Capítulo Tres

 

Después de dejar los platos en la mesa, Bobby se fue a por el café. Esperaba que a Stella le apeteciera café. Su cuñada, Josey, no había podido ni probarlo cuando estaba embarazada.

Cuando regresó a la mesa con las dos tazas, se dio cuenta de lo que Stella estaba haciendo. Tenía la foto entre las manos y la estaba observando.

–Estos somos… nosotros –susurró ella en voz apenas audible.

De inmediato, Bobby comprendió por qué Stella estaba allí. No era solo para informarle de su embarazo, aunque también. Esa única palabra era la razón de su presencia. Había ido hasta allí para comprobar si había un nosotros.

Maldición.

No podía darle un nosotros.

Eso no había sido lo que habían acordado. Ella le había dejado muy claro que no quería nada estable. Ni siquiera había querido darle su teléfono. Y, una vez que él hubo sabido quién era, no podía culparla. Si David Caine fuera su padre, él también haría todo lo posible por no enojarlo.

Bobby había seguido sus deseos. Por eso, no la había invitado a comer al día siguiente, ni la había buscado en los dos meses posteriores.

Debería haberlo hecho. Si hubiera tenido la más mínima idea de que estaba embarazada, lo habría hecho. Sumido en sus pensamientos, se contuvo para no dejar caer las tazas y abrazarla. Sentía una poderosa necesidad de protegerla.

El embarazado, su necesidad de estar con ella… Todo aquello era un problema, caviló Bobby.

No tenía tiempo de dejarlo todo y ponerse a jugar a las familias con nadie, menos aún con Stella Caine. Dentro de unos años, tal vez. Su inversión urbanística daría beneficios, tendría un ático para él solo… Entonces, igual querría tener a alguien como ella en su cama todos los días. Sin embargo, en el presente…

Por eso, le contó solo parte de la verdad.

–Me hago fotos con los famosos que conozco. Tengo una pared llena de ellas en la tienda –señaló él. Y era cierto–. Es bueno para nuestra imagen de marca. Nos da publicidad –añadió. Cuando ella no dijo nada, se sintió obligado a seguir hablando–. Es una foto muy buena.

Lo era. Bobby la rodeaba de la cintura con un brazo mientras ella estaba de espaldas a la cámara, mostrando su piel cremosa con ese vestido que le dejaba la espalda al descubierto. Por encima del hombro, miraba al objetivo con una sonrisa llena de picardía. Los ojos le brillaban. Tenía la mano sobre el pecho de Bobby.

Lo que la foto no mostraba era que, segundos después, Bobby la había besado en el lóbulo de la oreja. Tampoco mostraba cómo se habían escapado de la fiesta veinte minutos después. Aunque Bobby recordaba esas cosas cada vez que miraba la imagen.

Stella tocó el cristal del marco con la punta de un dedo.

–¿Por qué está aquí, entonces?

–¿Cómo?

Ella lo miró a los ojos.

–Han pasado ocho semanas. No la has colgado todavía.

–No he ido mucho a la tienda últimamente.

No era mentira, aunque tampoco era la verdad, reconoció él para sus adentros. La verdad era que, cada vez que miraba los ojos brillantes de Stella en esa foto, recordaba la sensación de tener su esbelto cuerpo entre los brazos, la forma en que se había entregado a él con ardiente pasión, cómo se había acurrucado en su pecho después de la primera vez, su sonrisa pícara todavía más pícara y satisfecha.

Debería haber sido solo sexo. Un encuentro tórrido y fuera de lo común, pero solo sexo. Sin embargo, Bobby se había sorprendido pensando qué posibilidades tenía de mantener una relación con aquella mujer refinada y culta que sutilmente lo provocaba y le hacía reír. Había estado con muchas mujeres, pero ninguna le había hecho sentir como Stella. Cuando estaba con otra mujer, estaban juntos para pasarlo bien, pero también porque él tenía algo que ofrecerles, ya fuera su influencia, sus buenas conexiones… Pero Stella no había estado interesada en sacar ningún beneficio. Solo había estado interesada en él.

Si hubiera colgado su foto en la pared de la tienda de motos, mezclada con las de otras celebridades, algunas de las cuales también habían dormido con él, eso habría significado que era como las demás.

Y Stella era distinta.

–La cena se está enfriando –fue todo lo que Bobby acertó a decir.

Después de sujetarle la silla para que sentara, él tomó asiento a su lado, tan cerca que podían tocarse.

