Los pasos del confesor me sacaron de mi arrobamiento.
—Buenos días —dijo alisándose sus cabellos grises—. ¿Qué desea usted de mí?
Le pedí su bendición y sentí un placer especial al besar su mano arrugada.
Cuando le hube expuesto el motivo de mi visita, se acercó sin hablar a las sagradas imágenes y empezó la confesión.
Concluida ésta, y después de que, venciendo mi vergüenza, hube dicho todo lo que tenía sobre la conciencia, me puso las manos sobre la cabeza y dijo en voz baja pero sonora:
—Descienda sobre ti la bendición de nuestro Padre celestial, hijo mío. ¡Ojalá no pierdas nunca la fe, la dulzura y la humildad! ¡Así sea!
Yo era feliz. Lágrimas de alegría surcaron mis mejillas. Besé el orillo de su sotana y levanté la cabeza. El rostro del fraile estaba muy sereno.
Me hacía tanto bien el sentirme humilde, que por temor a que esta sensación me abandonase me despedí en el acto. Salí del patio del convento sin mirar a izquierda ni a derecha para evitar toda distracción y volví a subir al desvencijado pescante. Las sacudidas de mi soberbia carroza y la variedad de las cosas que desfilaban ante mí cambiaron pronto el curso de mis ideas, y comencé a imaginar a mi confesor, que se estaría diciendo que no había encontrado en toda su vida una alma de joven tan hermosa como la mía. Por mi parte, estaba convencido de ello, y esta certeza me daba una alegría tal que sentí la necesidad de comunicársela a alguien.
Ardía en deseos de charlar con alguien, quien fuera, y no teniendo a mi disposición más que el cochero, a él me dirigí.
—Bueno, ¿me he entretenido mucho? —le pregunté.
—Así, así. Pero mi caballo habría debido comer hace una hora, porque yo hago el servicio de noche —respondió el viejo, que parecía más comunicativo que antes (era la influencia comunicativa del sol).
—Pues a mí me ha parecido que sólo he estado dentro un minuto. ¿Sabes lo que he ido a hacer al convento? —dije acercándome a él.
—¡A mí qué me importa! Llevo a la gente a donde desean ir.
—A ver si adivinas. ¿Qué crees tú? —continué.
—¿A un entierro, quizá? ¿A comprar un panteón?
—No, hermano. ¿Sabes por qué he venido?
—No puedo adivinarlo, señor.
En su voz reconocí que era un buen hombre, de modo que decidí explicarle el motivo de mi visita al convento y hasta mis sentimientos.
—¿Quieres que te cuente?... Figúrate que...
Y se lo conté todo, describiéndole minuciosamente los bellos sentimientos que alentaban en mi alma. Aún me avergüenzo de esto cuando lo recuerdo.
—¡Ah! ¿Ha sido para eso? —dijo el cochero con aire incrédulo.
Se mantuvo largo rato callado e inmóvil en el pescante. Su único movimiento era recoger de vez en cuando la punta de su capote para taparse las piernas, procurando sujetarlo con el pie, pero la prenda se le escapaba a cada momento a causa de los movimientos imprevisibles del vehículo. Imaginé que iba a decir, como mi confesor, que en todo el universo no había un joven como yo, y de pronto se volvió hacia mí y me dijo:
—Así pues, señorito, éstos son trabajos de rico.
—¿Cómo?
—Quehaceres de rico —repitió en tono burlón, abriendo mucho la boca desdentada.
«¡No me ha comprendido!», pensé.
Y no le volví a dirigir la palabra hasta llegar a casa.
No era el mío un sentimiento humilde ni religioso, sino más bien mi propia satisfacción por la idea de haber tenido aquel sentimiento; satisfacción que duró hasta la puerta de nuestra casa sin que me distrajese la vista de todos aquellos ciudadanos multicolores que hormigueaban al sol a lo largo del camino. Pero al llegar a casa mi alegría se desvaneció. No tenía los ochenta kopeks prometidos al cochero, y Gavrilo, el mayordomo de casa, a quien debía dinero, rehusaba prestármelos. El cochero, al verme atravesar corriendo el patio dos veces, adivinó lo que ocurría, bajó del pescante, y el que me parecía un buen hombre se puso a maldecir en voz alta con la intención evidente de ofenderme; hablaba de los pícaros que alquilan carruajes sin tener con qué pagarlos.
Todos dormían aún en casa y no podía, por lo tanto, pedir los ochenta kopeks más que a los criados. Al fin pagó Vassili, mediante mi palabra de honor de devolvérselos pronto; pero yo leí en su rostro que no me creía y que lo hacía sólo porque me quería y recordaba el favor que le había hecho.
Lo que me había quedado de los sentimientos que abrigaba al salir de casa se desvaneció como el humo, y cuando me vestí para ir a la iglesia con los demás y vieron que mi traje estaba tan lleno de polvo la humillación que sentí fue terrible. Me acerqué a la comunión con una extraña disposición de ánimo: mis ideas se atropellaban, por decirlo así, en la mente, y no creía ya en mis inclinaciones virtuosas.