Lo que sigue a aquella mañana es una niebla tan difusa como agradable. Ningún hecho me ha parecido digno de perdurar luego de Pilar y el túnel —la nariz que veneré en la penumbra, el cuerpo que palpitó bajo el mío— más que la sensación algodonosa que me persiguió el resto de ese día. Según creo, Alberto se mantuvo en un reconfortante segundo plano y se fue al poco rato de volver a casa. Guardo la impresión de haberle tomado afecto después de exponer su debilidad. Se había convertido por un rato en el chico lleno de dudas que era yo y su faceta sensible lo había hecho interesante. Si hubiera vuelto alguna vez, la habríamos pasado mucho mejor.
Tal vez almorzamos con mi madre, es posible que haya estado también mi padre y hasta puede que hubiera alguien más, pero nada de eso me interesó porque estaba transitando una ruptura irreversible. Cuando de más chico había querido patear un globo le pegué, en cambio, a la mesa que sostenía un imponente jarrón. Se inclinó marcadamente en una dirección, pero enseguida regresó casi a su posición original. Por un instante pensé que nada pasaría. Entonces se ladeó en dirección contraria y esa vez cayó contra la superficie de la mesa, aunque sin romperse. Rebotó y pareció cobrar vida: se elevó, hizo volteretas en el aire y mientras su trayectoria —parabólica y giratoria a la vez— lo alejaba de la mesa y lo acercaba al piso, el tiempo empezó a correr más lentamente. Estaba convencido de que podía desplazarme con la suficiente rapidez para atraparlo, pero la visión del jarrón acróbata que surcaba el aire en vuelo suicida me cautivó y me detuve, no sé si para permitirle consumar su anhelo o por mi propio morbo de verlo destruido. Cuando me arrepentí ya era tarde y en ese cortísimo lapso me topé por primera vez con lo inexorable. Se había roto en pedazos tan ínfimos que se diría que estaban deseosos de separarse de la estructura, de ganar una libertad sucia —de polvo y de basura— en reemplazo de la esclavitud de armonioso jarrón de puro adorno. Era un desparramo de ese estilo el que me aquejaba: todas mis partes liberadas se alejaban entre sí y huían una de otra, igual que las galaxias en el proceso de expansión del universo. Lo que se había atomizado en aquel íntimo big bang jamás volvería a unirse: conocía el esquema de globo, patada, desestabilización y vuelo. Sabía que el golpe contra la consistencia de la piel de Pilar había dado un final rotundo a mis volteretas por el aire. Me había desintegrado en un ventarrón de impresiones desordenadas que no paraban de procrearse. Entre ellas resaltaba el fervor por descubrir hasta dónde llegaban mis nuevos confines, ahora diseminados en mil direcciones, que me abrumaba y extasiaba a la vez. También en Pilar noté cambios: un leve desenfoque, un desconcierto apenas perceptible, una pizca de ensimismamiento sazonando su buen talante, como un acorde menor colado en medio de una fanfarria. Me sentía casi culpable de esa congoja que le daba un aire a Ornella y la embellecía.
Recuerdo vagamente haber descolgado unas viejas raquetas de tenis con encordado de tripa de la pared del hall y haber recuperado de un canil una pelota maltratada por los perros. Intenté pelotear con Pilar en la terraza y creo haber pasado más tiempo buscando la pelota entre las plantas que verdaderamente jugando, pero todo me importaba un rábano mientras ella estuviera cerca y pudiera protegerla de porteños desdeñosos e iguanas asesinas. De Helena no recuerdo nada. Se habrá ido a dormir la siesta o a leer al living. Por una vez lo que hiciera o dejara de hacer me tenía sin cuidado.
