Frente al gran televisor Noblex había un sillón donde solía quedarme dormido a diario en época escolar. Era de cuerina beige, feo, algo adhesivo, un poco destratado y desentonaba con el resto del mobiliario. Limitaciones tales como no saltarle encima o no sentarse a comer no le aplicaban y eso lo hacía el más mío de los rincones del living. Era también el lugar de la tele, el punto de fuga por el que dejaba atrás mi caprichosa casa y el paradójico encierro tras hectáreas de campo atiborradas de soledades. Allí nuestra lejanía moría por un rato. Veíamos El mundo del espectáculo, que pasaba películas viejas que a veces no entendía, pero lo mismo servían para ese juego de escape, de desmaterialización de mi entorno. Compartía la experiencia con mis padres, aunque no los viera, pues el respaldo del sofá me separaba de ellos. Esa comunión le daba a nuestra casa la dosis de calor hogareño que tanto reclamaba y su arropamiento me adormecía mucho antes del final de las películas. Era el lugar ideal para intentar mi número.
En cuanto me acurruqué y me confronté con la oscuridad detrás de los párpados, supe que todo había sido una gran equivocación. Iba a salir mal, iba a quedar como un estúpido y, si de milagro el acto funcionaba, no sería sino otro monigote igual que Alberto con sus trucos desesperados por llamar la atención. Me había convertido en el chico del río, aunque la corriente que me arrastraba era la que formaban el inquietante influjo de Helena y mis ganas de resquebrajar el hielo que abrigaba aquellos ojos. Con esa premisa había inventado historias de fantasmas, enfrentado a un feroz porteño, convocado los poderes de una zapatilla y hasta presenciado un asesinato fluvial, había cabalgado, competido, espiado y trasnochado, y me había despedazado. Llegaba el cierre de aquel impresionante acto y me veía como un maestro de ceremonias anunciando entre redobles: “Damas y caballeros, llegó el momento que todos esperaban, el plato fuerte de la noche. El único e inigualable dueño de casa los sorprenderá con una actuación que los dejará boquiabiertos, plagada de vértigo, suspenso y peligro porque esta noche, querido público, esta noche —y por favor niños, no intenten esto en sus casas— ¡voy a levitar!”.
Era un tarado. Pensar que Helena iba a arrojar su máscara y a mostrarme su identidad detrás del disfraz de supervillana era propio de un tarado. Justo ella, que había calibrado cuidadosamente las entregas emocionales que solo un nene de mamá como yo podía comprar. Tarado. Era obvio que no me daba el piné para abrirme camino por la intrincada geografía de Helena, para cantar “piedra libre” y rescatarla de su odiosa captora (que siempre me descubría porque era ella misma). ¿Por qué habría de ser yo, después de todo, si era un tarado que creía poder volar?
Qué decir de Pilar: tocó mi puerta en medio de la tormenta, apareció en mi cuarto sin motivo aparente, se colgó de mi cuello en el túnel y aceptó mis caricias para luego dotar a su mano de alas para que escapara de la mía, calificarse de “descarte”, apoyarse en mi hombro y dejarme todo perturbado. Pilar y su esmerada atención, igual de titiritera que su hermana o peor, porque parecía tan sincera.
Levantarme, reírme a carcajadas, burlarme de que se hubieran creído semejante boludez, irnos a dormir de una buena vez, fin del show: la secuencia perfecta. Busqué la fuerza para estirar las piernas, erguir el cuerpo y enfrentar a las Cornú con una sonrisa pícara, pero una pesadez de toneladas me aplastó. Cansancio por los volantazos emotivos del día, tal vez, o por la irracional tozudez de vasco y taurino que aún hoy me dificulta cambiar de planes. Lo cierto es que me mantuve adormilado y tenso sin haberlo decidido del todo. Me puse fastidioso. Me había dejado gobernar por esas brujas. Quería gritarles a las dos, echarlas de mi casa en ese instante. Quietud y urgencia se trenzaban en un castañeteo que presidía mis pies. Imaginaba ahí, a tres pasos, la sonrisa medio esbozada y la impenetrable mirada de Helena a la espera de que claudicara de una vez para marcharse en un halo de triunfo definitivo. Pero me dormí.
Un tiempo incalculable después tuve conciencia de que me envolvía una familiar sensación de liviandad. La vibración que se parecía al placer masturbatorio se irradió desde el abdomen y me poseyó. Los brazos perdieron peso, las piernas se airearon y todo el cuerpo parecía estar rellenándose de espuma. La piel de pantorrillas, antebrazos y mejillas se separó de la cuerina del sillón tras vencer un breve pegoteo como en un beso de despedida. Cuando ya nada me sostuvo hubo un bamboleo y un ajuste similar a la turbulencia suave de un avión.
