El matrimonio debía llevarse a cabo quince días después, pero la reapertura de los cursos en la universidad era inminente, y Volodia y yo partimos para Moscú a primeros de septiembre. También los Nekliudof volvieron del campo, y Demetrio —nos habíamos prometido escribirnos al despedirnos y no lo habíamos hecho— vino inmediatamente a verme y me acompañó la primera vez a la universidad.
Durante aquel invierno me tuvieron ocupado asuntos del corazón. Estuve enamorado tres veces: la primera, perdidamente de una señora gruesa, a la que veía en la Escuela de Equitación Freytag, adonde iba los martes y los viernes. En aquellos días no faltaba, pero tenía tanto miedo de que me viese, iba a colocarme tan lejos de ella, huía con tal prisa de los sitios por donde había de pasar, volvía la cara con tal apresuramiento a otro lado cuando ella me miraba, que nunca logré ver bien sus facciones y no podría asegurar si era bella.
Dubkof conocía a aquella señora. Me encontraba en el picadero escondido entre los lacayos, que llevaban los abrigos de los amos, y habiendo sabido por Demetrio mi pasión, se ofreció a presentarme a aquella señora. Esta proposición me causó tal espanto que huí a todo correr, y la sospecha de que hubieran hablado de mí a la amazona, me impidió volver al picadero.
Cuando estaba enamorado de personas desconocidas, sobre todo si eran mujeres casadas, me mostraba con ellas cien veces más tímido que con Sonia. Temblaba sobre todo por temor de que la persona amada llegase a conocer mi pasión por ella, porque me parecía que si llegaba a saber el sentimiento que me inspiraba se ofendería y no me lo perdonaría jamás.
En efecto, si la amazona hubiese podido leer lo que pasaba en mi alma cuando la miraba oculto entre los lacayos; si hubiese podido adivinar cómo en mi imaginación me la llevaba al campo y lo que allí hacía con ella, quizá hubiera tenido razones para considerarse ofendida. Yo no podía sacarme de la cabeza que sin duda adivinaría, en el instante en que me la presentasen, todas las locas ideas que me inspiraba.
Por segunda vez me enamoré de Sonia, a quien vi en casa de mi hermana. Hacía mucho tiempo que mi segunda pasión se había desvanecido, pero volví a las andadas un día en que Liubotshka me enseñaba un cuaderno de versos copiados por Sonia. Era El demonio, de Lérmontov. Los pasajes de pasión tétrica estaban subrayados con tinta roja, y la página estaba señalada con una flor. Me acordé de haber visto a Volodia, el año anterior, besar la bolsa de su novia. Traté de imitarlo, y cuando por la noche me quedé solo en mi habitación, me puse a mirar aquella flor, la acerqué a mis labios y experimenté un gran placer besándola. Me volví a enamorar, o al menos así me lo pareció, durante algunos días.
La tercera vez me enamoré de una señorita que venía a nuestra casa y por quien Volodia estaba loco. Según mis recuerdos, aquella señorita no era bella, y, sobre todo, no tenía nada de lo que podía gustarme. Era hija de una señora de Moscú, muy conocida por su instrucción y por su talento. Era una muchacha pequeña, delgada, con un perfil delicado y largos cabellos rubios, y aseguraban que era aún más culta e inteligente que su madre, pero yo no pude llegar a formarme un concepto exacto, pues su ingenio y su saber me inspiraban un tremendo horror. La única vez que hablé con ella sentí las mayores angustias. Sin embargo, el entusiasmo de Volodia, que no vacilaba en manifestar ante todos, me venció de tal modo que me creí perdidamente enamorado de aquella señorita. No le dije ni una palabra a Volodia, suponiendo que le desagradaría que dos hermanos estuvieran enamorados de una misma chica.
Y a mí, en cambio, lo que me producía mayor placer era la idea de que nuestro amor era tan puro que a pesar de amar a una misma persona estábamos perfectamente de acuerdo, dispuestos en caso necesario a sacrificarnos el uno por el otro. Debo confesar que Volodia no era precisamente de mi parecer en lo de estar dispuesto al sacrificio, porque estaba tan enamorado que se quiso batir con un diplomático —un verdadero diplomático— que debía, según decían, casarse con aquella señorita. Si yo por mi parte era tan entusiasta por el pensamiento de sacrificar mi amor, esto dependía quizá del hecho de que no me costaba un gran esfuerzo. Una sola vez hablé seriamente con aquella señorita de música alemana, y por más que lo intenté, mi pasión se desvaneció por completo una semana después.