Papá está mucho más alegre desde que Volodia ingresó en la universidad y come más a menudo que antes con mi abuela. Sé por Kolia que su alegría proviene de haber ganado mucho jugando en estos últimos meses.
Estaba de tan buen humor, que por la noche, antes de irse al casino, solía sentarse al piano y, llamándonos a todos a su alrededor, cantaba canciones llevando el compás con el pie en ciertos pasajes y agitando sus zapatos planos (no podía sufrir los tacones y no los llevaba nunca). Era digno de ver en estos casos la admiración cómica de Liubotshka, su predilecta, que le pagaba este cariño con una especie de veneración.
De vez en cuando venía a clase y me escuchaba con gesto severo mientras daba mi lección; en muchas ocasiones noté por algunas palabras con las que pretendía corregirme que sabía menos que yo. Otras veces nos hacía señas a escondidas cuando mi abuela se enfadaba y gritaba sin razón alguna o por la menor cosa.
En una palabra, papá va bajando poco a poco de las alturas inaccesibles en que lo había colocado mi imaginación.
Continúo besando, es verdad, su mano ancha y blanca con el mismo afecto y el mismo sincero respeto; pero me tomo la libertad de criticarlo, de juzgar sus actos, y me asusto de las ideas que a veces acuden a mi mente. No olvidaré nunca un accidente que suscitó en mí muchos de esos pensamientos y que me ocasionó grandes sufrimientos morales.
Una noche, a hora avanzada, entró vestido de frac negro y chaleco blanco en busca de Volodia para llevarlo a un baile. Volodia estaba aún vistiéndose y la abuela lo esperaba en su habitación. Tenía la costumbre, en las noches de baile, de hacerlo acudir a su presencia para verlo, bendecirlo y darle algunas instrucciones.
En la sala, alumbrada por una sola lámpara, Mimí se paseaba con Catalina, y Liubotshka tocaba al piano el segundo concierto de Field, la pieza favorita de mamá.
No he visto nunca entre individuos de la misma familia un parecido que me choque tanto como el que existía entre mamá y mi hermana. La semejanza no estaba ni en las facciones ni en el conjunto de la cara, sino en algo indefinible: en las manos, en la manera de andar y, sobre todo, en la voz y en algunas expresiones. Liubotshka se impacientaba y decía: «¡No hacen más que impacientarme; no han hecho otra cosa toda la vida!» Pronunciaba aquellas palabras «toda la vida», que eran una expresión de mamá, cargando como ella el acento en la palabra «toda»: to... da la vida. Me parecía estar oyendo a mamá. Sobre todo en el piano la semejanza era extraordinaria, no sólo en la manera de tocar, sino en todos los ademanes.
Liubotshka tenía el mismo modo de arreglarse el vestido y de volver la página con la mano izquierda cogiéndola por arriba. Daba el mismo puñetazo de impaciencia cuando no le salía bien un pasaje difícil con el mismo «¡Ah, Dios mío!» Alardeaba de la misma delicadeza y de la misma precisión al tocar aquel precioso aire de la escuela de Field llamado tan gráficamente «sonido de perla» y que no ha podido olvidarse ni siquiera con los golpes violentos de los pianistas modernos.
Papá entró con ágiles pasos y se acercó a Liubotshka, que al verlo se detuvo.
—No, continúa, Liuba —le dijo haciéndola sentarse—. Ya sabes que me gusta oírte.
Liubotshka volvió a sentarse y papá permaneció largo rato frente a ella, con el codo apoyado en el piano. De pronto le dio el tic que le hacía mover involuntariamente el hombro; se levantó y se puso a pasear por la estancia.
Cada vez que pasaba junto al piano se detenía y observaba un momento a Liubotshka. Por sus movimientos y su manera de andar comprendí que estaba emocionado. Después de dar dos o tres vueltas, se acercó a mi hermana y le besó los cabellos negros, después reanudó su paseo.
Concluida la pieza, cuando Liubotshka le preguntó: «¿Está bien?», él le cogió la cabeza y la besó en la frente y en los ojos con una ternura de la que yo no lo creía susceptible.
—¡Oh, Dios mío, estás llorando! —dijo de pronto Liubotshka fijando en él sus grandes ojos atónitos—. Te pido perdón, querido padre; había olvidado que ésta era la composición favorita de mamá.
—No, querida, tócala muchas veces —dijo él con voz temblorosa—. ¡Si supieras cuánto bien me hace llorar contigo!
La besó otra vez. Trató de dominarse mientras su hombro seguía aún dominado por el tic, y se dirigió hacia la puerta del corredor que conducía a la habitación de Volodia.
—Voldemar, ¿estás listo? —gritó desde el corredor.
En aquel momento pasaba Mascha, la camarera. Al ver a su amo bajó la cabeza y trató de pasar por detrás, pero él la detuvo.
—¡Cada día estás más guapa! —le dijo inclinándose hacia ella.
Mascha se ruborizó y bajó más la cabeza.
—¿Me permite usted? —murmuró.
—Voldemar, ¿qué hacéis? —repitió papá negando con la cabeza y tosiendo. Marcha pasó por delante de él y entonces me vio.
Amo a mi padre, pero la razón es independiente del corazón y sugiere a menudo al hombre ideas que quebrantan todo afecto; ideas incomprensibles y crueles para el corazón.
Por más que me esfuerzo en desviarlas, me persiguen sin descanso.