

Entonces, Bobby lo comprendió. Davy era David. David Caine. Al entenderlo, se detuvo de golpe, conteniéndose para no agarrar a Mickey de las solapas y sacudirlo.

–¿Está aquí?

–Estaba preocupado por ella –contestó Mickey, aunque no parecía muy convencido de sus propias palabras.

–Eso no cuela –replicó Bobby. Más bien, parecía que David había amenazado a Mickey para que le confesara lo que sucedía. Aunque era difícil de creer que el pelirrojo hubiera traicionado a Stella–. Se lo habías prometido.

Entonces, otro pensamiento cruzó la mente de Bobby.

–¿Sabe que está embarazada?

–Yo no se lo he dicho –repuso Mickey.

–¿Sabe Stella que su padre está aquí?

–No –negó Mickey con aspecto de estar avergonzado por su delación.

Habían llegado a la puerta del tráiler.

–Más te vale que se lo digas… ahora.

Bobby abrió la puerta. David Caine estaba sentado ante la mesa de Bobby, observando los planos de la construcción como si fuera el dueño. Y, en cierta manera, lo era. Suyo era el cincuenta por ciento. Sin su inversión, el complejo residencial no habría sido posible.

Caine no levantó la vista cuando Bobby entró. Siguió mirando los planos, ignorándolo.

Bobby esperó en silencio. Sin duda, Caine pensaba que iba a hacerlo sudar y Bobby no quería decepcionarlo. Así funcionaban las negociaciones. Uno renunciaba a las cosas pequeñas y luchaba con uñas y dientes por lo importante.

Él iba a luchar por Stella. Con uñas y dientes.

Por eso, fingió sentirse incómodo y miserable mientras Caine lo ignoraba, rezando mientras tanto por que Mickey le estuviera advirtiendo a Stella.

David Caine parecía más pequeño de lo que Bobby recordaba. Quizá, fuera el entorno. El viejo había tenido un aspecto imponente en su lujoso despacho, sentado detrás de un enorme escritorio de caoba. En el oscuro y abarrotado interior de un tráiler de obra, parecía débil y cansado.

Caine colocó un dedo sobre uno de los planos, como si quisiera continuar revisándolo después y habló sin levantar la mirada.

–¿Dónde está mi hija?

–En mi casa.

Caine respiró hondo, delatando su impaciencia. Pero no miró a Bobby.

–¿Y por qué está mi hija en tu casa?

No era asunto suyo, quiso decirle Bobby.

–Es mi invitada. Iba a quedarse hasta el Día de Acción de Gracias, pero decidió acompañarlo a usted a un desfile benéfico.

–Unos planos impresionantes –comentó el viejo, señalando los diseños que había estado observando.

–Gracias.

Más silencio.

–Quiero vivir en el complejo para asegurarme de que todo vaya bien y los huéspedes se sientan satisfechos todo el tiempo –comentó Bobby, ofreciendo ese pequeño fragmento de información innecesaria, solo para romper el incómodo silencio.

–Entiendo.

Caine tenía la atención puesta en los planos.

–También me he fijado en que has cambiado una de estas habitaciones para convertirla en cuarto infantil.

Demasiado tarde, Bobby se dio cuenta de lo que Caine tenía en la mano, el plano donde había pegado una nota diciendo «Cuarto del bebé».

–Sí.

–No sabía que fueras a ser padre.

Quizá, Mickey no le había contado nada a Caine. Eso no significaba que no lo hubiera adivinado. Un hombre no llegaba a la cima como Caine sin ser más listo de lo habitual.

–Así es.

–No me dijiste que estuvieras casado cuando negociamos las cláusulas morales del contrato.

Bobby tragó saliva.

–No lo estoy.

Caine arqueó una ceja.

–¿Y quién es la madre del bebé?

Si Caine pensaba que Bobby iba a delatar a Stella en ese punto de las negociaciones, se equivocaba de cabo a rabo.

–Alguien que me importa mucho.

Al fin, Caine decidió dedicarle el honor de mirarlo. Cuando levantó la vista, a Bobby no le gustó el brillo de victoria que vio en sus ojos.

–Estoy seguro de que mis abogados tendrán algo que decir respecto a eso.

Bobby se mantuvo firme. No iba a dejar que ese hombre lo intimidara.

–Seguro que sí.

En ese mismo momento, el teléfono de Bobby sonó. Era Stella.

Sin duda, Mickey la había llamado, como había prometido. Y Stella había entrado en pánico.

Caine hizo un gesto de mano, supuestamente, para darle permiso para responder.

Sacó el teléfono y respondió.

–Hola.

–¿Está ahí? –preguntó ella. Sonaba histérica.

