Durante la cena, el joven a quien yo había quitado la pareja se sentó a mi lado a la mesa y cuidaba de mí de un modo que me hubiera halagado en extremo si aún hubiera sido sensible a estas cosas después de la desgracia que había caído sobre mí.
Se hubiera dicho que quería a toda costa ponerme en evidencia: me hacía mil halagos, me escuchaba como si yo fuera alguien de su edad y aprovechaba los momentos en que las personas mayores no nos miraban para llenarme la copa de vino, que me invitaba a beber.
Al final de la cena, cuando el mayordomo se acercó con una botella de champán envuelta en una servilleta, no me echó más que unas cuantas gotas; el joven insistió en que me llenase la copa y me lo hizo beber de un trago. Sentí un calor agradable por todo el cuerpo, experimenté un gran afecto por mi protector, y prorrumpí en una sonora carcajada.
De pronto la orquesta comenzó a tocar el abuelo, y nos levantamos de la mesa; había llegado el término de mis conversaciones con el joven. Se fue con las personas de edad, y yo, no teniendo valor para seguirlo, fui a escuchar lo que la señora Valakhine decía a su hija:
—¡Media hora más! —decía Sonia en tono persuasivo.
—¡Es imposible, ángel mío!
—Te lo suplico; hazlo por mí —insistía con voz acariciadora.
—¿Y si mañana estoy enferma? —preguntó la señora Valakhine, cometiendo la imprudencia de sonreír.
—¡Oh! ¡Me lo permites! ¡Nos quedamos! ¿Verdad que sí?
—Siempre hay que hacer lo que tú quieres. ¡Bueno!, vete a bailar... Mira... aquí tienes a tu pareja —dijo, volviéndose hacia mí.
Sonia me dio la mano y corrimos hacia la sala.
El vino que había bebido, la presencia de Sonia y su alegría me hicieron olvidar del todo el triste final de mi mazurca.
Hice pasos muy cómicos: imitaba al caballo y andaba al trote corto levantando mucho los pies, o triscaba imitando a una cabra que hace frente a un perro y me reía con todas mis fuerzas, sin preocuparme de lo que pensarían de mí los asistentes. También Sonia se reía sin tregua, y dábamos mil vueltas cogidos de la mano, siempre riendo. Observamos a un viejo que extendía las piernas con mucha precaución, como si esto le costase mucho trabajo, y ella se reía; vimos un pañuelo en el suelo y Sonia prorrumpió en otra carcajada; hice una pirueta para mostrar mi habilidad y se desternilló de risa.
Al atravesar el gabinete de mi abuela, eché una ojeada al espejo y me vi bañado en sudor, el traje en desorden y los cabellos más enmarañados que nunca.
A pesar de esto, mi cara tenía una expresión agradable, un aspecto de salud y de alegría que me satisfizo.
«Si siempre fuera así —pensé—, yo también podría agradar.»
Pero cuando volví los ojos al rostro gracioso de mi pareja y observé su belleza delicada y exquisita, unida a la expresión de salud, de alegría y de aturdimiento que había notado en mí mismo, me enfurecí contra mi propia fealdad y comprendí lo absurdo de esperar que yo pudiera atraer la atención de una criatura tan maravillosa.
No conservaba la esperanza de ser correspondido, no pensaba siquiera en ello, pues mi alma no lo necesitaba para rebosar de felicidad. No sabía que más allá del sentimiento del amor que inundaba mi corazón de alegría existe un bien aún más grande, no sabía que además de un amor inmortal se podía desear algo todavía mayor. Estaba contento así; mi corazón latía como el de una paloma, la sangre afluía a él sin tregua y sentía deseos de llorar.
Nos fuimos al corredor, y al pasar por delante de un cuartito oscuro que había debajo de la caja de la escalera, la miré y pensé: «¡Qué felicidad el poder pasar toda mi vida con ella en este cuartito oscuro, sin que nadie supiera que estamos ahí!»
—Nos hemos divertido mucho esta noche, ¿no es verdad? —dije con voz baja y temblorosa, apretando el paso y asustado, menos de lo que había dicho que de lo que hubiera querido decir.
—¡Oh, sí!... ¡Mucho! —respondió Sonia volviendo su cabecita hacia mí con expresión tan sincera y tan bondadosa que todo mi temor se disipó.
—Sobre todo después de cenar... ¡Si supiera usted cuánto siento (hubiera querido decir: «¡Qué triste me quedaré!») que se marche y que no podamos vernos más!
—¿Por qué no hemos de vernos más? —replicó Sonia mirando la punta de sus zapatitos y pasando el dedo por un biombo por delante del cual cruzábamos—. Todos los martes y los viernes mamá y yo vamos de paseo en coche al baluarte de Zverskoe. ¿No va usted nunca de paseo?
—El martes pediré permiso para ir de paseo, y si no me lo dan, me escaparé, aunque sea sin sombrero; ya conozco el camino.
—¿Sabe usted una cosa? —dijo Sonia de pronto—. Hay muchos niños que vienen a mi casa y a quienes les hablo de tú. Tuteémonos también. ¿Quieres? —añadió asintiendo con la cabeza y mirándome a los ojos.
En aquel momento entrábamos en la sala donde habían comenzado a bailar con la mayor alegría otra parte de El abuelo.
—¿Baila usted?... ¿Bailas conmigo? —le dije, aprovechando un momento en que la música y el ruido casi hubieran podido sofocar mi voz.
—Bailaré —contestó Sonia riendo.
El abuelo terminó sin que yo me hubiese atrevido a dirigirle una sola frase tuteándola. Aunque había compuesto mentalmente algunas en las que se repetía el tú varias veces, me faltó el valor. «¿Quieres? ¿Bailas?...» Estas palabras resonaban aún en mis oídos, embriagándome de felicidad. No veía nada ni a nadie a excepción de Sonia.
Cuando se marchaba vi cómo le anudaban los cabellos, recogiéndole los bucles detrás de las orejas, descubriendo así sus sienes y una parte de su frente que yo no había visto aún. Vi cómo la envolvieron desde la cabeza hasta los pies en su chal verde, de modo que no se le veía más que la punta de la nariz. Noté que con los deditos rosados organizó una abertura para no ahogarse, y por último vi que al bajar la escalera detrás de su madre se volvió vivamente hacia donde estábamos, haciéndonos un saludo con la cabeza antes de desaparecer por la puerta.
Volodia, los Ivine, el joven príncipe y yo —todos estábamos enamorados de Sonia— nos detuvimos en lo alto de la escalera para seguirla con los ojos. No sé a quién se dirigía aquella inclinación de cabeza, pero en aquel momento estaba firmemente convencido de que era a mí.
Al despedir a los Ivine lo hice con gran desenvoltura, y al dirigirme a Sergio le toqué ligeramente la mano. No sé si él comprendería que a partir de aquel instante había perdido mi amistad y su influencia sobre mí; lo cierto es que manifestó su disgusto, aunque se esforzaba en demostrar una perfecta indiferencia.
Por primera vez en mi vida había variado en mis afectos, y por primera vez sentía con el cambio un agradable placer. Me parecía muy hermoso sustituir un sentimiento que ya había pasado al estado de hábito y que, por decirlo así, había sido despreciado, en un amor fresco, desconocido y lleno de misterio.
Además, cesar de amar y comenzar de nuevo a amar al mismo tiempo es amar dos veces.