Abrí los ojos sin abrirlos en verdad. Soñaba lo que veía y era lo mismo que hubiera visto de no haber estado soñando. Estaba unos dos metros por encima del sofá, ingrávido, adormecido. Percibí enseguida que tenía una erección. Llevaba puesto un pantalón corto y ajustado y se notaba demasiado. Me había pasado otras veces, pero estaba solo y nunca me preocupó. Mierda. No iba a importar que estuviera desafiando las leyes de la física en mi propio living, porque la atención de las chicas recaería en el bulto tirante y ridículo que se bamboleaba en las alturas y ese sería el recuerdo imborrable que se llevarían mis amigas. Helena iba a burlarse tanto de mí. La preocupación hizo tambalear mi letargo, gané peso y me acerqué al piso. Conseguí enroscarme y me aferré a la esperanza de que no me hubieran visto para relajarme y recuperar altura. Agité un brazo, giré lentamente para ver alrededor con esas maneras natatorias pausadas de axolotl que había aprendido a dominar. Me asombró la oscuridad. Me había acostado con los ocho focos de la araña de hierro encendidos y entonces solo una pequeña lámpara sobre la mesa junto a la chimenea proyectaba un esforzado halo de luz, reprimido por una pantalla de pergamino. La mayor parte del living se escondía en una difusa tiniebla que no me daba miedo solo porque cuando estaba dormido me desplazaba en una dimensión diferente a la de mis temores habituales. Las imaginé sentadas en las sillas que rodeaban la mesa detrás del respaldo del sofá (donde mis padres solían fumar y tomar café), pero no había nadie ahí. También estaban vacíos los sillones en los que un rato atrás jugábamos al tutti frutti y les contaba las historias del marista fantasma. Quizás se habían ido y quizás era mejor así. La idea me trajo alivio y me facilitó maniobrar. Me elevé un poco para ampliar mi rango de visión, hice un medio giro para cerciorarme de que estaba solo y fue entonces que las vi: Pilar estaba acostada sobre la alfombra blanca y turquesa que demarcaba uno de los ambientes en que se organizaba el living, junto a la pared del gran tapiz. Sus piernas descansaban estiradas y cruzadas, la cabeza se apoyaba en uno de los almohadones cilíndricos con los que nos habíamos golpeado un rato antes. Los rulos desparramados redibujaban con gracia los arabescos de la alfombra. Dormía de cara al techo y exhibía tímidamente las paletas a través de los labios entreabiertos. Las largas pestañas se entrelazaban sobre los párpados. Encima del vientre, Helena había apoyado la cabeza y yacía de costado hecha un ovillo. Su pelo mimoso, acomodaticio, chorreaba por el pecho, el ombligo y los muslos desnudos de su hermana y se filtraba con timidez hasta la entrepierna. La cansina respiración de Pilar lo animaba apenas y, con la cadencia de un oleaje, lo levantaba y lo depositaba, lo levantaba y lo depositaba. En el vaivén, la cabellera de Helena la pincelaba aquí y allá con disimulo sutil, descubría texturas sedosas y afelpadas y hurgaba en recovecos escondidos en la lisura del cutis de Pilar. Aquel remoloneo de roces operaba en piloto automático: desataba una exhibición erótica sin intervención de sus voluntades y no paraba de emitir su radiación apremiante ni aun durante el sueño. Yo, ay, me encontraba en la línea de fuego sin saber si prefería apartarme o que me ametrallaran esos proyectiles de lascivia. Me había convertido en un semidiós volador para captar el interés de dos tiranas y ellas, espléndidamente dormidas, habían magnetizado el mío. La producción de la escena —de atractivo desquiciante— no les había acarreado ni el menor jodido esfuerzo porque, por Dios, ¡estaban dormidas! A esa altura de la noche esperaba ser venerado como un profeta milagroso, pero la paz de mi living no era alterada por aplausos o gritos histéricos sino, apenas, por un leve ronquido.
Al final en ese juego no era más que un perrito simpaticón que corría por la pista detrás de la liebre mecánica convencido de que, si se esforzaba lo suficiente, iba a tener su recompensa, pero ignorante de que se trataba de una puesta en escena rigurosamente orquestada para que aquello nunca sucediera. Si osaba acercarme a la liebre, alguien lejano, importante e invisible iba a apretar un oscuro acelerador que recogiera un alambre para mantenerla fuera de rango. La liebre ni siquiera era una liebre y si de milagro hubiera llegado a alcanzarla, me habría lastimado contra unos hierros fríos. Un perrito obediente que hacía gracias desesperadas por un premio de caricias, deseoso de pasear la nariz supersensible por las pieles de sus amas y de investigar —con esas aspiraciones cortas y precisas que tan bien manejamos los de mi especie— las fragancias escondidas en los recovecos de su amasijo de sensualidades. Ahí donde el estuario del antebrazo de Helena desembocaba en el océano del abdomen de Pilar y los fiordos de los dedos de esta se perdían en el estrecho de la nuca de aquella, sus esencias dispares maridaban en mixturas aromáticas que imaginaba euforizantes. El recuerdo fresco de sus aires de aquella tarde acicateaba mis ganas de disolverlas y combinarlas en una síntesis que superara las partes y así el perrito tendría el ama de los perfumes perfectos. Una rara lucidez nacida de mi entresueño flotador me hizo ver que ya estaba forjando a las Cornú: los dorados que bordaban sus brazos, las mejillas tiernas de color Nesquik, los moretones, frutillas y cortecitos en sus piernas de lebrel mostraban su pertenencia a mi monte, a mi río, a mis piedras. El aire que las recorría —de maderas y humedad cascada— lo exhalaban los pisos y muebles de mi casa, era la comida de mi madre la que las nutría y los ácaros de mis almohadas los que moraban en sus pieles. Se habían integrado con mi parque y mi casa, claro, mis perros, mi gato, mi alfombra —sobre la que estaban tendidas— y mi magnífico living desde donde, perversamente, me ignoraban. Mi ambiente las había marcado, transformado y fecundado y estaban preñadas de él. Eran otras, mucho más mías que cuando llegaron.