El atardecer nos encontró a Pilar y a mí sentados juntos en la terraza con los pies colgando del borde de la baranda de piedra. Parecíamos los mismos: nos tratábamos de “usted”, conversábamos sobre perros, dibujitos y los misterios de Marte y ella contaba chistes y los dejaba inconclusos porque se reía en la mitad. Sin embargo, había un desfasaje entre nosotros. Cada uno tenía piezas de aquel jarrón destrozado: queríamos hacerlas encastrar, les dábamos vueltas en todas direcciones y a pesar de los esfuerzos no lo conseguíamos. Había nacido una urgencia inédita —estar cerca, rozar narices, mezclar alientos, túnel— que ambos desatendíamos. Del otro lado de esa urgencia nos esperaba la reescritura de nuestras interacciones en un idioma desconocido. Nuestros sueños —vastos como mundos— se verían cercados de pronto por certezas nuevas: a la infinitud del “¿cómo será?” la habría atrapado el mezquino “ah, es así”. Tal vez por eso el silencio se hacía largo y vi a Pilar en una actitud grave por primera vez. Decidí hablar después de mucho rato y, tras algún circunloquio dubitativo y vergonzoso que quedó misericordiosamente del lado de mi olvido, por fin dije simplemente y en voz casi inaudible: “Me gustás”. Pilar, mirada de cachorra, tres rulos sobre la frente, pensó un rato mientras apretaba los labios bien rojos, bien alertas y contestó: “No puede ser”. Sonrió, pero a media asta como su hermana, y sus hoyuelos no llegaron a formarse. “¿Por qué?”, pregunté desconcertado. “Porque a usted”, hizo una pausa larga y dramática y me señaló sacudiendo el índice, “a usted le gusta la archiduquesa”. Lo dijo con una convicción ampulosa. “Siempre le gustó. Y el día que subieron al cerro fue muy claro que los dos se gustan”. Hizo otra pausa y dirigió una mirada melancólica a sus propios pies. Pensé que iba a llorar. “Como ella es difícil, se acerca a mí. Para darle celos, capaz. O como descarte. Soy un descarte, ¿no?”.
Me sorprendió con la guardia baja. Dije que no y fui enfático. Dije que era linda y divertida y me hacía sentir importante y que desde el túnel y el abrazo quería estar con ella todo el tiempo y me costaba respirar con normalidad y hasta pensé en mencionar a Ornella Muti, pero me pareció inapropiado. Por algún motivo que se me escapaba, nada de lo que decía alcanzaba a sonar convincente y mis comentarios no parecían causar efecto. Un poco confundido, dejé que volviera a asentarse el silencio y un rato después atiné a preguntarle: “Pero… ¿y yo te gusto?”. Su mirada era de nuevo acariciante y contenedora, no exenta de un dejo de lástima. “¿Y a usted qué le importa?”, dijo medio en chiste, aunque su voz trasuntaba una tristeza resignada. Que no negara que le gustaba me pareció una señal positiva por alguna razón misteriosa. En respuesta, apoyé la mano sobre el dorso de la suya. En cuanto notó el contacto, la retiró sin brusquedad pero con decisión. El vuelo de esa mano, despegando desde el borde de la baranda hasta aterrizar en la seguridad de su falda, marcó el inicio de mis tribulaciones con el universo femenino y sus insondables complejidades. Como para aumentar mi desconcierto, se inclinó hacia mí hasta apoyar su cabeza en mi hombro. Sus rulos se acomodaron contra mi mejilla y chorrearon por mi cuello. Me llené de dudas. Si la abrazaba o apoyaba mi cabeza sobre la suya o intentaba decir algo lindo, tenía la certeza de que me rechazaría y el momento se esfumaría. Elegí la quietud y el silencio y disfruté de su tibieza mientras mirábamos el cielo volverse anaranjado. Al cabo de un rato, los pies de ambos, necesitados de descargar aquel desborde, golpearon con los tacos inquietos contra la pared de piedra. Sin decirnos nada, acompañamos nuestros taconeos con aplausos y golpes de palmas en los muslos y movimos los hombros siguiendo el ritmo de la batucada corporal hasta que un choque casual desató una guerra de pies, hombrazos, empujones y cosquillas.
