—Aquél fue un período terrible, Nicolás: era la época de Napoleón. El emperador quería conquistar Germania, y nosotros defendíamos nuestra patria con heroica resolución. Estuve en Ulma, en Austerlitz, en Wagram...
—¿Ha combatido usted? —lo interrumpí mirándolo con estupor—. ¿Ha matado usted a alguien?
Carlos Ivanovitch se apresuró a tranquilizarme.
—Una vez cierto granadero francés, que se había rezagado, cayó a un lado del camino. Corrí hacia él para traspasarlo con mi bayoneta, pero él me tendió el fusil suplicando perdón, y lo dejé marchar.
»En Wagram, Napoleón nos había encerrado en una isla, de modo que no había modo de salvarse. Permanecimos tres días sin comer y el agua nos llegaba hasta la rodilla. ¡Aquel bellaco de Napoleón no quería capturarnos ni dejarnos salir!
»El cuarto día, gracias a Dios, nos hizo prisioneros y nos mandó encerrar en un castillo. Yo tenía un pantalón azul, un capote de paño, quince thalers en metálico y un reloj de plata que me había regalado papá. Un soldado francés me lo quitó todo. Por fortuna me quedaron tres ducados que mamá me había cosido en el chaleco y que no pudieron encontrar los franceses.
»No me había resignado a la idea de permanecer mucho tiempo en el castillo y decidí fugarme. Un día en que se celebraba una fiesta dije al sargento que nos vigilaba: “Sargento, hoy hay fiesta y quiero celebrarla. Haga usted el favor de traer dos botellas de Madera y beberemos juntos.” El sargento respondió: “Muy bien.” Después que el sargento hubo traído el vino de Madera y en cuanto apuramos una copita, le cogí la mano y le dije: “Sargento, ¿tiene usted padre y madre?” Él respondió: “Sí, señor Mayer. Mis padres no me han visto desde hace más de ocho años y ni siquiera conocen mi paradero; no saben si mis huesos reposan ya en la húmeda tierra.” “¡Escúcheme, sargento, tengo dos ducados que llevaba cosidos en el forro del chaleco; tómelos usted y déjeme marchar! Sea usted mi bienhechor y mi madre rezará durante toda su vida por usted a Dios omnipotente.”
»El sargento bebió otro vaso de Madera y respondió: “Señor Mayer, yo lo quiero a usted bien y lo compadezco, pero ¡usted es prisionero y yo soy soldado!” Le apreté con fuerza la mano e insistí: “¡Señor sargento...!” Entonces me contestó: “Es usted pobre y no quiero su dinero, pero lo ayudaré en lo que pueda. Cuando me vaya a dormir, invite usted a una botella de aguardiente a los soldados, que se quedarán dormidos. ¡Yo no veré nada!”
»Era lo que se llama un hombre honrado. Pagué una botella de aguardiente, y cuando los soldados estuvieron ebrios, me puse los zapatos, un capote viejo y, en silencio, me escurrí. Al llegar a la muralla quise saltar abajo, pero en el fondo había mucha agua, y como no quise mojarme mi único capote, probé a acercarme a la puerta principal.
»El centinela, que se paseaba con el fusil al hombro, me vio.
»“¿Quién va?”, gritó. No respondí. “¿Quién va?”, repitió. No le hice caso. “¿Quién va?”, gritó por tercera vez, y yo eché a correr. Salté al agua, trepé por el lado opuesto y huí.
»Durante toda la noche seguí corriendo por el camino, y cuando amaneció tuve miedo de ser reconocido y me escondí en un campo muy grande de centeno; me puse de rodillas, junté las manos y di gracias a nuestro Padre celestial por haberme salvado; después me quedé dormido con el alma en paz.
»Al anochecer me volví a poner en camino.
»Apenas hube dado algunos pasos cuando me alcanzó un gran carro alemán tirado por dos caballos negros. Lo conducía un hombre bien vestido que fumaba en pipa y que me miró. Yo acorté el paso para que el carro pasara delante, pero éste se detuvo y el carretero siguió mirándome; me senté al borde del camino y el hombre paró el carro sin cesar de mirarme. “Joven, ¿adónde va usted a estas horas?” “Voy a Francfort”, le respondí. “Suba usted a mi carro. Hay sitio para los dos y lo dejaré allí... ¿Cómo no lleva usted equipaje? ¿Por qué lleva usted la barba tan crecida y los vestidos llenos de lodo?”, me preguntó cuando estuve sentado a su lado. “Soy un pobre diablo”, le dije. “Y querría emplearme en una fábrica. Mi traje está lleno de lodo porque me he caído.” “Miente usted, joven, el camino está perfectamente seco.” No contesté. “Dígame usted la verdad”, profirió el buen hombre. “¿Quién es usted y de dónde viene? Su cara me gusta, y si es usted honrado, lo ayudaré.” Entonces se lo conté todo, y él me dijo: “Está bien, joven. Venga conmigo a mi cordelería y le daré trabajo y lo alojaré en mi casa.” “Está bien”, le contesté yo.
»Llegamos a su cordelería y el buen hombre dijo a su mujer: “He aquí a un joven que se ha batido por su patria. Estaba prisionero y se ha escapado. No tiene casa, ni vestidos, ni pan. Vivirá con nosotros; dale ropa limpia y de comer.”
»Estuve con ellos año y medio, y mi amo me estimaba tanto que no quería que me fuese, y yo estaba muy bien en su casa. Yo era entonces un buen mozo, joven, alto, con los ojos azules y la nariz un poco aguileña..., y la señora L (no puedo decir el nombre), la mujer de mi amo, era también joven y bonita. Empezó a demostrarme su amor. Un día me preguntó: “Señor Mayer, ¿cómo lo llama a usted su madre?” “¡Carlitos!”, le respondí. Y ella me dijo: “Pues bien, Carlitos, venga usted, siéntese a mi lado.” La obedecí en seguida y ella me dijo: “¡Carlitos, deme un abrazo!” La abracé y ella me dijo: “Carlitos, lo quiero a usted tanto que no puedo resistir más”, y temblaba con todo su cuerpo.
Carlos Ivanovitch hizo al llegar a este punto una larga pausa. Negaba ligeramente con la cabeza, ponía en blanco los bellos ojos azules y sonreía como se sonríe a un dulce recuerdo.
—Sí —continuó, removiéndose en su butaca y arreglándose la bata—. Nunca he disfrutado de momentos agradables, pero Aquél es testigo —y señaló un grabado que representaba a Cristo y que colgaba a la cabecera de su cama— de que nadie tiene derecho a decir que Carlos Ivanovitch ha sido deshonesto. No quise pagar con mi ingratitud las bondades del señor L y decidí huir de su casa.
»Una madrugada, cuando todos dormían aún, escribí a mi amo una carta que dejé encima de mi mesita de noche; cogí mi ropa, tres thalers y salí sin que lo advirtieran. Nadie me vio y me marché carretera abajo.