Por consiguiente, salí solo. La primera visita, la más próxima, fue para la señora Valakhine. Hacía tres años que no había visto a Sonia, y mi pasión por ella se había desvanecido hacía tiempo, si bien conservaba un recuerdo vivísimo de mi afecto.
En aquellos tres años había pensado con tanta insistencia en la joven, y me la representaba con tal precisión, que a veces sentía deseos de llorar y volvía a creerme enamorado. Todo esto, sin embargo, no duraba más que algunos minutos y se repetía únicamente muy de vez en cuando.
Sabía que Sonia y su madre habían pasado dos años en el extranjero. Se comentó en cierta ocasión que la diligencia en que viajaban había volcado y que Sonia, herida en la cara por un trozo de cristal, había quedado desfigurada. Por el camino recordé a la Sonia de otro tiempo, preguntándome cómo la encontraría ahora. A causa de los dos años pasados, me la figuraba muy alta, con gallardía de reina, seria e imponente, llena de atractivos. Mi imaginación se negaba a representarla con la cara llena de cicatrices. Después, habiendo oído hablar, no sé dónde, de un amante que había permanecido siempre fiel al objeto de su amor, aun después de los estragos causados por la viruela, me esforcé en convencerme de que estaba enamorado de Sonia y aspiraba al mérito de serle fiel a despecho de todas las cicatrices.
La verdad es que ni siquiera pensaba estar enamorado de veras, pero yendo a casa de los Valakhine me perseguían mis recuerdos, me sentía inclinado a enamorarme y lo deseaba ardientemente. Corría para mí la época en que me avergonzaba, al ver a todos mis amigos enamorados, de no estarlo como ellos.
Los Valakhine habitaban en un chalet de madera muy bonito que daba a un patio. Tiré del cordón —las campanillas eran una rareza en Moscú— y me abrió la puerta un criadito muy tieso.
No sabía o no quiso decirme si la señora estaba en casa, y desapareció por un corredor oscuro, dejándome en un recibidor bastante lóbrego.
Durante algunos instantes permanecí solo en la pieza, en que había una puerta cerrada además de la de entrada y la del corredor.
Me sorprendió el aspecto sombrío de la casa, pero pensé, por otra parte, que así debía ser la casa de unas personas que han estado dos años en el extranjero.
Al cabo de cinco minutos el mismo criado abrió por dentro la puerta de la sala y me llevó a un saloncito modesto pero muy bien dispuesto, donde casi al mismo tiempo que yo apareció Sonia.
Tenía diecisiete años. Era pequeña, delgada, de tez amarilla y aspecto enfermizo; en su cara no se notaba ninguna cicatriz, y aún se veían brillar los magníficos ojos y aquella sonrisa bondadosa y franca que yo le había conocido y por la que yo la había amado en nuestra infancia. No esperaba encontrarla así, y me fue imposible en el primer momento sentir por ella lo que había imaginado por el camino. Me apretó fuertemente la mano, a la inglesa, lo que entonces era tan raro en Rusia como las campanillas, y me hizo sentar junto a ella en un diván.
—¡Qué contenta estoy de verlo, mi querido Nicolás! —exclamó mirándome a la cara con gesto de sincera alegría y de un modo tal que no creí notar nada de humillante en el tono amistoso con que pronunció las palabras «mi querido Nicolás».
Estaba asombrado de haberla encontrado, después de su residencia en el extranjero, más sencilla aún, más gentil y afectuosa que antes.
Al fin descubrí dos pequeñas cicatrices: una cerca de la nariz y otra en una ceja, pero los magníficos ojos y la sonrisa eran tal como estaban representados en mi recuerdo.
—¡Cómo ha cambiado usted! —me dijo—. ¡Es usted casi un hombre! Y yo, ¿estoy muy cambiada?
—No la habría reconocido en absoluto —respondí, aun cuando creía lo contrario.
Me sentía feliz como la noche del baile, hacía cinco años.
—Ahora estoy más fea, ¿no es verdad? —preguntó negando con la cabeza.
—No, no, nada de eso —me apresuré a responder—. Está usted algo más crecida, ya que tiene algunos años más, pero la encuentro más bonita...
—Bueno, me da igual. ¿Se acuerda usted de nuestros bailes y de nuestros juegos? ¿No recuerda usted a Saint-Jérôme y a la señora Dorat?
Yo no conocía a esta última. Seguro que el placer de recuerdos tan hermosos la hacía confundirse.
—¡Ah, qué hermosa época! —continuó con su sonrisa de otro tiempo, quizá más bella aún, y sus ojos resplandecientes.
Mientras hablaba tuve tiempo para meditar en mi situación y decidir si estaba o no enamorado. Apenas hube tomado esta determinación, toda mi valentía se desvaneció: una especie de niebla me privó de la vista de todos los objetos e incluso de sus ojos y su sonrisa; me sentí tímido y me sonrojé, sin saber qué decir.
