La gala benéfica de la moda estaba repleta de gente y exhibía un gran despliegue de seguridad. Vestido con su esmoquin, Bobby intentó colarse por la entrada detrás de una famosa actriz con un escotado atuendo, pero el guardaespaldas de la puerta lo detuvo a medio camino.
–¿Nombre?
Al menos, Bobby estaba preparado. Se había colado en unas cuantas fiestas en sus años jóvenes y sabía cómo funcionaba.
–Midas –respondió él, dándole al guarda un apretón de manos acompañado de un billete de cien.
–¿Nombre? –repitió el guarda.
–Vamos, tío –repuso Bobby, sin renunciar a su espléndida sonrisa.
–Sin nombre, no hay entrada.
El guardaespaldas se hizo a un lado para dejar pasar a una estrella de televisión vestida con un horrible traje de plumas. Acto seguido, bloqueó la entrada de nuevo y le devolvió a Bobby su dinero.
–Perdona las molestias –dijo Bobby.
–Claro.
El tipo se dirigió a su próxima víctima, mientras Bobby reculaba hasta la calzada, con cuidado de evitar las cámaras que tomaban fotos de las celebridades.
No había visto a Stella ni a Caine todavía, pero no estaba preocupado. Había más de una manera de colarse en una fiesta.
Tuvo que caminar un poco, pero pronto dio la vuelta a la manzana y llegó a la parte trasera del edificio. Allí, los camareros con pajarita y camisas blancas estaban descargando furgonetas con la comida. Bobby se quitó la chaqueta, esperó una oportunidad y tomó una bandeja.
Nadie lo miró dos veces, mientras seguía a un camarero hasta la cocina y a la sala de recepción. Mantuvo los ojos despiertos para buscar a cualquiera de los dos Caine, pero estaba todo demasiado abarrotado de vestidos ostentosos y era difícil ver a través de la multitud. Nadie llevaba encaje.
Al fin, Bobby divisó a David Caine, uniformado con un esmoquin de corte exquisito. Parecía bastante agobiado, mientras otros dos hombres que parecían pareja se esforzaban por conversar con él. Para estar en una gala benéfica, tenía aspecto de no encontrarse en absoluto a gusto con sus congéneres humanos.
Bobby deseó disfrutar de ver a Caine sufrir en la presencia de una pareja no tradicional. Pero tenía cosas mejores que hacer. Siguió buscando a Stella, pero no había ni rastro de ella. ¿Dónde estaba?
Por primera vez, a Bobby se le ocurrió que Stella igual no había asistido a la gala.
Eso suponía un gran obstáculo para sus planes. Exponer en público su amor por Stella ante testigos era bastante estúpido, si ella no estaba presente. Por un momento, pensó en cambiar el plan, pero pronto se reafirmó en su idea original. Tenía cosas que decirle a Caine y quería tener testigos, incluso si Stella no estaba entre ellos.
Haciéndose a un lado, Bobby se deshizo de la bandeja y de la pajarita. Estaba en un desfile de moda. Si no llevaba el esmoquin completo, con chaqueta incluida, al menos, debía tener un poco de estilo. Así que se desabrochó los tres primeros botones de la camisa. Era lo único que podía hacer para diferenciarse un poco de resto.
Un tercer hombre se había unido a la pareja homosexual. Caine parecía estar sufriendo de veras. Bobby respiró hondo. No pasaba nada. Solo iba a montar una escena tremenda. Agarró una copa de champán y se dirigió a su objetivo.
–Y Joel dijo…
Sintiéndolo mucho, Bobby tenía que interrumpir.
–Disculpen, caballeros.
Los cuatro hombres clavaron su atención en Bobby. Un torbellino de adrenalina lo invadió.
–¡Tú! ¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó Caine con aspecto alarmado. Miró a su alrededor, como si quisiera llamar a un guarda de seguridad.
–Señor Caine, he venido para decirle que rechazo su última oferta.
–¿Qué?
Bobby ladeó el cuello a un lado, haciéndolo crujir, y luego al otro lado. Sus articulaciones resonaron. Los tres hombres que habían estado hablando con Caine dieron un paso atrás. Los viejos gestos de los Bolton siempre causaban efecto.
