Apenas unas pocas imágenes de las Cornú, en gestos quietos como fotos y en un riguroso blanco y negro, me han visitado durante duermevelas inciertas en cuarenta años: una sonrisa de incisivos generosos encendida por el sol temprano, pies de pasos trémulos sobre los pedruscos del río, una melena pesada contra un paisaje de cielo y arbustos, brazos de vellos desteñidos que rodean el cuello de un whippet indiferente, una fina marca que recorre una sien de niña. Esta mañana, justo antes de despertarme del todo, un torrente de mil visiones se desprendió desde el escondrijo al que estaban relegadas. Lo más prudente hubiera sido ignorarlas y enfocarme en la enorme tarea que tengo por delante, pero sin haberlo decidido del todo me puse a organizar cronológicamente aquellos dudosos recuerdos y los articulé en una historia. Resolví que el desorden y la lejanía de los hechos me habilitaban para completar los claros con derivaciones lógicas de situaciones anteriores o el necesario antecedente de alguna posterior. Y, por qué no, con abiertas mentiras porque evocar es necesariamente inventar: personas desvaídas y fantasmas se entremezclan en sucesos, sueños e interpretaciones y no vale la pena deshacer la madeja. Construiré entonces el pasado que más o menos me plazca alrededor de las vagas improntas que pueda rememorar, sin traicionarlo del todo.
No había reparado en Helena hasta que sus ojos de husky se acercaron con la decisión de un tren bala por un pasillo de la escuela. De pronto estuve de espaldas contra el suelo con sus rodillas en el pecho.
Mis padres eligieron mi colegio por su excelente nivel de inglés y porque me daría la posibilidad de codearme con “lo más granado” de la sociedad cordobesa: nada que a los seis años me interesara en lo más mínimo. “La vas a pasar bárbaro”, decían el día anterior a empezar, “¡vas a jugar todo el día con chicos de tu edad!”. La fantasía de que ir a la escuela sería como un festejo de cumpleaños —especialmente la parte en que yo era el cumpleañero— había resultado un absoluto fiasco. Criado en el campo, hijo único y de hogar privilegiado, nunca había necesitado pelear por la consideración de otros. Era el último bastión de la infantilidad en la familia —mis tíos eran mucho mayores que mi padre y mis primos me llevaban más de una década. Incluso los amigos de mis padres tenían hijos más grandes— y entonces la parentela me llenaba de regalos y competía por pasar un rato conmigo al punto en que me ponía arisco y me hacía el difícil. Era importante porque sí, porque era un bien escaso, por derecho de nacimiento o por algún atractivo natural que me hacía irresistible. Obtenía todo el interés que necesitaba sin hacer el menor esfuerzo por agradar a los demás. Cuando entré en el aula por primera vez, los chicos estaban reunidos en grupos que cambiaban figuritas o se mostraban las cartucheras nuevas. Que ninguno se diera vuelta a mirarme fue la primera señal de alerta. Entonces la maestra pidió silencio —me había tratado tan amorosamente en la reunión previa que tuvimos con mi madre que me había hecho creer en la versión idílica del colegio— y me indicó que pasara adelante. Lo hizo con una sonrisa dedicada (yo era único, era el Hombre Nuclear) que me devolvió la fe. Iba a presentarme ante el grupo —los demás se conocían desde el jardín— cuando a una chica se le ocurrió preguntar si el cuaderno de inglés era el verde o el azul, la maestra le contestó, siguieron más preguntas de otros compañeros y yo, que estaba de pie junto al pizarrón, me pellizcaba las manos, me miraba los zapatos (¡tenía un cordón desatado!) y me esforzaba por evitar meterme el dedo en la nariz y comerme un moco. Los otros se distrajeron y recomenzaron las charlas y los gritos. Para cuando la maestra por fin pronunció mi nombre, la batahola era tal que ni yo alcancé a oírlo. Aprendí que mis prerrogativas no servían para nada en aquel lugar: la atención de compañeros y maestras iba a parar al mejor postor y los demás tenían desarrolladas armas de seducción que a mí me faltaban por completo.