–Está muy rico –dijo ella, devorando la tortilla en un par de bocados.

–Me alegro de que te guste. ¿Has tenido muchas náuseas mañaneras?

Ella se encogió de hombros, todavía masticando.

–Un poco. El vuelo fue horrible –contestó ella, haciendo una mueca.

–¿Has ido al médico?

Stella hizo una pausa, luego, se relajó.

–Sí, hace dos semanas. Estoy de ocho semanas y la fecha prevista del parto es el veinticuatro de junio.

Una fecha, aunque fuera tan lejana, era algo real y concreto, caviló Bobby. Sin levantar la vista de su taza de café, se quedó repitiendo mentalmente ese día. El veinticuatro de junio sería padre.

Aquello era real.

–¿Qué quieres?

Bobby pronunció la pregunta sin pensar en sus palabras.

Eran las palabras equivocadas y lo sabía.

Bobby percibió que ella levantaba de nuevo su coraza de hielo y caminó hasta el otro extremo de la habitación, poniendo distancia entre ellos.

–No se trata de lo que yo quiera, ya no –señaló ella–. No me quejaré de las consecuencias de mis actos. Pero, si tengo este hijo, necesito ciertas seguridades sobre su futuro.

Bobby se quedó dándole vueltas a su frase en tiempo condicional. Quizá, él no estuviera preparado para ser padre. Igual nunca lo estaría. Pero era un Bolton y, si había una cosa que los hombres Bolton valoraban por encima de todo, era la familia. Su padre se había casado con su madre cuando tenían diecisiete años, después de que su madre se hubiera quedado embarazada de Billy. A pesar de los altibajos de veinticinco años de matrimonio y una empresa de motos, la familia siempre había sido lo primero para ellos.

Si Bobby iba a ser el padre del bebé de Stella, entonces, ella era parte de su familia, se dijo Bobby. Era impensable verlo de otro modo. Solo tenía que reunir su valor y… Casarse con ella.

Debía asegurarse de que el bebé fuera un Bolton y llevara su apellido. Aquel pensamiento lo conmocionó tanto que se le nubló la vista y le temblaron las rodillas. Casarse. Diablos.

Por suerte, Stella no había visto su reacción. Aunque lo más probable era que estuviera esperando una respuesta razonable.

–¿Qué clase de seguridades?

Bobby se dio cuenta de que ella respiraba hondo antes de responder. Por lo demás, su invitada seguía actuando como si fuera una pared de hielo.

–No tendré un niño para que sea usado como peón, ni un niño al que su padre no quiera. Prefiero que nunca sepa que existes antes que viva sabiendo que no lo quieres.

Aquella afirmación quedó suspendida en el aire.

Algo en sus palabras hizo reflexionar a Bobby. David Caine era famoso por sus valores conservadores. Era un firme defensor de la abstinencia como método anticonceptivo en el matrimonio y estaba en contra del aborto, incluso en casos de violación o incesto. Cuando él había firmado el contrato para la difusión de Los hermanos moteros, había accedido a una cláusula moral que se adhería a todos los principios de Caine. El magnate tenía una estricta opinión de lo que consideraba mala publicidad, algo que quería evitar a toda costa. Su concepto de mala publicidad incluía, básicamente, cualquier cosa que pudiera llevar a un hombre a salir en las columnas de cotilleos de los periódicos.

Dentro de eso, por supuesto, estaba el dejar embarazada a su hija fuera del matrimonio.

Aunque esa situación concreta no estaba recogida en el contrato, Bobby tenía la sensación de Caine haría mucho más que escindir su acuerdo con FreeFall TV. Sin poder evitarlo, pensó en Mickey, que todavía no le había devuelto su pistola. Diablos, Caine podía, incluso, ordenar que lo mataran.

A Bobby no le gustaba la distancia que Stella había puesto entre ambos, ni las heladoras palabras que acababa de pronunciar. Tampoco quería verla llorar o ponerse histérica, aunque ese frío desapego le estaba sacando de quicio.

Apenas se conocían. La situación inesperada podía echar por tierra todos los planes de Bobby y, probablemente, también los de ella. Eso no cambiaba lo sucedido. Se habían conocido, habían sentido una química instantánea y se habían dejado llevar. Tampoco había sido capaz de dejar de pensar en ella.

