Una bruma indecisa coqueteaba entre las puntas de los pinos y amagaba rociarse sobre el parque. Las maderas de la casa se desperezaban quejumbrosas. Había tenido un sueño que me dejó un regusto funesto. Su recuerdo era esquivo: apenas pude recopilar retazos de una densa oscuridad, el rostro brumoso de un hombre desconocido, un vértigo de caída y la certeza de que a Helena le pasaba algo terrible. Escuché los pasos de mi madre resonar en el parqué de su habitación y comenzó el habitual coro de ladridos. Se dirigió a la cocina perseguida por el “clic-clic” de uñas de perros contra los azulejos del pasillo. Me puse un jean, una remera y salí al corredor atento a los sonidos que provinieran del cuarto naranja. Silencio. Caminé hasta el patio de atrás sin poder librarme del desagrado que me perseguía desde el inconsciente.
Media hora más tarde, los perros del patio de la cocina se alborotaban por la presencia de las chicas. Era la primera vez que dormíamos bajo el mismo techo y compartíamos una mañana. Se trataba de una continuidad desconocida, un punto y seguido inédito en nuestra relación marcada por las interrupciones. Las esperaba sentado a la mesa de mármol, leía una historieta y cuando entraron levanté la vista como si tal cosa. Pilar se había peinado con dos graciosas trencitas cortas que le bailaban en cada movimiento de cabeza; Helena, con una raya al costado y el pelo atado en una cola de caballo. En sus “buenos días”, con beso educado a mi madre y a mí, irradiaban una frescura plácida e hipnótica. No había vuelto a notar la breve cicatriz de Helena en la raíz de su pelo desde el día del atuendo de bailarina. Algo en relación con esa marca y mi sueño resonaba en el fondo de mis pensamientos, sin alcanzar a cuajar, y en mi esfuerzo por resolver el enigma no sacaba la vista de ella. Me pareció que lo notaba y me levanté a buscar un frasco de dulce de leche de un estante para disimular. Mi madre organizaba vituallas mientras nos preparaba Nesquik y tostadas y dejaba un rastro de volutas grises tras de sí. En cuanto regresé de mi corto periplo, la actitud corporal de Helena —recostada contra el banco, con un atisbo de sonrisa colgado de una comisura— y la mirada calma de Pilar me contaron que la distancia del día anterior había menguado. Cuando un caniche saltó hasta la altura del vidrio de la puerta de la cocina y sus orejas revolotearon en el aire, soltamos una carcajada los tres a la vez.
Es muy posible que a ese día y a ese desayuno pertenezca la imagen más clara que preservo de Pilar. Estuve convencido de que se trataba de una foto de las que poblaban el prolijo álbum familiar hasta hoy, en que, luego de revisarlo —junto a miles de fotos más— y no dar con ella, concluí que bien pudo no existir. La escena es en grises y la muestra sentada a la mesa de mármol de la cocina. Tiene puesta una remera que tal vez fuera azul marino o bordó, ya que no se usaba el negro en la vestimenta de los niños. Está mayormente iluminada desde la ventana a su espalda que no aparece en la escena. La claridad de frente la recibe del patio, a través de los cuatro vidrios en la parte superior de la puerta. Del fondo, desenfocado, apenas se distingue la vieja leñera debajo del anafe. Pilar mira atentamente a la cámara (o acaso a mí, porque si no es una foto real la referencia del punto de vista son mis ojos). Tiene el codo del brazo derecho apoyado sobre la mesa y hace un gesto vago como si acabara de sacarse la mano de la cara o estuviera a punto de cubrírsela con ella. El otro brazo está a un costado, oculto bajo la mesa. Se ríe y parece estar masticando a la vez. Sus ojos achinados y sus fuertes cejas elevadas reafirman la alegría del momento. La imagen resistió el paso del tiempo porque en algún desayuno (tal vez en ese mismo, pero cómo saberlo) una de mis bromas le hizo a Pilar tanta gracia que se atoró con la leche, empezó a toser y le salió por la nariz, y los dos nos desternillamos hasta llorar como maníacos. Una tromba de carcajadas se arremolinó a nuestro alrededor y disipó la mesa de mármol, el anafe, la leñera, la cocina toda y a nosotros, que fuimos solo las ganas furiosas de cabalgar en nuestro regodeo, hasta que el aire nos faltó y quedamos rendidos sobre los bancos. Nunca he vuelto a reír con el desenfreno puro de mis once años. Un superpoder perdido en el tiempo.