Cuando impacté contra el piso me vi de pronto desde afuera: el barquinazo me transformó de protagonista en espectador. Helena estaba encima y un chubasco de pelos satinados magreaba mi mejilla al ritmo de trompadas remotas. Los colores viraron a tonos fríos y un pizzicato en violonchelo (enérgico, cortado) le dio trasfondo a la escena. Vi pelusas apelmazadas en el escote del pulóver gris de colegiala, absorbí el aroma a Woolite, reparé en la ausencia de un diente en la boca infantil, noté que las pupilas liberaban una densa oscuridad y me azotó un chillido proferido desde el fondo de un pozo en el fondo de un océano.
El colegio quedaba a más de una hora en auto desde casa: me levantaba antes del amanecer y solía llegar de vuelta al caer la tarde. Con el correr de los días, el parque, los juguetes y mis perros se me hicieron difusos, extraños y cada vez más necesarios. El esfuerzo de mis padres para los traslados y los madrugones se traducía en insultos al aire en las mañanas heladas y en gestos serios durante los viajes interminables. Tal vez esperaban que les demostrara algún entusiasmo con la vida escolar que no podía ni siquiera simular. Desde que entraba enfurruñado a la mañana mi único deseo era volver a casa: usar mis piernas biónicas de Hombre Nuclear para saltar el portón y correr: atravesar Argüello, franquear el Suquía hasta El Tropezón, de ahí rumbear a Carlos Paz, doblar en el cruce a Falda del Carmen y seguir hasta Alta Gracia, enfilar por el camino de tierra en dirección a La Bolsa, girar hacia Los Aromos y, tres kilómetros más tarde, entrar en el parque, cruzar la enorme puerta de casa y cerrarla de un golpe. Jurar no regresar jamás. Cuarenta y dos kilómetros —un maratón— me separaban de mi sueño.
A Helena le salieron un montón de brazos: antes de que uno descargara un golpe, había otro preparado para el siguiente. La seguidilla tenía el frenesí de un dibujo animado de Looney Tunes y cuando mi antebrazo, clavícula o parietal se cruzaban en el recorrido de las trompadas, los nudillos de Helena desaparecían en mi humanidad con una cualidad espectral y un curioso cosquilleo me recorría los huesos. En un punto, sus dedos se abocaron a desgarrarme el pecho como a papel de regalo, a hurgar bien adentro, revolver los órganos y cambiarlos de lugar. En cada tosco contacto creí leer un reclamo velado de socorro.
Estaba acostumbrado a otro ritmo, más campestre, que me jugaba en contra. Para cuando salía al patio los equipos de fútbol estaban armados, la competencia de figuritas había empezado y ya se perseguían por el playón los que jugaban a la mancha. Sumarse a la actividad iniciada requería rogar durante un rato, soportar algún maltrato de los organizadores que podía terminar en una abierta negativa y, en caso de ser aceptado, ingresar de arquero, “gallito ciego” o como el que cuenta en las escondidas. La sola idea de asumir una actitud rastrera me horrorizaba. La soledad podía ser amarga, pero era mucho más honrosa.
Los golpes se hicieron coqueteo de fricciones, una coreografía íntima de brazos, nudillos, clavículas y uñas en rara armonía. Quitarme a Helena de encima hubiera requerido poco esfuerzo pero, en lugar de combatirla, cerré con ella un acuerdo tácito de acciones y reacciones: mi cuerpo se interponía ante los puños, los contenía y asimilaba para darle consuelo a su incierto tormento. A la vez, yo integraba su saña a mi organismo y aprendía la indignidad del derrotado.
Cuando una maestra la apartó, pude salir de ese raro trance. Tenía la camisa afuera, el pantalón arrugado y uno de mis zapatos yacía a medio metro del pie izquierdo. Un calor de magma me brotó de los cachetes, una punzada me perforó la cabeza, me cayó encima un san bernardo. Yo era el Hombre Nuclear, un producto dilecto de mi distinguida familia y mi todopoderosa casa. Sin embargo, una flacucha me había revolcado contra el piso sin que hiciera nada para defenderme. Esa disonancia superaba mi capacidad de comprensión. Lo que acababa de suceder quedaba afuera, lejos y detrás de un cortinado de irrealidad.
Un profesor me sostuvo de las axilas y me ayudó a ponerme de pie. Mientras me revisaba en busca de algún moretón o rasguño que no tenía, Helena se alejó tomada de los hombros por la maestra: giró la cabeza y me dedicó una mirada gélida con esa media sonrisa que aprendería a conocer tan bien.
