Mi manera de ver las cosas y las personas y mis relaciones con unos y con otros se modificaron más profundamente aún en Moscú.
La primera vez que volví a ver a la abuela y noté su cara demacrada y arrugada y sus ojos apagados sentí, en vez del terror y de la sumisión respetuosa que me había inspirado hasta entonces, una gran compasión. Cuando apoyó el rostro en la cabeza de Liubotshka sollozando, como si estuviese ante el cadáver de su hija querida, mi compasión se trocó en ternura. El espectáculo de su dolor al vernos me afligía, tenía la conciencia de que a sus ojos no representábamos casi nada y que sólo le éramos queridos en cuanto lo recordábamos el pasado. Sentía que todos los besos con que cubría nuestras mejillas no expresaban más que esta idea: «Ella no existe ya; ha muerto y no la veré más.»
Papá, que en Moscú no se ocupaba casi de nosotros y a quien no veíamos más que a las horas de la comida, vestido con levita negra cerrada o de frac, con aspecto siempre pensativo, comenzó a decaer ante mi consideración. Ya no me causaban admiración los altos cuellos de camisa que sobresalían de su levita, ni su elegante bata, ni me interesaban sus intendentes, ni sus paseos, ni sus cacerías en los cotos.
Carlos Ivanovitch, a quien la abuelita llamaba nuestro ayo y que ¡Dios sabe por qué! había tenido la ocurrencia de cubrir su venerable frente calva con una peluca roja, me pareció tan extravagante y tan ridículo que me sorprendía no haberlo notado antes.
Una especie de barrera invisible se levantaba poco a poco entre las chicas y nosotros, los varones; ellas tenían sus secretos y nosotros los nuestros. Se diría que nos despreciamos mutuamente desde el instante en que ellas vistieron sus vestidos largos y nosotros nuestros pantalones de hombre.
El primer domingo después de nuestra llegada, Mimí se presentó a la mesa con un vestido tan vistoso y con tantos lazos en la cabeza que hizo evidente que ya no estábamos en el campo y que en la capital variaba la manera de vivir.