–Voy a casarme con su hija, señor Caine. No porque usted quiera, no porque tema que la gente sepa que la he dejado embarazada y no porque vaya usted a cancelar mi programa si no lo hago. Voy a casarme con su hija porque la quiero.
–Yo… yo… –balbució Caine–. No sé de qué estás hablando.
Bobby sonrió al ver que el viejo perdía su legendaria solidez.
–Claro que sí. ¿Recuerda que dejé embarazada a su hija Stella? Se acuerda usted de que tiene una hija, ¿verdad? ¿O la apartó de su lado en el momento en que salió de mi casa, como hace siempre?
–Voy a destruirte –rugió Caine, recuperándose de la conmoción inicial.
La gente estaba empezando a mirarlos. Bobby estaba dispuesto a darlo todo.
–¿Igual que destruye a su hija? No lo entiendo, Caine. Siento que su mujer muriera, de verdad, ¿pero por qué odia tanto a su hija? ¿Qué ha hecho ella para merecerlo?
Caine se había puesto rojo como un tomate. Sin darse cuenta, había bajado el brazo, derramando todo el champán de su copa.
–No la odio. Solo me decepciona su forma de actuar. Como el que te eligiera a ti, por ejemplo.
Los tres hombres se quedaron con la boca abierta. La gente comenzaba a acercarse para oír mejor. El nombre de Caine empezaba a ser cuchicheado por toda la sala.
Bobby levantó un poco más la voz.
–Trata a su única hija como si deseara verla enterrada con su esposa.
Caine se puso morado.
–¿Te atreves a hablarme así?
–Claro que me atrevo. No manda usted sobre mí. Ni sobre Stella. Voy a hacer todo lo que pueda para que nunca vea a su nieto.
–No tendrás ni un solo céntimo cuando acabe contigo.
–Tengo algo mejor que el dinero, Caine, algo que usted nunca tendrá. Tengo una familia.
Acto seguido, Bobby se dio media vuelta y se fue.
Al menos, quince cámaras lo siguieron.
¿Caine había prometido destruirlo?
A partir de ese momento, la destrucción sería juego de dos.
Stella miró su vestido. No sabía por qué, pero no dejaba de encontrarle pegas. Pronto, su figura cambiaría y no podría llevarlo. La gala era su única oportunidad de lucirlo.
Quizá, obsesionarse con el vestido era su manera de evadirse de la realidad. Pero no podía hacer otra cosa.
–¿Quizá le sobran las rosas? –le preguntó a Mickey.
–No sabría decirte, niña –contestó Mickey, que estaba viendo un partido de fútbol en la televisión mientras se tomaba una taza de té.
Stella suspiró. Si Bobby estuviera allí, se levantaría, caminaría alrededor del vestido, sopesaría su pregunta y le respondería que sí, que tal vez fueran las rosas.
Encogiéndose de dolor, se recordó que Bobby no estaba allí.
Ella no había dejado de darle vueltas al vestido desde que había regresado de Dakota del Sur. No le gustaba el encaje, le parecía que seguía un patrón muy desabrido. Había planeado llevar debajo solo unas braguitas y sujetador, para que a su padre le diera un ataque al corazón, pero el encaje no cubría lo bastante. Había probado a ponerse un corsé, pero no le había gustado. Luego, había cosido un forro, que había terminado arrancando.
En ese momento, estaba obsesionada con las rosas. El vestido llegaba hasta el suelo y tenía manga larga. Así estaría completamente cubierta, como había exigido su padre. Había añadido rosas de satén al cuello y al hombro.
Quizá, ese era el problema. Demasiadas rosas le daban un aspecto recargado. Las había cosido y descosido varias veces, una por una.
¿Qué otra cosa podía hacer? Al menos, el vestido tenía que ser una obra de arte.
Cuando estaba probando una nueva manera de colocar los adornos, alguien llamó a la puerta. Fue una llamada insistente y fuerte.
Mickey miró a Stella.
–¿Esperas a alguien, niña?
–No –contestó ella con un nudo en el estómago. ¿Y si su padre había ido a buscarla? Igual quería arreglar las cosas. Había pocas probabilidades, pero… –. ¿Y tú?
–No –repuso Mickey, se levantó de la silla y tomó la pistola del bolsillo de su abrigo–. Quítate de en medio, por si acaso.