Me les había ido acercando por esa atracción gravitatoria con que los planetas son condenados a orbitar las estrellas —por luminosas y acogedoras, aunque al fin terminen por devorar su sistema entero— durante toda la eternidad. Me detuve a pocos centímetros de aquella sopa de tibiezas, con mi inclaudicable erección que pendía en el aire de la noche: aún estaba convencido de que se trataba de hechos inconexos. Pensé en despertarlas y revelarme yo también como hechicero de una magia poderosa. No lo hice. A esa altura el enojo por haber dejado que las cosas llegaran tan lejos era irremediable. Nada tenía que demostrarle a esa niña con problemas, por sugestiva e intrigante que fuera, ni a su hermana cordial, agraciada y pizpireta (aunque ambas fueran tan lindas). Mi talento volador era mío, mi hartazgo era mío y hasta mi erección era mía. No las necesitaba para nada.
Me alejé de allí y eso fue todo. No recuerdo si volé hasta mi lejano cuarto o si bajé, me despabilé y caminé, si intenté despertarlas o ni me molesté y las dejé allí, ni tampoco qué fue de mi erección. Solo recuerdo haberme extrañado por la ausencia de mi gato.
Un rato después estaba en mi cama, en la oscuridad y con la cabeza en un tornado. Sonaron golpes familiares en la puerta y abrí sin dudar: en el pasillo, apenas alumbrado por la lámpara junto a la puerta del hall, estaba Helena. La luz le daba de costado y la mitad de su cara estaba a oscuras.
“Disculpe, señor mariscal, pero ¿no era esta la noche en que nos íbamos a quedar despiertos hasta que saliera el sol?”, preguntó en voz baja y casi simpática. Creo que le bufé. Insistió: “Está despabilado, ¿cierto?”. Puse mi peor mala cara y no contesté con la esperanza de que se fuera, pero siguió: “¿Vamos afuera un rato?” y había un tono inusual que quería ser seductor en su voz. Di un paso atrás y empecé a cerrar la puerta. Ahora se le ocurre dar un paseo, hablar de qué sé yo, ahora que ya estoy podrido, pensé. Cualquier otra noche su invitación me habría hecho zapatear de gozo, pero tenía que ser esa, claro. No iba a ir con ella a ninguna parte. Entonces susurró a través del resquicio entre las dos hojas que se juntaban y dijo “te vi” y sus palabras consiguieron que detuviera el proceso de clausura de mi cuarto. La espié por la ranura: todo lo que podía ver de ella era el ojo derecho que se asomaba del otro lado. La luz le daba lateralmente y cuando atravesaba su córnea se refractaba y el ojo se encendía en la oscuridad y era una bolita de cristal que engatusaba con colores de caleidoscopio. No. “No es cierto”, dije con voz decidida, pero por lo bajo porque mis padres dormían a pocos metros, “roncabas”. “Me hice la dormida”, afirmó con seguridad ojo-luminoso-que-flota-en-el-pasillo. “Sos una mentirosa”, solté. “Estabas en el aire. Vi tu pito… parado”, remató con voz falsamente avergonzada. “No puede ser”, insistí, aunque el detalle del pito me había desconcertado. Perrito. “Nunca abriste los ojos”, intenté zafar. “Te juro que te vi. Si te cuento los detalles, ¿me creés?”. “No”, dije, pero ni yo me convencí. El pito parado era la cuestión. No podía haber adivinado eso. “Vamos a la terraza, ¿dale? Es de mala educación declinar el convite de una archiduquesa”, invitó y parpadeó una vez su ojo policromático a través de la ranura que nunca terminaba de cerrarse. Suspiré. Tal vez me hubiera espiado y cuando soñaba lo que veía no lo noté, tal vez el sueño no fue exactamente lo que hubiera visto con ojos despiertos, o tal vez solo vi lo que hubiera preferido: que Helena no miraba mi pito parado.
Las alarmas ulularon advirtiendo que cerrara la puerta con pasador. La abrí y salí al pasillo tras la liebre mecánica. “¿Pilar? ¿Me vio también?”, pregunté. “No creo. Ella roncaba de verdad. Y sigue todavía”. Se acercó a mi oído y en un susurro igual al que usaba para amedrentarme en la cola de la bandera, amenazó: “Si viene usted conmigo no le voy a contar a la baronesa sobre su pito. Creo”. Aparté la cabeza bruscamente y estuve a punto de volver a mi cuarto, pero me contuve. Así habría ganado ella. La seguí a través del pasillo, por el hall, cruzando la puerta de entrada hasta la terraza con la irritante impresión de que igual había ganado ella. Cien veces perrito.