—Los tiempos han cambiado —prosiguió ella, suspirando y frunciendo ligeramente el entrecejo—. Todo ha empeorado, incluso nosotros mismos; ¿no es verdad, Nicolás?
No supe qué responder y la miré en silencio.
—¿Qué ha sido de los Ivine y de los Kornakof? ¿No se acuerda usted de ellos? —continuó, observando con cierta curiosidad mi rostro encendido y confuso—. ¡Ah, qué hermosos tiempos!
Tampoco esta vez pude responder, pero la llegada de la señora Valakhine me sacó por un momento de aquella penosa situación.
Me levanté, saludé y recobré el uso de la palabra. En cambio, Sonia se transformó de un modo extraño. Se desvanecieron en ella la alegría y la familiaridad; su sonrisa no era ya la misma, y se convirtió en la señorita educada en el extranjero, rígida y cortés, que yo había imaginado al dirigirme a visitarla. Esta metamorfosis no tenía aparentemente razón de ser, porque su madre había conservado su dulce sonrisa y la amabilidad que aparecía hasta en sus menores ademanes.
La señora Valakhine se sentó en una gran butaca y me indicó una silla, a su lado; luego dijo algo en inglés a su hija, y Sonia salió en el acto, lo que contribuyó a que yo recobrase mi sangre fría.
La señora Valakhine me dirigió muchas preguntas sobre mi hermano, mi padre y toda mi familia. Después me habló del dolor que le había causado la pérdida de su marido.
Al fin, viendo que era imposible charlar conmigo, me miró como para decirme: «Deberías levantarte y salir, amiguito; sería la mejor idea que se te podría ocurrir.» Pero me sucedió una cosa extraña. Sonia había vuelto con una labor en las manos y se había sentado en la parte opuesta del salón. Yo sentía sus ojos fijos en mí. Por otra parte, mientras la señora Valakhine me hablaba aún de la muerte de su marido, había tenido tiempo de recordar que estaba enamorado y de reflexionar que la madre hubiera debido advertirlo. Todo esto me había provocado un nuevo ataque de timidez tan fuerte que no me atrevía siquiera a moverme.
Comprendí que para levantarme y salir me vería obligado a prestar mucha atención al punto donde pondría los pies y que debía fijarme mucho en qué haría con mi cabeza y mis brazos; en una palabra: estaba poco más o menos en un estado semejante al de la noche anterior después de beber la media botella de champán. El instinto me decía que no podría salir brillantemente, que no podría siquiera levantarme, y, en efecto, no podía. La señora Valakhine estaba asombrada de mi rubor y de mi completa estupidez, pero yo resolví que era mejor permanecer sentado, aunque en situación poco airosa, que cometer alguna barbaridad al levantarme o al salir.
Permanecí, pues, inmóvil largo rato con la esperanza de que un acontecimiento imprevisto viniese a favorecerme. Y, en efecto, el acontecimiento se presentó bajo la forma de un jovencito de aspecto ruin que entró como alguien de la casa saludándome con mucha gracia.
La señora Valakhine se levantó, se excusó diciéndome que tenía que hablar con su intendente y me miró con gesto perplejo que parecía decir: «Si quieres estar ahí cien años, no seré yo quien te muestre la puerta.» Hice un esfuerzo desesperado y me levanté, pero no me fue posible saludar. Me dirigí hacia la puerta, seguido de las miradas compasivas de la madre y de la hija, y preocupado con la idea de no tropezar en la alfombra, choqué con una silla que se encontraba bastante lejos de mi camino.
Al salir al aire libre, presa aún de la mayor ansiedad, lancé un sonido inarticulado, o más bien una especie de gruñido, de modo que Kuzma tuvo que preguntarme dos o tres veces qué quería.
Al fin pasó la crisis, y me puse a reflexionar con mucha calma en mi amor por Sonia y en las relaciones entre madre e hija, que me parecían extrañas.
Cuando más tarde le conté a mi padre mi impresión de que la señora Valakhine y su hija no parecían llevarse demasiado bien, me dijo:
—Sí, la madre atormenta a la pobre niña con su horrible avaricia. Es extraño —añadió con una emoción mayor de la que se puede sentir por una parienta lejana—, ¡era una mujer tan amable, tan original! ¿No has visto en su casa a una especie de secretario? ¡Vaya idea! ¡Una señora rusa que tiene secretario! —concluyó separándose de mí y torciendo el gesto.
—Lo he visto —respondí.
—Bien. ¿Es al menos un buen mozo?
—No, es muy feo.
—Es inconcebible —dijo mi padre negando con furia con la cabeza y moviendo el hombro.
«Heme, pues, enamorado», me dije, continuando mi camino en coche.