Algo de Helena me quedó contagiado bajo la piel, y era agrio y no se quedaba quieto. Pedía que lo matara y tenía tanto la forma de uno de sus raros ojos como la del mapa de una isla ignota, fuera de alcance. Interfería cualquier pensamiento como una radio clandestina: “Matame, dale, matame ya”. Quería vomitarlo con el café con leche, o extirparlo y pisotearlo o vacunarme o que explotara para hacernos felices a los dos.
Desde ese día compartí el aula con un puma cebado de mi miedo. Me disparaba miradas arteras durante la clase, caminaba directamente hacia mí en los recreos sin intención de correrse y en la fila de la bandera me susurraba en el oído: “Esta tarde te rompo un hueso”. Un día se acercó al grupo cuando armábamos los equipos para el fútbol, se paró enfrente de mí y amagó con patearme la entrepierna: me cubrí con las manos y doblé el torso instintivamente. “¡Epa, qué cuiqui, eh!”, exclamó y se alejó con gesto de satisfacción: los otros se rieron aparatosamente. Parecía no tener otra cosa que hacer más que torturarme y entonces volvía una y otra vez. No eran sus golpes los que me preocupaban —tenía seis años y puñitos como ñoquis— sino el umbral incómodo que se dejaba entrever detrás de sus ojos claros, la impresión de que sabía exactamente cómo perturbarme, el aire viciado de tumba que se filtraba en su voz cada vez que murmuraba “cagón”.
Cuando evocaba la pelea, cambiaba el final y sometía a Helena con una llave de las de Titanes en el ring. Nos veía enroscados en el piso respirando con agitación: yo le apretaba el cuello y preguntaba “¿te rendís?”. Ella decía que no y se revolvía para liberarse, pero yo era muy fuerte, no la soltaba y ella forcejeaba y su pelo muy lacio envolvía mi brazo. Con los músculos tensos y los dientes apretados volvía a preguntar “¿te rendís?” hasta que su gesto se ablandaba.
Decidí tomar clases de judo. A mi madre, que presumía de intelectual, le parecía una cosa de bárbaros: prefería que estudiara francés o guitarra. Tuve que usar mi natural tozudez para que por fin me inscribiera en una academia. Resulté muy bueno, acaso porque no aprendía con una intención hipotética de defenderme: sabía perfectamente a quién quería aplicarle cada toma, lance y retención que dominaba. Una llave en particular llamada kesa-gatame era la que fantaseaba con dedicarle a Helena a la primera oportunidad.
Después de las vacaciones de invierno Helena no volvió al colegio y su pupitre quedó vacío. Aunque circuló el rumor de que se había mudado a Buenos Aires, no hubo mayores explicaciones. Por un tiempo me debatí entre la frustración de mi deseo de revancha y el alivio de ya no tener que lidiar con ella. Decidí tomarlo como un abandono: yo permanecía en el campo de batalla, ella huía, yo ganaba, fin.
Cinco años más tarde, en el verano de 1977, Helena y su hermana menor estaban alojadas en mi propia casa. Fue debido a los perros. Mis padres eran criadores desde antes de que yo naciera. Empezaron con caniches y siguieron con galgos, whippets y borzois. Fueron fundadores de la Federación Cinológica Argentina y personajes relevantes en el mundillo de los perros en Córdoba. En ese círculo conocieron a Betina, la madre de las Cornú. Criaba setters irlandeses, si no recuerdo mal, y atravesaba una difícil separación de su marido. Era delgada y usaba el pelo corto, lo que resaltaba un cuello muy estilizado. Tenía un aire de sofisticación matizado por una simpatía campechana. Entabló una buena relación con mi madre e iniciaron un emprendimiento de decoración de vidrieras. Betina tenía contactos en la alta sociedad cordobesa y mi madre era una decoradora nata e imaginativa. Un día me tocó acompañarla a la casa de Betina. Volvíamos del colegio y la parada me irritaba. Sabía que mi madre iba a conversar y fumar de más, y que llegaríamos a casa con el tiempo justo para cenar e irme a dormir, una vez más, sin tocar mis juguetes. Comentó que ella y su socia habían llegado a la conclusión de que una de sus hijas había sido compañera mía de escuela. No recordaba su nombre, pero supuse de inmediato que se trataba de ella. Jamás había contado en casa el incidente con Helena y sospecho que el colegio tampoco lo mencionó porque no me llevé marcas visibles. Para ese momento, hasta su cara me resultaba difusa: habían pasado unos dos años y medio, un período que durante la niñez puede poner una distancia colosal con el pasado. Pero en cuanto sospeché que podía volver a verla, mi seguridad de haber dejado el tema atrás se resquebrajó: desde el asiento del acompañante del auto de mi madre, desempolvé la mirada filosa de Helena con un nivel de detalle maníaco y me estremecí.