La luna llena estaba alta en el cielo. Las sombras de los árboles se proyectaban nítidamente sobre el césped y casi no había estrellas. Los cascarudos y las polillas se juntaban a revolotear alrededor del foco de la farola que colgaba sobre la puerta y los sapos se acercaban a darse un festín. Helena me pidió que la apagara. Cuando bajé el interruptor los colores parecieron escurrirse por un resumidero y cientos de grises diferentes descendieron sobre la terraza, el parque y la noche. El galope del río, todavía fuera de cauce, llenaba cualquier vestigio de silencio.
Se sentó en el borde de la terraza casi en el mismo lugar en que aquella tarde había apoyado su cabeza húmeda en mi hombro. Me quedé de pie a un metro de distancia. No quería repetir escenas confusas. Justo entre mi posición y la suya pasaba la línea de sombra que proyectaba el techo de mi casa, ondulada por la forma del reborde de tejas. Yo estaba en la oscuridad y a ella la luna le daba de lleno: privaba a su rostro de tintes y la hacía parecer muerta. Habló y describió mi vuelo con pormenores. “Fue impresionante”, dijo al final. Tanto mejor si me había visto. Encima había dicho “impresionante”. Objetivo logrado, victoria, fin del juego, hora de decir adiós e irme a la cama, pero no me iba. El desasosiego, que el reconocimiento de Helena debía haber esfumado, gozaba de buena salud. “¿Cómo lo hacés?”, preguntó, mostrando un interés para el que no parecía tener gestos entrenados y me dio la impresión de que adoptaba expresiones de su hermana y le quedaban mal. Los días de intimidad le habían quitado, igual que le sucedía a mi casa durante las tormentas, su aura enigmática y exponían su opaca crueldad sin matices. Era patética. Que se fuera a cagar.
“Andá a cagar”, le dije, firmemente, pero sin bronca. Soné convencido, me sorprendí y ella también. Abrió la boca y torció un poco el cuello como si no hubiera escuchado bien, como si el siguiente comentario que tenía preparado de pronto hubiera quedado fuera de lugar y estuviera buscando un reemplazo. Se incorporó, se me acercó con decisión y se detuvo muy cerca de mí, justo del otro lado de la línea de la sombra. Tensé los músculos y me preparé porque creí que iba a pegarme. “Me gustás”, dijo, apática. No sé si quiso que sonara sentido y no le salió o ni siquiera se tomó la molestia. Paseé la vista por encima de su cabeza: la copa del algarrobo, las bolas de piedra que orlaban el portón de entrada y hasta el cielo azul marino uniformado por la luna llena me agobiaban. Me tomó de una mano y me solté. Dio un paso al frente, cruzó la línea de oscuridad, me abrazó por la cintura y apretó su cabeza contra mi pecho. “Desde que éramos chicos que me gustás”, me susurró al mismo oído en que cinco minutos antes me había amenazado. Me puse más rígido que el paredón del Pozo del Cura. Eran puras mentiras. “Soltame”, dije, mientras me liberaba del abrazo. Dio un paso atrás, otra vez hacia la luna. Era el momento de irme, pero no me iba. A ella no le gustó: no le gustó que la rechazara, pero mucho menos que me quedara ahí plantado, desafiante. Bajo el influjo gris de la luna llena, vi cómo Helena se convertía: sus dedos se crisparon, su espalda se encogió, su boca se retorció y sus ojos se apretaron como si encauzaran y proyectaran odio, y de pronto fue otra vez la niña-puma de primer grado. Cuando se transformó caí en la cuenta de que eso era justo lo que quería. Iba a cerrar el círculo: el lobizón se preparó para desbordarse con la saña del río crecido que lo alentaba con un griterío de horda fanática. Puma contra lobizón, una de Titanes en el ring. A pelear.
Fue muy rápida y no anunció su movimiento. Su mano derecha apuntó directamente a mi entrepierna y me encogí, pero reaccioné tarde. Esperé la electricidad del golpe, pero en vez de pegarme cerró los dedos sobre mi bulto con fuerza inusitada. A través de la tela del short, sus uñas afiladas se incrustaron más y más en la base del escroto. Un dolor penetrante me cortó el aire y devino en un suplicio que se sostenía en su pico más alto. Aflojó la presión un instante solo para acomodarse y estrujar más fuerte y aplastar los testículos entre la palma y los dedos. Los sentí estrecharse hasta su punto de máxima contracción, hasta que su implosión me pareció inminente. Imaginé un breve crujido y su inmediata licuefacción dentro del saco testicular. La mano de Helena, de pronto floja, jugueteaba asombrada con esa masa chirle y me refregaba con voz plana: “¡Gané!”. Creo que alucinaba porque el aire era insuficiente: me vaciaba de vigor, veía borroso, me apagaba. Ahogado y atormentado, pensar se me hacía difícil. Aferré su brazo con las dos manos, apreté todo lo que pude, pero parecía de hierro. La imagen de niño desgreñado, en el piso y con un zapato salido, revoloteó con el fatalismo de la historia repetida. No era Nippur ni Gilgamesh, era un perdedor recurrente y nunca sería otra cosa. El dolor me obligaba a encogerme sobre el abdomen. Helena se había agazapado para mantener la presión y su mano revolvía buscando los puntos de mayor efecto mientras gruñía. Nuestras cabezas casi se tocaban. Algún reflujo de oxígeno hacia mi cerebro me permitió un instante de lucidez. Judo.