Aquel desayuno se hizo largo, porque estábamos tan divertidos. El día no había mejorado como para hacer plan de río y propuse trepar el cerro de la Cruz como si se me acabara de ocurrir: aceptaron enseguida. El cerro queda justo detrás de casa. El camino hasta el pie es corto y la primera parte del ascenso se hace por una vieja huella de autos que lleva hasta una calera abandonada. La subida era sencilla, pero la mañana se había puesto calurosa a pesar de las nubes, el aire estaba pesado y cuando llegamos a la calera, a mitad del cerro, Pilar se dejó caer en una piedra y se declaró agotada. “Tenga en cuenta, querida baronesa, que las mejores vistas del valle están más arriba”, le aclaré. Me miró con ojos grandotes que parecían decir “suerte con eso”. Helena la trató de floja y la imitó con voz boba: “Ay, estoy muy cansada”. Pilar se dio vuelta a mirar el paisaje con un revoleo de trencitas para dejar claro lo poco que le importaba su opinión. Helena resopló, hizo bailotear frente a los ojos algunos cabellos que se habían soltado de la cola y, sin más, empezó a recorrer muy decidida el sendero que ascendía hacia la cumbre. “Yo espero acá hasta que vuelvan”, dijo Pilar y agregó que, si se aburría, podía llegar hasta casa. No supe qué hacer, no quería dejarla atrás. “La archiduquesa necesitará de su ayuda”, señaló, “será mejor que se apure”, y me hizo una reverencia graciosa. Emprendí el camino ascendente tras los pasos de Helena, que ya me llevaba mucha ventaja.
De la cantera hacia arriba, el recorrido seguía un sendero empinado y estrecho, rodeado de yuyos altos y ramas de espinillos. Había que cuidar los pasos para sortear piedras sueltas y raíces. Me llevó un rato alcanzar a Helena, que no había aflojado el ritmo para esperarme. Tampoco miró atrás mientras yo acortaba distancias. Cuando estuve a pocos pasos la llamé y no contestó. La segunda vez respondió con un fastidioso “¿qué?” sin frenar ni darse vuelta. No pensaba detenerse para que subiéramos a la par, como era mi plan: quería llegar antes que yo, quería vencerme en una carrera hasta la cumbre y parecía convencida de poder ganar usando la ventaja de haber salido un minuto antes. Debía tener una visión muy devaluada de mis capacidades (o una confianza excesiva en las suyas) para creer que no la alcanzaría. El cerro de la Cruz era el patio trasero de casa, lo había escalado cien veces. Por otro lado, Helena era una citadina sin remedio y prueba de ello era que se había puesto un short, lo que constituía un grave error en aquella vegetación espinosa. Avanzaba a velocidad descuidada, las piernas se le pintaban de rayitas rojas producidas por el filo de los yuyos y sus medias eran un amasijo de “amor seco”, un abrojo típico de la zona. Su ritmo era intenso incluso para mí y empezaba a cansarme cuando noté que su vigor disminuía. Aún faltaban ciento cincuenta metros del ascenso más pronunciado. Forcé el paso, acorté la distancia y, cuando estuve a la par, vi que tenía el rostro enrojecido y bañado en transpiración. Caminé unos pasos junto a ella: apenas me dirigió una mirada impersonal y volvió a concentrarse en avanzar todo lo rápido que su agotamiento le permitiera. Bien, iba a ser así, a cara de perro.
