Mi padre, a pesar de su propósito de no volver a Moscú con su esposa hasta el año nuevo, llegó a finales del mes de octubre, cuando la estación aún era propicia para la caza.
Al vernos habló de cierto asunto urgente, pero Mimí nos contó que Eudoxia Vassilevna se aburría muchísimo en el campo, que hablaba muy a menudo de Moscú y que fingía estar un poco indispuesta, tanto, que papá se decidió al fin a hacer lo que ella quería.
—No lo ama —añadía Mimí—. Ha incordiado a todo el mundo hablando de su pasión, pero únicamente porque quería hacer un buen negocio casándose con un rico. —Y Mimí suspiraba con aire pensativo, como diciendo: «Otra cosa sería si el señor hubiera sabido apreciar el mérito de “ciertas personas”.»
Las «tales personas» eran injustas con Eudoxia Vassilevna. Su amor por papá, un amor apasionado, ferviente, que la hacía desear el sacrificio, se revelaba en cada palabra suya, en cada mirada de sus ojos, en cada movimiento de su cuerpo. Este amor, aunque la tenía deseosa de no separarse nunca de su esposo adorado, no le impedía desear un sombrerito elegante, con plumas azules, entrevisto en casa de la señorita Anita, o un vestido no menos elegante de terciopelo azul celeste de Venecia, que sentaba admirablemente a sus hermosos hombros y a sus blancos brazos, los cuales se mostraban, por primera vez, en la alta sociedad.
Catalina era, como puede suponerse, del parecer de su madre.
Desde el día en que llegó nuestra madrastra, se establecieron entre ella, Volodia y yo relaciones nada envaradas, pero muy extrañas. Apenas bajó del carruaje, Volodia, que estaba muy serio, se le acercó con grandes reverencias y le dijo en el mismo tono que si presentara a un amigo:
—Tengo el honor de dar la bienvenida a mi madre. Y le besó la mano.
—¡Ah, querido hijo! —respondió ella con aquella amable sonrisa que parecía estereotipada en sus labios.
—No olvide usted a su segundo hijo —dije acercándome para besarle la mano, e imitando, sin advertirlo, el gesto y la voz de Volodia.
Si hubiésemos estado convencidos de la sinceridad de nuestro afecto recíproco, este modo de encontrarnos habría querido decir que no nos eran necesarias las demostraciones de cariño. Si, por el contrario, estábamos mal dispuestos los unos contra la otra, habría podido indicar, bien la ironía, bien nuestro desprecio por la hipocresía, bien el deseo de ocultar a nuestro padre la verdadera situación, sin tener en cuenta otros muchos pensamientos y sentimientos.
En realidad, aquella actitud que se compadecía muy bien con el carácter de Eudoxia Vassilevna, no quería decir nada, y sólo servía para disimular la falta de cualquier tipo de sentimiento.
Noté después, con frecuencia, este tono semiburlón en otras casas, en que la familia dejaba adivinar relaciones poco placenteras con uno de sus miembros. Esta especie de vínculo artificial con nuestra madrastra, establecido sin premeditación al principio, duró mucho tiempo. Le demostrábamos una amabilidad afectada, le hablábamos en francés, le hacíamos reverencias y la llamábamos «¡querida mamá!».
Nos respondía invariablemente en el mismo tono, acompañando sus cortesías con la misma eterna sonrisa. La llorona de nuestra hermana, con sus pies de ganso y sus palabras faltas de tacto, era la única que amaba a la madrastra, y con frecuencia hacía candorosos e inútiles esfuerzos para aproximarla al corazón del resto de la familia. Así, la única persona en el mundo por quien Eudoxia Vassilevna sentía un gran afecto, además de su pasión por papá, era Liubotshka, hacia quien manifestaba al mismo tiempo una especie de admiración entusiasta y de tímido respeto que me asombraban mucho.