Solté una de mis manos de su brazo y la tomé del cuello. Conseguí adelantar una pierna, trabé la suya, aproveché su posición inclinada hacia adelante, la traje hacia mí y logré tirarla contra el piso de piedra de la terraza. No soltó el bulto durante el envión de la caída y el tirón me hizo creer que me había arrancado los testículos de cuajo. En medio del dolor lacerante, acomodé la retención, apreté más el cuello con el antebrazo, y torcí su brazo izquierdo. La mano que me apretaba se quedó sin fuerzas y yo recuperé las mías. Presioné el pulgar contra su muñeca y lo retorcí entre los tendones hasta que los dedos se aflojaron y por un instante el dolor fue aun peor. Al fin me soltó y, con el mismo movimiento, liberó el brazo, cerró el puño y me tiró un golpe a los testículos. No dio en el blanco (pegó en el muslo), pero mientras soltaba baba y unos ronquidos furibundos, lo intentó otra vez y otra, hasta que alcancé a sujetarle el antebrazo y la inmovilicé. Se revolvía como un gato poseído por una ira loca, pero yo estaba igual de furioso y no la dejé zafarse. Yo era más fuerte y peleaba mejor, pero ella no hacía más que aprovecharse de mi punto débil y eso me frustraba. Ajusté la toma, me posicioné mejor, la moví para que su brazo izquierdo quedara atrapado debajo del cuerpo y el mío se liberara. Atenacé sus piernas con las mías y le sostuve el brazo derecho para que no pudiera hacerme daño. La tenía a mi merced. Ahí era cuando Helena debía golpear tres veces el tatami y rendirse, yo la soltaba, nos saludábamos y ella reconocía mi triunfo. En cambio, se retorcía, se raspaba las pantorrillas contra la piedra y la cara se le oscurecía por el esfuerzo. Cada tanto liberaba una mano e intentaba pegarme otra vez en la entrepierna, pero había quedado fuera de distancia. Me di cuenta de que aquello podía prolongarse una eternidad. Necesitaba contraatacar para que se rindiera.
Decidí buscar su punto débil porque era la compensación que correspondía. Giré por encima de ella y la tomé por detrás. Solté el cuello apenas lo necesario para acomodarme y lo volví a presionar. Tenía la cabeza sobre su hombro: la escuchaba jadear y amenazarme de muerte cuando la falta de aliento se lo permitía. Entre el dolor y la rabia, aparecieron efluvios de Herbal Essences para prometer y distraerme. Apreté el torso contra su espalda, crucé las piernas sobre su cadera y atrapé el brazo derecho con mi mano izquierda, la del antebrazo que la ahorcaba. Su otro brazo quedó fuera de acción, debajo de nuestros cuerpos. Mi brazo derecho, en cambio, estaba liberado. Apunté con cuidado y descargué un golpe con la mano abierta contra su entrepierna. Sus muslos no estaban muy separados y frenaron el impulso del golpe. Igual exhaló profundamente y tuvo una breve convulsión. Eso me animó a pegarle de nuevo, pero ella liberó el brazo derecho y alcanzó a sujetar mi muñeca. Hubo un breve forcejeo, tironeé dos veces para librarme hasta que me percaté de que ambos empujábamos en la misma dirección. En lugar de intentar apartar mi mano, Helena la guiaba al mismo lugar al que yo quería llevarla. La dejé, desconfiado, mientras ponía una pizca más de presión en su garganta a modo de advertencia. Era una especie de rendición porque el cuerpo de Helena se sintió flojo, las piernas dejaron de batallar y la respiración cambió de ritmo y tono. Posó mi mano en su pubis y apoyó la suya en el dorso de la mía. Me confundió. Creí que la había sometido y ganado la pelea, pero era otra vez ella la que guiaba las acciones. Su endiablado aroma, su pelo extra suave que me acariciaba las mejillas y su gemidito de gato decidían por mí. Aflojé el brazo, vencido.
Piloteó mi mano por sobre la tela de jean de su jardinera, a la altura de su entrepierna. La superficie era áspera y su tacto no me producía ningún agrado. Los dedos de Helena encima de los míos me enseñaban el recorrido y la intriga por donde iba a terminar alcanzó para no resistirme. Me indicó un punto preciso y presionó uno de mis dedos contra la tela que cedía y se hundía como un teclado. Con ese método me adiestró para frotar, refregar y apretar donde se debía hasta que me sentí confiado como para independizarme. Creí tocar un instrumento: las interrupciones en su respiración, los temblores que le recorrían la espalda o la manera en que tensaba las piernas y revolvía los omóplatos al ritmo de mis dedos, eran las pautas de que daba en la nota precisa. Sin embargo, la escena tenía una impronta de baja intensidad que contradecía el orgasmo que le había visto experimentar. Mi propia expectativa de la sexualidad, que imaginaba mucho más explosiva y dramática, estaba defraudada. De hecho, empezaban a arderme las yemas gastadas de ir y venir por la ruda tela y el proceso se tornaba repetitivo.