Helena apareció junto a nosotros como materializada de la nada. Tenía un pantalón jardinero corto de jean, una remera blanca y el pelo suelto y húmedo. Nos miró sin expresión y le anunció a su hermana que el baño estaba libre y que era su turno. Pilar protestó, me tiró una última patada y huyó de la baranda sin parar de reírse. Corrió hasta la puerta de entrada y la cerró de un portazo definitivo que me hizo parpadear. Luego de un corto silencio, Helena vino a sentarse a mi lado. Me pareció que me buscaba con la mirada, pero mantuve mi vista al frente, donde moría el atardecer y florecían las primeras estrellas y esa misma transmutación me recorría por dentro. Era la última noche de la performance que había montado durante esos días. Había vivido pendiente de mi público y quería volver a estar solo. Faltaba el último acto para concluir la visita y mostrárselo a las Cornú había estado dando vueltas por mi cabeza desde el día del Cerro de la Cruz: mi oportunidad sería esa noche. Helena estaba a mi lado, me rozaba casi y podía sentir su mirada escrutadora. No me había soltado ni lo iba hacer. En mi lógica de casi doce años, mostrarle mi capacidad sería la manera de obtener el definitivo estatus de ganador, de vencerla en la lucha asordinada y cansadora a la que me arrastraba día a día y en la que ella estaba siempre un paso adelante. Hubiera preferido enfrentarla ahí mismo, decirle “peleemos, a ver quién gana”, kesa-gatame, pero el género interfería y nunca habría un verdadero revuelo de puñetazos ni retenciones de judo. La exhibición de la noche podría acaso reemplazar la trompada vedada y permitirme dejar atrás el “asunto Helena” con altura. Al fin Pilar no estaba tan equivocada: yo aún seguía tirado en el piso de la escuela, hechizado por los ojos y los puñetes algodonosos de su hermana.
Decidí girar la cabeza y encararla de una vez. Aprovechó para incrustarme la mirada entre las cejas. Tal vez porque no controlaba mi mente en ese momento —o porque sí lo hacía— la encontré reconfortada cuando por fin la enfrenté. Mis ojos erraron de un ojo suyo al otro igual que se pasa de mano en mano un bollo caliente para que no queme. Eran un blasón impío en un semblante por lo demás delicado, armonioso, de nariz pura y labios finos. Yo era el que siempre apartaba la vista: esa tarde no. El cruce se hizo largo. Imaginé un duelo de rayos portentosos que nacían de nuestras pupilas, chisporroteaban y crepitaban cuando se chocaban a mitad de camino y me dispuse a reducir su rayo hasta imponer el mío, a llevarlo hasta la puerta misma de los párpados y obligarla a que los cerrara y pidiera clemencia. Pero su mirada se aflojó en medio del duelo y comenzó un lento proceso de empañamiento. La boca se apretó en un suave rictus, confuso al principio, hasta que un hipo suspirado brotó de ella. Lloraba. Lloraba frente a mí y hasta parecía auténtica. Acercó la cabeza a mi hombro —al mismo hombro en el que acababa de descansar la de Pilar— y me abrazó como buscando consuelo. Me estremecí. De pronto estaba más tieso que el armazón de la falsa liebre y la espalda quedó al borde del calambre. Mi cuerpo, como si se hubiera activado un protocolo automático, comenzó a ejecutar gestos de amparo desconectados con la voluntad: el brazo pasó por encima de su hombro, la mano le palmeó la espalda un par de veces y hasta le acarició la cabellera mojada con una suavidad distraída. Helena gimoteaba y tiritaba y las lágrimas (o tal vez fueran gotas desprendidas del pelo recién lavado) me impregnaron la remera, la traspasaron y me corrieron por el pecho con el cansancio del Anisacate a la hora de la siesta, hasta la altura del ombligo. Allí se secaban hasta desaparecer. Al mismo tiempo, la piel de Helena —el pómulo en el hombro, el brazo en la cadera— se había equiparado a nivel térmico con la mía hasta integrarse con ella, mis músculos habían compensado su peso —como las balanzas que se gradúan en cero con el plato apoyado— y sus sollozos se habían reducido hasta ser inaudibles. De pronto, dejé de percibirla por completo, como si la hubiera absorbido. Estaba solo: Helena se había evaporado y dependía solo de mi voluntad volver a otorgarle consistencia o dejarla sumida en la vaguedad de un recuerdo. Decidí tomarme un tiempo para pensarlo. Fue el aroma del shampoo, Herbal Essences creo recordar, el que se ocupó de venir a buscarme. Como una nota de flauta dulce se entrometió en el silencio sin consultar, acabó con mi duda de creador y volvió a encarnar las fronteras que nos aquejaban. En el interín, la noche se hizo más oscura y casi enseguida el halo de la luna llena comenzó a asomar justo enfrente de nosotros. Helena dejó de llorar de pronto. Se separó de mí con cierta brusquedad, se fue hacia dentro de la casa sin decir palabra y dejó detrás de sí apenas un rastro de humedad, una madeja confusa en mi cabeza y un tibio vaho de Herbal Essences.
