Un postigo de la ventana tenía la traba suelta y por la ranura se filtraba un lánguido rayo de sol anaranjado que atravesaba la cama en diagonal. Motas de polvo y pelusas encendidas flotaban encima de mí en una parsimonia acuática. Tuve la impresión de estar sumergido y el persistente rugir del río invitó las imágenes del día anterior, y en el entresueño me faltó al aire y me levanté de golpe. Comprobé que el cielo estaba limpio, me vestí rápidamente y salí a la terraza soleada. Durante las visitas largas solía atacarme un hartazgo de sociabilización y en ese momento pasaba por un pico: el ermitaño me reclamaba. Los pies me llevaron hasta la orilla del río. El cauce había descendido bastante desde el día anterior, aunque aún faltaban un par de días de bajante para que volviera a su profundidad habitual. La playa que había sido devorada por el torrente volvía a asomar tímidamente sus partes más altas entre el agua terrosa. Las marcas de los pasos de los chicos mientras huían habían sido reconfiguradas por la corriente y la arena renacida lucía una flamante lisura. Toda evidencia que incriminara a aquel paisaje bucólico en la tragedia de la víspera había sido erradicada: se había consumado un asesinato perfecto.
El aire virginal de la playa me animaba a cruzar el río para ir a posar mis huellas, como un Neil Armstrong del Anisacate. La corriente estaba fuerte, el agua fría, no tenía traje de baño o quizás no estaba listo para pisar la escena del crimen. Preferí caminar por la ribera en dirección a la usina vieja y la isla de Los Aromos. Del otro lado del paredón (del que había saltado Helena-Cíclope mil días atrás) nacía un sendero oculto por el follaje que recorría un bosque de siempreverdes de troncos delgados. A poco de andar, el terreno a la derecha se elevaba y aparecía una pared de piedra natural semioculta entre los árboles. En la cima de ese peñón, e invisible desde allí, estaba el mirador de la casa de Malena. Las ramas y hojas atascadas entre las raíces indicaban que el agua había cubierto el sendero y bañado los pies del promontorio.
Encontré la zapatilla del otro lado del sendero, junto al río. Era marca Flecha, de las que usábamos entonces casi todos los chicos. Tenían una puntera de goma característica, con rayas en relieve paralelas a los dedos que a muchos nos gustaba remarcar con birome. Las Flecha más comunes eran azules o blancas, pero esta era rara, roja y grande y tenía los cordones pasados por todos los ojales, cruzados. Aunque mojada y embarrada, estaba en buenas condiciones. Fue verla y saber que esa zapatilla era lo que había vuelto a buscar el chico arrastrado por la creciente el día anterior. Mi teoría chocaba con el hecho de que la había encontrado corriente arriba y en la orilla contraria: no había forma de que el río la hubiera trasladado hasta allí. La falta de lógica no conmovió mi convicción de que esa zapatilla había causado la muerte del chico y la carga simbólica que le otorgué hizo que me llevara un rato decidir tomarla del talón con dos dedos. La sacudí para quitarle el barro y la di vuelta: una buena cantidad de arena húmeda se revolvió adentro. La agité hasta que se soltó y cayó al suelo. Una mancha de sol atravesó el follaje, iluminó la zapatilla y la dotó de un halo de reliquia. Deduje que su dueño se había arriesgado a volver a buscarla y enfrentar la correntada porque conocía su inmenso valor y tal vez su desgracia se debió a haberse alejado de la zapatilla. El imposible lugar de aparición terminaba de corroborar sus características extraordinarias. Decidí que esa Flecha roja estaba buscando un nuevo dueño, uno que supiera apreciar su valía. Y lo había encontrado.