Su miedo atravesó a Bobby como una flecha.

–Sí.

–¿Qué quiere?

–No estoy seguro. Escucha –dijo Bobby, intentando sonar todo lo calmado que pudo–. Estoy en medio de una reunión. Te llamaré cuando me quede libre.

–Oh, cielos –dijo ella, rompiendo a llorar. Colgó.

Bobby se quedó mirando la imagen de Stella que había cargado en su teléfono junto a su contacto. Era la foto que les habían hecho a la salida de la fiesta, con un primer plano de su cara. Su sonrisa iluminaba la habitación.

En ese momento, Bobby odiaba a David Caine. Fue un sentimiento tan fuerte que le hizo dar un paso atrás. Él no solía odiar a nadie. Al contrario, amaba a la gente. Todo el mundo tenía algo bueno que ofrecer o, al menos, todos tenían algo por lo que merecía la pena llevarse bien con ellos.

Eso era lo que él pensaba en el pasado.

Era lo que había pensado respecto a David Caine. El viejo le había ofrecido un medio para lograr su objetivo, el reality show, el complejo residencial. Quería que sus hermanos y su padre lo respetaran, que la gente lo viera como un hombre de negocios serio. Por eso, había firmado las cláusulas morales. Eran un anuncio oficial de respetabilidad. Por eso, había hecho negocios con David Caine.

Sin embargo, en el presente, estaba legalmente atado a un hombre que trataba a su familia como si fuera un pañuelo desechable. Un hombre cuya mera presencia sumía a Stella en un estado de pánico. Mandaba sobre su hija a través del miedo, no del amor. Ni del respeto.

Por otra parte, el acuerdo que habían firmado… Bobby no estaba preparado para despedirse para siempre de su sueño diciéndole a Caine dónde podía meterse sus cláusulas morales. El complejo era su único futuro.

Hasta que había llegado Stella. Ella y el bebé eran su futuro en el presente.

Cielos, Bobby no sabía qué hacer.

–Quiero ver a mi hija ahora –señaló Caine, en un tono de voz que dejaba claro que no era discutible.

Bobby no pudo hacer más que asentir. Cuanto antes terminaran con todo, mucho mejor. Al menos, eso se dijo para consolarse.

Cuando abrió la puerta del tráiler, Bobby vio que Mickey se había retirado al coche. Él lo maldijo en silencio, aunque el pelirrojo tuvo la decencia de, al menos, mostrarse avergonzado.

Bobby esperó a Caine.

–¿Me siguen hasta mi casa? –propuso Bobby, lanzándole a Mickey puñales con la mirada.

–Sí –contestó Caine, también mirando a Mickey mientras el hombrecillo le abría la puerta del coche.

–La he llamado –susurró Mickey, al pasar por delante de Bobby para sentarse en el asiento del conductor.

–Lo sé.

–Lo siento mucho, tío.

–Demuéstralo.

Entonces, Mickey se metió en el coche. Bobby tuvo que hacer un esfuerzo para no salir corriendo a su propio vehículo. No sabía si Caine lo seguiría o si le ordenaría a Mickey que fueran directamente. Tenía que hacer lo que fuera para llegar antes que ellos a su casa.

Mientras caminaba, marcó el número de Stella. Se metió en el coche y conectó el teléfono a los altavoces.

Ella respondió enseguida.

–Stella, soy yo. Estoy en el coche y tu padre va a seguirme hasta mi casa.

–Sí. Me imaginaba algo así.

–¿Estás bien, pequeña? –preguntó preocupado.

–Claro.

Bobby dobló una esquina demasiado rápido y las ruedas chirriaron. El coche negro de Mickey, sin embargo, le pisaba los talones.

–¿Qué quieres hacer? ¿Cómo quieres que manejemos la situación? Tu padre ha visto los planos de mi ático, donde añadí una habitación para el bebé. Sabe que te estás quedando en mi casa.

–¿Has añadido una habitación para el bebé?

–Sí. Iba a añadir una habitación para ti también. Quizá, incluso, un espacio para tu tienda. No tenemos mucho tiempo, Stella. Llegaremos dentro de quince minutos. ¿Qué vamos a decirle a tu padre?

–No lo sé, Bobby.

–De acuerdo. No te preocupes, cariño. Llegaré dentro de unos minutos. Decidas lo que decidas, yo te apoyaré, ¿está bien? Si quieres decírselo o no, tú eliges. No voy a tomar decisiones por ti.

–De acuerdo.

–Stella, yo…

Bobby iba a decirle que la amaba, pero se contuvo por lo inesperado de ese pensamiento.

–Llegaré enseguida, cariño.