La superé sin dificultad y comencé a caminar justo adelante. La guie y le indiqué por dónde tomar en las bifurcaciones. Aunque no contestó ni levantó la vista, hizo todo lo que le indiqué. Ya cerca de la cima me detuve a esperarla. Ella también se frenó, tomó aire y se sacó unos abrojos de las medias, pero solo logró pincharse los dedos otra vez. Le pregunté si estaba bien: su respuesta fue comenzar a caminar de nuevo, aunque su ritmo era visiblemente más lento. Pude esperar a que me alcanzara y acompañarla los últimos metros, pero ella había planteado esa absurda competencia y no quería que después alegara que habíamos llegado al mismo tiempo. Me ocupé de sacarle una buena ventaja mientras controlaba que no se quedara muy atrás. Alcancé la cima y se lo anuncié a viva voz con la excusa de alentarla porque le faltaba poco: quería dejar claro que yo había ganado.
La esperé en una piedra junto a la base de la cruz que hay en la cumbre. Un minuto después, se dejó caer a mi lado con el pelo pegoteado en la frente sudorosa: una imagen que se repetiría días después en circunstancias muy distintas. Apoyó la espalda contra la cruz y echó la cabeza hacia atrás con los párpados cerrados. Tuve la oportunidad de contemplar aquella pequeña cicatriz desde muy cerca por primera vez. Era una línea borrosa que seguía la raíz del pelo. Parecía una herida cortante cosida con mucha prolijidad. No poder deducir su conexión con mi sueño me provocó una molesta aprensión, aparté la vista y miré a la lejanía, pero no hablé porque había un pacto tácito de no preguntar sobre su origen. Desde nuestro incidente infantil no había vuelto a estar a solas con Helena. Se juntaban en mi mente, en anárquico desorden, la cíclope del día anterior, el aroma a Woolite de su pulóver, sus medias de bailarina, las uñas que me hurgaban el pecho, el kesa-gatame. Me estremecí.
Le ofrecí agua de mi cantimplora: dijo que no con la cabeza, acomodó el cuello, abrió esos ojos suyos y dio un largo vistazo alrededor. Podría jurar que hubo un dejo de entusiasmo cuando comentó: “Este lugar es impresionante…”. Liberado el cielo de la bruma matinal, el panorama hacia el este era de una amplitud sobrecogedora. Campos formados de rectángulos en distintos marrones y verdes cubrían el suelo como una manta parchada hasta el tajo limpio del horizonte, del que brotaba un cielo inmenso, blanco y gris. Más cerca, el valle del Anisacate mostraba sus muchos eucaliptus, paraísos, talas, álamos, molles, cedros, mimbres y pinos, arracimados sin orden aparente. De entre ellos asomaban los techos rojizos de las casas de La Bolsa y de Los Aromos, separados apenas por el curso del río. A la derecha, el propio cerro ocultaba la usina abandonada, pero alcanzaba a verse la cascada que estaba justo enfrente. Abajo y más cerca se hallaba la casa de mi tía Malena, construida sobre un peñón alto junto al río y, más a la izquierda, las chimeneas de mi casa, coronadas de tejas, afloraban entre las ramas de los árboles. Bien a la izquierda se extendía nuestro campo con su franja más o menos llana moteada de algarrobos. Bastante más lejos, hacia el norte, se adivinaban la ciudad de Alta Gracia y la ruta que iba a Falda del Carmen y Carlos Paz.
