Belgrado. En el compartimiento del tren coincido con un joven serbio que viaja acompañado de su novia. Me asegura que no siente odio hacia los bosnios y croatas, pero está convencido de que "siempre van a existir caballos blancos y caballos negros". Viendo las dificultades que tengo para bajar la mochila del portamaletas se apresura a ayudarme. Sus manos son negras.
Montenegro. Cuando dejé la computadora en Eslovenia, confesé a mi anfitriona que llevaba cuatro años escribiendo y que necesitaba parar. Ella mencionó el nombre de un pueblo en Montenegro que visitó durante sus vacaciones de verano: "Ve allá. Puede que encuentres lo que andas buscando". Como no tengo un destino, me dirijo al que me designó mi anfitriona.
Kotor. En el mapa, el pueblo aparece al fondo de una bahía rodeada por montañas. Hace una hora que dejamos atrás el mar, no veo nada, y en algún lugar de esa nada, una faenadora de pollos, nada, una vulcanización, nada, casas, negocios, un mercado de verduras, una pequeña estación de autobuses donde nadie es capaz de informarme dónde está el centro de la ciudad. Decido seguir a un turista que lleva una pequeña mochila y un sombrero de excursionista. Una cuadra más adelante lo pierdo. Sigo la mirada de una mujer que sale del almacén y descubro al turista doblado cómicamente en el suelo. A pesar de que hace esfuerzos por incorporarse y pisar en forma natural, cojea y siente dolor. Alguna experiencia tengo en torceduras: deberá consultar un doctor, tomar anti inflamatorios, colocarse una venda y hacer reposo. Fin del viaje. En el lugar que tropezó hay una zanja de unos veinte centímetros de profundidad, más allá dormitan unos largos tubos plásticos. Sorprendidos por la hora de colación, los trabajadores decidieron postergar el trabajo y dejar el agujero abierto. Si el turista no hubiese pasado antes, me hubiese ocurrido a mí.
Una carnicería, un supermercado, una panadería, un puente. A un lado la bahía y al otro, la muralla de piedra que protegía la ciudad de los invasores, un foso con un hilo de agua y una gran puerta de las que antiguamente cerraban por la noche y abrían por la mañana, y por la que pasaron otros antes que yo.
El primer sonido que se cuela por la ventana del cuarto que alquilo es el del coche eléctrico con acoplado que distribuye los recipientes limpios de basura. Al conductor parece divertirle el hecho de ser el único que puede traspasar las murallas y varias veces al día se escucha el traqueteo del acoplado sobre las piedras. La ciudad es tan pequeña que podría caber en la palma de un gigante, pero el gigante no podría cerrar su mano a causa de las aceradas torres de las iglesias.
El cuarto que alquilo pertenece a un estudiante que volvió a su pueblo por las vacaciones. He demorado dos días en entender esta información. La propietaria sólo habla montenegrino. Tiene una gran nariz, un lunar negro y unos mechones blancos que revolotean.
Las calles permanecen silenciosas hasta las diez de la mañana cuando los hombres dejan la casa para ir a uno de los numerosos cafés. Casi no he visto oficinas y es en los cafés donde se conciertan los negocios, telefonean, gritan, gesticulan, se agarran los pelos y, cuando parece que la vida se ha desmoronado, caen en la silla acompañados por el tintinear de las cadenas de oro, piden al garzón otro café y comienzan a contar el negocio que tienen entre manos. Han pensado cada paso. El negocio es seguro, entiendo qué dicen, mientras se tocan los bolsillos del pantalón. Dicen que alcanzará para repletar sus bolsillos, los del padre y los habladores de sus hermanos. Todos los que están en la mesa tienen una opinión al respecto. El presunto negocio se prolonga hasta el almuerzo cuando ya no es posible concretar ningún paso. En la tarde, en la tarde sí, se palmotean al despedirse.
En la tarde hay rotación de público en los cafés. Reconozco a dos que por la mañana estaban en el local contiguo a la iglesia, en compañía de una persona que por la mañana estuvo en el café junto a la muralla y que ahora está en el de la costanera. Me pregunto cuál será el sistema: puede que al despedirse al mediodía acuerden encontrarse por la tarde en un determinado café. Sería demasiado esfuerzo tomando en cuenta que por la mañana entran al menos a dos locales y la tarde es más larga porque se cena a las nueve. No, al salir de casa, cada uno tiene su recorrido: D sabe que L está de 9 a 11 en el café de la muralla y que de 12 a 13 está en el de la costanera. L sabe que D va de 3 a 5 al café contiguo a la iglesia y, aunque se extraviara, en todos los cafés conoce gente, de tal forma que, cuando la luna ha pasado por encima de la muralla, el pueblo ya está enterado de los pasos que los hombres no dieron por falta de tiempo. Únicamente yo ignoro los pasos de los hombres, a quiénes mataron y quiénes fueron muertos.
