Stella se quedó paralizada. ¿Acababa de disculparse por haberla abrumado? Había sonado sincero, encima. No solo se había dado cuenta de que la había disgustado, sino que había querido arreglarlo. ¿Cómo era posible?
Su padre le había hecho daño tantas veces sin darse cuenta que ella había creído que era lo normal. David Caine se había olvidado de sus cumpleaños y de felicitarla en Navidad durante años, sin mostrar el menor arrepentimiento. Ella se había convencido a sí misma de que no importaba, de que no necesitaba esas disculpas.
Había llegado a aceptar que no necesitaba que le prestaran atención.
Bobby le prestaba atención. Casi demasiada. En ese momento, esperaba que ella expresara lo que quería para dárselo. Era una sensación muy extraña el que alguien le pidiera expresar sus deseos.
Por eso, Stella no había sabido cómo reaccionar ante la disculpa de Bobby. No había tenido ni idea de cómo actuar. Ni sabía cómo responder en ese instante.
¿Qué quería ella? Era una pregunta sencilla, sí. Aunque, en realidad, era de lo más compleja. El mismo Bobby lo había reconocido.
Y esperaba una respuesta.
–Quiero… –comenzó a decir Stella, y se interrumpió, antes de que las palabras la traicionaran. No podía confesarle que quería tener una familia, solo media hora después de haber rechazado su proposición de matrimonio. Ni siquiera las hormonas del embarazo podían justificar lo contradictorio de sus pensamientos.
Pero eso era exactamente lo que quería, una familia. No una familia obligada, ni forzada, ni surgida de la desesperación. Quería una que estuviera construida solo sobre el amor.
Bobby esperó pacientemente, sin dejar de mirarla. Tenía unos ojos preciosos, de color verde avellana, con brillos dorados a juego con su pelo. Debía de haber perdido la cabeza del todo, se dijo ella, pues mientras lo observaba tuvo el loco deseo de dibujar su retrato.
Debía controlar sus impulsos, se reprendió a sí misma, furiosa por su inestabilidad hormonal. Había estado a punto de delatarse y necesitaba protegerse. Llevaba toda la vida haciendo eso mismo con su padre y había ganado práctica.
–Quiero que te impliques con llamadas, videoconferencias, visitas en sus cumpleaños y en vacaciones. Quizá, cuando nuestro hijo crezca, pueda irse contigo una temporada también –contestó ella, incapaz de mirarlo a los ojos. Ya que había empezado a hablar, decidió que no perdía nada por soltarlo todo–. Se merece tener un padre. Quiero que mantengamos una relación amistosa, por su bien.
Stella quería mucho más que eso, ¿pero qué sentido tenía expresarlo? Bobby le había ofrecido casarse con ella. Sin embargo, no podía forzarle a amarla.
Y ella no iba a conformarse con menos.
No, cuanto antes dejara de fantasear sobre jugar a las familias con Bobby Bolton, mucho mejor. ¿Qué clase de matrimonio le ofrecía él? Le daría su apellido al bebé, lo que sería un gran paso para calmar a su padre. David Caine no toleraría que un bastardo ensuciara su buen nombre.
Y, además de eso, ¿qué?
Stella esperó, pensando que Bobby retiraría la mano. Pensó que se apartaría o inventaría algo que hacer en ese momento para poner distancia entre los dos. Peor aún, podía preguntar qué quería David Caine. O podía manipular la situación para obtener una mejor posición en los negocios, usando a su hijo como peón.
Por eso, cuando Bobby le levantó la mano y se la llevó a los labios, se quedó tan perpleja que casi se cayó de la silla.
–Nuestra relación es un poco más que amistosa, ¿no crees? –murmuró él, besándola en la palma.
Ella levantó la vista hacia él. Seguía observándola y tenía un brillo en los ojos que le recordaba a la primera vez que se habían visto. Entonces, la había mirado como si hubiera sido la única mujer en el mundo.
–Quizás –aceptó ella, hipnotizada.
Él sonrió, pero no fue una sonrisa arrogante ni orgullosa. Parecía realmente complacido con ella. Era una sensación tan extraña para Stella que se preguntó de nuevo si estaría soñando despierta.
Bobby se llevó su mano a la mejilla. Ella se deleitó al sentir su barba incipiente sobre la piel. Estaba despierta. Maravillosamente despierta.
–Te prometo que, como mínimo, llamaré, escribiré y visitaré a nuestro hijo en vacaciones y en su cumpleaños –aseguró él, y le soltó la mano, dejándosela sobre la mejilla.
Luego, Bobby le tocó el vientre.
–Los Bolton somos hombres de familia, Stella. Este bebé será un Bolton. Yo no podría ignorarlo aunque quisiera… y por nada del mundo mi familia me dejaría hacerlo, tampoco.
La última parte la dijo con un tono diferente, como si fuera una broma de la que quería hacerle partícipe, observó Stella para sus adentros. ¿Pero era una broma en realidad? ¿Le estaba dando ella la oportunidad de elegir? ¿O le estaba condenando de por vida en nombre de la familia?
Cielos, no quería obligarle a ser un padre, por muy fácil que a él le resultara aceptarlo. Deseaba que Bobby quisiera al bebé. Y que la quisiera a ella.
