Capítulo Trece

 

Stella hizo la maleta. Tenía unos minutos antes de que se rompiera la tranquilidad de la casa. Le gustaría zanjar el asunto con el menor dramatismo posible.

Su padre sabía dónde estaba y sabía que había estado conviviendo con un hombre. Eso, por sí solo, bastaba para romper el acuerdo de negocios que tenía con Bobby. A ella no le permitirían quedarse, menos, cuando descubriera que estaba embarazada.

Bobby había reservado un cuarto para su bebé. Quizá, lo había entendido mal, se dijo Stella. Estaba agotada y nerviosa. Él nunca le había hablado demasiado sobre qué harían cuando ella se hubiera ido.

Su lugar estaba junto a su padre. El dinero de David Caine pagaba las facturas de su casa y de su material de trabajo. El único dinero propio que ella tenía eran los pequeños ahorros que había logrado trabajando como modelo.

Por eso, hizo la maleta. Metió dentro el vestido de encaje que había elegido para encontrarse con Bobby. Metió el camisón y el vestido que casi había terminado de coser para llevar al desfile benéfico. También, sus zapatos y su neceser.

Empacó también su sueño de tener una familia feliz.

A punto de llorar, intentó calmarse. Su padre no podía quitarle a su bebé, ni enviarla a un frío hogar para madres solteras. Ella era una mujer adulta, no una niña asustada.

Además, estaba Bobby. La prueba de su paternidad sería definitiva dentro de pocos días. Él parecía dispuesto a honrar su responsabilidad. Aunque su padre dejara de pasarle dinero, Bobby mantendría a su bebé. No iba a quedarse en la calle sin esperanzas y sin futuro.

Pero no sabía dónde iba a terminar.

Colocó la tela y el hilo que no había usado en una bolsa y lo puso todo encima de la máquina de coser de Gina y Patrice. Bobby se la devolvería a las chicas.

A continuación, trató de arreglarse un poco. Su padre odiaba su forma de vestir y sus peinados. Pero a ella no le importaba. Se peinó un poco y se retocó el maquillaje lo mejor que pudo. No encontró la manera de disimular sus ojeras. Sabía que no debía haber llorado, pero últimamente no era muy capaz de mantener a raya sus emociones.

Al final, estuvo todo lo preparada que era posible. Dispuso sus cosas ordenadamente junto a la puerta. Se quedó en medio del salón, respirando hondo para calmarse.

Menos de dos minutos después, Bobby irrumpió en la cama. Ella no dijo nada. Solo quería mirarlo, guardar para siempre el recuerdo de su cara, de su cuerpo, de todo lo que tenía que ver con él. Necesitaba guardar en su memoria como un tesoro la forma en que él le hacía sentir.

Bobby la miró, luego posó los ojos en las maletas que había junto a la puerta y en ella de nuevo.

–¿Vas a irte?

La forma en que lo dijo fue para Stella peor que una bofetada… como si lo estuviera traicionando.

Ella abrió la boca, pero no consiguió articular palabra. Al instante, él se acercó, la sujetó de los brazos y la besó con pasión. Era como si su cuerpo le estuviera diciendo lo que no expresaba con palabras. «Quédate. No te vayas».

«Dilo», pensó ella, entre sus brazos. «Dilo en voz alta. Dame una razón para quedarme».

Sin embargo, Bobby no lo hizo.

–Si quieres quedarte, lucharé por ti –afirmó él con un ferviente brillo en los ojos.

Stella quería sumergirse en sus palabras. Quería estar con él, formar una familia con él y el bebé.

Pero necesitaba que él también lo deseara. No quería que se atara a ella por obligación. Y, en todo lo relacionado con David Caine, la obligación era ley. Además, Bobby no le había dicho que quería que se quedara.

Desde el pasillo, provino la voz inconfundible de su padre regañando a Mickey. Bobby se giró hacia la puerta. Pero no la soltó ni por un momento. Entrelazó sus dedos con los de ella. A pesar de que se había propuesto mantenerse distante, ella no pudo evitar darle un pequeño apretón.

Mickey y David Caine entraron por la puerta. Su padre había envejecido mucho desde la última vez que lo había visto. Tenía menos pelo y las arrugas de su rostro eran más profundas.