Hacia el oeste se extendían en todas direcciones, como lomos de dinosaurios dormidos, las Sierras Chicas. Verdes y cubiertas de matas bajas, las ondulaciones sensuales de las cimas se interrumpían en los valles y las quebradas donde los esqueletos pedregosos salían a la luz. Más cerca, al pie del barranco, fluía el mismo Anisacate, aunque a una altura mucho menor. Un viejo dique de piedra y concreto pretendía contener el cauce que igual lo sorteaba por un extremo derrumbado. Del otro lado del río pasaba la ruta que iba al valle de Calamuchita. El sonido de los autos que la recorrían nos llegaba como un zumbido. Le expliqué a Helena que el curso del río daba vueltas intrincadas por varios kilómetros y envolvía el cerro para volver a pasar por la base del lado este. Esa configuración geográfica era la razón por la cual se había construido la usina allí: el agua del curso alto se desviaba por el dique hacia una acequia que bordeaba la cara oeste del cerro y era conducida hasta unos tubos por los que descendía atravesando la montaña. Debido a la diferencia de altura, el agua llegaba con suficiente impulso para mover los generadores instalados en el curso bajo, dentro del edificio de la usina. Luego retornaba al cauce del río por un túnel que pasaba debajo del camino. Su interés en mi relato fue efímero y a la mitad la noté en una actitud de asistencia obligada, como si esperara a que tomaran lista para poder pasar a otra cosa. Sin embargo, su actitud corporal delataba algo peculiar que me costó dilucidar. Su postura más erguida y no tan huidiza, la manera en que estiraba su cola de caballo y ajustaba la gomita con gestos lentos, una cercanía física tal vez centímetros menor que la habitual, decían “estoy acá”. Deduje que era un tipo de respeto que hasta entonces no me había ganado. Provenía, según sospecho, de haber entendido su desafío y haberla vencido en el ascenso al cerro. Y tal parece que ese nuevo respeto —un trato de iguales, del tipo que se dan entre sí los ganadores— era un premio. Me pidió la cantimplora que acababa de rechazar, le dio un largo sorbo y me la pasó sonriendo: “¿Gusta un trago, mariscal?”. La acepté, aunque ya había tomado. Lo consideré una ofrenda de paz, un perdón por los viejos destratos, por el evento-cíclope del día anterior, por sus aires de superioridad que no habían desaparecido del todo. Justo ahí, bajo la cruz del cerro, mi recelo empezó a evaporarse. Le di un largo trago a la cantimplora, mezclé mi saliva con la suya y sellamos una especie de pacto de difícil definición. Hubiera podido llegar desde la cumbre a mi casa de un solo salto.
Si había cambiado la opinión de Helena era solo porque jugaba en casa y con todo a favor: elegía el campo, las armas y el momento y aun así mis argumentos de triunfador eran limitados y podían terminarse pronto y lo último que quería era dar un paso atrás. Acababa de atravesar el sombrero: ahora era Superhijitus y quería permanecer del lado adecuado a cualquier precio. Se me ocurrió que, llegado el caso, iba a echar mano de una capacidad singular que tenía en aquel momento (y que guardaba en secreto) con tal de sostener la nueva consideración de Helena. Implicaba riesgos y la posibilidad de quedar como un tarado, pero en el momento pareció una gran idea. En eso pensaba mientras repasábamos el inmenso panorama desde la cima y una brisa oportuna secaba la transpiración de nuestras frentes. Entonces ella comentó algo que no recuerdo, algo gracioso, y cuando lo hizo, como si hubiera querido subrayar nuestra reciente complicidad, apoyó la mano en mi muslo. Hasta ese momento, los contactos físicos con Helena se habían limitado a pasarnos la mancha, a besos formales de mejilla y al insondable evento en primer grado. Aquello era una extravagancia. Se rio un rato sin mover la mano de lugar. Pronto emanó una radiación que traspasó la tela del jean y un calor de soplete me llegó hasta la piel, se filtró más abajo y se propagó en direcciones sorprendentes. Mi impulso fue buscar su muslo expuesto, firmado por las espinas del cerro, para apoyar allí la mano, reírme y esperar, reírme y esperar. Esperar a que ella moviera la suya y me tocara en un brazo o en cualquier otro lado para hacer yo lo mismo y enredarnos en una mancha de toqueteos desbocados y que las manos corrieran libres por todas partes. Porque era Helena, el puma de los ojos imposibles, la inalcanzable archiduquesa, y era su sangre la que asomaba de los tajitos de las piernas y yo le había ganado, la había ganado, me la había ganado, era mi premio y lo quería cobrar porque sí, porque podía. Pero no era yo muy propenso a seguir mis impulsos y mi mano se quedó atascada en el lugar. La suya pronto volvió a su falda y nuestras risas se fueron apagando.