Es momento de explicar en qué consistía la “facultad” con que pensaba zanjar los asuntos con Helena. Creía entonces —aún lo creo— que había muchos chicos —tal vez la mayoría— capaces de hacer lo mismo que yo, pero a los demás —igual que a mí— les daba vergüenza reconocerlo. Así como yo lo mantenía en secreto, el resto hacía lo propio. Era como la masturbación: una realidad paralela a la infancia de la que solo comenzamos a hablar de más grandes —si es que alguna vez lo hacemos—, solo que esta costumbre instintiva solía prolongarse por el resto de la vida. En cambio, tenía la certeza —meramente intuitiva— de que aquella facultad secreta tenía relación directa con la infancia y que los sucesos del túnel provocarían su paulatina desaparición. Exponerla tenía además un costado vergonzante: la energía que me permitía llevar adelante mi pequeño prodigio era de índole sexual. No conscientemente sexual quizás, pero la sensación que me recorría mientras sucedía era demasiado similar a la cosquilla de mis estimulaciones como para dejarme alguna duda. Por otro lado, era muy dificultosa de exhibir y tan inverosímil para el que no la hubiera experimentado que hablar de ello solo haría que a uno lo tildaran de estúpido. En concreto, era capaz, bajo ciertas circunstancias que explicaré a continuación, de llevar a cabo una forma de levitación o vuelo, por increíble que suene. La primera de las condiciones para que se produjera ese milagro era estar dormido. Es fácil concluir que se trataba de un simple sueño de esos en los que uno siente que vuela y se torna tan vívido que se lo termina creyendo real: sueños de esos que todo el mundo tiene, que siempre tuve y sigo teniendo hoy. Era mucho más que eso y podía apreciar la diferencia. Se trataba, a mi modo de ver, de una manera especial de sonambulismo. Así como los sonámbulos caminan y recorren a veces largas distancias, yo podía elevarme del suelo estando dormido. Me refiero a elevar el cuerpo y no meramente el alma, como esos monjes budistas que quedan atados por el “hilo de plata” y pueden verse a sí mismos abajo mientras flotan. Reconozco que la diferencia entre soñar que se vuela y volar dormido puede parecer leve y es entendible esa confusión en un niño de casi doce. Pero mi cuerpo se elevaba de verdad: la circulación sanguínea se modificaba, los receptores de equilibrio se activaban para compensar las oscilaciones, los músculos de los brazos se tensaban para estabilizarme. Soñaba con el cuarto visto desde arriba mientras en realidad estaba arriba y, si hubiera abierto los párpados, habría visto exactamente la imagen que soñaba (como si espiara a través de una cámara, pero captara lo mismo que hubieran visto los ojos que estaban desactivados por el sueño). De dónde provenían las imágenes si mis ojos estaban cerrados, no tengo idea: puedo especular con cien teorías sin comprobar ninguna. Decir, por ejemplo, que así dormido desarrollaba una facultad similar a la de los murciélagos o que la imagen se construía por recuerdos de los lugares a partir de la ubicación de mi cuerpo, de las corrientes de aire, o qué sé yo. Lo cierto es que veía casi con el mismo nivel de detalle que cuando estaba despierto y, además, veía mejor con luz escasa, como los gatos.