Me pareció que era hora de levantarnos del piso, sacudirnos la arenisca e irnos a dormir. Debe haberlo notado porque volvió a tomarme de la muñeca con firmeza. Guio la mano hacia el lugar en que el pantalón del jardinero se separaba un tanto de su cadera y por ese espacio quiso que las deslizáramos. Las muñecas se atoraron: retiró la suya, y por fuera de la tela, la apoyó encima de la mía para guiarme desde allí. Me abrí paso serpenteando entre los tejidos del jardinero y la remera hasta que en algún lugar a la derecha del ombligo me topé con piel. Di un leve respingo ante el contacto vivo y tibio. Los mensajes sensoriales nacidos en las huellas dactilares se me atoraron en los nervios. La congestión de estímulos me mareó: sufrí una parálisis temporal del diafragma, un tiritar ingobernable de los propios dedos, una exhalación corta y muda que me puso otra vez al borde del desmayo.
Helena, con apenas un chistido, dispersó mi atolondramiento y volvió a ponerme en curso. Me deslicé por el suave vientre y sorteé por arriba el elástico de la bombacha, pero ella me indicó que regresara y fuera por debajo. Avancé sobre unos breves, inesperados vellos, hasta chocar con la entrepierna cosida del jardinero. Me orientó para que doblara el dedo medio. Había alcanzado el objetivo. Presioné y mi falange se deslizó mansamente hacia adentro y se impregnó de un caldo tibio. Esa vez fue Helena la que acusó un soponcio, seguido de un relajamiento que me hizo pensar que eso había sido todo. Sin embargo, inhaló y me instó a continuar. Oprimí con cuidado porque la superficie parecía frágil. De pronto cedió la resistencia y mi falange media penetró completa. Me asusté: creí que algo se había roto, que le había hecho daño y me quedé muy quieto. Ella dejó escapar un gritito quedo y me convencí de que le dolía. Me sentí sucio y vengativo —al cabo era el motivo por el que estaba hurgando donde no debía— y quise sacar los dedos revanchistas de aquel ducto. Helena notó mi nerviosismo, sostuvo mi brazo, lo acarició y logró que se aquietara. “No tenga miedo, mariscal”, dijo en un susurro, y volvió a guiar mi mano hacia su sexo. Introduje el dedo mecánicamente y lo sentí aprisionado, lo moví y lo giré sin prestar mucha atención porque una pregunta que debía haberme hecho desde el principio había empezado a formarse por fin: era tan evidente que yo no tenía idea de lo que estaba haciendo como que Helena lo sabía perfectamente. Mientras zarandeaba mis dedos (probablemente dos, a esa altura) dentro de su vulva y ella se revolvía en espasmos, yo solo pensaba en cuándo, cómo y con quién había aprendido y la idea entorpecía cualquier entrega posible. Dominaba al puma, lo había reducido a una masa gemebunda que suplicaba “así, así” y en el momento de mi mayor triunfo solo me preocupaba el oscuro origen de sus destrezas. Ella empezó a restregarse contra mi antebrazo con violencia y a contonear su cadera con fuerza, “¡sí, sí!”, y allí adentro los dedos (¿dos? ¿tres? ¿más?) hervían desconectados del todo de mí y ella estiraba el cuello hacia atrás, la boca casi rozando la mía, “¡sí, sí!”, y liberaba un aliento dulzón y su melena me besuqueaba y el Herbal Essences me chantajeaba, “¡sí, sí!”, y lo único que quería era saber, saber si cuando me atacó, ella ya sabía.
Soltó un resuello ahogado, su cuerpo se estremeció y entró en resonancia. Un chorro tibio me corrió por la muñeca y la intensidad de su temblor se redujo, sus músculos se aflojaron todos a un tiempo hasta quedar exangüe, recostada sobre mí. Soltó mi mano y los dedos, sorprendidos de repente en un lugar inadecuado, se retrajeron culposos y emprendieron la retirada vientre arriba, por la ingle y el costado del ombligo, hasta el borde del jardinero y afuera. Una brisa perezosa me hizo notar que mi mano entera estaba mojada y, cuando me fijé, la vi cubierta de sangre. Helena me pesaba. “Ahora la lastimé en serio, se desangra, se me muere encima”, pensé. El lobizón vengativo se cobraba su primera víctima bajo la luna llena. La sacudí, buscando que reaccionara y oírla rezongar por lo bajo me calmó. Su rostro estaba plácido, sus ojos semicerrados: podía acariciarla, besarla y desnudarla ahí mismo y ella habría estado de acuerdo, pero en ese momento solo quería ayudarla a levantarse, saber que de verdad estaba bien y que me dijera con quién había aprendido. Me apartó con suavidad y se incorporó sola. Por debajo de la pierna de su jardinera vi un nítido rastro de sangre que le llegaba hasta más allá de la rodilla. Notó que la observaba asustado y se miró con asombro. “Mierda”, dijo, y sonaba más divertida que preocupada. Una duda horrible me daba vueltas por la mente. Con voz temblorosa le pregunté: “¿Te violé?”. (Era muy malo violar a una chica, los violadores iban a la cárcel, porque lastimaban a las mujeres durante el sexo y era lo que acababa de hacer, me había dejado llevar por mi lado salvaje, era una porquería de persona). “No, creo que no”, dijo ella calmada. “¡Pero te sale sangre!”, insistí, casi llorando. “No, tonto, justo me vino. Mala suerte”, aclaró y como que sonrió. Las perras tenían sus celos, sus vulvas florecían, sangraban y goteaban, y era parecido con las mujeres, pero no con las chicas de mi edad, no con Helena. Me costó asimilarlo y aún más endilgárselo a la casualidad, porque las perras sangran sin que las toquen y Helena no sangraba, metí los dedos ahí y sangró y quería preguntar más, pero dije “ah”, como si entendiera, aunque no era el caso, era ella la que ya sabía.