Subí al camino de autos y decidí trepar hasta la cantera del Cerro de la Cruz con la zapatilla colgada de un dedo. Esperaba que mi nuevo amuleto provocara que una nave espacial se estrellara contra la ladera o se abriera un portal espaciotemporal en medio del monte. O mejor, que me hiciera adquirir algún superpoder —ojos de rayos láser o un oído prodigioso como el de la Mujer Biónica para escuchar a las Cornú en la intimidad—, pero mientras pasaban los minutos el valle seguía igual de apacible y mis capacidades no sufrían mejoras perceptibles, por lo que reduje mis expectativas: seguramente sus efectos se verían más adelante o necesitarían de una situación límite para manifestarse. Volví a casa y decidí mantener escondida la zapatilla porque no tenía ganas de dar explicaciones. En la pared exterior del living que daba al sur había una vieja chimenea de chapa que formaba el tiraje de un calentador a kerosene en desuso. El óxido había corroído el codo del tubo en el punto en que salía de la pared y formado un agujero. La zapatilla cabía perfectamente y ahí fue que la dejé.
En el frente de casa había un auto que no conocía. Un sonido de voces me llevó hasta el comedor donde mi madre estaba sentada a la mesa, fumando, junto a una pareja de adultos que no conocía: un señor de poca pelambre —atrincherada cerca de la nuca— y cara simpática, y una señora que portaba estrambóticos anteojos de sol con marco de acrílico colorido. La cuarta persona en la mesa era un niño. Tendría un año más que yo, el pelo muy lacio, flequillo. Hojeaba con desgano una revista de historietas impresa en colores vivos que parecía importada. Estaba vestido con una campera de jean, una remera con un gran dibujo impreso en el pecho —Iron Man si no recuerdo mal— y bermudas de tela escocesa. Su aspecto no mentía: era porteño. Mi madre hizo las presentaciones, saludé a los mayores y luego a él con un “hola” distante. Ella me explicó, en un tono didáctico algo impropio para mi edad, que nuestras visitas eran de Buenos Aires, que habían comprado un campo en San Agustín y habían pasado a saludarnos un rato. “¿Por qué no le mostrás la casa a Alberto?”, preguntó y la odié. Era uno de esos complots entre adultos para que sus hijos se relacionen sin importarles que a estos no les interese en lo más mínimo. Creen que solo se trata de timidez, que la relación fluirá —porque ellos son amigos y tienen tanto en común— y que los chicos agradecerán su insistencia. No sospechan lo fácil que es leer —a los casi doce— si otro de tu edad tiene chances de ser tu amigo. Ese chico petulante y yo no nos llevaríamos bien en ninguno de los multiversos posibles y eso fue evidente para ambos desde el minuto cero. No tuve más remedio que asentir, pero mi fastidio habrá sido muy obvio. Se hizo un silencio largo: el tal Alberto no levantó la mirada de su revista e invoqué a la zapatilla para que me proveyera de ojos láser y así desintegrarla entre sus manos. Mi madre hizo un gesto insistente y tuve que preguntarle al tal Alberto —en voz alta y clara— si (el puto señorito aporteñado) quería venir a conocer mi cuarto. “No”, dijo rotundamente y sentí el ardor en las pupilas que preparaban la ráfaga candente. Apuntaría al entrecejo y le dejaría una marca de quemadura indeleble que le enseñara modales para el resto de su insoportable vida. Pero caí en la cuenta de que su negativa me favorecía y me tranquilicé: había quedado como un rey y de paso me lo había sacado de encima. Los padres intentaron convencerlo, aunque insistieron poco. Él no dejó de leer su historieta en ningún momento y se limitó a negar con la cabeza. Tanto mejor. Aproveché para escabullirme hacia mi cuarto y recostarme en la cama: todavía tenía ganas de estar solo. Jerjes me saltó encima y se enrolló sobre mi pecho. Mientras le hacía mimos y su ronroneo resonaba en los techos altos del cuarto, noté que el sol todavía no se había escapado hacia arriba de la ventana: era temprano. Cerré los ojos y dejé ir los pensamientos. El tal Alberto era un Mano de los del Eternauta, que tipeaba con mil dedos sobre un superteclado para interferir en las mentes de las hermanas Cornú; yo era Juan Salvo y utilizaba artilugios para que se activara su glándula del terror y cuando él disparó el mortal lanzarrayos me escudé tras la zapatilla Flecha, desvié la descarga y entonces alguien golpeó la puerta. Seguro se trataba de ese tal Alberto: sus padres lo habrían convencido de venir a jugar conmigo. Dudé unos segundos antes de abrir con la ilusión de que desistiera, pero los golpes se repitieron. Esa vez me resultaron familiares: la secuencia y la energía aplicada eran idénticas a la de los que habían sonado durante la tormenta. Se trataba de una apreciación caprichosa porque a las series de golpes las separaban más de veinticuatro horas… a menos que un talismán me hubiera dotado de esa facultad inusual. Aparté a mi gato y abrí con una incierta expectativa. Iluminada de frente por el sol de la mañana, Pilar sonreía a pleno hoyuelo.