Para probar que los vuelos eran reales, hice constataciones que me gustaba tildar de científicas. En primer lugar, mi experiencia visual y auditiva coincidía exactamente con el lugar donde dormía. (Es cierto que casi no había sucedido fuera de casa; una vez en un hotel al que fuimos para una exposición de perros, una vez en casa de un amigo, o durante el mes en que dormí en el altillo debido a los arreglos en los pisos del cuarto de mis padres y el mío). En todos los casos vi estrictamente los muebles y los adornos que había en la habitación y en la ubicación exacta donde habían quedado al momento de dormirme. A veces salía del cuarto y hasta salía de la casa: la hora, las condiciones climáticas, la posición en que estaba estacionado el auto en la puerta, el lugar donde había dejado mi pelota de fútbol coincidían exactamente con la realidad de la tarde anterior y la mañana siguiente. Incluso mi gato se percató de mis elevaciones y me siguió con la mirada, intrigado, más de una vez. Macho Lindo me vio también en una ocasión: ladró y me sacó de mi concentración, con lo que inmediatamente descendí y desperté de pie junto a la cama. Ya espabilado, el perro seguía ladrando en el mismo tono y volumen. Hay más: si me despertaba durante un vuelo lo hacía en el lugar donde “soñaba” que estaba y volvía a mi cama caminando y bien despierto. Para terminar de corroborar la realidad de mis vuelos nocturnos, comencé a dejar señales. Una noche até una pequeña cinta roja a una rama del algarrobo que estaba frente a la ventana del living que daba hacia el este, a una altura a la que solo podía llegar con una escalera muy larga. La cinta estaba allí a la mañana siguiente y allí siguió por muchos días. Llevé un viejo soldadito de plomo, de los del ejército de juguete que mi padre me había legado, a la chimenea más alta de la casa. A la mañana subí al techo y desde allí pude ver el soldadito acostado sobre la teja superior de la chimenea tal como lo había dejado. No podía alcanzarlo. Es posible que siga allí.
En lo que a mí respecta no tenía duda alguna de que no se trataba de un fenómeno imaginario. Eso sí, cuando volaba mi lucidez era solo parcial. Cualquier cuestión compleja en la que me enfocara provocaba pérdida de altura y me hacía despertar. Cuanto más me entregaba a la sensación, más fácil me resultaba flotar. Se trataba de dejarme ir y desplazarme por el aire con una cadencia similar a como lo haría en el agua —como si la atmósfera ganara densidad o yo la perdiera—. Me impulsaba hacia arriba empujando el aire con brazos y piernas en sentido contrario. Mis movimientos eran instintivos, los avances eran lentos y ganar altura me llevaba un buen rato. No podía generar vuelos vertiginosos y, cuanto más me alejaba del suelo, más me costaba mantenerme dormido y por eso las levitaciones eran breves. Sabía de manera inconsciente que los viajes largos o las piruetas virtuosas no iban a funcionar y no los intentaba. No se trataba de un superpoder, pero aun con sus limitaciones la sensación de ingravidez era magnífica.
Mi convencimiento de que no era el único capaz de levitar se basaba en algo más que en la sensación de que no había nada demasiado mágico en el asunto: había visto a otro levitador. Esa noche había huéspedes en casa. Era una pareja con un niño timorato un poco menor que yo, a quienes casi no conocía. Yo había subido al techo y desde allí ganaba altura por encima del patio central de mi casa con mi técnica natatoria cuando vi una sombra proyectada sobre el piso. El otro niño flotaba bajo la luna en cuarto creciente por encima del techo del comedor. Era muy antinatural y aterrador, y de haber sido un espectador desprevenido, habría huido clamando ser perseguido por un vampiro o un extraterrestre. No sé si me vio también, pero nos ignoramos. Mi vuelo amainó, descendí en el patio y caminé los pocos pasos que me separaban de la cama. Nadie mencionó el tema al día siguiente. Ergo, no era el único que volaba ni el único que lo guardaba en secreto. Ni ese chico ni yo teníamos nada de especial.
Un reflejo accesorio a esa capacidad consistía en saber si había alguien alrededor que pudiera verme. Si mis padres estaban despiertos o había gente dando vueltas por la casa, me enteraba de manera instintiva y abortaba el vuelo. No me había servido, sin embargo, contra el otro niño volador, quizás porque estaba tan dormido como yo. La frecuencia de los vuelos tampoco era muy alta. Un excesivo cansancio, habitual durante la semana escolar, solía provocarme un sueño profundo que no se condecía con el que necesitaba para volar. El frío excesivo del invierno lo hacía displacentero, la total oscuridad, peligroso y la falta absoluta de incentivo sexual, imposible. A veces simplemente no podía despegar sin motivo aparente. Si eso me sucedía esa noche, Helena se burlaría de mí hasta el día de su muerte y ese era mi mayor temor.