Dubkof y Volodia conocían por su nombre a todo el personal de casa Iar, desde el portero hasta el dueño, y todos se deshacían en cortesías dirigidas a los dos jóvenes. En seguida nos dieron un gabinete particular y nos sirvieron una comida magnífica encargada por Dubkof. La botella de champán frappé estaba allí dispuesta, y yo me esforzaba al mirarla en conservar un aire indiferente. La comida fue muy alegre y me divertí mucho, aunque Dubkof nos contaba, según su costumbre, las historias más tétricas; sin embargo, después de todo, bien podían ser verdaderas. Nos contó, entre otras cosas, que su abuela, sorprendida por tres ladrones, los mató a los tres con un mosquete. Al oír esta historia me sonrojé, bajé los ojos y volví la cara. Volodia, por su parte, se sobresaltaba cada vez que yo abría la boca (sin razón, porque recuerdo que aquella noche no solté ninguna necedad). Al servirse el champán bebieron todos a mi salud, y Dubkof y Demetrio «a nuestro futuro tuteamiento como prueba de confianza mayor», y después de esto me abrazaron. Como no sabían quién pagaría el champán (después me dijeron que cada cual pagó su parte), quise obsequiarlos con una copa. Empecé a palparme el bolsillo y saqué disimuladamente un billete de diez rublos y llamé al camarero, diciéndole en voz baja, pero no tanto que no pudiesen oírme todos los amigos que me miraban en silencio: «Tenga usted la bondad de traernos otra media botella de champán.» Volodia se puso como la grana y noté que le acometía el tic del hombro y nos miraba a todos con sorpresa, por lo cual comprendí que había cometido una falta. Sin embargo, esto no impidió que diésemos cuenta con mucho gusto de la media botella.
La comida continuó en medio de la mayor alegría. Dubkof charlaba sin cesar, y Volodia también contó anécdotas con una soltura de que no lo creía capaz. Se rió mucho. Su fuerza cómica consistía en referir, con muchas y variadas muecas, la anécdota tan conocida: «¿Habéis estado en el extranjero?» «No, pero mi hermano toca el violín.» Habían llevado el género a la perfección del absurdo. Por ejemplo: en la anécdota que he citado, el segundo respondía: «No, mi hermano no ha tocado nunca el violín.» A cada pregunta respondían del mismo modo, e incluso sin responder a nadie asociaban en sus discursos dos ideas completamente disparatadas, expresándolas con la mayor gravedad. El caso era tremendamente grotesco.
Yo, por mi parte, adopté este método, y probé a contar algún chascarrillo, pero me escucharon con indiferencia y bajaron los ojos; en una palabra: fracasé. Dubkof declaró que el diplomático «divagaba»; pero el champán y la compañía de los mayores me habían comunicado tal alegría que apenas me percaté de la observación. Sólo Demetrio no se reía, aunque había bebido tanto como los demás. Su aspecto severo nos impidió charlar y reír con entera libertad.
—Escuchadme, señores —propuso Dubkof—: es preciso que después de comer empecemos la educación del diplomático. Llevémoslo a casa de la tía.
—Nekliudof no querrá venir —objetó Volodia.
—¡Eres insoportable con tu seriedad! ¡Insoportable! —exclamó Dubkof dirigiéndose a Demetrio—. Vamos todos juntos y verás qué buena es esa tía.
—No sólo no iré, sino que le prohíbo que vaya —respondió Demetrio sonrojándose.
—¿A quién? ¿Al diplomático? Tú vienes, ¿no es verdad, diplomático? Mirad cómo se le han encandilado los ojos al oír hablar de la tía.
—No se lo impido —añadió Demetrio levantándose y empezando a pasear por la habitación sin mirarme—, sólo le aconsejo, le ruego que no vaya. Ya no es un niño, y si quiere puede ir él solo, sin vosotros. Deberías avergonzarte, Dubkof; actúas como un insensato y pretendes que los demás te imiten...
—¿Qué hay de malo en eso? —replicó Dubkof guiñando un ojo a Volodia—. ¡Os invito a tomar una taza de té en casa de la tía! Si no te apetece, no tienes por qué venir. Iré con Volodia. ¿Vendrás, Volodia?
—¡Ajá! —exclamó Volodia en tono afirmativo—. Vamos, y cuando salgamos volveremos a mi casa a concluir nuestro piquet.
—Veamos: tú quieres ir con ellos, ¿sí o no? —me preguntó Demetrio acercándose al diván en que yo estaba sentado.
—No —respondí haciéndole sitio—. No tengo deseo alguno, y aunque no me lo hubieses aconsejado no hubiera ido.
Se sentó a mi lado y añadí en voz baja:
—No, no he dicho la verdad. Quisiera ir con ellos, pero estoy contento de no hacerlo.
—Está muy bien —respondió—. Vive a tu manera y no te dejes influir por nadie; es lo mejor.
Esta discusión no sólo no turbó nuestra alegría, sino que contribuyó a hacerla más ruidosa. Demetrio, de pronto, recobró el buen humor y se mostró amable como a mí me gustaba. Noté después que estos cambios suyos dependían con frecuencia del convencimiento de haber hecho una buena acción. En aquel momento estaba contento por haberme salvado y no cabía en sí de alegría. Pidió otra botella de champán (cosa contraria a sus principios), invitó a beber a un señor que pasaba, cantó el Gaudeamus igitur, invitándonos a hacerle coro, y propuso ir a pasear en coche hasta Sokolnik, pero Dubkof observó que este programa era demasiado espiritual.
—Divirtámonos —dijo Demetrio sonriendo—. He bebido un poco más de lo conveniente, en honor tuyo, por primera vez en mi vida.
Esta clase de alegría no se avenía con el carácter de Demetrio. Tenía el aspecto de un preceptor o de un buen padre de familia que, contento de sus hijitos, se esfuerza en hacerlos reír y enseñarles al mismo tiempo que uno puede divertirse honestamente.
Sin embargo, su sorprendente animación nos excitó a todos, tanto más cuanto que nos habíamos bebido media botella de champán por cabeza.
En esta disposición de ánimo tan placentera salí con los demás para fumar un cigarrillo que me había dado Dubkof.
Cuando me levanté sentí que mi cabeza no estaba muy firme, que mis pies se movían con dificultad y que las manos conservaban su posición normal sólo cuando ponía en ello cierto empeño. Cuando me descuidaba un poco, mis pies iban de un lado a otro y las manos parecía que tuvieran vida propia. Concentré toda mi atención en las extremidades de mi cuerpo y ordené a las manos que se levantasen para alisar los cabellos y abotonar el capote, acto que ejecutaron levantando mucho los codos.
Mandé después a los pies que me condujeran a la puerta y obedecieron, pero de un modo anormal: pisaban el pavimento con demasiada fuerza o apenas lo rozaban; el izquierdo especialmente tendía a andar sólo apoyando la punta. Una voz me gritó: «¿Adónde vas? Ahora traen la luz.» Adiviné que era la voz de Volodia y me alegré. Por toda respuesta sonreí y seguí andando.