En los primeros tiempos, Eudoxia Vassilevna se complacía en recordar que era una madrastra y en aludir a las prevenciones y a la malevolencia de los niños y de la servidumbre, que hacen muy difícil la posición de las madrastras. Sin embargo, aun previendo todos los inconvenientes de esta situación, no hacía nada por evitarlos ni se tomaba la molestia de acariciar a unos ni de hacer regalos a los otros ni de abstenerse de reñirnos, cosa que no le habría costado gran trabajo, porque era de buen natural y muy poco exigente. Pues bien; no sólo no hizo ninguna cosa de provecho, sino que se puso a la defensiva cuando nadie pensaba atacarla. Convencida de que todos los criados no pensaban más que en molestarla y zaherirla continuamente, vio malas intenciones por todas partes, y adoptó la actitud de una persona que lo sufre todo en silencio, con dignidad. El resultado fue que en vez de atraerse el afecto de nuestra servidumbre, sembró por todas partes el odio.
Es más; ya he mencionado cuán desarrollada estaba en nuestra familia la facultad de la «comprensión». Nuestra madrastra carecía en absoluto de ingenio, e introducía entre nosotros costumbres tan diferentes de las nuestras que sólo bastó esto para disgustarnos.
Nuestro método de vida era muy sencillo y ordenado, mientras que ella parecía siempre llegar de un viaje y no había tenido tiempo aún de poner sus cosas en orden. Se levantaba y se acostaba unas veces muy temprano y otras muy tarde; un día comía con nosotros y otros no; una noche cenaba y la siguiente no se acordaba de la cena. Cuando no teníamos visitas andaba casi siempre por casa a medio vestir, y no se avergonzaba de mostrar a la familia y tampoco a los criados la camisola blanca y el pequeño chal sobre los hombros y los brazos desnudos. Al principio tanta sencillez me agradó, pero muy pronto perdí el poco respeto que le profesaba, precisamente a causa de esa misma sencillez.
Una cosa nos parecía aun más extraña que todo lo demás. Había en ella dos mujeres diferentes, según que se hallara en presencia de extraños o sola con la familia. Ante la sociedad de fuera de casa era una joven señora, un poco fría, con buena salud, soberbiamente vestida, nada necia y alegre, aunque no muy graciosa. Apenas nos quedábamos solos tomaba el aspecto de una mujer martirizada, abatida, infeliz, a pesar de nuestro amor. Entonces descuidaba su persona y aparecía envejecida.
¡Cuántas veces, al volver a casa después de sus visitas, sonrosada de frío, se quitaba el sombrero e iba a mirarse, sonriente, al espejo, feliz con su belleza; o cuando, por la noche, pasaba por delante de los criados para ir en busca del coche, magnífica y confusa al mismo tiempo, con su hermoso vestido de baile; o los días de recepción en casa, cuando se ponía un rico traje de seda y mostraba el delicioso seno circundado de encajes y sonreía a todos con su hermosa sonrisa siempre igual... ¡Cuántas veces, al verla así, me preguntaba qué se habrían dicho sus admiradores si la hubiesen visto como yo, en las noches que se quedaba en casa y esperaba a su esposo, que debía volver del Círculo, toda despeinada, con una especie de gorro en la cabeza, vagar como una sombra de una a otra estancia!
A veces se sentaba al piano y tocaba cierto vals, la única pieza que conocía, frunciendo las cejas por el esfuerzo que ponía en la ejecución, o tomaba una novela y leía al azar una página, dejando en seguida el libro a un lado, o se iba a la despensa y, para no molestar a la servidumbre, tomaba ella misma un pepinillo y un trozo de fiambre y se ponía a comérselo en pie ante la ventana, y luego, con gesto de abatimiento, volvía de nuevo a recorrer sin objeto toda la casa.
La ausencia completa de comprensión fue lo que contribuyó, más que otra cosa, a aislarla de todos nosotros. Esta falta se revelaba, sobre todo, en los delicados modales con que escuchaba cuando le hablaban de cosas incomprensibles para ella.
