Carlos Ivanovitch estaba de muy mal humor. Se le conocía en las cejas fruncidas, en la manera como arrojó sobre la cómoda su levita, en el aire furibundo con que se anudó el cinturón de su bata y hasta en la rabia con que trazó con la uña una profunda señal en el libro de los diálogos alemanes, para indicarnos el punto donde debíamos empezar a estudiar.
Volodia aprendió más o menos su lección, pero yo estaba demasiado agitado para prestar atención. Miraba mi libro de diálogos, pero mi pensamiento estaba muy lejos y las lágrimas me impedían leer. Llegó la hora de recitar la lección a Carlos Ivanovitch, quien cerró los ojos para escuchar. (¡Mal indicio!)
Cuando llegué a una frase, en la que uno dice: «¿De dónde viene usted?» y el otro responde: «Vengo del café», me fue imposible contener por más tiempo las lágrimas, y los sollozos me impidieron decir: «¿Ha leído usted el periódico?» Tuve que escribir una página de caligrafía. Mis lágrimas produjeron tales borrones que parecía que hubiese escrito con agua en una hoja de papel secante.
Carlos Ivanovitch se enfadó: sostenía que era una testarudez de mi parte, «una comedia de polichinelas» (era su dicho favorito), y me puso de rodillas en el rincón, me amenazó con la regla y quería que le pidiera perdón cuando a causa del llanto no podía pronunciar una palabra. Al fin, reconociendo quizá su propia injusticia, se fue a la habitación de Kolia, cerrando tras de sí la puerta con furia.
Desde la clase se oía lo que hablaban.
—¿Sabes ya, Kolia, que los niños se van a Moscú? —dijo Carlos Ivanovitch al entrar en la habitación.
—Sí, lo sé.
Kolia quería levantarse, puesto que oí a Carlos Ivanovitch decir: «No te muevas, Kolia», y en aquel momento fue cuando cerró la puerta. Yo abandoné mi rincón y fui a escuchar espiando por el ojo de la cerradura.
—Por más servicios que uno preste a la gente —comenzó Carlos en tono muy triste—, por más cariño que uno sienta por ellos, lo cierto es que no debemos esperar gratitud alguna de su parte. ¿No es verdad, Kolia?
Kolia, que estaba sentado cerca de la ventana cosiendo una bota, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Hace doce años que estoy en esta casa —continuó Carlos Ivanovitch—, y puedo atestiguar en presencia de Dios, Kolia (y miró hacia el cielo levantando la tabaquera al techo), que los he querido bien y que me he tomado por ellos tanto interés como si fuesen hijos míos. ¿Te acuerdas, Kolia, de cuando Volodia tuvo las fiebres? Pasé nueve días a su cabecera sin cerrar los ojos. ¡Oh, sí!, en aquellos tiempos yo era el buen Carlos Ivanovitch, ¡claro! ¡Tenían necesidad de mí! Ahora —esbozó una sonrisa irónica— los niños ya se han hecho mayores y ha llegado el momento de estudiar en serio. Es decir, que ahora no aprenden nada, Kolia.
—¿Cómo podrían aprender más y mejor? —respondió Kolia pasando la lezna y tirando con toda su fuerza del hilo con las dos manos.
—Sí, ahora que no me necesitan, me echan a la calle. ¿Qué ha sido de aquellas promesas y aquella gratitud? Tengo un respeto profundo y un grandísimo afecto a Natalia Nicolaievna —y se puso la mano sobre el corazón—, pero dime, Kolia, ¿qué representa la señora en esta casa? Nada, ésta es la verdad —al pronunciar estas palabras arrojó al suelo, con ademán expresivo, un retazo de cuero que tenía en la mano—. Sé quién me ha jugado esta mala pasada, y sé por qué he llegado a ser innecesario...; es porque no soy un adulador y no digo amén a todo como ciertas personas. Yo digo siempre la verdad —y aquí se irguió con altivez—; mi costumbre es decir siempre la verdad a quienquiera que sea. ¡Que Dios los perdone! Porque yo me marche no han de hacerse más ricos de lo que son, y yo, gracias a Dios, siempre encontraré dónde ganarme un pedazo de pan; ¿no te parece, Kolia?
Kolia levantó la cabeza y miró a Carlos Ivanovitch como para asegurarse de si su amigo encontraría realmente un lugar donde ganarse un pedazo de pan, pero no respondió.
Carlos Ivanovitch continuó hablando en este tono largo rato. Contó cómo en otro tiempo sus servicios habían sido muy apreciados por un general, en cuya casa había estado antes de venir a la nuestra. (¡Sentí tanta pena al oír esto!) Habló después de Sajonia, de sus padres, de su amigo, el sastre Schönheit, y de un montón de cosas.
Yo me compadecía de su dolor y pensaba con tristeza que papá y Carlos Ivanovitch, dos personas que me eran igualmente queridas, se habían enemistado. Volví a mi rincón, me senté en cuclillas y busqué en mi mente un medio de reconciliarlos.
Carlos Ivanovitch volvió a entrar en la clase y me mandó que me levantase y preparase mi cuaderno de dictado. Cuando estuve dispuesto, se instaló majestuosamente en su sillón, y con voz que parecía salir del fondo de un abismo, me dictó: En-tre to-dos los defec-tos el más de-tes-ta-ble es... ¿Está ya?
Se detuvo, aspiró con toda calma un poco de tabaco y continuó con energías redobladas:
—El más de-tes-ta-ble es la In-gra-ti-tud. La I mayúscula.
Yo creí que continuaría y lo miré, esperando.
—Punto —dijo con una sonrisa apenas perceptible, y me pidió el cuaderno. Leyó varias veces esta máxima en voz alta con diversas entonaciones manifestando una profunda satisfacción; sin duda juzgó que expresaba así admirablemente el pensamiento que lo mortificaba. Nos dio después, para que la aprendiésemos de memoria, una lección de Historia, y fue a sentarse junto a la ventana. Su rostro no manifestaba ya irritación alguna; expresaba tan sólo la calma del hombre que se ha vengado dignamente de una afrenta recibida.
Era la una menos cuarto; Carlos Ivanovitch no mostraba la menor intención de dejarnos en libertad haciéndonos estudiar nuestra lección. El fastidio y el hambre se disputaban alternativamente nuestro estómago y nuestra cabeza. Mirando el libro, estaba pendiente con gran impaciencia de todos los pequeños ruidos que debían anunciarnos el almuerzo próximo.
«Ahora está la criada limpiando los platos con la servilleta. Ahora sacan los manteles del aparador. Ya oigo desdoblar la mesa y poner las sillas. Ya vienen Mimí con Liubotshka y Catalina —la hija de Mimí, de doce años—, que vuelven del jardín; pero ese Phoca aún no viene —era el mayordomo que anunciaba que la comida estaba servida—. Cuando venga Phoca podremos tirar el libro y escapar, sin hacer caso de Carlos Ivanovitch, pero antes no se puede...»
Al fin se oyeron pasos en la escalera, pero no era Phoca. Conocíamos muy bien su paso y el crujido especial de sus zapatos.
Se abrió la puerta y apareció en la clase una persona a la que desconocíamos por completo.