Stella retrocedió por el pasillo, hasta el baño. Si sacaba la cabeza, podía ver con claridad la puerta principal.
Oyó la puerta abrirse y una voz masculina.
–Tengo que verla.
–No creo que sea buena idea, amigo –repuso Mickey.
Bobby. Gracias al cielo. ¿Había venido a verla?
Stella quiso correr a recibirlo y, al mismo tiempo, quiso encerrarse en el baño y esperar a que se fuera. El estómago se le encogió por un torbellino de emociones contradictorias.
¿Qué hacía él allí? ¿Quizá quería mostrarle los resultados de las pruebas? Sí, debía de ser eso, se dijo ella, demasiado asustada como para pensar en otra posibilidad.
–Nada de eso, Mickey. Déjame entrar. Necesito verla.
–Dame una buena razón.
Hubo un momento de silencio. ¿Qué estaban haciendo? ¿Un concurso de miradas?, se preguntó Stella.
Al final, ella no pudo resistirlo más. Bobby había viajado desde muy lejos. Lo menos que podía hacer era dar la cara.
Cuando salió al salón, Stella encontró a los dos hombres parados en la entrada, mirando… ¿el móvil de Bobby?
Al oírla llegar, ambos levantaron la vista. Mickey tenía el rostro contraído por la confusión.
Nada más ver a Bobby, a Stella le dio un brinco el corazón y no pudo evitar un grito sofocado. A él se le iluminaron los ojos al verla. ¿Era posible que se alegrara de tenerla delante? ¿La había echado de menos tanto como ella a él?
Mickey suspiró con resignación.
–Ten calma y todo irá bien –le dijo el guardaespaldas a Bobby, y se guardó la pistola en el bolsillo–. Pero si intentas algo…
–He venido a por Stella –dijo él, pasando de largo ante Mickey. Con tres grandes zancadas, se colocó ante ella.
Stella se olvidó de respirar.
–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó ella, esforzándose por sonar calmada.
–He venido a por ti –contestó él. Estaba a pocos centímetros, pero no hizo amago de tocarla ni abrazarla. En vez de eso, se puso de rodillas.
–Lo hice todo mal, Stella. Nunca había metido tanto la pata en mi vida. Te dejé creer que me importaban más el complejo y el programa de televisión que tú. Te dejé creer que me sentía obligado a casarme contigo.
–¿Ah, sí? –logró susurrar ella, forzándose a respirar para no marearse.
–No tengo que casarme contigo. Ni tu padre ni mi padre pueden obligarme. Solo una persona puede hacer que yo quiera casarme contigo.
–¿Y quién es? –preguntó ella. ¿Se estaría refiriendo a Mickey?
–Tú. Quiero casarme contigo.
No. No podía llorar, se dijo Stella. Tratando de tragarse sus emociones, enderezó la espalda.
–Me prometiste llamar y visitar al bebé. No te he pedido nada más.
Él negó con la cabeza.
–Sí, lo hiciste. Me preguntaste qué quería yo. Y estaba tan preocupado por lo que tú querías que nunca respondí a tu pregunta –explicó él, y le mostró el móvil–. Hoy no has ido a la gala.
–No estaba invitada –señaló ella con mirada desconfiada–. Además, no he podido terminar el vestido. ¿Has ido tú?
Stella sabía que Bobby no había planeado asistir. Estaba demasiado ocupado con su trabajo.
Por eso, tampoco entendía qué hacía de rodillas en su apartamento ese sábado por la noche, llevando solo la mitad de un esmoquin.
–Me colé –reconoció él con una sonrisa–. Entré por detrás, entre los camareros. Es allí donde quedó mi chaqueta.
–Entiendo –dijo ella, pero era mentira.
Bobby sonrió aún más.
–No puedes engañarme, Stella. Te conozco –dijo él, y le tendió el móvil–. Quería que me oyeras decir esto, pero no estabas allí, así que confié en que alguien lo grabara –añadió, tocó la pantalla y un vídeo empezó a funcionar.
La noticia se titulaba «¿David Caine retado por un camarero?». Allí estaba. Justo habían grabado la parte importante de la pelea. Stella distinguió con claridad a los dos hombres, Bobby y su padre.
–Tengo algo mejor que el dinero, Caine, algo que usted nunca tendrá –decía Bobby en el vídeo–. Tengo una familia.