Mechón en la cara pegoteado de transpiración, rostro sosegado, encendido de resplandor selenita, bellísima y cercana, lejos estaba Helena de acusarme de nada. “¿Te gustó?”, pregunté, intrigado por la contradicción, porque el movimiento de los dedos tenía que ser molesto y estaba el sangrado y me dijo “claro, bobo”. Se acercó: un puma sereno de pupilas dilatadas que ocupaban todo el iris, abismos de gravedad potenciada hacia los que me sentía caer. Se detuvo tan cerca que la sensación de hundirme en ella me hizo tambalear. Su mano se aproximó otra vez a mi sexo, ahora mansa pero igual de vivaz. Y extrañamente molesta. La corrí de inmediato. Estaba definitivamente claro que ella había hecho esto antes muchas veces: las preguntas abofeteaban cualquier vaga idea erótica que pudiera pergeñar. Tenía que formularlas o irme a dormir. “¿Dónde aprendiste… esto?”, alcancé a balbucear. Esperé. Esos jodidos ojos de vértigo —¡uf!— me apuntaban desentendidos como si le hubiera preguntado sobre física cuántica. Se señaló la pierna, dijo que se tenía que lavar y se dio la vuelta para irse. La agarré del brazo sin suavidad, dispuesto a empezar de nuevo con la escenita del judo y eso con tal de que me contara. El gesto de su rostro sin hielo pareció resignado y se fue licuando en un puchero. La abracé, empezó a lloriquear y escaló hasta estallar en un llanto descontrolado, muy diferente al que había digitado por la tarde. Las gotas se hacían arroyos y llovían hacia el piso de piedra. Yo besaba su coronilla fragante, la surrealista suavidad de su pelo y la luz lunar que remoloneaba en él. Recuerdo cuánto deseaba saber qué decir, las palabras y frases que descartaba y cómo pensaba que Pilar hubiera podido calmarla con la expresión justa. Cómo no se me ocurría nada, seguí con lo que me daba seguridad, que era la manera en que tranquilizaba a mis perros: palmear su espalda, rascar con suavidad su cabeza y un “está bien, ya pasa” cada tanto y en ese acariciar mi dedo recorrió sin querer la cicatriz de la sien y la sentí fruncirse y temblar contra mí, y lloró con más intensidad: creí que se iba a diluir en lágrimas y que terminaría abrazando el aire junto a un charco que reflejaba la luna llena y mi figura recortada, Helena, su angustia y el pozo: entendí su tristeza sin necesidad de que me la contara.
Usó su remera para secarse la nariz y me llevó de la mano a sentarnos en la baranda. Sorbió sus mocos varias veces antes de empezar a hablar. “Me toco sola, desde chica”, comentó. “Una vez alguien me ayudó y aprendí a que me gustara”. Lo sabía. “Aprendí a que me gustara” quería decir que no le había gustado y tuvo que aprender, sonaba perverso, oscuro como el living con la luz apagada y me enojaba porque la habían obligado y estaba tan mal, pero más porque hubiera querido aprender con ella a sublimar sus golpes y mis retenciones de judo y sorprendernos juntos al verlos convertidos en lo que verdaderamente eran, y todo eso se me había negado, porque ella ya sabía. “Fue tu papá, ¿no?”, adiviné y me arrepentí enseguida. Su rostro se endureció, el puma asomó y creí que me pegaría. “¿Cómo se te ocurre…?”, le tembló la voz y apretó los dientes. Pedí perdón, pregunté quién había sido entonces, pero la puerta se había cerrado con candado. “No te importa”, me gritó en la cara. Se levantó y ya no la detuve.
La luna había avanzado hacia el oeste y toda la terraza estaba en sombras. La línea ondulada del techo caminaba presurosa por la mitad del parque y ya no había tuquitos. Ubiqué el reflejo rojizo de Marte en ese cielo con pocas luces. Cuando entré, el hall estaba más fresco y el pasillo tremendamente vacío. Estaba tan exhausto que a pesar de mi abatimiento apenas alcancé a lavarme la mano ensangrentada antes de caer profundamente dormido en mi cama. Así fue, a menos que hubiera soñado todo el asunto. A esta distancia en el tiempo, ¿quién es capaz de distinguir realidad de imaginación? Como si importara.
