Sofía Ivanovna, a quien acabé de conocer más tarde, era una de aquellas raras solteronas nacidas para la vida de familia a las que el destino ha rehusado esta merced y que en cierto momento de la vida se deciden a consagrar al elegido de su corazón toda aquella ternura que han acumulado durante tantos y tantos años en previsión del marido y de los niños a los que, al fin, han tenido que renunciar. Esta ternura es un tesoro inagotable en ellas, pues por más numerosas que sean las personas elegidas, siempre les queda algo de afecto para todos los seres, buenos o malos, que encuentran en la vida.
Hay tres especies de amor: 1.o El amor elegante. 2.o El amor devoto. 3.o El amor activo.
No considero aquí el amor de un joven por una muchacha o viceversa, porque este amor me asusta. He sido bastante desgraciado en mi vida para no haber encontrado en él ni una sola partícula de verdad. No he visto en él más que mentiras, en que el sentimiento propiamente dicho está tan enlazado con las cuestiones de orden fisiológico, con las relaciones conyugales y las cuestiones de fortuna, que es imposible encontrar ni rastro de él.
Quiero hablar aquí del amor de toda criatura humana hacia las demás criaturas; del amor que, según la mayor o menor fuerza del alma, se concentra en un solo individuo, se divide entre varias personas, o se entrega a todos. Hablo del amor a la madre, al padre, a los hermanos, a los hijos, a los amigos o amigas, a los conciudadanos; en una palabra: del amor a la humanidad.
El amor elegante consiste en someterse a la belleza del sentimiento y en deleitarse en esta manifestación. Para las personas que aman así, el objeto amado no es tal sino en tanto que despierta un sentimiento agradable que nos proporciona un goce. A tales personas les importa muy poco el ser amadas, no ejerciendo esta circunstancia ninguna influencia en la belleza y el encanto de la pasión propia.
Cambian con frecuencia el objeto de su amor porque su único fin es tener siempre despierto en sí mismos el sentimiento placentero del cariño. Para conseguirlo, hablan de su amor, del modo más diverso, al objeto de su pasión y a todos en general, incluso a los menos interesados. En mi país, las personas de cierta clase que aman elegantemente no se contentan sólo con hablar de su pasión a todo el mundo; es preciso que lo expresen en francés. Es ridículo y pueril, pero estoy convencido de que han existido y existen aún, entre los individuos de cierta clase, muchos, y en especial mujeres, en los que el amor a sus amigos, a sus maridos y a sus hijos dejaría de ser el día en que quedase prohibido expresarlo en francés.
La segunda especie de amor es el amor devoto, que consiste en sacrificarse por la persona amada sin preocuparse de averiguar si realmente le prestamos un servicio o no. Se puede formular de este modo: «No hay dolor que yo no sea capaz de soportar para probar al mundo entero y a él (o a ella) cuánto lo quiero.» Las personas que aman de este modo no aspiran a ser recompensadas, porque el sacrificarse por otro es mucho más bello de lo que parece. Casi siempre se trata de personas enfermizas, circunstancia que hace más meritorio su sacrificio. Son por lo general constantes, porque sería doloroso para ellas perder el mérito de los sacrificios hechos por el objeto amado. Siempre están dispuestas a morir para demostrar su abnegación, en tanto que desprecian las pequeñas pruebas de afecto que no exigen una devoción peculiar.
Podéis haber comido o dormido bien o mal; podéis estar bien o mal de salud; podéis estar tristes o gozosos, y en este caso se mantienen indiferentes; no moverán ni un solo dedo para seros útiles. Pedidles sólo que se expongan a recibir un balazo para proteger vuestra vida o que se arrojen al agua o al fuego por salvaros, o exigidles que mueran de amor por vosotros, y veréis cómo se prestan al sacrificio. Para esto siempre las encontraréis dispuestas apenas se les presente una ocasión. Es más: estas personas se muestran orgullosas de su amor, exigentes, celosas, desconfiadas; desean mil peligros al objeto amado para tener el placer de salvarlo y de consolarlo, y hasta le buscan defectos para tener el gusto de corregirlos.
Supongamos que habitáis en el campo y vivís en compañía de una mujer que os ama con esa especie de amor devoto. Estáis bien; estáis tranquilos; tenéis ocupaciones que os agradan; vuestra esposa querida está muy delicada y no puede ocuparse del gobierno de la casa, que ha recaído en manos de la servidumbre, ni de los hijos, que están dirigidos por sus ayos, ni de nada que le guste, porque nada le interesa fuera de su marido. Se ve que sufre, pero no habla de sus dolores por no afligiros; se ve que se fastidia, pero se encuentra pronta a fastidiarse toda la vida por vuestro amor; se ve que se mortifica cuando estáis absortos en vuestro trabajo o en vuestros negocios, cualesquiera que sean: la casa, la lectura, la agricultura o algún servicio público. Sabe que vuestras ocupaciones os matan, pero calla y sufre. Enfermáis. Entonces vuestra afectuosa cónyuge olvida sus propios males y no abandona ni un momento la cabecera de vuestro lecho. Por más que le roguéis que no se moleste, no se irá, y sentiréis siempre fija en vosotros la mirada compasiva que os dice: «¡Te lo advertí! Pero no importa, no te dejaré solo ni un minuto.»