Mientras nos acercábamos a la puerta del jardín de la casa de Betina la tensión me agarrotaba el pecho. Quien salió a recibirnos, bajo el ala protectora de su madre, fue una niña más pequeña, de piel bronceada y sonrisa centelleante. Detrás estaba su hermano mayor, al que recuerdo arrogante, alto y con los mismos ojos de Helena. Betina se agachó a besarme, hizo un comentario amable y pasó una mano maternal por mi cabeza. Me presentó a la nena como Pilar, que me besó decidida en la mejilla. El hermano saludó de lejos, pero su madre lo conminó a que se acercara: incómodo, me extendió una mano desganada. Los movimientos (torvos, de una lentitud calculada), el tamaño (se veía mucho mayor que nosotros) y la voz algo cascada me instaron a mantenerme a la mayor distancia posible. Betina preguntó si me acordaba de Helena, mi madre recordó: “¡Cierto, era Helena!”, y yo respondí que sí, que un poco. Contó que estaba en clase de danza y que la traerían un rato después, y lo decía como si ese reencuentro fuera la mejor noticia que yo pudiera oír. Para peor, agregó: “Ella se acuerda mucho de vos”. Me preguntaba si Betina sabría, si el hermano sabría, si esa chica de rulos que me escrutaba con ojos grandotes sabría, y me contestaba que sí, que claro que sabían, que se burlaban de mí para adentro, que entre ellos me llamaban “cagón” y me retorcí de vergüenza.
La casa tenía ventanales que daban al parque y una puerta ventana para acceder desde el living. Las hojas secas tapaban gran parte del césped y el fondo de la pileta vacía. Mi madre y Betina se ubicaron en la mesa del comedor y me senté con ellas. Entre la conversación tediosa y el humo de los cigarrillos rogaba que la visita fuera corta. Y, sobre todo, que nos fuéramos antes de que Helena volviera. En un momento, Pilar se acercó para invitarme a jugar con voz dulce. ¿A qué podría jugar con ella? Me imaginé esta escena: yo, arrodillado en el piso, maniobraba unos Mis Ladrillos. A mi lado, Pilar había preparado una hermosa mesita de té y me invitaba una taza de juguete. Helena llegaba, me encontraba sorbiendo el tecito junto a su hermana, articulaba su sonrisa cansada y negaba con la cabeza como si confirmara que era un tarado. Dije que mejor no. Se fue a su cuarto dando saltitos.
Quedé inmerso en el flagelo de las interminables charlas de adultos. Alegué estar mareado y mi madre me mandó a recostarme en un sillón. Le recordé que se pasaba la hora de alimentar a los perros y dijo que había arreglado que Ángel les diera de comer: recuerdo haber creído que mentía. Se había sentado a charlar con café y cigarrillos y nada la convencería de irse hasta no haber consumido el último de ambos. Solo ella sabía cuál sería el último. Me incitó a ir afuera a jugar con el hermano mayor. Vi por el ventanal que estaba con un amigo que no sé de dónde había salido. Se pasaban una pelota de rugby mientras corrían por el parque. Eran grandes, me daban mala espina y además lo mío era el fútbol. No, gracias. Di una vuelta por el sector que hacía de salón de juegos. Había un aro de básquet, una mesa de ping-pong y una infinidad de juguetes en cajas. Estuve tentado de tomar un convertible Ferrari: tenía un control remoto con un volante deportivo para la dirección y una palanquita de cambios para la velocidad. Claro que si los varones volvían mientras jugaba con el coche iba a tener que interactuar con ellos. ¿De qué iba a hablar? ¿A qué podríamos jugar? Me iban a maltratar. Mejor no. Rescaté una revista de historietas de editorial Columba, tirada entre los juguetes. Volví a la mesa donde conversaban las madres y la abrí sin mucho entusiasmo. Unos dibujos con fuertes contrastes me intrigaron de inmediato. Había dado con Gilgamesh, el inmortal. En ese episodio el protagonista (pelado, musculoso) viajaba en el tiempo y alteraba el pasado: una mujer que había muerto reaparecía y tenía la chance de tomar decisiones diferentes. Al hacerlo, modificaba el futuro de manera impredecible. La trama era demasiado compleja para mi edad y tuve que leerla dos veces. Tenía uno de esos finales abiertos de las historias para adultos que me dejaban rumiando durante horas acerca de lo que sucedería después, en una odiosa impotencia. Quería ser Gilgamesh, tomar el control del