Bajamos en un silencio que solo interrumpían mis instrucciones y siguió mi ritmo sin emitir una queja. Pilar nos esperaba en la cantera: se había quitado las trenzas y sus rulos se zarandeaban fuera de gobierno. Nos mostró con orgullo un enorme manojo de flores silvestres, yuyos y hojas de formas originales que había juntado. Cuando me acerqué, miró directamente, desde sus ojos achinados por los destellos de las piedras de cal, hacia mis ojos achinados por naturaleza. Pareció intuir enseguida que mi relación con Helena había evolucionado y de alguna forma halló una confirmación involuntaria de mi parte, porque asintió brevemente, desvió la mirada, le mostró una piedra de cuarzo a su hermana y volvió a su candor de ramilletes y rizos revueltos. Bebí un sorbo de la cantimplora, hice un buche y lo escupí. Seguí con la vista el recorrido del Anisacate por el valle, me adueñé de su parsimonia efervescente y su inusual armonía. Ese paisaje era yo.
Pilar descendió con su gran ramo, Helena cargada de abrojos y yo liviano y poderoso, blandiendo un palo a guisa de espada de Nippur de Lagash. Deduzco que almorzamos en la cocina con mi madre y que a la hora de la siesta las chicas se encerraron en su cuarto y yo, qué remedio, en el mío. Habré leído historietas porque eran omnipresentes —en casa, en lo de amigos, en salas de espera—. Solía cruzarme con ejemplares viejos y las historias se desordenaban: el protagonista enfrentaba otra vez desafíos que ya había resuelto, reaparecían personajes olvidados, se revelaban los orígenes de los conflictos y las intrigas de la trama perdían su efecto. Organizar ese caos era desafiante y más entretenido que leer la historia lineal. El esfuerzo reconstructivo aumentaba mi interés por los relatos. Aquel día creo haber releído el final de El Eternauta: vivía como propias la conciencia de Juan Salvo de estar en el pasado, su deseo de modificar el destino trágico del planeta y su pérdida de memoria al tomar contacto con su anterior realidad, y reemplazaba su cara por la mía en los dibujos. Adivino que también jugué con Jerjes, mi torpe gato persa, y Macho Lindo, mi whippet consentido porque ambos compartían el cuarto conmigo. Adivino que repasé los sucesos de la mañana con asombro y que fantaseé con la mano de Helena en mi muslo y con que la mía esta vez se liberaba y los dedos salían a pasear por los cortecitos de las piernas y surcaban la cicatriz de la sien, se llevaban pegadas las heridas y sonsacaban sus secretos.
Las imágenes regresan cuando serían las cinco de la tarde. Estábamos repantigados en los sillones del living y Helena se había sentado a mi lado. Cantábamos La mar estaba serena, mientras nos balanceábamos hombro con hombro, hasta que ella se “cayó” encima mío. Remeras manga corta y shorts, contacto, fricción y pieles, una charla de toqueteos bajo el escudo de la casualidad y a sentarnos otra vez como si nada hubiera pasado. Debatimos si ir al río o caminar por el campo. Como el sol no había vuelto a asomarse elegimos la caminata. Le sugerí a Helena que se pusiera pantalones largos y sonrió. No era su especialidad, pero me pareció que le salió bastante bien.
