Mamá no existía ya y nuestra vida continuaba su curso ordinario. Nos levantábamos y nos acostábamos a las mismas horas y en los mismos aposentos. El té de la mañana, el té de la noche, la comida, la cena, todo se hacía a las mismas horas y del mismo modo. Los muebles, las sillas, todo estaba en el lugar que había ocupado antes, nada había cambiado en casa ni en nuestra existencia; ¡sólo ella no estaba allí...!
Creí que después de tal desgracia todo habría debido cambiar, que nuestro método anterior de vida constituiría una ofensa para su memoria, haciéndonos sentir con demasiada viveza su ausencia.
En la víspera de los funerales, después de la comida, tenía sueño y fui al cuarto de Natalia Savishna con la intención de tumbarme en su buena cama de pluma bajo el caliente edredón bien acolchado.
Cuando entré, se había acostado y parecía dormir; al ruido de mis pasos se levantó, se quitó un pañuelo de lana que se había puesto en la cabeza para librarse de las moscas y se acomodó la cofia, sentándose después en el borde de la cama.
No era la primera vez que a la hora de la siesta iba a su cuarto para descabezar un sueño, y por esa razón adivinó el motivo de mi visita y, haciendo un movimiento para levantarse, me dijo:
—¡Muy bien! ¿Ha venido mi pequeño a descansar? Acuéstese usted.
—¡Vaya una idea, Natalia Savishna! —dije, deteniéndola por el brazo—. No he venido para eso... Está usted cansada. Descanse usted.
—No, amo, ya he dormido bastante —respondió (yo sabía que hacía tres noches que no se acostaba)—. Además, no es éste el momento de dormir —añadió con un profundo suspiro.
Deseaba conversar un poco sobre nuestra desgracia con Natalia Savishna; conocía su sinceridad y su afecto y sentía que me confortaría llorar con ella.
—Natalia Savishna —le dije después de un momento de silencio, sentándome en la cama—, ¿lo esperaba usted?
Ella me miró con aire perplejo y curioso sin comprender por qué le hacía yo esa pregunta.
—¡Quién podía suponerlo! —insistí.
—¡Ay, amo! —dijo mirándome con afecto y tristeza—. No se podía prever, y aún no he logrado persuadirme de que es la triste verdad.
»Soy vieja y hace mucho tiempo que mis huesos deberían descansar, pero sucede lo contrario; yo los voy enterrando a todos: el amo viejo, su abuelo, de eterna memoria; el príncipe Nicolás Mikhailovitch y sus dos hermanos, su hermana Ana, a todos los he enterrado y todos eran más jóvenes que yo, amo; y ahora tengo que enterrarla a ella, como un castigo a mis pecados. ¡Hágase su santa voluntad! Dios se la ha llevado porque era digna de ir al cielo; también allá arriba hacen falta los buenos.
Esta idea ingenua fue para mí muy consoladora. Me acerqué más aún a Natalia Savishna, que había cruzado las manos sobre el pecho y miraba al cielo. Sus ojos húmedos y hundidos expresaban un dolor inmenso, pero resignado. Esperaba firmemente que Dios no la tendría separada por mucho tiempo de aquella por quien en tantos años se habían reconcentrado todos sus afectos.
—Sí, amo; ¡cuánto tiempo ha pasado desde que fui su niñera y cuidé de ella! Me llamaba Nascha, corría detrás de mí, me cogía con sus manitas y me abrazaba diciendo: «Mi linda Nascha, querida Nascha mía.» Y yo, para divertirme, le decía: «No es verdad, ama, usted no me quiere mucho; cuando sea usted mayor se casará y olvidará a Nascha.» Entonces ella se ponía a pensar. «No», respondía; «prefiero no casarme si no he de llevarme a mi Nascha; no dejaré nunca a mi Nascha».
»Y vea cómo me ha dejado al fin y no ha querido esperarme. ¡Y, sin embargo, me quería bien! A decir verdad, ¿a quién no quería ella?, amo. Es imposible que pueda usted olvidar a su mamá; no era una criatura humana, sino un ángel del cielo. Cuando su alma esté en el paraíso, continuará amándolos desde allá arriba y regocijándose al verlos.
—¿Por qué dice usted, Natalia, «cuando esté en el paraíso»? —pregunté—. Yo creo que ya estará allí.
—No, amo —replicó Natalia Savishna bajando la voz y acercándose a mí hasta el borde de la cama—; ahora su alma está aquí.
E indicaba el techo y hablaba en voz baja con tal emoción y tanta fe, que involuntariamente levanté los ojos y miré a lo alto como buscando alguna cosa.