relato, salvar a la mujer, enderezar el futuro, llegar a una conclusión y creer de verdad (no con la convicción juguetona con que asumía las historias infantiles) que la muerte no era al fin tan inexorable, que se la podía burlar como hacían Gilgamesh y la mujer. Mientras divagaba en esas ideas, también para mí el tiempo transcurrió más rápidamente. Cuando terminé con la revista y me disponía a enfrentar otra vez el malhumor y el hastío, de pronto apareció Helena. Estaba en medio del living, iluminada por un rayo amarillento que atravesaba el ventanal y la recortaba del ambiente opaco de alrededor. Vestía un leotardo rosado, medias de ballet a tono, un tutú blanco y tenía el pelo atado en un rodete tirante. Había crecido, pero sus ojos fulguraban igual. Nunca la había visto sin el uniforme del colegio y con el pelo recogido (las otras chicas lo llevaban atado a clase, pero ella no), y noté por primera vez una línea muy fina en su piel que seguía la frontera del cuero cabelludo en un costado. Parecía haber adquirido una gracia de la que antes carecía: movimientos más parsimoniosos, gestos más suaves. Me saludó a la distancia, con una sonrisa abierta que no le conocía: dio a entender que me recordaba casi con cariño y me confundió. Se fue por el pasillo hasta su cuarto y me hundí otra vez en la revista, solo para disimular los nervios. Al rato volvió junto con Pilar. Se había puesto un vestido de motivo escocés y aspecto inofensivo y se había soltado el pelo, largo, ya sin el flequillo que recordaba. Vinieron hasta la mesa y me invitaron a jugar afuera. El mortal aburrimiento, la actitud acogedora de Helena y el entusiasmo de su hermana lograron vencer mi molicie. En voz muy baja dije “bueno”, rodeé la mesa y las seguí hasta el jardín. Me mantuve dos pasos atrás —Pilar se daba vuelta y me dirigía miradas curiosas— y repasé mentalmente las tomas de judo que tenía más practicadas. Salimos al parque dando pasos crujientes sobre las hojas secas y nos alejamos todo lo posible del hermano mayor y su amigo. Pilar propuso jugar a una variante de la mancha que nos obligaba a perseguir a los otros con la mano apoyada en el lugar donde nos habían pasado la mancha. Sin darme tiempo a objetar, me tocó el hombro y dijo “¡mancha!”. Cuando nos cansamos de correr, juntamos hojas en bolsas de plástico que había afuera de la cochera, las cerramos y las usamos de pelotas hasta que reventaron. Con las que sobraron, nos perseguimos y nos golpeamos como en una guerra de almohadas. Los varones se fueron, recogimos la pelota de rugby que dejaron atrás y organizamos un quemado: el pique imprevisible lo hacía mucho más divertido. Después bajamos a la pileta cubierta de hojarasca y jugamos al Marco Polo y enseguida nos trepamos a un árbol de ramas bajas que fue una nave espacial en que viajamos a Marte (Gilgamesh había obtenido la vida eterna de un marciano, según acababa de leer. Desde ese día me fascinó Marte). Cuando no se nos ocurrió a qué más jugar, Pilar dijo: “¿y si nos reímos sin razón?”, y forzamos la risa hasta que nos atacaron carcajadas verdaderas. Entre juego y juego nacieron complicidades: nos tratamos de usted, porque era gracioso y nos pusimos títulos nobiliarios (Pilar era baronesa, Helena archiduquesa y yo elegí ser mariscal, no porque admirara los rangos militares sino porque ese era el apodo de Roberto Perfumo, un recio defensor de River).
Controlé a Helena toda la tarde: si un golpe de su bolsa o un pelotazo del quemado hubieran contenido una pizca de agresividad de más, estaba listo para reaccionar. Confieso que la busqué: le tiré fuerte con la pelota, la seguí con mucho más empeño que a su hermana en la mancha y la toqué en la pantorrilla para complicarle la tarea de perseguirnos, y yo sí le pegué con la bolsa de hojas tan fuerte que reventó y le cayeron por todo el pelo y se le metieron debajo del vestido. La presencia de Pilar me disuadió de insistir y todo quedó ahí. El recuerdo más vívido que tengo de esa tarde es el del abdomen dolorido y la cara surcada de lágrimas de tanto reírme. Cuando mi madre por fin me vino a buscar, insistí en que nos quedáramos un rato más. Pilar y Helena, con los cachetes rojizos y los pelos transpirados, le rogaban que me llevara de nuevo pronto.