Es otra imagen que ha resurgido en madrugadas somnolientas. No había tomado la consigna del blanco y negro de las demás: estaba en sepia amarillento, en un degradé de tonos de luz de sol. A diferencia de otras, sé con certeza que esta no provino de una foto, lo que me permitiría dudar de su veracidad. Esa sonrisa cargada de destellos —de la que era imposible distinguir cuánta de su luminosidad era un mero reflejo de la luz solar y cuánta su propia iridiscencia— era justo lo que necesitaba mi ánimo sombrío. Su poder era muy superior al de mi triste zapatilla porque abría portales a otros mundos —siempre mejores— con una magia de miradas atentas, gestos cómplices y risas en perfecto acople. Debo haber sonreído también (hasta que me dolieran las comisuras y se me calentaran las mejillas desacostumbradas a tan anchas sonrisas) porque en el centro de los ojos de Pilar —en esa imagen que atesoro de sus ojos— puedo ver reflejada mi cara tocada por mi vieja alegría de niño atolondrado que a veces extraño tanto.
Me gustaría decir que abracé a Pilar y la apreté contra el esternón queriendo incorporar a mi organismo sus poderes de sanación, que le confesé mi resbalosa admiración de tímido y le agradecí ese rescate oportuno con una caricia a su pelo rizado, porque es lo que me hubiera gustado hacer. Pero los recuerdos de lo que siguió a la portentosa sonrisa están descoloridos, como si los hubiera absorbido —con la atracción de un agujero negro— y me hubiera alimentado de ellos para mantener viva la única imagen que valía la pena. Es probable que solo la haya mirado el tiempo suficiente para atesorar su estampa y luego dijera algo banal o medianamente gracioso para romper la atmósfera —tan atrapante como inmanejable— y que fuéramos a tomar el desayuno esquivando el comedor.
La siguiente acción memorable transcurre en el enorme living de casa. En el sillón de terciopelo bordó junto a la chimenea de piedra coronada por una cabeza de antílope, estaba ese tal Alberto. Ya entrado en confianza, nos mostraba a las hermanas Cornú y a mí un truco de magia con cartas. Hacía largo rato que trataba de acaparar protagonismo con chistes cortos y parodias burdas. Hacía extrañas torsiones con los dedos y se plegaba los párpados para afuera. Nada que nos impresionara demasiado.
Reírse de las maneras, las frases y la soberbia de los porteños es una actividad a la que los cordobeses solemos dedicarnos con fruición. El hecho de que mis padres fueran de rancia estirpe porteña no me marginaba de participar de ese rito de denostación: más bien me avalaba por conocer de primera mano sus prejuicios. Nos irritaba su forma de hablar (el tono italianizado, el reemplazo de la “ll” por “sh”) o que asumieran que todo lo porteño era argentino (como el tango, aunque el cuarteto era meramente cordobés) o su convicción de que al “interior” (hasta la designación es peyorativa) lo habitaban campechanos cándidos que merecían un trato condescendiente. El porteño tiene información de primera mano, conoce las “tendencias”, siempre está en actitud evangelizadora y no oculta la lástima por las pobres gentes que tienen la desgracia de vivir tan lejos del centro del mundo.
