¿Qué estaba haciendo Stella en ese momento?
Bobby se hizo la misma pregunta que llevaba haciéndose toda la semana. Y la respuesta era la misma.
No tenía ni idea. Pero le gustaría saberlo.
Tal vez, debería haberse esforzado más en conseguir su número aquella noche salvaje en la sala de fiestas. Sí, debería haberlo hecho. Pero Bobby Bolton no perseguía a las mujeres. Disfrutaba de su compañía, por lo general, durante una noche y, de forma excepcional, por un fin de semana. Eso era todo. No tenía relaciones largas. Ambas partes lo pasaban bien y se separaban amistosamente. Esa era su manera habitual de actuar con el sexo opuesto.
Hasta esa noche, hacía un par de meses, en que había conocido a Stella.
Había sido la última noche en que se había sentido el dueño del mundo.
FreeFall, la cadena de televisión que había comprado su reality show, Los hermanos moteros, había celebrado una fiesta privada en honor de la nueva temporada de episodios. Era la clase de evento que Bobby adoraba, lleno de gente glamurosa, en un lugar selecto y sofisticado.
Esa noche, cuando había estado escrutando la sala, una mujer sentada en una esquina le había llamado la atención. Tenía la clase de estilo que la distinguía de las demás. En vez de ir vestida con algo demasiado corto o demasiado ajustado, llevaba un vestido de manga larga cubierto de flecos de cuero con la espalda al descubierto. Era un atuendo llamativo y sensual, aunque su portadora había estado sola con la vista puesta en la multitud.
Bobby había ignorado su identidad cuando la había invitado a tomar algo. Ella le había dicho que era diseñadora de moda, pero no había mencionado su apellido. Lo había dejado embelesado con su atrevido estilo, su acento británico y su actitud distante del resto del grupo. Habían hablado como si hubieran sido viejos amigos, todas las bromas que habían compartido habían tenido un sentido especial que ambos habían sabido interpretar y disfrutar juntos. Él había quedado prendado.
Esa debía de ser la razón por la que habían terminado en el asiento trasero de una limusina con una botella de champán y un par de preservativos.
Sin embargo, más tarde, cuando Bobby le había pedido su número de teléfono, ella había dejado caer la bomba. Era Stella Caine, hija única de David Caine, propietario de la cadena de televisión FreeFall, productor del reality show de los Bolton y socio mayoritario de su nuevo proyecto urbanístico. Para colmo, se trataba de uno de los hombres más conservadores del país.
Bobby se había sentido fuera de juego. ¿Cómo podía haber hecho algo tan estúpido? ¿Qué pasaría si ella se lo contaba a su padre?
David Caine se ocuparía de hundirlo en la miseria, eso sería lo que pasaría, se dijo. Y todo lo que tanto se había esforzado en construir se reduciría a cenizas.
Después de haber revelado su identidad, Stella no le había dado a Bobby su número. Solo le había dado un beso en la mejilla, asegurándole que era mejor así.
Eso había sido lo último que había sabido de ella. David Caine no lo había llamado a la palestra por haber corrompido a su hija. No había recibido ni llamadas ni mensajes de Stella. No tenía nada más que sus recuerdos.
Una de las asistentes de producción se acercó entonces, sacando a Bobby de sus pensamientos.
–Tenemos la toma –informó Vicky–. ¿Algo más?
Bobby estaba grabando su programa para FreeFall en Dakota del Sur.
–Creo que hemos terminado por hoy –señaló Bobby, mirando a su alrededor en el pequeño tráiler que era su despacho y, muchos días, su hogar.
Eran las cuatro de la tarde de un viernes del mes de noviembre, el sol comenzaba a ponerse, sumiendo todo en un gris invernal. Los trabajadores de la obra habían recogido ya sus cosas. Vicky y el equipo de grabación, Villainy Productions, se habían quedado un poco más tarde para hacer un par de tomas de Bobby sentado ante su mesa con aspecto abrumado.
Ese día no había tenido que fingir demasiado.
¿Qué diablos le sucedía? Aquello era todo lo que siempre había soñado. Su reality show se había estrenado en FreeFall con una espectacular audiencia. El contrato de producción que había firmado con la cadena de televisión le había proporcionado la mitad del dinero que necesitaba para empezar a levantar el complejo residencial Crazy Horse, cuya construcción iba a formar parte del espectáculo.
Su familia y su negocio eran las otras piedras angulares del programa, que había lanzado al estrellato las motos de diseño creadas por su hermano Billy. Crazy Horse Choppers se había convertido en una marca internacional con una leal lista de seguidores, muchos de ellos, estrellas del espectáculo, y otros, moteros de corazón. Y él seguía siendo el director de marketing de la empresa familiar.