Nos seguimos viendo unas dos veces al mes, según lo dictara el negocio de nuestras madres. La dinámica de juego aceitada nos ayudó a aprovechar cada nueva visita desde el primer minuto. “Tanto tiempo sin verla, señora baronesa”. “Qué bueno que ha podido visitarnos, estimado mariscal”. Ningún programa superaba pasar un rato con las Cornú: había algo más que la mera diversión y en parte tenía que ver con que, siendo hermanas, no se parecieran en nada. Pilar tenía un año menos que yo: su rasgo saliente eran las cejas, negras y tupidas, que remarcaban la expresividad de los gestos. Ojos vivaces, bien redondos y labios rellenos —propensos a sonreír con tanta amplitud que las mejillas se hundían en amorosos hoyuelos— completaban un aspecto siempre avispado. Cada tanto un mechón de pelo ensortijado, que apenas le llegaba a los hombros, caía sobre su frente y formaba signos de interrogación. Helena, en cambio, tenía pelo lacio, largo, pesado y claro, aunque no tan claro como los ojos, casi transparentes. Sus facciones eran delicadas, su mirada, intensa, insostenible; sus sonrisas, cortas y de media boca y en las fotos aparecía deslumbrante. Sin embargo, una actitud corporal levemente encorvada y la manera en que permitía que el cabello le cubriera media cara sin intentar apartarlo daban indicios de una personalidad atormentada —tan diferente a la frescura de su hermana—, y decían que la Helena siniestra se agazapaba detrás de los modales de archiduquesa. Ese paquete de contradicciones las hacía irresistibles.
Un sábado vinieron con Betina a casa a comer un asado. Era invierno y recuerdo que los tres vestíamos poleras blancas y nos decíamos “el equipo invencible”. Correteamos con los perros por el parque, jugamos al viaje a Marte en un viejo arado y arrojamos un búmeran que se encajó en la copa de un árbol. Pilar estuvo en mi cuarto: jugamos con soldaditos, con los Matchbox y los Rasti. Construimos un edificio alto que no pudimos terminar. Helena, en cambio, desaparece de mi recuerdo en un punto de ese día.
Para cuando nuestras madres arreglaron que las chicas se quedaran unos días en casa, llevábamos cuatro meses sin vernos. Era verano, me acercaba a cumplir los doce, había aprobado el ingreso anticipado al secundario de un exigente colegio y me creía más grande. La idea de tenerlas varios días de visita me mantenía en un estado de euforia queda. Imaginaba largos paseos por los cerros, el campo y el río, juegos sin el apremio permanente de nuestras madres, charlas bajo las constelaciones que conocía bien. Tenía tanto para mostrarles que no me alcanzaría el tiempo. Me veía dibujado por Lucho Olivera, el autor de Gilgamesh, imponente y musculoso, porque a ese nivel me potenciaba recibir invitados en mi casa. Me revestía de una importancia contagiada que era parte de mi esencia desde siempre, al punto que me costaba definirme sin traer mi casa a colación.
Algunos le decían “mansión”. Aplastaba la falda más baja de un cerro de las sierras chicas, en el punto en que la elevación se rendía a la llanura. El frente se apoyaba en un talud de piedra que zanjaba los desniveles de la base montañosa y estaba rodeado por una terraza en las caras norte y este. Tal disposición le daba casi la altura de un primer piso y así la construcción mentía dos plantas que nunca tuvo. Las paredes revestidas de piedras —blancas, rústicas—, las ventanas coloniales alargadas y las chimeneas, bien elevadas sobre el nivel del techo, completaban una imagen de castillo. Era hermosa a su modo duro y también muy difícil. Renegaba del entorno agreste que le había tocado en suerte y pretendía imponerse a los cerros y el monte como una avanzada de civilización. Una sola puerta al exterior, rejas en todas las ventanas y un gran parque de pasto y árboles foráneos buscaban cortar todo lazo con el salvajismo circundante.