Stella se quedó mirando cómo Bobby salía de la escena. Fin del vídeo.
–Por todos los santos –murmuró Mickey–. A Davy no va a gustarle nada.
¿Acababa Bobby de tirar por los suelos su sueño, su complejo residencial? ¿Acababa de destruir cualquier esperanza de hacer las paces con su padre? Había humillado públicamente a David Caine y existía una prueba grabada. ¿Todo para qué?, se preguntó Stella.
Lo había hecho por ella.
A Stella le cedieron las rodillas.
Bobby la capturó en sus brazos antes de que llegara al suelo.
–Tranquila –le susurró él, abrazándola–. ¿Puedes traerme un paño mojado? –le gritó a Mickey.
Stella hundió la cara en su pecho, obligándose a respirar.
–¿Por qué has hecho eso?
–Porque no se trata de tu padre –contestó Bobby, le apartó el pelo de la cara y la besó.
De pronto, como por arte de magia, como en un cuento, todo el sufrimiento que su padre le había causado dejó de ser importante para Stella.
–Se trata de ti y de mí. Quiero que te cases conmigo, Stella. Quiero que formemos una familia. Siempre has sido más importante para mí que cualquier programa de televisión y que cualquier complejo.
Formar una familia. Juntos. Stella tuvo que cerrar los ojos y apoyarse en él para mantener el equilibrio.
–¿Renunciarías a todo eso por mí?
–Bueno –dijo él, en ese tono de voz que Mickey calificaba de demasiado encantador–. Todavía me quedan un par de ases en la manga.
Ella lo miró a los ojos.
–¿Qué has hecho?
Deberías saber algo de los hermanos Bolton, Stella. Cuando nos proponemos algo, somos imparables –afirmó él con total convicción–. He tenido que ponerme a su merced, pero Ben ha encontrado una línea de financiación alternativa para el resort. Y tendremos que añadir una boutique muy especial, con ropa de diseño única y especial, romántica y atrevida al mismo tiempo.
–¿Ah, sí?
Él asintió.
–Puede que nos lleve algo más de tiempo. Voy a tener que pagar a los abogados de mi bolsillo. El programa de televisión se ha acabado, pero es mejor así. No necesito ser famoso. Solo te necesito a ti.
Bobby solo había mencionado a uno de sus hermanos.
–¿Y Billy? ¿Y tu padre?
–Les he dicho que me casaría contigo porque yo quiero y por ninguna otra razón –contestó él, y la abrazó con fuerza. Se separó un momento para tomar el paño húmedo que Mickey le tendía y se lo colocó a ella en el cuello–. Me preguntaste una vez qué quería, pero no te di una respuesta directa. Fue un error que no volveré a cometer, Stella –prometió él, besándola–. Quiero dormir contigo entre mis brazos y quiero despertarme contigo. Quiero hacerte el amor el resto de mis días y no quiero que nadie nos lo impida. No quiero a nadie más que a ti. A ti y a nuestra familia.
Stella no pudo contener las lágrimas.
–Bueno –dijo él con una sonrisa triunfal–. ¿Qué quieres tú?
–Quiero una familia –repuso ella. Se lo había dicho en una ocasión antes, aunque entonces no había soñado con que su sueño pudiera hacerse realidad–. Te quiero a ti.
Bobby sonrió más todavía.
–Me gusta que queramos lo mismo, ¿y a ti?
–Sí, mucho.
Se besaron de nuevo, en esa ocasión, con más pasión, entrelazando sus lenguas. Bobby la quería. Sentirse querida era algo maravilloso, pensó ella.
Mickey se aclaró la garganta.
–Bien, entonces, ¿vas a casarte con mi chica?
Bobby la miró y ella asintió.
–Sí.
–¿Cuándo? –insistió Mickey.
–¿Puedes preparar un vestido para Navidad? –preguntó él–. No pasarás ninguna fiesta sola nunca más.
–Eso es dentro de muy poco.
–Tengo total confianza en lo que puedes hacer con las manos. Pienso en ello todo el tiempo.
Ella rio y sus bocas se fundieron en otro beso.
–¿Quieres casarte conmigo, Stella Caine? –preguntó él en voz baja, solo para sus oídos.
–Sí.
Era lo que ella más quería en el mundo.