Bajamos por el camino que iba hasta la casa de Ángel, donde nos recibieron los ladridos de su jauría de mestizos: un cusquito de pelo duro que atacaba los garrones, un émulo de mastín que se dejaba acariciar las orejas y uno o dos medios galgos surgidos de cruzas no casuales con los perros del criadero. Ángel se asomó (siempre se asomaba, era vigilante por naturaleza) y lo saludamos desde lejos. Tenía ojos muy grandes y no lo avergonzaba observar. Nada escapaba a esos ojos. Cada vez que pasaba delante de su casa, sentía que su mirada me seguía, lo viera o no, y que era objeto de un severo escrutinio. Mi carácter poco campechano (estudiaba en Córdoba y pasaba casi todo mi tiempo en la ciudad) me hacía sentir examinado: a pesar de vivir en el campo nunca arrié, ordeñé, vacuné o enlacé animales y mi relación con los caballos era temerosa y distante. Creía que Ángel y el resto de los lugareños me consideraban un inútil. Su vigilancia expectante buscaba responder a la pregunta de qué era capaz de hacer yo que fuera respetable para ellos. Una pregunta difícil.
Cruzamos la tranquera que daba a campo abierto y seguimos por el largo sendero que atravesaba la parte baja del terreno, justo al pie de los cerros. Los alambrados estaban destartalados, los corrales de piedra tapados de yuyos, los bebederos oxidados y con agujeros, las tranqueras despintadas y vencidas, y el establo no era más que una chapa floja montada sobre cuatro palos. Había dos grandes arados de hierro desmantelados, tirados por ahí y un hermoso carromato de gitanos en ruinas al que teníamos prohibido trepar por temor a que se viniera abajo. Mis padres habían intentado tibias actividades productivas, pero el clima, los suelos, los precios internacionales, la logística y mil inconvenientes más evitaron que prosperaran: el campo solo toleró algunos pocos animales, como si estuviera decidido a no colaborar con la causa. Arados, carromato, tranqueras, establo y hasta Ángel eran vestigios de un esplendor perdido hacía tiempo. Su único fin parecía ser que la herrumbre y el abandono los deterioraran a ritmo lento para testimoniar la decadencia, como si se tratara del escenario para una película con mutantes radiactivos que acecharan detrás de las pircas.
Caminamos en hilera conmigo al frente, Helena al final y los cerros a nuestra izquierda. Serpenteamos entre espinillos y piquillines, según los caprichos del sendero. Fuera de los zumbidos intermitentes de las libélulas y mosquitas, el silencio era hondo y no nos interesaba interrumpirlo. Me creí eximido de dar mi permanente charla informativa y solo una perdiz que levantó vuelo, una cueva de vizcacha o un hormiguero gigante fueron objeto de mis comentarios. Luego de cruzar un arroyo seco, Helena me alcanzó y caminó a mi lado. Jugó a sincronizar nuestros pasos, pero di unos saltitos para complicarle la tarea y me empujó con el codo. Después colaboré y avanzamos pisando a la par. Tras un corto trecho, nuestras exhalaciones e inhalaciones se acoplaron a la cadencia de las pisadas. Nos dejamos arrullar por el ritmo: sentí que debía cerrar los ojos y se produjo una suerte de extraña transparencia que por un instante me dejó ver dentro de Helena. Creí ser ella: vi un caballo negro que galopaba en la oscuridad, una curiosa muñeca de trapo, la roseta hincada en el dedo, un vértigo de rabias, un vaso de Nesquik, la caricia tibia de un hombre (que es el padre), un bisturí, la foto rota en el piso del cuarto, Pilar que sonríe, una Coca burbujeante, rostros ignotos, el mío, el abrazo desnudo del hermano que no quiero, otro hombre de inexpresividad espeluznante. Me sentí arrastrado a un naufragio sádicamente lento en un mar de opacidad. El hundimiento se hizo caída y todo destello se apagó. Me di en pleno pecho contra la rama de un espinillo. Abrí los ojos y Helena no estaba. No estaba a mi lado, no estaba alrededor, no estaba en ninguna parte. Pilar recogía flores varios pasos más atrás y tampoco estaba con ella. Noté un ardor bajo la tetilla derecha: levanté la remera y tenía marcado un arañazo rojizo. “Ha tenido heridas peores en batalla, mariscal”, dijo la archiduquesa mientras espiaba sobre mi hombro, “no irá a hacer un drama por esto, ¿no?”, y deslizó un dedo suavemente sobre el raspón que dejó de arder.