Ese truco le salió mal y nos burlamos de él, pero insistió: le pidió a Pilar que retirara una carta, la memorizara y la guardara en el mazo. Mezcló muchas veces, hizo cuatro bazas con las cartas hacia arriba y le pidió que señalara en cuál estaba la elegida. Las mezcló y repitió el proceso dos o tres veces. En la última, recogió todo el mazo y mientras pasaba las cartas de a una intercalaba chistes: no eran graciosos, pero ponía tanto entusiasmo en el relato que conseguía sostener nuestra atención. Esa vez adivinó la carta correcta. Pilar lo miró con genuino asombro y le pidió que le enseñara el truco. Helena también estaba intrigada (lo noté en su postura más erguida) aunque nunca lo diría. Alberto argumentaba que los magos no contaban sus trucos, Pilar insistía, y él que no sé y ella dale y así mantenía el interés de las dos. (De los tres en realidad. A mí el truco me importaba un comino, pero me asombraba la forma en que el porteñito engreído acaparaba las miradas siendo visitante en todos los aspectos). Por mi parte, no tenía un repertorio de chistes como el de Pilar o ese chico: tendía a olvidarlos y contarlos frente a desconocidos me daba vergüenza. Tenía amigos que hacían saltos mortales, pasaban el cuerpo entero a través de los brazos sin soltarse las manos, movían las orejas o eructaban el abecedario. Yo ni siquiera cantaba entonadamente y sostener conversaciones triviales me resultaba un suplicio. No se trataba solo de torpeza sino de orgullo: yo era hijo único, nieto único, sobrino único, el último bastión del infantilismo en mi familia y la atención caía sobre mí como maná del cielo. Me sobraba con no ser muy dañino para que me adoraran. Para los que no eran familia, estaban mi casa, el río y sus historias. De allí que las actitudes de pavo real de los Albertos me parecieran muestras de desesperación rastreras, esfuerzos patéticos por resaltar entre la multitud: yo no necesitaba rebajarme a ese nivel.
Lo cierto es que dos o tres trucos de magia después, Alberto me había convertido en el niño invisible. Deseaba intervenir con algo divertido o asombroso, pero nada venía a mi mente y entonces me arrebujé en el sillón con los brazos cruzados y el único consuelo —además de que el pobre era porteño— fue que, antes del almuerzo, ya se habría ido. Contó un chiste de Jaimito bastante subido de tono que me pareció fuera de lugar, pero las Cornú lo festejaron y hasta remedaron el final. Mientras se reía (con su risa desmechada) Helena me miró con lástima. Me harté: el espíritu del lobizón se sintió invocado y descendió del monte decidido a tomar el control. Mi primer impulso fue tumbar a Alberto con una toma de judo y ahorcarlo con una retención, pero lo pensé mejor y preferí llevarlo a mi terreno y ver si era capaz de mantener su protagonismo. Si no lograba mi objetivo de pasarlo a segundo plano, el judo siempre sería una alternativa.