–Con el tiempo, entrará en razón –le había dicho Mickey hacía unas horas–. Espera y verás, pequeña.
Mickey le había dicho esas mismas palabras sobre su padre en numerosas ocasiones. La primera vez había sido la primera Navidad que habían pasado tras la muerte de su madre. Stella había estado casi cuatro meses sin ver a su padre. La habían enviado a un internado días después del funeral. Era la más joven del colegio y las otras chicas se habían metido con ella sin piedad. Cuando había ido Mickey a buscarla al empezar las vacaciones, ella se había derrumbado y había roto a llorar en los brazos de su viejo guardaespaldas.
Mickey había llevado a Stella al piso frío y vacío donde, en una ocasión, había sido feliz. Una niñera se había quedado con ella. Mickey había vuelto la mañana de Navidad con un pequeño regalo, una muñeca con un corazón rojo cosido al pecho.
–Entrará en razón con el tiempo, pequeña –le había prometido Mickey, mientras la había acunado en su regazo–. Conozco a tu padre. Él todavía quiere a su niña preciosa.
Ese era el problema de los adultos. Les resultaba muy fácil mentir.
¿Estaba mintiendo Bobby también?
Era como si pudiera leerle el pensamiento.
–Una vez que tengamos los resultados, podemos contactar con un abogado de familia y firmar un acuerdo. Tendremos que acordar una pensión de alimentos y un régimen de visitas. Te apoyaré en todo lo que quieras.
Stella asintió. Acuerdos legales, apoyo y visitas. Era justo lo que le había pedido. Bobby iba a cuidar del bebé. Su voz sonaba sólida y segura. Esas eran la clase de seguridades que ella había ido a buscar.
Entonces, ¿por qué se sentía tan decepcionada?
Bobby se inclinó hacia delante con su sonrisa desarma-dora.
–Si cambias de idea y decides que quieres casarte conmigo, mi oferta sigue en pie.
Pero Bobby no la amaba.
Estaba conforme con hacerlo porque era lo que se esperaba de él. Ella no podía soportar la idea de atarse a un hombre que no la amaba. Para eso, ya tenía a su padre.
–No te preocupes. No te pediré eso.
Entonces, Stella apartó la mano de su rostro y se concentró en su desayuno.
Se le había quedado frío.
Terminaron de comer. Él recogió los platos y los llevó al fregadero. Stella se acercó a él.
–Gracias por hacer el desayuno. Estaba muy rico.
Había estado frío y las tostadas, reblandecidas. No era de los desayunos más ricos que había hecho, se dijo Bobby.
Cuando la miró de reojo, vio que ella tenía la cabeza gacha y parte del pelo le cubría el rostro. Podía tocarla con solo moverse unos milímetros, rodearla con sus brazos y apretarla contra su pecho.
No sería una buena idea, pensó, ya que tenía las manos empapadas y enjabonadas.
–De nada.
Ella levantó la vista hacia él.
–Yo… yo no pensaba que fueras la clase de hombre que lava los platos.
–Tengo una persona que limpia la casa. Pero a mí me gusta fregar. Pienso mejor.
Stella asintió y sacó una sartén del agua del aclarado.
–Lo entiendo.
–¿Ah, sí? –preguntó él. El hecho de que no lo hubiera mirado como si estuviera loco le hizo más difícil mantener las manos en el fregadero.
No pensaba tocarla. Si lo hacía, la abrazaría. Y, si la abrazaba, podía besarla y hacerle el amor de nuevo. Eso haría todavía más difíciles las cosas cuando ella se fuera. Porque parecía decidida a irse.
Por eso, Bobby siguió aferrándose al estropajo.
–Oh, sí. A veces, si es tarde y estoy bloqueada con algún problema de diseño que no puedo resolver, lo dejo todo, apago el ordenador y me voy a cepillar los dientes. Eso me ayuda a pensar en la solución –admitió ella, y sonrió–. Pero tengo que apagar el ordenador para que funcione. Si lo dejo encendido…
–¿No consigues inspirarte?
–Eso es –afirmó ella con tono divertido–. Luego, tengo que decidir si me voy a dormir o si vuelvo al trabajo de nuevo. Es una decisión dificilísima.
Bobby rio, aunque mientras la escuchaba no dejaba de hacer planes. Stella solía hacer gimnasia, dibujaba, cosía. Pero Mickey solo había llevado dos bolsas. Si ella iba a quedarse, iba a necesitar algo que hacer mientras él se fuera a trabajar. Pero no tenía máquina de coser, ni lo que hiciera falta para hacer tejido de encaje. Tampoco podían ir a comprarlo a la tienda más próxima. Cualquiera podía reconocerla y echar al traste sus intenciones de privacidad.
Justo cuando estaba sopesando la idea de pedir a Mickey que comprara un equipo de diseño y costura, Bobby pensó en Gina y Patrice. Eran las artistas que vivían en el edificio de Ben. Sin duda, ellas sabrían dónde comprar material sin llamar la atención de la prensa.
Podían ir a casa de Ben. Cuando más lo pensaba, mejor idea le parecía.
–Bueno –dijo ella con un tono un poco nervioso–. ¿Qué estás pensando?
–Tengo una idea.