Mi abuela está cada día más débil y se oyen más a menudo en su habitación los toques del timbre, la voz irritada de Gascha y el ruido de puertas cerradas con furia.
Ya no nos recibe en su gabinete, hundida en su butaca; la vemos siempre en su alto lecho sobre las almohadas adornadas con encajes. Al darle los buenos días y besarle la mano, observo en ella una inflamación de un blanco amarillento y siento en la habitación el mismo olor asfixiante que noté cinco años atrás en la habitación mortuoria de mamá.
El médico viene tres veces al día y se hacen varias consultas. Sin embargo, el carácter de mi abuela no ha cambiado; siempre está irritada y ceremoniosa con todas las personas de casa, y especialmente con papá. Acentúa las palabras al pronunciarlas, como antes; frunce el ceño como antes y aún dice: «¡Querido mío!»
Ya hace muchos días que no nos permiten entrar en su habitación; y una mañana, a la hora de la clase, Saint-Jérôme me propone dar un paseo en trineo con Liubotshka y Catalina. Aunque he notado al montar en el trineo que habían esparcido mucha paja en un trozo de calle debajo de las ventanas de mi abuela y que algunos individuos con tabardo azul turquí estaban de pie ante la puerta, no puedo comprender por qué nos mandan fuera en trineo a una hora tan inusitada.
Durante el paseo, Liubotshka y yo tuvimos uno de esos momentos de júbilo en que basta una palabra, un ademán, una fruslería para arrancarnos una carcajada.
Un buhonero ambulante que atraviesa la calle corriendo nos hace reír. Un trineo mal conducido alcanza al galope al nuestro y el cochero tira del extremo de las riendas; nosotros prorrumpimos en una carcajada. El látigo de Felipe se enreda en la lanza del trineo y Felipe se vuelve gritando: «¡Eh!» Y nosotros nos desternillamos de risa.
Mimí declara con semblante torvo que solamente los necios se ríen sin motivo. Liubotshka se pone de color púrpura por el esfuerzo que hace para no reírse y me mira a hurtadillas. Al encontrarse nuestras miradas soltamos una risotada que nos hace llorar y que amenaza con sofocarnos. En cuanto comenzamos a estar más tranquilos miro a Liubotshka, pronunciando una palabra especial que habíamos adoptado hacía algún tiempo y que tiene el don de hacernos reír, y estallamos de nuevo en sonoras carcajadas.
Al volver a casa, y ya cerca de la puerta, iba a abrir la boca para hacer una mueca a Liubotshka cuando mis ojos tropezaron con la tapa negra de un ataúd que estaba apoyado en una hoja de la puerta del salón. Me quedé con la boca abierta y con mi gesto a medio hacer.
—¡Vuestra abuela ha muerto! —nos anunció Saint-Jérôme, que había salido a recibirnos muy pálido.
Mientras el cuerpo de la abuela permaneció en casa sentí aquella impresión dolorosa que infunde el miedo a la muerte. Quiero decir que aquel cadáver me recordaba con desagradable insistencia que todos tenemos que morir un día, pensamiento que suele asociarse con un sentimiento de tristeza. La muerte de mi abuela no me causaba la menor pena, y a los demás les ocurrió lo mismo.
La casa, en verdad, estaba llena de visitas, pero nadie se manifestaba muy afligido, a excepción de una persona cuyo violento dolor me chocó más de lo que hubiera podido imaginar. Esta persona era Gascha, la doncella, que fue a encerrarse en su cuarto y allí, llorando a mares, gritaba, se mesaba los cabellos y afirmaba, sin querer atender los consuelos que le prodigaban, que sólo la muerte podría compensarla de la pérdida de su querida ama.
Repito que, en materia de sentimientos, la falta de lógica es la mejor prueba de sinceridad.
Mi abuela ha muerto, pero su recuerdo vive aún en la casa y es objeto de infinitos comentarios, que se refieren casi todos al testamento que ha hecho antes de morir y que nadie conoce, a excepción del príncipe Iván Ivanovitch, albacea testamentario. Observo cierta agitación entre las personas de casa y oigo que se discute a menudo sobre lo que habrá dejado a cada cual. Confieso que, sin querer, pienso con satisfacción en que algo vamos a heredar.
Pasadas seis semanas, Kolia, que era el correveidile de la casa, me contó que la abuela dejaba su fortuna a Liubotshka, y que nombraba su tutor hasta su matrimonio, no a papá, sino al príncipe Iván Ivanovitch.