No era culpa suya si había tomado sin querer el hábito de sonreír siempre y de asentir con la cabeza cuando se le contaban cosas que no le interesaban (es verdad que no sentía interés por nada, fuera de lo que le concernía a ella o a su marido); pero aunque la culpa no fuese suya, su sonrisa y su movimiento de cabeza concluían por hacerse insoportables a todo el mundo.
Su alegría, que consistía en burlarse de ella misma, de nosotros, de todos, carecía de naturalidad y, por tanto, no era comunicativa.
Su sensibilidad era enojosa en extremo. Sobre todo nos irritaba el hecho de que en toda ocasión y sin el menor tacto nos hablase de su amor hacia papá. No ya porque mintiese al decir que su pasión por su marido era su vida y lo demostraba con su conducta, pero la insistencia y la falta de contención con que volvía a cada momento sobre aquel mismo asunto no eran, según nosotros, menos repulsivos. Hasta el punto de que nosotros nos avergonzábamos por ella cuando en presencia de extraños hablaba de su amor a papá, más aún que cuando cometía errores al hablar en francés.
Amaba a su marido más que a todo el mundo, y él la amó también, especialmente en los primeros tiempos y cuando vio que también era del agrado de los demás. Ella no tenía otro afán que conquistar el afecto de su marido, y sin embargo, por inercia o falta de tacto, se habría dicho que procuraba hacer todo lo que podía desagradarle, siempre con el fin de manifestarle su amor y su deseo de sacrificarse.
Así, a ella le gustaba vestir bien, y mi padre deseaba ver a su mujer elegante y admirada. Mi madrastra se creyó obligada a sacrificar a mi padre su propio gusto por el lujo en el vestir y adoptó la costumbre de permanecer en casa con una sencilla bata gris.
Papá, que siempre había considerado como condición esencial de la vida de familia la libertad recíproca, procuraba con todo su empeño que su predilecta, Liubotshka, disfrutase de la confianza y la amistad de su joven madrastra. Eudoxia se sacrificó manifestando a la «verdadera ama de casa», como llamaba a mi hermana, un respeto muy inoportuno que hería profundamente a papá.
Le gustaba pasar las noches jugando, y hacia finales del invierno perdió mucho dinero. No habló a nadie de sus pérdidas; porque tenía por principio que las cuestiones del juego no deben mezclarse con las de familia. Mi madrastra se sacrificó también, y creyó que su deber, aun cuando estuviese enferma, aunque se mostrase encinta, era salir a recibir a papá, en bata, cuando volviese del Círculo a las cuatro o las cinco de la mañana, rendido, avergonzado y con la bolsa vacía. Ella le preguntaba distraídamente si había sido afortunado en el juego y escuchaba la contestación con gesto condescendiente, sonriendo y moviendo la cabeza, en tanto que él le contaba lo que había hecho en el Círculo y le rogaba por centésima vez que no lo esperase por la noche. Por más que se lo suplicase, al día siguiente ella lo esperaba del mismo modo, aunque le era indiferente que papá jugase o no.
Es preciso añadir que además de esta manía del sacrificio sentía en ciertas ocasiones celos que la hacían sufrir muchísimo. Era imposible persuadirla de que papá volvía en efecto del Círculo y no de otro lugar, y se esforzaba en leer en su rostro los secretos de su corazón. Y al no ver absolutamente nada, suspiraba, se deleitaba en su propio dolor, abandonándose en la contemplación de su desgracia.
En virtud de aquellos continuos sacrificios se podía notar a finales de este primer invierno un cambio en papá. Había perdido mucho, estaba a menudo de muy mal humor y descargaba sus iras en la joven. Casi había llegado al «rencor secreto», a esa aversión contra la persona a la que se ha amado y que se manifiesta mediante cierta tendencia inconsciente a infligirle toda suerte de castigos morales.