Al cabo de un mes, poco más o menos, de nuestra llegada a Moscú, me encontraba sentado a una gran mesa en el segundo piso de la casa de la abuela, y escribía. Frente a mí, el maestro de dibujo acababa de corregir una cabeza de turco con un gran turbante; Volodia, en pie detrás del maestro, estiraba la cabeza por encima de su hombro y lo observaba. Era el primer dibujo que hacía Volodia al difumino y tenía que dedicarlo a la abuela en el día de su santo, que era precisamente aquel día.
—¿No debería poner un poco más de sombra ahí? —preguntó Volodia poniéndose de puntillas y señalando el cuello del turco.
—No, no es necesario —respondió el maestro guardando los lápices en un estuche de madera—. Así está bien; no lo retoque usted más. Y usted, Nicolás —continuó, levantándose y mirando al turco de soslayo—, ¿nos contará al fin su secreto? ¿Qué va a regalarle usted a su abuela? Mejor habría hecho en dibujar también una cabeza. Buenas noches.
Cogió su sombrero y salió.
En aquel momento yo también pensé que una cabeza habría tenido más valor que aquello que me jactaba de hacer. Cuando nos avisaron de que se acercaba el santo de la abuela, y que era preciso que comenzáramos a preparar nuestros regalos, se me ocurrió la idea de dedicarle unos versos. Inmediatamente encontré dos que rimaban y creí que los demás surgirían también con la misma facilidad. No puedo acordarme de cómo se me ocurrió una idea tan extravagante para un niño, pero recuerdo perfectamente que me entusiasmé y que a todas las preguntas que me dirigieron contesté que haría un regalo a la abuela, pero que no quería revelar en qué consistía.
En contra de mis previsiones, me fue imposible encontrar otros versos, por más que me devanaba el cerebro, y no pasaba de los dos primeros que había compuesto en un momento de inspiración. Leí unas poesías en nuestro libro de lectura, pero ni Dmitrief ni Derjavine me fueron de utilidad alguna. Antes por el contrario, en la comparación se hacía aún más palpable mi incapacidad. Sabía que Carlos Ivanovitch escribía versos en algunas ocasiones, y un día que había ido a escondidas a revolver sus papeles, encontré entre unas poesías alemanas una estrofa rusa que me pareció que era suya:
A la señora L, en Petrovskoe. 3 de junio 1828
Acuérdese de mí cuando esté cerca;
Acuérdese igualmente estando lejos;
Acuérdese de mí en todas ocasiones
Y aún en el sepulcro acuérdese
De cuán fiel y ardientemente supe amarla.
CARLOS MAYER
Estos versos estaban escritos con una hermosa letra sobre un pliego de papel de cartas. Me gustaron muchísimo porque me parecieron llenos de sentimiento, y los aprendí de memoria, proponiéndome tomarlos como modelo. Desde ese momento las cosas marcharon con mayor facilidad, y para el día del santo de la abuela tenía ya preparada una felicitación en doce versos; sólo me faltaba copiarlos sobre papel vitela, y esto era precisamente lo que estaba haciendo en la clase en la mesa grande.
Ya había estropeado dos pliegos de papel, no porque hubiese corregido mis versos, no, no, ¡eran magníficos!; pero al transcribir el tercero observé que las líneas adquirían cierta oblicuidad, que se acentuaba cada vez más en las siguientes, de tal modo que, aun teniendo el pliego lejano, se veía muy bien que había sido escrito de través. El tercer pliego corrió, pues, la misma suerte que los dos primeros, pero no me desanimé. En mi estrofa me congratulaba con mi abuela, deseándole muchos años de salud, y terminaba así: «Trataremos de ser tu consuelo —Y como a nuestra madre te amaremos.»
No estaba mal, pero el último verso me chocaba al oírlo, y repetía en voz baja: «Y como a nuestra madre te amaremos.» ¿Qué otra cosa podría poner en vez de madre?... ¡Oh, seguro que eran más bonitos que los de Carlos Ivanovitch!