Lo único que Bobby sabía era que Stella había hecho mal al no darle su número de teléfono cuando se habían despedido hacía dos meses. Era hora de hacer las cosas a su manera, pensó él. Así que se acercó a ella, la rodeó con sus brazos y la besó en la nuca.

La piel de Stella estaba fría, su cuerpo, tenso. Iba a esforzarse en mantener su fría actitud. Pero Bobby no se lo iba a permitir, mientras la besaba por el cuello hasta llegar a ese punto especial, ese punto en el lóbulo de la oreja, medio escondido detrás de un pendiente de plata. Cuando le rozó la zona con la lengua, ella se estremeció.

Durante un instante, Stella arqueó la espalda y se apoyó en él. Sí, pensó Bobby. Estaba logrando ablandarla.

Sin embargo, ella se apartó de golpe.

–Para.

Él se quedó paralizado. Pero no la soltó. La abrazó con más fuerza, esperando que se rindiera. Le recorrió el cuerpo con las manos, hasta posarlas sobre su vientre. No se notaba abultado, ni tenía ningún signo de estar encinta.

–¿Es eso lo que quieres? ¿Quieres que este bebé no sepa nunca mi nombre? ¿Quieres que ignore que lo quiero?

Stella volvió la cara.

–No se trata de qué quiero yo –repitió ella, aunque no sonaba muy convencida–. Se trata de qué es mejor para todos los implicados.

Maldición, Bobby estaba harto de su forzado desapego. Estaban hablando de una vida, de su bebé.

Con cuidado de no hacerle daño, él hizo que se volviera y la acorraló contra la puerta del balcón. El cuerpo de ella seguía rígido y frío.

Como Stella se negaba a mirarlo, él la sujetó de la barbilla y le levantó la cabeza, hasta que sus ojos se encontraron. Su expresión delataba el más puro terror ante lo que él pudiera decir a continuación.

–No me importa lo que los demás piensen que es mejor. Solo me importa lo que tú quieres.

Bobby percibió una sombra de duda en sus ojos antes de que los cerrara.

–Es mejor así.

Stella parecía al borde de las lágrimas, sin embargo, eso a él no le detuvo. Necesitaba que ella le demostrara que aquello le importaba, para bien o para mal.

–¿Mejor para quién?

Bobby la besó con suavidad en los labios.

Entonces, como un rayo, la fría coraza de Stella se derritió. Le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo a su boca. Sus lenguas se entrelazaron.

Él no podía negarlo. La deseaba.

No había dejado de desearla desde aquella noche, hacía dos meses. A pesar de sus largas horas de trabajo y de su obsesión por llevar adelante las obras, no había podido dejar de pensar en ella.

Al sentir su calor entre los brazos, el cuerpo de Bobby respondió. Cuando más suave se volvía ella, más duro se ponía él. Y más caliente, hasta que le ardía la piel, desesperado por sentir su cuerpo desnudo.

La primera vez, no había sido por accidente. La química entre ellos era electrizante, más fuerte de lo que Bobby había experimentado jamás. Ansiaba hundirse en su cuerpo, sentir cómo ella liberaba la fuerza de su deseo de nuevo.

Lo malo era que no tenía ni idea de cómo quitarle ese complicado vestido con corsé.

Bobby se apartó un momento. Ella lo miró, sus ojos dos pozos rebosantes de deseo. Oh, sí, esa era la mujer que lo había vuelto loco hacía dos meses. Una dama sensual, ingeniosa, consciente de su poder sobre él y complacida de cederle un poco de poder sobre sí misma.

Cielos, cómo se alegraba Bobby de verla. No quería que se marchara nunca. No podría soportar tener que perderla por segunda vez.

Ardiendo, la besó de nuevo, acariciándole los labios con la lengua, saboreándola. La había echado de menos tanto que no podía explicárselo. No era la clase de hombre que se enamoraba de una mujer. Nunca había querido tener pareja, menos aún, ser padre.

Pero ella tenía algo que…

El teléfono móvil de Stella sonó.

–Lo siento –murmuró ella, yendo a contestar–. Debe de ser Mickey.

Sí, Bobby se había olvidado de aquel tipo.

Stella sacó el teléfono del bolsillo del abrigo.

–¿Sí? Sí. No.

Bobby no podía oír lo que decía el pelirrojo, aunque podía adivinarlo. Mickey estaba en algún lugar cercano, esperando que ella le diera la orden para entrar, dispararle y llevársela de su casa.

Bobby no estaba listo para dejarla marchar todavía. Se acercó a ella y le tendió la mano hacia el teléfono.