—Antes de ir al paraíso, el alma del justo sufre cuarenta pruebas, querido mío, durante cuarenta días, y puede permanecer en su propia casa.
Prosiguió durante algún tiempo en este tono, hablando con tanta sencillez y convicción como si se tratase del hecho más natural del cual nadie podía tener ni la más ligera duda. Yo la escuchaba conteniendo la respiración; no comprendía bien lo que decía, pero la creía ciegamente.
—Sí, amo —dijo al fin—; en este momento está aquí mismo, nos está mirando y oye todo lo que decimos.
Bajó la cabeza y calló. Buscó un pañuelo para enjugarse las lágrimas y se levantó, me miró fijamente a los ojos y dijo con voz temblorosa por la emoción:
—El Señor, con este golpe, me ha hecho dar grandes pasos hacia Él. ¿Qué hago yo en este mundo? ¿Por qué vivir? ¿A quién amar?
—Entonces ¿no nos quiere? —le pregunté con tono de reconvención y a punto de llorar.
—¡Dios sabe que sí los quiero, pequeñuelos míos!; pero amar a alguien como la amaba a ella no lo he podido hacer nunca ni lo lograré jamás.
No pudo continuar; giró la cabeza y sollozó con fuerza.
Ya no pensaba en dormir; permanecimos sentados uno al lado del otro llorando.
Entró Phoca, y al vernos de aquel modo temió molestarnos, se detuvo a la entrada y nos miró tímidamente sin hablar.
—¿Qué quieres, Phoca? —preguntó Natalia Savishna enjugándose los ojos con el pañuelo.
—Libra y media de pasas, cuatro libras de azúcar y tres libras de arroz para la kuzia.1
—En seguida, en seguida, querido.
Natalia Savishna tomó un pellizco de rapé y se dirigió a cortos pasos hacia un armario. Las últimas huellas de la tristeza que le había producido nuestra conversación desaparecieron tan pronto como se acordó de su oficio, al que atribuía la mayor importancia.
—¿Por qué cuatro libras? —dijo al tomar el azúcar y ponerlo en las balanzas—. Tres libras y media bastan.
Y quitó varios trozos del platillo.
—¿Qué significa esto? Anoche entregué ocho libras de arroz, ¿y aún falta? Di lo que quieras, pero el arroz no te lo doy. Vanka parece regocijarse de que la casa ande revuelta, porque imagina que nadie se preocupa de esto... No; no voy a consentir que se despilfarren los bienes de los amos. ¿Has visto alguna vez nada semejante? ¡Ocho libras!
—¿Qué quiere que haga? Dice que se lo han comido todo.
—Está bien; aquí está. ¡Que devore también éste!
Me sorprendió este brusco tránsito de la emoción más profunda a pequeñeces y disputas tan mezquinas.
Mucho tiempo después, reflexionando sobre esto, me pregunté cómo podía ser que lo ocurrido le permitiese conservar la presencia de ánimo necesaria para atender a sus propios asuntos, y cómo la fuerza del hábito no le permitía descuidar sus ocupaciones cotidianas.
Su dolor era tan grande, que no creyó que nadie pudiese sospechar de ella que evitaba ocuparse de cosas sin importancia.
La vanidad es el sentimiento más incompatible con un dolor verdadero, y al mismo tiempo es parte tan integrante de la naturaleza humana que rara vez renuncia a sus derechos ante un dolor cualquiera, incluso el más profundo.
Entonces se oculta bajo el deseo de aparecer afligido, o desgraciado, o animoso, y estos bajos sentimientos que no nos confesamos ni siquiera a nosotros mismos, pero a los que no escapamos casi nunca —incluso en los momentos más terribles—, enervan nuestro dolor, lo envilecen arrebatándole lo que tiene de sincero.
Pero Natalia Savishna era demasiado infeliz para que en su alma pudiera germinar un deseo cualquiera: no vivía más que por la fuerza del hábito.
Natalia entregó a Phoca las provisiones pedidas y le recomendó que tuvieran mucho cuidado con el pastel destinado a la mesa de los clérigos. Cuando se hubo marchado, cogió su calceta y se sentó a mi lado.
La conversación se reanudó sobre el mismo tema; lloramos de nuevo y volvimos a enjugarnos los ojos.
Todos los días iba a charlar con Natalia Savishna, y sus dulces lágrimas, sus palabras amables, su serenidad me hacían tanto bien que eran mi único consuelo, pero pronto nos separamos. Tres días después del funeral nos marchamos todos a Moscú; ya no volvería a ver más a Natalia Savishna.
