Era un hombre de unos cincuenta años, de cara pálida, muy grande, picada de viruelas, con largos cabellos grises y unos cuantos pelos rojizos en lugar de barba. Era tan alto que tuvo que doblarse por la cintura, sin exageración, para entrar por la puerta. Su vestido, muy remendado, tenía una forma indefinible entre tabardo y sotana.
Llevaba en la mano un enorme palo, con el cual golpeó el suelo con toda su fuerza, y frunciendo las cejas y abriendo una boca inconmensurable, se puso a reír de un modo espantoso.
Era tuerto, y aquel ojo blanco que se movía sin cesar hacía aún más horrible su cara.
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Rápido! —exclamó, y acercándose a Volodia y cogiéndole la cabeza, se puso a examinarle el cráneo. Al fin lo soltó, se acercó a la mesa y con aire misterioso sopló en la cubierta de hule, haciendo después sobre ella varias veces la señal de la cruz.
—¡Oh! ¡Oh! Lástima... ¡Oh! ¡Oh! ¡Cosa fea!... ¡Oh!, queridos... escapan —exclamó, mirando a Volodia con aire afectuoso.
Se puso a llorar y se enjugó los ojos con la manga. Su voz era áspera y bronca y sus movimientos precipitados y convulsos; sus frases inconexas y sin sentido alguno; nunca empleaba los pronombres. El conjunto era, a pesar de todo eso, muy conmovedor. Su cara amarilla y fea presentaba a veces un aspecto tan profundamente triste que, al mirarlo, se sentía sin querer una mezcla de compasión, de miedo y de tristeza.
Así era Gricha el Inocente, el eterno vagabundo.
¿De dónde venía? ¿De quién era hijo? ¿Por qué había adoptado aquella vida errante? Nadie sabía nada acerca de él.
Todo lo que puedo decir es que se le conocía en el país desde hacía más de treinta años, y que siempre se le había visto así.
Andaba descalzo, lo mismo en invierno que en verano, frecuentaba los conventos, regalaba pequeños emblemas religiosos a las personas que le agradaban y pronunciaba palabras enigmáticas que algunos tomaban por profecías. Para todo el mundo no era más que «el Inocente».
De cuando en cuando venía a ver a mi madre. Algunos creían que sus padres habían sido ricos y que era digno de compasión y de interés; para otros, Gricha era simplemente un mujik y un holgazán.
Al fin apareció Phoca, el puntual Phoca, al que con tanta impaciencia esperábamos. Seguidos de Gricha, que continuaba sollozando, diciendo extravagancias y golpeando la escalera con su nudoso bastón, bajamos todos al comedor.
Papá y mamá se paseaban por la habitación cogidos del brazo, hablando en voz baja. Mimí, la de gesto petulante, estaba sentada en un sillón que formaba ángulo recto con el diván. Las niñas, sentadas junto a ella, escuchaban sus instrucciones, dadas en voz baja pero imperiosa.
Apenas entró Carlos Ivanovitch, Mimí le lanzó una mirada y le volvió inmediatamente la espalda como si quisiera decirle: «¡No lo conozco a usted, Carlos Ivanovitch!»
Las niñas (bien que se les veía en los ojos) tenían un vivísimo deseo de comunicarnos una gran noticia, pero no se atrevían ni por asomo a acercarse a nosotros para hablarnos, pues esto habría sido infringir las órdenes de Mimí, que exigía que, ante todo, le hiciésemos una reverencia diciendo: «Buenos días, Mimí.» Sólo después de esta ceremonia teníamos derecho a hablar.
¡Qué insoportable era aquella Mimí! Cuando estaba presente era imposible hablar, porque todo lo encontraba inconveniente; además, nos acosaba incansablemente con su eterno «Hable usted en francés», precisamente (era un hecho comprobado) en los ratos en que tantos deseos teníamos de charlar en ruso.
Cuando teníamos en nuestro plato algo que nos gustaba y que queríamos saborear a placer con toda comodidad, venía infaliblemente Mimí a molestarnos con su «Cómase usted también el pan»; o bien «¿Qué manera es ésa de sujetar el tenedor?».
«¿Por qué se meterá en todo? —pensaba yo—. ¡Que se ocupe de las chicas, que ésa es su obligación! A nosotros, quien debe reprendernos es Carlos Ivanovitch.»
Sinceramente, yo participaba con todo mi corazón del odio de Carlos Ivanovitch hacia ciertas personas.
Pasamos al comedor precedidos de los mayores. Catalina me tiró de la manga y me dijo en un susurro:
—Dile a tu mamá que nos deje ir con vosotros de caza.
—Bueno, lo intentaré.