Escribí el último verso y me fui a mi habitación a leer en voz alta mi estrofa, dándole expresión y acompañando la locución con los ademanes correspondientes. Todos mis versos eran más o menos cojos, pero yo no me apuraba por tan poca cosa; el último era el que más me preocupaba. Me senté sobre la cama y me puse a reflexionar:
«¿Por qué he puesto “como a nuestra madre”? Mamá no está aquí; no hay por qué mencionarla. Cierto que amo mucho a mi abuela y que le tengo gran respeto, pero no es lo mismo. ¿Por qué lo he hecho así? ¿Por qué he mentido? Es cierto que sólo son versos, pero de cualquier modo es inútil.»
En aquel momento entró el sastre, que nos traía trajes nuevos.
—¡Tanto peor! —exclamé con despecho escondiendo mis versos bajo la cabecera, y corrí a probarme el traje que me traía el sastre de Moscú.
Era soberbio. Las chaquetas de color canela con botones de bronce modelaban nuestro cuerpo admirablemente. No se podían comparar con las que nos hacían en el campo. Los pantalones negros, muy elegantes también, caían de un modo impecable sobre nuestros botines.
«¡Al fin! —pensé—. ¡Al fin tengo pantalones largos! Éstos sí que son pantalones de verdad!»
Estaba loco de alegría y me miraba por todas partes. La verdad era que con mi precioso traje me sentía incómodo y me oprimía un poco, pero me guardé mucho de confesarlo. Al contrario, declaré que me iba perfectamente y que si el traje tenía algún defecto era el de ser demasiado ancho. Me puse a peinarme ante el espejo y empleé mucho tiempo, porque aunque había puesto mucho fijador en mis cabellos, no podía, por más que me esforzaba, dar al tupé la forma que me pareció más elegante. Apenas los había peinado con el cepillo, cuando se erizaban de nuevo, dirigiéndose a un lado y a otro, y dándome una expresión extraordinariamente ridícula.
Carlos Ivanovitch se estaba vistiendo en otra habitación y le llevaron un frac azul con la ropa blanca.
Por la puerta que daba a la escalera oí la voz de una camarera de mi abuela y salí al descansillo para preguntarle qué quería. Llevaba en la mano una camisa muy planchada y almidonada, y me contó que no se había acostado aquella noche para que la camisa estuviese preparada a tiempo. Me ofrecí a llevársela yo mismo a Carlos Ivanovitch y le pregunté si la abuela se había levantado ya. «¿Que si se ha levantado? ¡Ya hace rato que se tomó su café, y ahora ha recibido la visita del arcipreste! ¡Qué guapo está usted hoy!», añadió con una sonrisa al mirar mi traje nuevo.
Esta observación me sonrojó. Giré sobre mis tacones, sacudí con fuerza los dedos y di un salto. Todos estos movimientos tenían por objeto darle a entender que no sabía aún bien todo lo guapo que podía ser yo.
Cuando entré en la estancia de Ivanovitch con la camisa ya era demasiado tarde, dado que se había puesto una. Lo encontré encorvado ante el espejito, que había puesto plano sobre la mesa y se hacía el lazo de una corbata que guardaba para las grandes ocasiones. Estaba cerciorándose de que no le estorbaba los movimientos del mentón recién afeitado, probando si éste rozaba o no con la corbata.
Estiró nuestras chaquetas por delante y por detrás y le rogó a Kolia que hiciese otro tanto con él, y al fin nos llevó ante la abuela. Yo me iba riendo al pensar en el olor a fijador que los tres estábamos esparciendo a nuestro alrededor.
Carlos Ivanovitch llevaba en la mano una cajita de cartón hecha por él mismo; Volodia su dibujo y yo mis versos. Cada uno de nosotros tenía en la punta de la lengua la felicitación que debía acompañar a su respectivo regalo.
Cuando Carlos Ivanovitch abrió la puerta del salón, el sacerdote ya se había puesto la casulla y comenzaba la plegaria de acción de gracias.