Cruzamos la última tranquera: el terreno estaba tajeado por surcos de arados lejanos, ahora cubiertos por yuyos bajos. La pista de galgos se extendía junto a la última línea de alambrado del campo, la que nos separaba de los terrenos vecinos. Su único atractivo era ser el final del camino. No había siquiera un lugar digno donde sentarse a descansar. Les pasé mi cantimplora a las chicas y me apuré a contarles cómo algunos amigos del ambiente canino habían convencido a mis padres de inscribirse a las carreras de galgos. La pista consistía en esa recta limpia de malezas de unos trescientos metros recorrida por un alambre —estirado a la altura del piso y sujeto en ambos extremos— de punta a punta. Solíamos ir en auto con amigos de mis padres y con Ángel, por la misma huella que acabábamos de transitar. Subían uno de los coches con un críquet, hasta que las ruedas con tracción quedaban sin contacto con el piso. Luego le sacaban un neumático. A la llanta desnuda y elevada, se le enganchaba la punta de un alambre de manera tal que, al hacer andar el motor y girar el eje, fuera enrollándose en la llanta. El otro extremo del alambre iba sujeto a un armazón de hierro con cuatro patas que terminaban en dos pequeños esquíes. En la parte inferior tenía dos aros por los que pasaba el alambre fijo que hacía de guía. Encima de ese armazón se colocaba un cuero de liebre. Los perros se situaban en una misma línea, sostenidos cada uno por una persona por medio de traíllas. Se les hacía oler el cuero de liebre hasta que aullaban y tironeaban de la correa y entonces se instalaba sobre el armazón. En el auto que controlaba el alambre había un encargado de acelerar cuando mi padre daba la voz. Al mismo tiempo los demás soltaban los perros. El alambre se enrollaba, hacía avanzar el armazón y los perros salían disparados tras la falsa liebre. El conductor tenía que ser muy cuidadoso para no permitir que la alcanzaran porque, si mordían el cuero, se lastimaban las fauces con el metal de abajo. Pasada la meta, había que poner una bolsa de arpillera sobre el armazón para que los perros no lo mordieran. A veces me tocaba soltar algún perro y una vez cubrí la liebre con la bolsa. Recuerdo que los galgos se abalanzaban sobre ella, incluso después de haberla escondido: se arremolinaban alrededor y me golpeaban las piernas con las colas como látigos. Algunos se quedaban en la línea de largada o corrían solo para jugar con los que perseguían la liebre. Yo celebraba a los que no se dejaban embaucar.