Las chicas que preparan sus bolsos en su cuarto y hablan sobre primos desconocidos a los que visitarán pronto, mi madre que nos saca fotos en el frente de casa para las que posamos con fastidio, Catalina que trapea el piso del pasillo mientras tararea un chamamé y no mucho más es lo que guardo de la mañana en que se fueron. Helena podía haber pasado una noche llena de experiencias perturbadoras o haberse dormido temprano y sin sueños aquella noche y nadie se enteraría por su expresión. Pilar repartía sonrisas a mi madre, a mi padre, a Ángel y a mí mismo y nada en ella revelaba la desilusión que horas antes la había atenazado. Aquella era una mañana de sol entre muchas otras para las hermanas: después de tanto esmero, no había logrado procurarles una experiencia extraordinaria ni memorable. El programa de ir a la estancia de sus primos la semana siguiente probablemente les resultaría más emocionante y sus planes para el resto del verano iban a pisotear esta visita hasta degradarla en el olvido. Quería meterme en ellas, ser un virus para quedar alojado en sus mentes y sus cuerpos, contagiarles mi casa, el río y esa luna llena, y reclamar para esos días compartidos un lugar en el podio de las más preciadas memorias de cada una. Pero el infectado, el incurable era yo. Me afectaba una nostalgia adelantada: un futuro de tardes de Rasti, festejo de goles solitarios en el patio de la cocina y revolcadas con los galgos en el parque, opaco y olvidable en comparación con los vértigos recientes. Lo único que podía aliviarme era percibir una reciprocidad que nos igualara, un sesgo siquiera exiguo de melancolía en las Cornú que restableciera el equilibrio necesario para que mi mundo no colapsara. Nada me hacía notar que estuviera sucediendo.
Ángel vino con caballos: me negué a ir a pesar de que Pilar insistió. Salieron por casi una hora. Pensé en Helena, su furia asesina, su terrible angustia de la noche, su vulva de perra en celo y su pierna chorreada de sangre, y no podía compatibilizar aquello con la serena cabalgata. Decidí que no era mi problema, que me desentendía del todo de las vicisitudes de las hermanas y me fui al cuarto a leer historietas. Di con el capítulo de Gilgamesh el inmortal que había leído en la casa de la Cornú tres años atrás, el día del reencuentro con Helena. Gilgamesh volvía desde el futuro a su ciudad de Uruk, en la antigüedad. Allí salvaba a una niña de un destino trágico. La supervivencia de la niña deformaba el futuro, desataba una realidad paralela que sentenciaba la destrucción de la ciudad. Gilgamesh debía decidir si regresaba a reparar su acto de misericordia o lidiaba con sus funestas consecuencias. La niña, lo sabemos recién al final, será la mujer de la que estaba destinado a enamorarse.
Betina vino a media mañana y se quedó a almorzar. Luego de una larga sobremesa con muchos cigarrillos, nos despedimos de manera poco memorable, subieron al auto y las vi caracolear por el camino de grava en forma de “S” que atravesaba el parque, cruzar la tranquera de entrada y desaparecer. Durante unas cuantas horas me perdí en las rutinas de ermitaño en la inmensidad de mi casa. A la tardecita, los pasos me llevaron hasta el cuarto naranja. Catalina no había alcanzado a limpiarlo antes de que empezara su franco, porque aún estaba ocupado. Las camas seguían deshechas, los placares abiertos, el aire expectante por si regresaban. La casa comenzaba la gradual pérdida de tibieza vital, el duelo por vaciarse que la llevaba hasta la quietud y el desamparo. Me senté en la cama de Pilar y la invoqué con ese don que tenemos los solitarios para recrear a los que no están. Su gesto fresco, los hoyuelos y su paz roma suavizaban mi ánimo como un chorro de leche en el café. A Helena, en cambio, no conseguía conjurarla, como si hiciera años que no la viera, a pesar de que el olor de su sangre y su sexo no se había borrado del todo de mis dedos. Unos papeles chiquitos, desperdigados debajo de la cama de Helena llamaron mi atención. Vino a mi mente la charla de las chicas el día de su llegada, cuando hablaban de una foto que oí a Helena desgarrar. Junté los pedacitos y armé el pequeño rompecabezas. Mostraba a una Helena niña, quizás de la edad de cuando me había atacado. Su rostro infantil sonreía: lucía muy arreglada, tenía el pelo atado y sus ojos… eran siempre sus ojos. El peinado dejaba expuesta la sien derecha donde una marca oscura y de forma caprichosa interrumpía el recorrido de su piel. A su lado sonreía una mujer muy maquillada y vestida con camisón. La foto tenía una cualidad hipnótica: le pedí que me contara alguna revelación asombrosa con la misma falta de lógica que había aplicado a la zapatilla del río. Decidí que esa foto era la clave para resolver el misterio de Helena y me propuse firmemente hacerlo algún día. Tenía casi doce. Era un iluso con licencia.