El interior era espacioso, inabarcable: un comedor para veinticuatro personas cómodas, un living dividido por la ubicación de muebles y alfombras en cinco ambientes diferentes, una biblioteca con estantes de piso a techo y tan repleta de libros que no se leerían en una vida, una enorme cocina con un comedor diario anexo y más habitaciones que las que nuestra escasa presencia podía poblar y que, a falta de pertenencia, estaban catalogadas por colores. Para mis padres y yo, habitar la casa era una tarea titánica. Por mucho que quisiéramos desparramarnos por aquel espacio, los vacíos que ocupábamos renacían no bien se cerraba una puerta que no volvería a abrirse por semanas. En las tardes silenciosas casi podía oírse la caída de copos invisibles sobre los muebles en desuso, los adornos ignorados, las chimeneas frías. Platería, tapices, relojes, piezas de caza, escritorios, arcones, porcelana, armas y alfombras, rincones enteros eran sepultados bajo esa nieve espectral. La casa nos reclamaba que la barriéramos de su cutis, pero no podíamos evitar que regresara a cubrirlo todo.
Mis padres solían invitar amigos (familias enteras a veces) a pasar fines de semana o vacaciones. No todos podían —o querían— venir. Llegar en transporte público era imposible. En auto había que recorrer varios kilómetros de camino de tierra en mal estado, atravesar un vado que el río rebasaba con frecuencia y, una vez allá, enfrentar el aislamiento que significaba tener que desandar el recorrido cada vez que fuera necesario hacer la compra más nimia. A pesar de sus aires aristocráticos, en casa escaseaban las comodidades. No había teléfono, la luz se cortaba a cada rato, la calefacción era trabajosa, mezquina. Bañarse requería de paciencia y estoicismo y la superpoblación de perros generaba un ambiente poco propicio para gente quisquillosa. Los que igualmente se aventuraban a visitarnos entibiaban con su presencia el aire acurrucado en los recovecos: sus pies acariciaban la madera de los pisos, sus espaldas revolvían el relleno de los colchones, sus manos despertaban las canillas de largas modorras, llenaban roperos que ya se creían sarcófagos, reverdecían los goznes de cada postigo que abrían y salpicaban los ambientes con humanidad. La casa, sanada de abulias, resplandecía.
Los que la recorrían por primera vez quedaban presos de un estupor fascinado. Alternaban comentarios admirativos con preguntas: el año de construcción, el origen de los muebles y las armas, quiénes la habían habitado antes que nosotros. Esperaban anécdotas memorables y entonces, dependiendo del visitante y de mi entusiasmo del momento, les daba el gusto e inventaba: “Con esa pistola, mi tatarabuelo se batió a duelo con el mismísimo Rosas por el honor de su sobrina” o “Ese es un Tiziano rescatado por mi bisabuelo de una casa en ruinas durante la Gran Guerra y que mi abuela restauró”. Mis relatos se alimentaban de las historietas que, luego de aquel día en lo de Betina, consumía con avidez —sobre todo D’Artagnan, El Tony y a veces Fantasía, pero también tenía un ejemplar de El Eternauta y algunos de Superman y el Hombre Araña—. La verdad era que no me interesaban épocas, orígenes, estilos o autores de los ornamentos. Diseminaba mis Matchbox por las alfombras turcas, me tiraba encima de los sillones Luis XV y jugaba con los alfanjes a que era Nippur de Lagash. Apenas sabía de oídas que el revestimiento de piedra y el enorme living se adosaron después a la construcción primaria, que las ventanas no eran originales pero aun las “nuevas” poseían una antigüedad considerable, o que el pasillo central, cerrado por ventanales, había sido una galería abierta al patio trasero. Ya por entonces pensaba que me hubiera gustado conocer la casa en aquella versión más campestre, funcional y cercana, porque nos hubiéramos relacionado de forma menos asimétrica. Creía que me daba mucho más de lo que exigía: los invitados quedaban anonadados con su imponencia y buen gusto y su consideración favorable se trasladaba de inmediato a los moradores. Era una carta de presentación insuperable.
Por desgracia, las visitas tenían la mala costumbre de volver a sus hogares los domingos por la tarde. Sus ausencias remoloneaban en las galerías calladas, en las sillas vacantes, en la tibieza evanescente de las camas, en las habitaciones quejumbrosas que volvíamos a cerrar como si pudiéramos atrapar aquellos fantasmas hasta la próxima vez.