Después de esto, la visita indispensable que debía hacer me fastidiaba más aún. Pero antes de ir a casa del príncipe debía pasar por la de los Ivine, que se encontraba de camino. Habitaban en una casa grande y muy hermosa en el bulevar Tverskoe. Atravesé el umbral de la puerta cochera con cierto sentimiento de temor. El suizo que desempeñaba el papel de portero me saludó agitando su bastón de grueso pomo.
Cuando subía la escalera me pareció empequeñecerme en el verdadero sentido de la palabra, impresión que ya había notado cuando mi carretela se detuvo ante la escalinata. Carretela, caballo, cochero, todo me pareció que se había empequeñecido ante aquella magnificencia.
Vi al más joven de los Ivine que estaba durmiendo tendido en un diván con un libro abierto en la mano. Su preceptor, que me había seguido, lo despertó. El joven no manifestó la menor alegría al verme, y al hablarme me miraba a la frente.
Aun cuando se mostraba amable, me pareció que no sentía el menor afecto por mí y que no veía la necesidad de trabar amistad conmigo, teniendo ya sin duda amigos de una clase diferente de la mía. Pude leer todo esto en su cara, y particularmente en la manera de mirarme las cejas. En una palabra, y por más dolor que me cueste confesarlo, me trató poco más o menos como yo trataba a Iline. Mis nervios empezaban a sobreexcitarse. Había sorprendido al vuelo una mirada que Ivine dirigió a su preceptor y en la que leí esta pregunta: «Qué viene éste a hacer aquí?»
Después de algunos minutos de conversación, Ivine me dijo que su padre y su madre estaban en casa y le rogué que me presentase a ellos. Me hizo pasar a un gabinete junto al salón, en el cual entró su madre por otra puerta casi al mismo tiempo que nosotros. Me acogió con cordialidad, me hizo sentar junto a ella, y con mucho interés me pidió nuevas de toda nuestra familia.
La señora Ivine, a quien yo había visto solamente una o dos veces y a la que entonces pude observar a mi gusto, me resultó muy simpática.
Era alta, delgada, muy blanca y tenía un aire triste y abatido. Su sonrisa era melancólica, pero de una bondad inmensa; sus grandes ojos fatigados y algo bizcos le daban una expresión aún más triste y atractiva. Estando de pie o sentada, su cuerpo parecía agotado y exhausto. Hablaba muy despacio, y su pronunciación era tan defectuosa que no se comprendía bien lo que decía; a pesar de ello, el timbre de su voz y su modo de hablar eran extremadamente agradables. Noté que se tomaba un interés melancólico por cuanto yo le refería de mi familia, como si mis respuestas le recordasen tiempos mejores.
Su hijo se fue. Ella me observó un instante en silencio, y de repente se echó a llorar. Me quedé sentado ante ella, no sabiendo qué hacer ni qué decir mientras ella continuaba llorando sin mirarme. Mi primer movimiento fue de compasión, y luego me pregunté: «¿Será preciso consolarla? ¿Cómo debo hacerlo?»
Al fin sentí una especie de irritación contra ella por haberme colocado en una situación tan delicada. «¿Acaso puede mi aspecto suscitar tanta compasión? —pensaba—. ¿O lo hace a propósito, para ver cómo me comporto en estos casos?»
«No es conveniente que me vaya —pensé—. Parecería asustado por sus lágrimas.»
Me moví un poco en mi silla para recordarle que aún estaba allí.
—¡Qué tonta soy! —exclamó al fin mirándome con una sonrisa forzada—. Hay días en que lloro sin saber por qué.
Se puso a buscar un pañuelo sobre el diván y rompió de nuevo a llorar con más fuerza que antes.
—¡Oh! ¡Dios mío! Es ridículo llorar así, pero ¡quería tanto a su madre! ¡Éramos... muy amigas... y...!
Al fin encontró el pañuelo, se cubrió la cara y continuó llorando.
Yo recaí en mi indecisión. Aquella situación se prolongaba demasiado y estaba ya algo molesto, aunque sentía una gran piedad por ella. Sus lágrimas me parecían sinceras, y pensé que lloraba no sólo por mi madre, sino porque no se sentía feliz, y el recuerdo de mamá despertaba en ella el de tiempos más venturosos. No sé cómo habría acabado esta escena si no hubiese entrado Ivine diciendo que su padre preguntaba por ella.
Ya se había levantado y se disponía a salir cuando apareció su marido. Era un señor pequeñín pero muy fuerte, a pesar de sus cabellos grises, con espesas cejas negras de pelos tiesos como las cerdas de un cepillo. La boca, sobre todo, tenía una expresión durísima.
Me levanté y lo saludé, pero el señor Ivine, que ostentaba tres condecoraciones en su levita verde, no me devolvió el saludo y apenas me miró.
Me pareció que yo no era a sus ojos una persona, sino un objeto cualquiera que no despertaba el menor interés: algo así como una butaca o una ventana. En todo caso, si yo era alguien, pertenecía, sin duda, a esa especie de personas que no se diferencian de un mueble.
—¿No ha escrito usted aún a la condesa, querida? —le preguntó a su mujer en tono áspero.
—Dispense usted, Irteneff —dijo la señora Ivine saludándome con una inclinación de cabeza y cobrando de pronto una reserva aristocrática, y me miró a las cejas como su hijo había hecho antes.
La saludé y me incliné de nuevo ante el viejo Ivine, que me hizo el mismo caso que si hubiesen abierto o cerrado una ventana.
El joven Ivine me acompañó hasta la puerta, contándome que estaba a punto de entrar en la Universidad de Petersburgo porque su padre había sido por entonces trasladado a la capital con un cargo importantísimo.
—Papá dirá lo que quiera —murmuré rechinando los dientes al subir a mi coche—, pero en esta casa no volveré a poner los pies. La señora llora al mirarme como si yo fuese un pobre diablo, y aquel majadero ni siquiera me saluda... ¡Me las pagará!...
¿De qué modo? No lo sabía aún. Mucho tiempo después tuve que aguantar los reproches de mi padre, que decía que era indispensable cultivar aquellas relaciones y que yo no tenía derecho a pretender que un hombre como Ivine prestase atención a un chico como yo. Pero me resistí y conservé mi rencor durante muchísimo tiempo.