No me costó gran cosa convencer a los tres de caminar hasta la usina vieja y obtener una rápida aprobación de los padres de Alberto con la condición de volver pronto. Era una caminata corta y cuesta abajo, aunque no había sombra en el camino. Alberto no paró de plantear adivinanzas y acertijos en el trayecto: algunos hasta eran divertidos e incluso Helena intentó responder un par de veces. En una agachó levemente la cabeza y se corrió el pelo pesado que le enmascaraba media cara y lo ajustó detrás de la oreja, acariciándolo en el proceso, mientras sostenía la mirada clavada en mí. Me estremecí y lo disimulé mal. Helena no descuidaba sus posesiones y en tanto fuera capaz de perturbarme, yo era una de ellas. Me enojé y pedí apurar el paso con la excusa de que debíamos volver pronto. No bien aceleramos la marcha, noté que Alberto empezaba a resoplar y reducía sus intervenciones para preservar el aliento. La usina estaba sobre el camino, justo en la parte más angosta del paso, donde la ladera de los cerros pedregosos llegaba hasta la misma orilla del Anisacate. Era una construcción de ladrillo cuyo techo había dejado de existir hacía tiempo. Las puertas y ventanas eran meros rectángulos abiertos en los muros y las paredes lucían cientos de grafitis, algunos fuertemente obscenos. En el centro de una de las salas había una enorme carcaza metálica de formas redondeadas adherida al piso por impresionantes tuercas y cubierta de un óxido grueso. Contra el fondo, y viniendo desde arriba del cerro en un ángulo de cuarenta y cinco grados, aparecían dos caños anchos a los que les faltaban sus últimos tramos. Al asomarse al interior se podía ver, en el más grande, una pequeña y muy lejana luz que confirmaba que era lo suficientemente largo como para atravesar la montaña entera. El más angosto estaba oscuro, posiblemente obstruido. El lugar tenía un vago aroma a orín y compartía con el campo, el pueblo y la zona toda, una impronta de decadencia y melancolía, de proyecto malogrado, de ya no ser. En el piso, desparejo, dos grandes aberturas rectangulares daban acceso a un enorme sótano que a su vez comunicaba con un túnel que, luego de un corto recorrido, desembocaba junto al río. Las crecidas lo habían inundado incontables veces por lo que el suelo estaba cubierto de arena acumulada. También había escombros y basura que algunos lugareños desechaban fuera de la vista.
Recorrimos la parte superior rápidamente y, una vez que les expliqué cómo habían funcionado los generadores alguna vez, Pilar se asomó por la abertura que daba al sótano. Fue la excusa que necesitaba. “¿Bajamos?”, le pregunté pero, adivinando que diría que sí, enseguida busqué la mirada de Helena. Tenía ese gesto incierto con la cabeza ladeada que era como una interrogación. Sus ojos se desplazaban en movimientos cortos sobre distintos puntos de mi cara intentando deducir si la pregunta implicaba desafío y dejaba en claro que lo tomaba como tal o si lo dejaba correr sin pasar por asustadiza. “Obvio”, fue la respuesta de Pilar. “¿Por dónde?”. Helena no contestó: solo dio un paso adelante y se asomó al agujero buscando la manera de bajar sin esperar instrucciones. Pero Alberto el ilusionista no dijo nada. Cuando observé su expresión me percaté de que mi estrategia había dado resultado: meterse en aquel sótano oscuro era lo último que se le podía pasar por la cabeza. Se debatía entre vencer el pánico o aceptar su cobardía. El resultado del dilema era evidente para mí: solo me intrigaba cuál sería su excusa para no perder el prestigio que creía haber ganado ante las chicas. A esa altura, daba igual.
No recuerdo qué alegó, pero sí que sus cachetes muy blancos se volvieron color granadina con leche y su hablar convencido se transformó en balbuceo. Le indiqué dónde era la salida del túnel —del otro lado del camino y junto al río— para que nos esperara allí y me pareció que hasta ese sencillo recorrido lo acobardaba: se quedaría solo, podía haber víboras, el río crecido se veía amenazante. Le dije que nos esperara ahí arriba, si lo prefería. Debió creer que había sido suficiente humillación porque aceptó ir hasta la orilla. Juan Salvo había activado la glándula del terror del Mano, que ahora moriría sin remedio. Gracias, zapatilla.