Una mañana os sentís algo mejor y queréis pasar a otro aposento, pero este otro aposento no está arreglado, ni tiene la temperatura adecuada, ni es habitable. Lo único que os está permitido comer, la sopa, no está preparada, y vuestra diligente esposa se ha olvidado también de ir a buscar o daros vuestras medicinas. En cambio, vuestra afectuosa mujer, que ya no puede más, por haber pasado algunas noches velando por vosotros, sigue mirándoos con gesto compasivo, caminando de puntillas y dando a los criados órdenes tan contradictorias que en la casa nadie sabe qué hacer ni a qué santo encomendarse.
Tenéis deseos de leer. Vuestra tierna esposa os dice suspirando que sabe bien que no la escucharéis y que os irritaréis contra ella —cosa a la que está habituada—, pero que lo mejor sería que no leyeseis.
Deseáis pasear por la habitación: mejor haríais en estar sentado. Queréis hablar con un amigo que ha venido a buscaros: lo mejor sería que no pronunciaseis una sola palabra.
A la noche siguiente os sube otra vez la fiebre. Querríais dormir, pero vuestra amante esposa, más pálida y más delgada aún, está sentada delante en una butaca y a cada instante lanza un suspiro. La veis a la luz de la lámpara, y sus pausados movimientos y el leve rumor que produce al agitarse os atacan los nervios, os irritan.
Tenéis un criado que os sirve hace más de veinte años, al que os habéis acostumbrado, que os cuida muy bien y con toda su alma porque está seguro de una recompensa, pero vuestra tierna esposa no le permite hacer nada. Ella quiere cuidaros sola con sus manos delicadas, que no sirven para el trabajo.
No podéis por menos de seguir con la mirada, llenos de sorda irritación, sus blancos dedos, que se esfuerzan inútilmente en destapar un frasco o en apagar un quinqué o en echar en un vaso vuestra poción o en acomodaros en vuestro lecho. Si os manifestáis algo inquietos y enojados y le suplicáis que se vaya a descansar, ella lo hará humildemente al notar vuestra excitación nerviosa, pero la oiréis llorar detrás de la puerta y encargar cosas absurdas a los criados. Al fin salís con bien de vuestra enfermedad; vuestra fiel esposa, que ha pasado veinte noches sin dormir y que os lo recuerda durante todo el día, cae a su vez enferma. Empieza a toser, sufre mucho, se vuelve aún más incapaz de ocuparse de los asuntos domésticos, y mientras vosotros volvéis al estado normal, os prueba que se ha sacrificado y se sacrifica por vosotros extinguiéndose dulcemente. Sin quererlo, su tedio se transmite a cuantos la rodean, incluso a vosotros mismos.
El tercer amor, el amor activo, consiste en desear ardientemente la satisfacción de todas las necesidades, deseos y caprichos (hasta los reprochables) de la persona amada. Las personas que aman de este modo, aman siempre y toda la vida, porque cuanto más viva es su pasión y mejor conocen al objeto de su amor, tanto más fácil les es amarlo, o en otros términos, satisfacer sus deseos.
Su afecto se expresa pocas veces por medio de palabras, y cuando hablan de él, no sólo lo hacen sin elocuencia, mostrándose poco satisfechas de sí mismas, sino que se muestran tímidas, apocadas, porque temen siempre no amar lo suficiente. Hasta los defectos de la persona amada les son queridos, pues les proporcionan más deseos que satisfacer. Estas personas quieren ser amadas, y en caso necesario se convencen fácilmente de que lo son. Si su convicción es verdadera, son felices; si no, aman igualmente, y no sólo desean la felicidad de la persona amada, sino que contribuyen a ella sin descanso, por todos los medios de que pueden disponer, grandes o pequeños, materiales o morales.
Este amor era el que se leía en los ojos de Sofía Ivanovna, en todos sus movimientos, en cada una de sus palabras; amor que recaía en sus sobrinos, en su hermana, en Liubov Sergueievna y hasta en mí, por ser amado por Demetrio.
Sólo más tarde pude valorar a Sofía Ivanovna en proporción de sus méritos, pero desde el día en que la vi por vez primera me hice esta pregunta: «¿Por qué Demetrio, que se esfuerza en comprender el amor de un modo completamente diferente que los demás jóvenes y que tiene constantemente a la vista a esta buena mujer tan afectuosa, por qué, digo, se limita a reconocer en ella sólo algunas buenas cualidades, mientras que se halla fascinado por esa extraña mujer, por Liubov Sergueievna?» Dice bien el proverbio: «Nadie es profeta en su tierra.» Una de dos: en todo hombre, el lado malo es realmente superior al bueno, o el individuo se siente más atraído hacia el mal que hacia el bien. Y no hacía mucho tiempo que Demetrio conocía a Liubov Sergueievna, en tanto que estaba acostumbrado desde su nacimiento al afecto de su tía.