Mi abuela no supo tan terrible noticia hasta nuestra llegada, y su dolor fue inmenso. Ni siquiera nos permitieron verla, porque estaba fuera de sí, y continuó en este estado una semana entera; tanto, que los médicos temieron por su vida. No quería tomar ningún remedio, rehusaba hablar y se negaba a comer y a beber. A veces, sentada en su sillón, a solas en su habitación, provocaban un ataque imprevisto de risa, seguido de sollozos sin lágrimas, que le ocasionaban convulsiones, gritos desaforados, palabras terribles sin sentido alguno. Era éste el primer gran dolor de su vida y estaba aterrada. Sentía la necesidad de acusar a alguien y pronunciaba amenazas furibundas. Se levantaba de pronto de su butaca y paseaba como una fiera por su aposento, a largos pasos, hasta que caía sin sentido.
Una vez fui a su habitación: la encontré sentada y parecía serena, pero su mirada me sorprendió. Los ojos, muy abiertos, tenían un no sé qué de vago y de alelado; los fijó en mí, y sin embargo no me veía. Sus labios se cerraron lentamente, sonrió y dijo con voz afectuosa y conmovedora: «Ven aquí, ángel mío, acércate.» Creí que hablaba conmigo y me acerqué, pero no me llamaba a mí.
—¡Ah, si supieses, querida mía, qué dolor he experimentado y qué contenta estoy ahora de que hayas venido...!
Comprendí que ella creía ver a mamá y me detuve.
—Me dijeron que habías muerto —continuó frunciendo las cejas—. ¡Qué necedad! ¿Cómo es posible que tú mueras antes que yo?
Y prorrumpió en una carcajada nerviosa, terrible.
Las personas capaces de grandes afectos son las únicas que pueden resistir esta amarga pena, pero al mismo tiempo están protegidas por aquella gran necesidad de amar que reacciona contra el dolor mismo, porque en el hombre la naturaleza moral es más enérgica que la naturaleza física. El dolor moral no mata nunca.
Después de una semana, mi abuela consiguió llorar y mejoró. Su primer pensamiento, al volver a ser ella, fue para nosotros, y aún aumentó el cariño que nos tenía. Casi nunca la dejábamos sola en su sillón; lloraba, pero sin espasmos, hablaba de mamá y nos acariciaba afectuosamente.
A nadie se le ocurría al mirar a mi abuela que estuviese exagerando su dolor, porque las pruebas que daba eran grandes y conmovedoras. Sin embargo, no sabría decir el porqué, pero me sentía más próximo a Natalia Savishna. Todavía hoy estoy convencido de que nadie amó a mi madre con amor tan puro, ni la lloró tan sinceramente como aquella buena y sencilla criatura.
Con la muerte de mamá concluyó para mí la época feliz de la infancia y se abrió una nueva: la adolescencia. Pero como todos mis recuerdos sobre Natalia Savishna se refieren a mi infancia; como ya no volví a verla más, y como ella ejerció una gran y benéfica influencia sobre el desarrollo y las tendencias de mi sensibilidad, añadiré aquí algunas palabras sobre ella y sobre su muerte.
Los criados que dejamos en el campo me contaron que, después de nuestra partida, Natalia se aburría mucho, pues no tenía gran cosa que hacer. Continuaba, es verdad, siendo la encargada de la despensa y el ama de llaves, escudriñando y arreglando sin cesar sus armarios, contando y pesándolo todo; pero le faltaba el trajín y el ruido de una casa señorial habitada por los amos, aquel vaivén continuo a que estaba acostumbrada desde la infancia. El dolor, el cambio de vida y la escasa actividad le desarrollaron rápidamente una enfermedad senil a la que tenía cierta propensión. Al año de la muerte de mamá, tuvo que meterse en cama, enferma de hidropesía.
Me figuro que Natalia Savishna debió de encontrar muy dolorosa la vida, y aún más el morir sola en la gran mansión casi vacía de Petrovskoe, sin parientes y sin amigos.
Todos la estimaban y la querían, pero ella no sentía ninguna predilección por nadie y se mostraba orgullosa de ello.
Profesaba la idea de que, dada su posición en la casa, poseyendo la confianza de sus amos y encargada por ellos de la custodia de todos los armarios y de todas las llaves, la preferencia por alguno de sus compañeros podía inducirla a una parcialidad e indulgencia culpables.
Por este motivo, y quizá también porque no tenía nada en común con los demás criados, se mantenía alejada de todos ellos. Solía decir que en la casa no debía tener ni compadres ni parientes, y que no dejaría a nadie abusar de la propiedad de los señores.