Había trabajado durante años para llegar a ese punto. Era rico, famoso y poderoso. Todos sus sueños se habían hecho realidad. Se mirara como se mirara, era un hombre de éxito.
Entonces, ¿por qué se sentía tan… inseguro?
Horas después de que todo el mundo se hubiera ido a casa, se sentó ante su mesa, que estaba empotrada en la pared del tráiler. Las ventas de Crazy Horse Choppers se habían disparado, según anunciaba la pantalla de su ordenador. Pero a él no le interesaba. Quizá solo estaba cansado, se dijo, intentando concentrarse. No podía recordar la última vez que había estado en su casa.
En vez de dormir en su cama extragrande con sábanas de algodón egipcio, llevaba muchas noches durmiendo en el incómodo sofá del tráiler. En vez de cocinar en su cocina de gourmet, con encimeras de mármol y última tecnología, había estado arreglándoselas con comida rápida y un microondas. Y, en vez de sumergirse en su baño de burbujas, se había estado apañando con la ducha en miniatura del tráiler. Sus días se habían convertido en una sucesión borrosa de café, obras y cámaras. Diablos, ni siquiera había hecho un viaje de negocios desde que había vuelto de Nueva York, hacía dos meses.
Su vida daba asco.
Como sus hermanos mayores, Billy y Ben, siempre le recordaban, él mismo se lo había buscado. Ellos no parecían dispuestos a ofrecerle ayuda. Sus hermanos pensaban que sus ideas eran ridículas y esperaban que fracasara, por eso, él estaba esforzándose al máximo para demostrarles que se equivocaban.
Incluso si eso significaba vivir en un tráiler y quedarse revisando las cifras de audiencia un viernes por la noche.
Pronto, estaría terminado su ático en la planta alta del complejo residencial. Tendría su propio ascensor privado, impresionantes vistas de Black Hills y, sobre todo, no viviría a la sombra de nadie. Ni de su padre, Bruce, ni de su manera autoritaria de dirigir el negocio. Ni de Billy y su insistencia en construir motos a su gusto, no a gusto de los clientes. Ni de Ben y su enfermiza devoción a los números.
Sabía que sus hermanos pensaban que era un desastre, pero les demostraría que no tenían razón. Nadie iba a echar a perder su trabajo.
Por primera vez en la vida, Bobby tendría algo que fuera suyo y solo suyo. Su propio reino personal. Tendría todo el poder para contratar a quien quisiera, diseñar y crear lo que quisiera. Era un sueño ambicioso. Pero soñar era lo que mejor se le daba.
El sonido de la puerta de un coche le devolvió de golpe al presente.
Había tenido un par de problemas con ladrones de cobre. Bobby había contratado a un vigilante de seguridad.
Entonces, escuchó un silbido.
Bobby abrió el cajón de su mesa y sacó su pistola. Pronto, les enseñaría que nadie robaba a los Bolton.
Nada más que le hubo quitado el seguro a la pistola, alguien llamó a su puerta. Se sobresaltó. Los ladrones de cobre no llamaban.
–Voy –dijo Bobby, extrañado.
Metiéndose la pistola en la parte trasera del pantalón, se dijo que podía ser Cass, la recepcionista de Crazy Horse Choppers. De vez en cuando, iba a ver cómo estaba.
Bobby abrió la puerta. Cuando la luz del tráiler iluminó la escena nocturna, tuvo que parpadear un momento para poder creer lo que estaba viendo.
Un tipo bajito con un chaleco verde y una camisa de rayas y el pelo rojizo saliéndole por debajo de una gorra de lana. Tenía el aspecto de un duende.
–Ah, aquí estás –dijo el tipo con acento irlandés y una sonrisa impertinente–. Eres un tío difícil de encontrar.
–¿Disculpa? –repuso Bobby. Al mirar detrás del recién llegado, vio un sedán negro con lunas tintadas. De pronto, se dio cuenta de que había visto ese coche pasando por allí varias veces durante la última semana, a horas extrañas.
Con disimulo, se llevó la mano al cinturón, tratando de agarrar la pistola de nuevo.
En un abrir y cerrar de ojos, se encontró frente a un enorme revólver que le apuntaba a la cara.
–No creo que sea buena idea. Mejor, dame el arma despacio y con suavidad –advirtió el recién llegado.
–¿Quién eres?
–Mi nombre es Mickey –contestó el hombre y, una vez que tuvo el arma de Bobby en la mano, añadió–: Muy bien, tío. Ella me dijo que eras un tipo listo. No me gustaría tener que llevarle la contraria.
–¿Qué? ¿Quién es ella?
Mickey le dedicó otra sonrisa desafiante y miró dentro del tráiler.
–¿Hay alguien más aquí?
–No.