–¿Puedo?

Ella le lanzó una cómica mirada, mezcla de confusión, frialdad, duda y una gran porción del deseo que hacía unos segundos le había enrojecido los labios.

–Solo quiero hablar con él un minuto.

–Sí, está aquí. Quiere hablar contigo –dijo ella, y le tendió el teléfono a Bobby.

–¿Te estás portando bien, chaval? –preguntó Mickey.

Bobby sonrió entre dientes.

–Estamos bien, gracias por preguntar. He estado pensando que no sé dónde se aloja Stella, pero si va a andar entrando y saliendo de un hotel, los paparazzi puede que la descubran. Incluso puede que inventen alguna historia que sacar en la prensa rosa sobre ella.

–No me digas –repuso Mickey con tono cortante.

–Sí. Quizá, sería mejor para su bienestar a largo plazo que recurriera a un hospedaje más adecuado, al menos, durante el fin de semana.

Cuando Stella lo miró arqueando una ceja, con los labios apretados, Bobby volvió a tener ganas de besarla.

–¿Estás hablándome en español antiguo?

Bobby le dedicó una sonrisa a Stella.

–Creo que deberías quedarte aquí el fin de semana.

–¿Qué? –dijo ella.

–¿Qué? –dijo Mickey al otro lado de la línea.

Bobby ignoró al pelirrojo.

–Quédate aquí conmigo. Hasta que decidamos qué es lo mejor para todos.

–Oh –murmuró Stella con ojos como platos.

–Por todos los diablos, ¿qué está pasando aquí? –rezongó Mickey–. Pásame a mi chica otra vez.

Esa última parte, la que hacía referencia a Stella como su chica, le resultó un poco extraña a Bobby, pero decidió dejarlo correr. Lo que Mickey necesitaba era asegurarse de que había cumplido con su deber de proteger a Stella. Lo fundamental era que él no pusiera obstáculos ni levantara la más mínima sombra de duda sobre su bienestar, se dijo.

–Por supuesto –repuso Bobby, y le tendió el teléfono de nuevo a Stella, aunque sin moverse de su lado. Además, entrelazó sus dedos con los de ella.

–No, yo no… pero está bien. Sí. Sí. Si crees que está bien… –balbució Stella, apretándole la mano a Bobby–. Bien –añadió, y colgó el teléfono–. Vendrá a traer mis cosas –explicó con nerviosismo.

Bobby lo entendía. Después de todo, ella acababa de aceptar lo que podía convertirse en un fin de semana íntimo con alguien que era poco más que un extraño.

–Yo dormiré en el sofá.

–No quiero echarte de tu cama.

Sin embargo, por su mirada, Bobby adivinó que para ella era un alivio el no verse acorralada.

–No es problema. Pero todavía tenemos mucho de que hablar. Ahora mismo, solo sé unas pocas cosas. Sé que nos conocimos hace ocho semanas, que hubo algo entre nosotros, algo especial. Sé que no he podido dejar de pensar en ti desde entonces. Sé que me alegro de verte. Sé que tu padre no sabe dónde estás y que ambos queremos que siga siendo así, hasta que tengamos un plan. Sé que has diseñado y cosido tú misma ese vestido de encaje. Pero, aparte de eso… –Bobby se inclinó hacia delante, apartándole un mechón de pelo de la mejilla, maravillado por cómo se le sonrojaba la tez por donde él la tocaba. Stella podía fingir que era una especie de dama de hielo, pero él sabía que no era así. Oculta bajo su frío desapego, ardía una mujer tan caliente como él–. Aparte de eso, no te conozco como me gustaría. Eso es lo que quiero cambiar este fin de semana.

En esa ocasión, Stella no apartó la mirada, no cerró los ojos. Lo miró a la cara.

–Hace falta más de un fin de semana para eso, ¿no?

Si el bebé era suyo, tenían todo el tiempo del mundo, pensó Bobby. Para los hombres Bolton, la familia era lo primero. La familia lo era todo. Por supuesto, no había pensado aún cómo iba a volcarse en eso mientras construía un complejo residencial, producía un reality show y ayudaba a dirigir una compañía.

Por eso, necesitaba el fin de semana. Sin contar con que deseaba mantenerla a su lado todo el tiempo posible.

Cuando él sonrió, ella lo recompensó con una sonrisa que rozaba la picardía.

–Entonces, nos ocuparemos de que sea un buen comienzo.