Me asomé al borde del pozo, estiré una pierna hasta apoyarla en una viga de hierro invisible desde arriba, me senté allí, me colgué de los brazos hasta que mis pies quedaron a poco más de medio metro del suelo arenoso y me dejé caer con suavidad. Helena imitó mis movimientos. Cuando colgaba de la viga, hice el ademán de ayudarla, pero se soltó rápidamente con gesto despreciativo. Caminó hacia el fondo del sótano e hizo algunos comentarios del tipo “pero qué mugre que hay”, “¿se acaba acá nomás?” y “no da nada de miedo”. A Pilar le llevó más tiempo y algunas dudas la maniobra sobre la viga. Cuando pendía de sus brazos no se animó a soltarse, pataleaba y le dio un ataque de risa. Quedó colgada con la remera trepada y el vientre asomado vibraba como un tambor tañido desde adentro. Me acerqué a socorrerla: imaginé que la sujetaba de la cintura, que pegaba la cara al ombligo pulsátil y el aroma fuerte de su piel me mareaba. Un paso antes de llegar hasta ella, Helena se interpuso y se apuró a sostenerle las piernas. Se reía y se reía. Como Pilar seguía aferrada a la viga, di la vuelta para colaborar del otro lado. Entonces Helena pegó un tirón, Pilar se soltó, su hermana la aguantó durante un segundo y luego las dos cayeron aparatosamente sobre la arena. Les tendí la mano, pero Pilar se sostenía la panza con las suyas, sus hombros se sacudían y entre risotadas decía: “¡Ay, me hago pis!”. Helena movía la cabeza rítmicamente arriba y abajo, la cara cubierta por los pelos y la boca por las manos. No me engañaba: fingía. Había intervenido cuando estaba por ayudar a Pilar solo para demostrar que me acercaría a su hermana cuando a ella le pareciera, que tenía el control, que yo era insignificante a menos que lidiara con ella y que la superara en esos juegos subrepticios que no terminaba de entender.
Las risas terminaron, se levantaron, se sacudieron la arena y pudimos recorrer el sótano. Había estado allí una decena de veces y sabía que, fuera de la oscuridad, que no era tanta al cabo de un rato, de las telas de araña, de las resonancias raras que provenían desde el río y de un trasfondo un poco terrorífico, el lugar tenía poco para ofrecer. Pasados unos minutos de exploración y después de provocarnos sustos entre nosotros, nos dirigimos al túnel para salir. El techo tenía forma de arco y el piso se había llenado con arena del río a lo largo de las sucesivas crecientes que lo inundaban. La del día anterior había arrastrado varias ramas secas que se cruzaban en nuestro camino. La salida se veía como una media circunferencia incandescente, unos veinte metros adelante. Desde allá llegaba el alboroto continuo de la corriente, multiplicado en ecos por las paredes del túnel junto a un vaho a hojas podridas. La arena estaba húmeda, blanda y fría. Yo iba primero: como la luz nos daba de frente, tanteaba el terreno casi a ciegas y avanzaba con cuidado. Pilar venía detrás y bien cerca de mí y Helena bastante más atrás. De pronto algo se movió, rápido, en la semioscuridad. Intenté disimular el sobresalto, pero Pilar había visto aquello. “¡Una rata!”, gritó, se aferró a mi brazo con fuerza y se apretó contra mi espalda. “Es una rata, ¿no?”, preguntó con voz ahogada y se asomó por sobre mi hombro. Sus ojos cercanos mostraban miedo, pero a la vez agradecían mi presencia, confiaban en que me haría cargo. Era un tipo de fe que me ungía de poderes mucho más tangibles que los de la Flecha. “Iguana”, dije con una certeza que no tenía, porque pensé que su aversión sería menor. Además, la manera espasmódica de moverse era más de reptil que de rata o comadreja. Fuera lo que fuera, se había desplazado entre la luz de la salida y nuestra posición y teníamos que pasarle por al lado. “Va a salir corriendo no bien nos acerquemos”, le aseguré a Pilar y seguí adelante. A menos que la iguana hubiera anidado allí, en cuyo caso posiblemente nos atacaría, pero por otro lado el lugar había estado inundado hasta hacía pocas horas con lo que no habría nido que defender y tal vez ni siquiera fuera una iguana, pero correría igualmente, salvo que se tratara de una víbora y entonces el riesgo era pisarla y que nos picara y en ese caso nos convenía esperar, pero esa era una opción medio cobarde y como reciente superpoderoso no podía lucir cobarde. Los valientes, según parece, no piensan demasiado.