Lo seguía Mickey, que tenía el aspecto de un perro que hubiera sido golpeado con un periódico. Cuando la había llamado para avisarle, había sonado como si estuviera a punto de llorar. Solo había podido contarle que su padre había volado hasta allí en su avión privado y que no le había revelado que estaba embarazada.

Mickey la miró a los ojos y apartó la vista. De hecho, tenía pinta de haber llorado. Stella lo entendía bien. Mickey quería protegerla, pero nadie se oponía a David Caine.

Ella incluida.

–Hola, papá.

Por suerte, Stella logró sonar calmada y desapegada. Eso ya fue una victoria.

–Cuando te pregunté dónde estabas, nunca imaginé que estarías aquí.

Como siempre, no dijo hola, ni le preguntó cómo estaba, ni comentó todo el tiempo que había pasado desde la última vez que se habían visto.

Y, de inmediato, Stella se sintió pequeña de nuevo, una niña que sabía, en el fondo, que no era más que una molestia para su padre.

–Mickey estaba conmigo –señaló ella, aunque sabía de antemano que eso no arreglaría nada.

–Sí. Lo sé.

Su padre lanzó una mirada de desaprobación a la habitación, antes de posar los ojos en Bobby y su mano entrelazada con la de Stella. Durante unos segundos, el silencio y la tensión se apoderaron del espacio. Stella sintió que debía decir algo, pero no tenía ni idea de qué. Sin embargo, Bobby le dio un apretón en la mano para darle ánimos y eso la ayudó a mantener la boca cerrada.

–¿Por qué estás aquí? –preguntó su padre, al fin.

–He venido para pasar el Día de Acción de Gracias.

Era más o menos cierto. Para cuando lograran cuadrarlo todo con los médicos y los abogados, esa fecha llegaría.

–No sabía que os conocíais.

–Bueno –dijo ella, antes de poder pensar lo que iba a decir–. No sé cómo podías haberlo sabido. No te veo desde hace dos años. Es difícil estar al día de esa manera.

La mirada furiosa de su padre cortó el aire como un cuchillo. En vez de acobardarse, como en otras ocasiones, Stella se sintió liberada. No quería que su bebé viviera a la sombra del miedo de ese hombre, igual que le había sucedido a ella. No había mejor momento que el presente para empezar a dar buen ejemplo. No iba a dejar que su padre siguiera asustándola.

Más o menos, lo consiguió, pero solo hasta que David Caine le dedicó esa mirada que la convertía de inmediato en una niña de cuatro años.

–Solo te lo voy a preguntar una vez más, Stella. ¿Por qué estás aquí?

Ella quiso mentir, quiso decir algo que la salvara de esa situación. Deseó poder retroceder en el tiempo a esa mañana, cuando Bobby la había despertado con cientos de besos.

Sin embargo, no existía una mentira lo bastante grande como para hacer ese milagro. Respiró hondo y, apretando la mano de Bobby, saltó al vacío.

–Estoy embarazada. Bobby es el padre.

Detrás de su padre, Mickey se llevó las manos a la cabeza.

Su padre se mostró conmocionado. Pero no duró mucho. Su rostro, enseguida, se envolvió en una máscara de ira tan pura que Stella dudó que sobrevivieran.

–¿Tienes idea de en qué lugar me deja eso? –le espetó David Caine, rojo de furia–. ¿Después de todo el dinero que he dado para apoyar el matrimonio tradicional? ¿Sabes lo que van a decir los periódicos? Me crucificarán. ¡La hija de David Caine embarazada y soltera!

–Sí –repuso Stella, sin pensar–. Se trata solo de tu reputación, ¿verdad? No te preocupes por mí. Solo estoy embarazada.

Bobby no dijo nada. ¿Qué podía decir? Pero le soltó la mano y la rodeó de la cintura, apretándola a su lado. Seguían juntos en eso, encarándose a David Caine codo con codo. Stella nunca se había sentido tan apoyada en su vida.

–No te atrevas a hablarme con ese tono, jovencita –advirtió Caine, mirándolos con rabia–. ¿Cuándo vais a casaros?

–No nos vamos a casar.

La repentina intervención de Bobby en la conversación sobresaltó a Stella.

–No seas idiota. Os casareis de inmediato. Si no…

–Stella no quiere casarse –dijo Bobby con voz alta y clara, interrumpiendo a Caine en mitad de la frase–. Así que no nos casaremos.