–Pórtate bien y no pasará nada –ordenó Mickey, guiñándole un ojo–. Siéntate, estate quieto y recuerda que, si haces cualquier tontería, tendré que romper la promesa que le hice a ella –añadió, pegándole la pistola a la cara de nuevo.
–¿Qué promesa?
–Le prometí no hacerte daño, al menos, hasta que ella no dijera lo contrario.
Tras su críptico comentario, Mickey se guardó ambas armas en el bolsillo y se giró hacia el coche. Todavía silbando, abrió la puerta trasera y le tendió una mano a la pasajera.
Una larga pierna femenina salió del vehículo, seguida de otra pierna. A Bobby se le aceleró el pulso. Quizá, no iban a robarle. Igual iba a tener suerte.
Una mano enguantada se posó en la de Mickey y una mujer vestida de negro salió. Incluso desde lejos, Bobby pudo ver el corte de pelo con la nuca al descubierto y un lado más largo que el otro. Al instante, el pulso se le paró en seco.
Solo conocía a una mujer en el mundo con ese corte de pelo.
Stella Caine.
Bobby se frotó los ojos, pero la escena no cambió.
Stella.
Ella se quedó parada un momento, posando la mirada en las obras. Mickey le ofreció su brazo y, juntos, caminaron hasta el tráiler.
La forma en que sus caderas se contoneaban al andar era capaz de embelesar a cualquiera, pensó Bobby. Llevaba un largo abrigo de piel negro, que dejaba entrever una larga pierna con cada paso. Cuando llegó bajo la zona iluminada por la luz que salía del tráiler, ella se detuvo y lo miró.
Sus ojos, verde pálido, brillaban. A pesar de su estilo sofisticado, esos ojos contaban una historia diferente. Mostraban una cierta suavidad, incluso, vulnerabilidad.
–Hola, Bobby.
Un soplo de viento corrió entre ellos como una advertencia. Bobby percibió de inmediato que estaba en peligro, y no solo por el pelirrojo armado. La actitud de Stella no tenía nada de amistoso, más bien, parecía heladora. Si se alegraba de verlo, no lo demostraba.
–Stella.
Durante un momento, Bobby no supo qué más decir, algo inusual en él. Siempre sabía qué decir, cuándo decirlo. Era su don, esa habilidad para adivinar con exactitud qué querían escuchar los demás. Era un talento que le había hecho triunfar en la vida.
Al parecer, sin embargo, en ese instante, sus talentos lo habían abandonado. No quería decir nada. Quería tomarla entre sus brazos y decirle que no pensaba dejarla marchar de nuevo.
Pero sabía que, si lo hacía, lo más probable era que Mickey le pegara un tiro. Por eso, dijo lo único que se le ocurrió.
–Pasa.
Haciéndose a un lado, la dejó pasar, mientras su aroma a lavanda lo envolvía.
Mickey no la siguió dentro. Se quedó apoyado en la barandilla de la entrada, ajeno al frío invernal.
–Pórtate bien –le repitió a Bobby el hombrecillo–. Odiaría tener que irrumpir en la escena para pararte los pies.
¿Acaso pensaba ese tipo que podía hacerle daño a Stella?, se preguntó Bobby. Ellos ya… bueno, habían tenido un encuentro íntimo. Además, él no era la clase de hombre que hacía daño a una mujer. Los Bolton eran respetuosos con el sexo opuesto.
Eso, para él, significaba básicamente asegurarse de que su pareja quedara satisfecha después de un encuentro. Las necesidades sexuales de ambas partes quedaban saciadas y todos terminaban como amigos.
Aunque lo que estaba pasando en ese mismo momento era algo por completo nuevo para él.
Lanzándole una última mirada de confusión a Mickey, Bobby cerró la puerta y volvió la atención a la mujer que observaba el interior del tráiler con obvio desdén. De nuevo, él quiso tener algo que decir, pero le fallaron las palabras.
–¿Quieres… darme tu abrigo?
Stella le dio la espalda, desabrochándose el cinturón del abrigo. Él se acercó y posó las manos en sus hombros para agarrarlo.
Las pieles cayeron en sus manos, dejando al descubierto un delicado cuerpo de encaje transparente que, a pesar de ser de manga larga y cuello alto, no dejaba nada a la imaginación.
Bobby se quedó atontado un momento, antes de caer en la cuenta del diseño representado en el encaje. Eran pequeñas calaveras. Una mezcla muy especial de feminidad y provocación, el sello característico de Stella.
Como complemento, llevaba un ceñido corpiño de cuero y una larga falda de punto que, vista por detrás, parecía muy puritana. Pero, cuando ella se dio la vuelta, vio que dos largas rajas delanteras dejaban asomar sus esbeltos muslos.