Helena hacía rato que se revolvía inquieta y miraba en otra dirección, pero fue Pilar quien me interrumpió. “¿Qué es esto?”, preguntó, y señaló una construcción baja, de ladrillo, perdida entre la maleza. Era un pozo de agua tan descuidado como el resto del campo, al que me había asomado varias veces: casi todo el borde estaba rodeado de matorrales espinosos y solo se podía acceder por un breve sector despejado del que se había desprendido el viejo revoque. Nos acercamos con respeto hasta apretarnos los tres en esa reducida sección. Nos estiramos por sobre el brocal, de no más de cuarenta centímetros de alto, para espiar hacia abajo. Nuestras figuras se reflejaron en el agua negra y lejana del fondo, recortadas contra el cielo del atardecer. Un olor húmedo y aletargado se elevó desde la profundidad junto a un frescor mortuorio. Ese lugar era el colmo de la lejanía, el rincón más extremo de nuestro campo, el último punto desde el cual era capaz de volver a casa y aquel pozo atravesaba profundamente esa frontera en la peor de las direcciones posibles. Tan solo ver nuestra imagen replicada en el fondo de ese abismo bastó para hacerme temblar. Entonces Pilar dijo que era un pozo de los deseos y su voz rebotó en ecos por las paredes. Fue gracioso. Empezamos a pedir deseos absurdos, a los gritos. “Deseo que a Pilar le crezcan espinas en vez de pelos”, dijo Helena, “¡Y yo deseo que a Helena se le aparezca Ángel de noche!”, dijo Pilar, y así. Tirábamos piedras y terrones a falta de monedas y el juego derivó en pedir deseos que anularan los deseos del otro y el fondo del pozo se agitó en ondulaciones y cambió su aura funesta por otra pobremente festiva, como un monstruo falto de práctica para sonreír. “Deseo ir a Marte”, grité. “¿A amarme?”, preguntó Helena. “Marte, tarada”, aclaró Pilar y nos reímos. Cuando no se nos ocurrieron más deseos, Pilar y yo nos perseguimos por el monte de alrededor mientras nos tirábamos pelotitas de paraíso. Perdimos de vista a Helena por un rato, hasta que de pronto Pilar interrumpió el juego con un gesto y se acercó con pasos urgentes hasta el pozo. Helena había vuelto a asomarse y sollozaba con la cara entre las manos. Di un paso para ir tras ella, pero me detuve. Repasé las imágenes que había vislumbrado un rato antes: eran demasiado enigmáticas e inabarcables. No se me ocurría ni siquiera el comienzo de un plan para ayudarla con semejante carga. Además, Helena no iba a compartir sus pesares conmigo. Preferí mantenerme a distancia. Pilar le habló suavemente, la tomó de los hombros arqueados y apoyó su frente en la de su hermana. El pudor hizo que me diera vuelta a enfrentar una pared de matorrales en el campo vecino. Podía oír la voz de Helena. Habló de deseos que no se cumplían, de malos recuerdos, de miedos que no se iban. Pilar le contestó en tono de adiestradora y el volumen de sus palabras descendió hasta que no pude distinguirlas. Cerré los ojos y con el trasfondo de sus voces como rezos imprecisos, algo del sueño de esa mañana empezó a consolidarse otra vez: estaba el pozo (o uno parecido) y por sus paredes trepaba una amarga pesadumbre y los rostros y objetos de la visión de Helena aparecían sin orden aparente: muñeca, hermano de torso desnudo, Coca, padre, hombre con rostro inescrutable, vértigo de caída, yo. Oí su voz consternada que en tono más alto decía: “Me quiero olvidar”. La imaginé trepando al borde del pozo, con el pelo caído sobre un ojo: con el otro me apuntaba como una linterna acusadora mientras daba el paso a la nada y desaparecía en la peor profundidad. Cien garrapatas me galoparon por las escápulas y me alejé más y me tapé con las manos para detener la visión debajo de los párpados y así evitar que sucediera. El tono de la conversación comenzó a sonar más relajado y enseguida oí pasos que avanzaban en mi dirección. Me agaché junto a un enorme nido de loros que estaba caído cerca de mi posición y lo moví con un palito para disimular. “Estimado mariscal, ¿está usted dispuesto a guiarnos de regreso?”, preguntó la baronesa. “Cuando vuestras mercedes lo dispongan”, contesté yo (había estudiado El lazarillo de Tormes ese año en la escuela). Los ojos de la archiduquesa, enrojecidos y devastados, aún miraban impiadosamente. Moría por saber qué la había afectado tanto, pero no me expuse a preguntar: Helena no iba a volver a mostrarse vulnerable frente a mí. Al contrario, nos desafió a una carrera por la pista de galgos. Corrimos, esquivamos los brotes que obstruían la senda, levantamos polvo en espirales y nos dirigimos al poste que indicaba la meta, con el entusiasmo desbocado de los perros tras la liebre.