Gricha comía con nosotros, pero en una mesita aparte. Nunca levantaba los ojos del plato, arrojaba profundos suspiros y hacía muecas espantosas hablando para sí: «Lástima... ¡Huido!... huido la paloma al cielo... ¡Ah, piedra sobre la tumba!»
Y otras cosas por el estilo.
Desde aquella mañana, mamá parecía inquieta, y la presencia de Gricha con sus desvaríos y sus gritos aumentaba seguramente su inquietud.
—¡Ah!, se me olvidaba pedirte una cosa —le dijo a papá al alargarle un plato de sopa.
—¿Qué es?
—Te ruego que mandes encerrar a tus perros. Ha faltado poco para que mordiesen al pobre Gricha cuando entraba en el patio, y bien pudiera ser que un día u otro mordiesen a los niños.
Gricha oyó que hablaban de él. Se volvió en la silla y dijo con la boca llena, mostrando su tabardo lleno de remiendos:
—Quería hacer morder... Dios no permitió... ¡Azuzar los perros, pecado! ¡Gran pecado! No pegar a viejo... ¿Por qué pegar? Dios perdona.
—¿Qué dice? —preguntó papá, mirándolo con extrañeza y aire descontento—. No entiendo una palabra.
—Yo sí lo entiendo —respondió mamá—. Me ha contado que uno de tus perreros ha azuzado a su perro contra él. Ahora dice que aquel hombre quería que el perro lo mordiese, pero que Dios no lo ha permitido y te ruega que no castigues al perrero.
—Bueno, ¿no es más que eso? —dijo papá—. Pero ¿quién ha dicho que quiera castigarlo? Ya sabes —continuó en francés— que en general no me agradan esos personajes, pero éste me agrada menos que ninguno, y estoy seguro...
—¡Oh, no digas eso, amigo mío! —exclamó mamá, interrumpiéndolo con aire espantado—. ¿Qué sabes de él?
—No me han faltado por cierto ocasiones para estudiar a esta gentuza; ¡siempre hay alguno a tu alrededor! ¡Todos parecen salidos del mismo cuño! ¡Y siempre con la misma historia!
Era evidente que mamá no era de la misma opinión que papá y que no quería discutir con él.
—Pásame los pastelillos, por favor —dijo—. ¿Están buenos hoy?
—No —replicó papá tomando el plato de los pasteles y manteniéndolo en alto, de tal modo que quedaban fuera del alcance de mamá—. ¡No! Me da rabia el ver a personas inteligentes e instruidas que se dejan engatusar por esos truhanes. —Y golpeó con fuerza en la mesa con el tenedor.
—Te he pedido los pastelillos —repitió mamá, extendiendo el brazo.
—¡Cuánta razón tiene la policía al detener a toda esta chusma! —prosiguió papá—. No sirven más que para alterar a las personas nerviosas y delicadas —añadió con una sonrisa al notar que aquel asunto desagradaba mucho a mamá. Al fin le dio los pastelillos.
—Te diré una cosa solamente —replicó mamá—. Es difícil suponer que un hombre que a su edad va descalzo invierno y verano y que lleva siempre bajo sus vestidos una cadena que pesa más de veinte kilos; que ha rehusado, siempre que se lo han ofrecido, el tener una vida tranquila en la que no le habría de faltar nada, es difícil, digo, suponer que este hombre haga todo esto por holgazanería solamente. En cuanto a las predicciones (suspiró y permaneció callada un momento), yo me veo obligada a creer en ellas. Me parece que ya te he contado que Kirincha le predijo a mi padre el día y la hora de su muerte.
—¿Qué has hecho? —dijo papá, sonriendo y volviendo la cara hacia Mimí con una mano puesta a manera de pantalla sobre la boca (cuando papá hacía este gesto, yo prestaba mucha atención porque era seguro que iba a decir un chiste)—. ¿Por qué me has hablado de sus pies? Les he echado un vistazo y ya no podré comer nada.
El almuerzo iba a concluir y Liubotshka y Catalina continuaban haciéndonos señas y se agitaban sobre sus sillas como si las pinchasen con alfileres. «¿Por qué no pedís que nos dejen ir a nosotras también de caza?», querían decir. Le di a Volodia un codazo, y Volodia me lo devolvió. Al fin se atrevió. Con voz tímida al principio y más segura después, dijo que, en atención a nuestra próxima partida, deseábamos llevar a las niñas con nosotros de caza. Después de una breve consulta entre los mayores, nuestra petición fue aceptada y todos corrimos a vestirnos. Me sentía muy impaciente esperando a papá.
Al fin apareció en lo alto de la escalera y pocos minutos después nos poníamos en camino.