Buscaba y encontraba consuelo en las fervientes oraciones en que su alma se ofrecía a Dios. En los momentos de flaqueza a que todos estamos sujetos y durante los cuales no hay mejor consuelo que las lágrimas o la simpatía de un amigo, hacía subir a su perrito con ella sobre la cama, le hablaba y lloraba en silencio acariciándolo.
El perrito le lamía las manos, fijaba en ella sus ojos amarillentos y gemía. Entonces ella procuraba calmarlo, diciéndole: «Calla, no necesito que tú me recuerdes que he de morir pronto.»
Un mes antes de morir sacó de su cofre un trozo de muselina blanca y unas cintas de color de rosa, y con la ayuda de una mujer, se hizo un vestido y una cofia, preparando cuidadosamente todo lo necesario para sus funerales. Confió al intendente todos los armarios de la casa con un inventario minucioso; después sacó dos trajes de seda y un antiguo chal, regalos de mi abuela, y el uniforme de mi abuelo, todo recamado de oro y que él le había regalado. Era tan cuidadosa con las ropas, que los bordados y los galones del uniforme se encontraban aún en estado perfecto y el paño no tenía la menor señal de polilla.
Antes de morir pidió que uno de los vestidos de seda, el de color rosa, se lo dieran a Volodia, y el otro, de color de pulga a cuadros, fuese para mí, a fin de que nos hiciéramos unas batas con ellos.
El chal lo legó a Liubotshka, y el uniforme al primero de los dos —Volodia o yo— que llegase a oficial.
A excepción de cuarenta rublos destinados a pagar los funerales, legó el dinero y cuanto poseía a su hermano.
Éste, que era liberto desde hacía mucho, habitaba en un país muy distante y llevaba una vida muy desarreglada, de modo que Natalia no había tenido durante su vida relación alguna con él.
Cuando el hermano vino a tomar posesión de la herencia y no encontró más que veinticinco rublos en papel, no dio crédito a sus ojos. Le parecía imposible que una mujer que había vivido sesenta años en una casa rica en donde lo controlaba todo, que había sido siempre más que ahorrativa, pues era casi avara, no dejase nada al morir. Sin embargo, ésta era la pura verdad.
Natalia Savishna estuvo enferma otros dos meses y soportó sus dolores con paciencia verdaderamente cristiana. Jamás refunfuñaba ni se lamentaba, hablando siempre de Dios, según su costumbre. Una hora antes de morir se confesó con tranquila alegría, comulgó y recibió la extremaunción.
Pidió perdón a todos los de la casa por las ofensas que podía haberles hecho, y encargó a su confesor, el padre Vassili, que comunicase a la familia la extremada gratitud con que recordaba nuestras bondades y nos rogaba que la perdonásemos si por torpeza había ofendido a alguno de nosotros. «Pero puedo decir —añadió— que no soy una ladrona; no he tocado jamás ni un hilo que perteneciese a mis amos.» Era la única cualidad que ella se reconocía.
Se puso el vestido blanco y la cofia, se apoyó con el codo en la almohada y no cesó hasta el fin de hablar con el sacerdote. Al recordar que no dejaba nada a los pobres, tomó diez rublos y encargó al padre Vassili que los repartiera en la parroquia. Hizo la señal de la cruz, se dejó caer en la almohada y expiró pronunciando con sonrisa inefable el nombre de Dios.
Salió de este mundo sin pena y sin temor a la muerte, aceptándola como una gracia; cosa que se repite muy a menudo, pero pocas veces con sinceridad. Natalia Savishna podía no temerla, porque moría con su fe inquebrantable y había vivido siempre según los preceptos del Evangelio. Toda su vida no había sido más que amor puro y desinteresado y un sacrificio constante de sí misma.
¡Ah, no porque su religión hubiese podido ser más pura y su vida dirigida a un fin más alto, parece menos digna de respeto la pobre Natalia, toda amor y abnegación!
Después de realizada la más bella, la mayor obra de esta vida, murió sin pena y sin temor.
La enterraron, según sus deseos, no lejos de la capilla que estaba erigida sobre la tumba de mamá. Las ortigas y los lampazos han cubierto el lugar en que reposa. Cuando voy a la capilla de mamá no dejo nunca de acercarme a la verja pintada de negro que rodea la tumba de Natalia Savishna, arrodillándome ante ella.
A veces me detengo entre la capilla y la verja negra acometido por tristes pensamientos, y me pregunto: «¿Acaso no me ha condenado la Providencia al eterno desconsuelo al separarme de esos dos seres tan queridos?»