Mientras nos acercábamos al lugar del movimiento, Pilar se escondía en mi espalda y me tironeaba el antebrazo. Con el brazo libre, yo juntaba pequeñas piedras y las arrojaba hacia adelante apuntando a distintos lugares. Luego de algunos intentos, una de mis piedras al parecer dio en el blanco. Se produjo un movimiento a unos dos metros a mi derecha. Unas patas resbalaron apuradas sobre la arena, unas ramas se sacudieron. Pilar se sobresaltó, me aferró con fuerza del hombro, apretó mi muñeca y ocultó su cara entre mis omóplatos. Recogí una rama del piso por si la iguana se dirigía hacia nosotros. En medio de la tensión, una tercera mano pesó cerca de mi cuello y un soplido —más quedo que la respiración de Pilar— me revolvió el vello de la nuca. No pude evitar el escalofrío que me recorrió justo antes de que la sombra del animal avanzara a toda marcha en nuestra dirección. Quise enderezarme, pero el peso de Pilar, colgada de mí, me hizo perder el equilibrio. Caí arrodillado y hacia atrás, encima de ella. La iguana pasó como una exhalación entre nosotros y la pared derecha del túnel, mientras revolvía la arena con la cola. Se alejó hacia el interior y ya no la oímos.
El brazo tembloroso de Pilar me rodeaba el cuello. Intenté liberarme, pero me sostuvo con más fuerza. Le di unos golpecitos suaves en la muñeca que de a poco se transformaron en una caricia aletargada. Su respiración se calmó, aflojó la presión, pero no me soltó. Giré la cabeza hacia atrás todo lo que pude y, en la oscuridad, mi nariz rozó la suya. El contacto suavizó nuestros movimientos: los modales aristocráticos de baronesa y mariscal de pronto nos alcanzaron y amortiguaron los desplazamientos hasta reducirlos a una cadencia victoriana. El roce inicial se hizo regodeo de detallecitos epidérmicos, minuciosos, de susurros entre cutis e ínfimas trepidaciones, de tacto pincelado de delicadezas. Musité una palabra olvidada a centímetros de su boca (tal vez solo dije “tranquila”) y ella la inhaló —y a mi aire, a mí— y su torso se hinchó contra mi espalda y los cuerpos se elevaron por el pulso de su inspiración y la tibieza de cada uno traspasó las ropas para ser una única calidez indiscernible. En la negrura sin rostros percibí que la intimidad le resultaba sobrecogedora como a mí y al igual que yo hubiera prolongado esa danza quieta, ese suave trémolo de cuerpos todo el tiempo que el mundo lo permitiera.
Lo que pasó a partir de ese instante sufrió el mismo destino de olvido que los sucesos posteriores a la visita a mi cuarto en la mañana. No sé cuándo ni cómo Helena nos pasó por al lado para salir del túnel, ni qué ocurrió con Alberto. Nada recuerdo de cómo nos libramos de ese hechizo Pilar y yo, de cómo desenvolvimos nuestros cuerpos infantiles de ese incipiente pero portentoso lazo que nos había atenazado. Acaso nunca lo hicimos y es a Pilar y a ese suave brazo acariciado a medias y a esa nariz apenas rozada en la oscuridad a los que he vuelto una y otra vez siempre que, durante el resto de mi vida, he tocado con ternura a una mujer.