Cuando estaba con los amigos de Volodia representaba entre ellos un papel humillante para mi amor propio, y a pesar de todo, me gustaba mucho estar en la habitación de Volodia cuando había alguien allí; en estos casos me sentaba y lo observaba todo sin despegar los labios. Los que más a menudo venían a buscarlo eran el ayudante Dubkof y el príncipe Nekliudof, estudiante. Dubkof era un moreno musculoso, con piernas un poco cortas, no muy joven pero sí hermoso y de carácter alegre. Era uno de esos hombres de corto entendimiento que gustan precisamente porque son así. Como no ven más que una fase de las cosas, se muestran siempre entusiastas, y sus juicios, aunque errados, son sinceros y simpáticos. Hasta su frío egoísmo resulta amable y consiguen hacérselo perdonar. Dubkof tenía a nuestros ojos un doble atractivo: aire militar y el continente y los modales juveniles que no sé por qué se confunden con cierta «distinción» a la que suele prestarse gran valor en la primavera de la vida.
En realidad, Dubkof era «un hombre distinguido» en el sentido corriente de la palabra. Una cosa me desagradaba en él, y era que Volodia, al verlo, parecía avergonzarse de tenerme por hermano. Lo que más le avergonzaba era mi juventud.
Nekliudof era feo; ciertamente un hombre no puede ser bello con dos ojillos grises, la frente deprimida y los brazos y las piernas demasiado largos. No poseía ninguna cualidad física apreciable fuera de la estatura, la tez y los dientes. Pero aunque era feo, sus ojillos penetrantes y expresivos, su sonrisa vivaz, a momentos severa, a momentos infantil, daban a su fisonomía, un carácter original y enérgico que a nadie pasaba inadvertido.
Debía de ser muy tímido, porque se ruborizaba con frecuencia, pero su timidez no se asemejaba a la mía. Cuanto más se sonrojaba, tanto más atrevida era la expresión de su rostro, y se habría dicho que se irritaba consigo mismo por razón de su propia debilidad.
Aunque aparentemente se entendía muy bien con Dubkof y Volodia, se adivinaba que sólo la casualidad podía haberlos impulsado a reunirse, ya que Volodia y Dubkof rechazaban, por decirlo así, todo lo que era seriedad y sensibilidad, mientras que Nekliudof se apasionaba y se obsesionaba a menudo, desafiando las burlas de los otros dos, en la filosofía y en las cuestiones que tenían que ver con los sentimientos.
Volodia y Dubkof hablaban con placer de sus amores (se enamoraban de varias mujeres a la vez y ambos de la misma), mientras que Nekliudof se incomodaba siempre que aludían a su simpatía por cierta rubia. Volodia y Dubkof se burlaban a menudo de individuos de su propia familia, y Nekliudof se enojaba y se salía de sus casillas cuando oía algo desagradable de su tía, por la que sentía una especie de veneración. Volodia y Dubkof se iban después de cenar a cualquier sitio adonde no los seguía Nekliudof, a quien llamaban «la jovencita rubia».
El príncipe Nekliudof me causó admiración desde el momento en que lo vi, tanto por lo que decía como por su aspecto exterior, pero aun cuando estábamos de acuerdo en muchos puntos, y quizá por esto precisamente, el sentimiento que me inspiró en nuestra primer encuentro distó mucho de ser de simpatía.
Me disgustaron su mirada penetrante, su voz firme, sus modales altaneros y, sobre todo, la completa indiferencia que me demostraba.
Durante la conversación sentí el ardiente deseo de llevarle la contraria, habría querido aniquilarlo para castigar su orgullo, hacerle ver que yo era también inteligente, aunque no mostraba interés por mí. Su timidez me contuvo.