A Bobby se le aceleró el pulso de nuevo. Solo Stella Caine podía ponerse una ropa que la cubría por completo y, al mismo tiempo, dejaba entrever todo su cuerpo. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Y por qué la deseaba tanto?
Sorprendido, ansió besarla en el cuello, justo donde terminaba su pelo. Si recordaba bien, había hecho lo mismo en otra ocasión, acorralándola contra la puerta de un coche.
Sin embargo, Bobby se esforzó por contenerse para no hacer nada estúpido. Sin duda, Mickey no se lo permitiría. Por eso, se limitó a colgar el abrigo de la recién llegada en el perchero.
–¿Quieres sentarte?
Ella escrutó el interior del tráiler y posó la vista en el sofá que había al otro lado. Estaba hundido en la parte donde él había dormido y estaba manchado de café.
–Gracias, no –negó ella con tono seco, alisándose la falda con las manos.
Frotándose la cabeza, Bobby bajó la vista a sus pies. Llevaba botas negras llenas de hebillas, de tacón alto.
–Toma. Deja te saque un asiento –ofreció él, dirigiéndose a por el sillón de cuero de su escritorio.
Con un gesto de agradecimiento, Stella se sentó y se cruzó de piernas. Las rajas de su falda dejaron escapar su muslo derecho, captando de inmediato la atención de Bobby.
Intentando apartar la vista, él se sentó en el sofá.
Tenía que decir algo. Sin embargo, mientras estaba sentado delante de la mujer más encantadora que había conocido, se quedó sin palabras. No sabía por qué estaba ella allí, ni qué quería. Eso implicaba que no sabía lo que su visitante deseaba escuchar. Lo único que sabía era que su pistola estaba fuera, en manos de un irlandés que no dudaría en usarla para dispararle.
Aparte de eso, solo podía pensar en que nunca se había alegrado tanto de ver a una mujer en su vida. Ella no parecía en absoluto feliz de verlo.
Al final, Bobby no pudo soportar más el silencio.
–Tu vestido es impresionante.
Ella esbozó una tensa sonrisa.
–Gracias. Lo hice yo, claro.
–¿Dónde encontrarte encaje con calaveras?
Cuando ella afiló la mirada, Bobby adivinó que había hecho una pregunta inadecuada.
–Lo hice yo –repitió ella, marcando las palabras.
–¿Hiciste el encaje?
–Lo he diseñado yo y lo he cosido. Es una de mis creaciones.
Bobby se quedó mirando el tejido. Desde la distancia que los separaba, no podían verse las calaveras. Le sentaba como una segunda piel.
–Increíble –comentó él, mirándola a los ojos.
–Gracias –repitió ella en tono más suave. Sonrojándose ligeramente, bajó la vista.
Ese comentario, al menos, había sido acertado, caviló Bobby. Aunque, sin duda, ella no había ido hasta allí para buscar cumplidos. Así que volvió a intentarlo.
–Mickey parece… un tipo especial. ¿Lo conoces hace mucho?
–Hace… mucho.
De acuerdo. No iban a hablar de Mickey, comprendió él, quedándose sin más ideas. Si Stella no le daba ninguna pista, ¿qué podía hacer?
Por suerte, su huésped le echó un cable.
–Esto es muy bonito –observó Stella, mirando a su alrededor de nuevo. Su tono fue irónico y cortante.
–¿Verdad? –repuso él, aliviado por tener algo de que conversar–. Solo elijo lo mejor. Tengo una casa en la ciudad –añadió–. Me quedaré aquí solo hasta que se termine el complejo residencial. Viviré en mi ático cuando esté listo.
Cielos, aquello no iba bien, se dijo Bobby. ¿Dónde estaba el hombre encantador y con don de gentes que siempre había sido? Delante de Stella, se estaba comportando como un torpe inútil. No le gustaba como un pez fuera del agua.
–Hace una semana que no vas a tu casa.
Bobby la miró sorprendido. ¿Qué quería ella? No podía haberse tomado la molestia de ir hasta allí solo para entablar una conversación superficial.
–He estado trabajando en la obra. ¿Quieres ver los planos? –ofreció él, desesperado por establecer algún tipo de vínculo.
En vez de responder, Stella lo miró de arriba abajo.
Bobby deseó poder descifrar esa mirada. Parecía furiosa y frustrada, como si estuviera a punto de perder la paciencia. Pero, además, percibió una emoción vulnerable en sus ojos.
Estaba preocupada.
Al fin, Stella se movió. Se pasó una uña pintada de negro por la comisura de los labios, como si hubiera comido algo desagradable. Luego, tomó aliento, enderezó la espalda y lanzó una granada verbal en medio de la estancia.
–Estoy embarazada.