La abuela, toda encorvada, con las manos apoyadas en el respaldo de una silla, rezaba en pie, con gran fervor, junto a la pared. Papá, que estaba cerca de ella, se volvió hacia nosotros y sonrió al ver cómo escondíamos precipitadamente nuestros regalos tras la espalda y nos deteníamos junto a la puerta con la esperanza de pasar inadvertidos. Habíamos estudiado un efecto de sorpresa, pero nuestro intento fracasó del todo.
Al empezar el desfile me sentí paralizado de pronto por un exceso invencible de timidez. Comprendí que me faltaría el valor necesario para ofrecer mi regalo, y me escondí detrás de Carlos Ivanovitch, quien después de pronunciar un discurso muy florido, pasó la cajita de la mano izquierda a la derecha, y presentándola graciosamente a mi abuela se separó algunos pasos para dejar paso a Volodia.
A la vista de la caja, recamada de recortes de papel dorado, la abuela pareció extasiada, y manifestó su reconocimiento con una graciosa sonrisa. Se veía que no sabía dónde ponerla, y para desembarazarse de ella se la dio a papá, que después de examinarla bien por todos lados, se la dio al arcipreste, quien pareció encontrarla de su gusto, asintiendo con la cabeza y mirando con gran curiosidad la caja y al artista capaz de ejecutar semejante obra maestra.
Volodia ofreció su turco y recibió por él las más lisonjeras alabanzas. Había llegado mi turno y la abuela se volvió hacia mí con gesto de curiosidad.
Las personas tímidas saben que la timidez aumenta en razón directa del tiempo y que el valor disminuye en la misma proporción. En otros términos: cuanto más se prolonga la situación embarazosa, tanto más invencible se hace la timidez y tanto menos valor se tiene.
El escaso atrevimiento que me quedaba se evaporó en el tiempo en que Carlos Ivanovitch y Volodia ofrecían sus regalos, y mi timidez llegó a su estado más agudo. Sentía la cara inflamada y me pareció ponerme de todos los colores; las orejas me ardían, gruesas gotas de sudor corrían por mi frente, temblaba con todo mi cuerpo y continuaba tambaleándome, primero sobre un pie, luego sobre el otro, pero sin avanzar un solo paso.
—Vamos, Nicolás —me empujó papá—, enséñanos lo que traes. ¿Es una caja o un dibujo?
Era preciso el sacrificio: ofrecí a la abuela con mano temblorosa el pliego fatal que había arrugado en medio de mis angustias; pero no me fue posible articular una sola palabra. Me trastornaba la idea de que la abuela, al recibir mis pésimos versos, los leyera en voz alta, de modo que todos sabrían que no amaba a mamá, y que la había olvidado porque prometía amar a la abuela como a mi madre.
Sería absolutamente imposible dar una idea de las angustias que experimenté cuando la abuela empezó a leer en voz alta. En medio del tercer verso se detuvo porque no podía descifrar la escritura, y miró a papá con una sonrisa que me pareció irónica; luego continuó, pero sin hacer las pausas que yo habría querido. Al fin renunció a la lectura a causa de su mala vista y tendió el pliego a papá, suplicándole que leyese la estrofa comenzando desde el principio.
Yo creí que se había interrumpido porque le fastidiaba leer versos tan feos y escritos en líneas desiguales y se los daba a papá para que leyese para sí los últimos, en donde se demostraba abiertamente mi falta de corazón. Esperaba que me tirasen el pliego a la cara diciéndome: «Chiquillo depravado, que ha olvidado a su madre. ¡Toma, eso es lo que mereces!» Pero no, nada de esto ocurrió. Por el contrario, cuando papá hubo concluido, mi abuela exclamó: «¡Muy bonitos!», y me besó en la frente.
La caja, el dibujo y los versos fueron depositados sobre la mesita que se encontraba al lado de la butaca de la abuela; al lado de dos pañuelos de batista y de una tabaquera, sobre la cual estaba el retrato de mamá.
—¡La princesa Bárbara Ilinitch! —anunció uno de los dos lacayos que montaban tras la carroza de la abuela. Ésta, absorta en el retrato de mamá y la caja de tabaco, no respondió.
—¿Ordena su excelencia que la haga entrar? —preguntó el lacayo.