Stella lo miró embelesada. Nunca nadie se atrevía a interrumpir a su padre.

Caine esbozó una mirada asesina.

–¿Es así?

–Así es.

Bobby le dio un pequeño apretón a su compañera. A ella le encantó.

Sin duda, su padre le haría pagar por eso.

–¿Te has aprovechado de ella? Mi hija nunca haría algo tan estúpido como acostarse con alguien como tú –rugió Caine–. Debería hacer que te arrestaran.

–Yo lo elegí, papá. No se aprovechó de mí. En todo caso, fue al revés.

Sus palabras no sirvieron, por supuesto, para calmar a su padre. Estaba en el punto álgido de su furia y nada lo dejaría satisfecho hasta que no hiciera pagar a alguien por la situación.

–Esto va a ser mi perdición. ¿Es eso lo que quieres?

–No, yo quiero…

Pero David Caine no escuchó. Nunca escuchaba. En vez de eso, se volvió hacia Bobby.

–Escúchame, pequeño listillo. Vas a casarte con mi hija, si no quieres que te destruya. Cancelaré tu programa, retiraré mis fondos para tu construcción y diré a los cuatro vientos que eres un inútil negligente. No solo perderás tu proyecto urbanístico, sino que no pararé hasta hundir vuestra estúpida fábrica de motos –gritó Caine–. ¡Ningún maldito desarrapado se ríe de David Caine!

Entonces, el silencio cayó sobre la habitación. Caine pareció encogerse, como si el esfuerzo de su explosión de furia lo hubiera dejado exhausto.

Stella sabía que su padre haría lo que había prometido. Haría pedazos todos los proyectos y los sueños de Bobby. Lo haría para darle una lección. El viejo quería demostrar que él siempre ganaba.

Justo en ese momento, Stella estuvo a punto de pedirle a Bobby que se casara con ella. Si eso era lo que había que hacer para que su padre no arruinara al hombre que amaba, entonces debía hacerlo. No podría soportar ver cómo su padre destruía al único hombre que casi había llegado a amarla.

Pero, cuando iba a abrir la boca, Bobby se le adelantó.

–Ten cuidado con lo que dices delante de ella.

Sonó como un rugido, como si estuviera preparado para lanzarse sobre David Caine en una lucha a muerte.

–No dejaré que nadie, ni siquiera tú, le hable de esa manera. No me importa lo que digas. Es una mujer adulta y tiene derecho a tomar sus propias decisiones. No vamos a casarnos, y punto.

Su padre se puso rojo de rabia, pero Bobby no había terminado aún. Stella lo contemplaba embobada.

–No eres bienvenido aquí. Si te veo de nuevo en Dakota del Sur, pediré una orden de alejamiento. Ahora, fuera.

¿Acababa de echar a su padre? Al parecer, sí.

El conmocionado silencio que se cernió sobre ellos lo confirmaba.

Sin embargo, Bobby no la soltó. Todavía la rodeaba de la cintura. Era como si no quisiera soltarla nunca.

Y David Caine también se fijó en eso.

–Stella –dijo el viejo, escupiendo su nombre como si fuera una amarga píldora difícil de tragar.

–Tú puedes quedarte –señaló Bobby. Tragó saliva y la apretó con más fuerza–. Si quieres.

No le había pedido que se quedara, que no se fuera.

Solo le había dicho que podía hacerlo, si quería, caviló Stella, prometiéndose a sí misma que no iba a llorar.

Despacio, posó la mano en la mejilla de su amante.

–Tendrás noticias de mi abogado –indicó ella en voz demasiado baja–. Sobre la pensión de alimentos y el régimen de visitas, como acordamos.

–Stella… –comenzó a decir Bobby, pero se detuvo cuando ella le dio la espalda.

Stella miró a su padre, que parecía a punto de estallar.

–Lo único que te pido es que no lo destruyas por mi culpa.

No recibió ninguna promesa, como había imaginado. Ella no esperaba promesas.

–Mis cosas –señaló Stella, haciéndole un gesto al pobre Mickey–. Si no te importa.

Entonces, con la cabeza tan alta como pudo, pasó por delante de su padre y salió por la puerta.

Se alejó de Bobby.

Sin llorar.