Por la noche el lugar más concurrido es un café en forma de barco dorado con gigantescas pantallas de televisión y licores extranjeros. En la barra conozco al primer personaje del destino que escogió mi anfitriona. Su aspecto evoca a un personaje de Dostoyevski o Tolstoi: a Alioscha, Dimitri, Nikolai. La piel blanca, el cabello largo y negro, un aire suavemente mongol, el abrigo con cuello de astracán, las botas vaqueras con puntas metálicas. Alioscha, Dimitri o Nikolai no conoce a nadie en la ciudad, salvo a los camareros a los que invita a beber y deja cuantiosas propinas. Paga mis tragos y quiere pagar mi comida. Como le digo que escribo, me dice que pinta. Acerca su boca a mi oreja: "Yo nací aquí". Huele a whisky y a pasta de dientes mentolada. "Tenía catorce años cuando me fui, esta es la primera vez que vuelvo. Quiero comprar un terreno para construir una casa sobre un precipicio, en medio de un bosque y con el mar de fondo. Mi taller estará en una torre que tendrá ventanales por los cuatro costados". "¿Adónde te fuiste a los catorce años?", le pregunto. "A la Unión Soviética. En Moscú tengo un departamento, una novia y un taller. Hace un mes me escribió un japonés que desea comprarme un cuadro por un millón de dólares". "¿Un millón de dólares?". "Un millón". Su seriedad me hace ver que no es broma. ¿Por qué no puedo estar bebiendo con un artista guapo y rico? "Vamos a otro lado", propone. "Todos los bares están cerrados". "¿A ti te parece que soy malo?". "Me pareces más guapo que malo", y quiere abrazarme. "Voy a arrendar un automóvil para llevarte a conocer lugares más bonitos que este, voy a llevarte a un restaurante excelente". "¿Y ahora adónde me vas a llevar?, porque todos los bares están cerrados". "Hay uno que está abierto", indica una pequeña puerta de la que escapa un halo azul.
El viento obliga al barman a cerrar los postigos de las ventanas que dan a la calle. La luz azulina del televisor, encendido sin volumen, sombrea el perfil del hombre que fuma en un taburete de la barra junto al mío. "Tu príncipe ruso está en la mafia", me dice. "No te creo". "Actúan siempre igual. Mandan a un tipo encantador con mucho dinero para invitar a la gente y recabar información sobre quién es quién y qué negocios tiene. De todos se hace amigo y a todos les dice que tiene dinero y no sabe en qué invertir. Después llega el mafioso a cargo del lavado de dinero y a tu príncipe ruso lo mandan a otro país". "Pero él es de aquí". "Es su palabra" y, al decirlo, sus ojos se llenan de pena. No he conocido mirada más triste que la de este hombre. Quienes entran al bar lo tratan con cariño y lo escuchan con respeto. Él les devuelve el cariño y suma una ironía. "¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?", le pregunto. Al hombre le viene un acceso de tos; la nicotina ha comenzado a carcomer sus dientes, bebe en forma constante pero de acuerdo a un método. "Desde que volví de la guerra". "¿De qué lado estuviste?". "Del lado de los criminales". "Tu piel no es negra", le digo cogiendo su mano.
Al caer la noche en la ciudad sólo continúan abiertos los cafés, las peluquerías y las joyerías. Las mujeres van al salón de belleza para conquistar en el bar a un novio que las lleve a la joyería.
El príncipe ruso me cuenta que pasó cinco años recluido en un monasterio en Grecia con la mafia pisándole los talones. "¿De la misma mafia?", pregunto. "Me negué a venderles mi negocio para que lavaran dinero. Un monje me alojó en su monasterio. Allí descubrí que podía pintar. Camarero, sirve un trago al que viene entrando". El camarero indica al recién llegado que el trago se lo envía el príncipe ruso. Ambos levantan los vasos y brindan. "Te dije quién era tu príncipe", me advierte el hombre junto al que me siento en la barra del bar. "¿Siempre estás aquí?", le pregunto. "El bar es de un amigo, estuvimos juntos en la guerra. Cuando regresamos abrió este lugar, los primeros tres años trabajé como barman sin recibir pago para ayudarlo. Las bebidas eran gratis y bebí durante tres años". "¿No has pensado salir de aquí?". "Las cosas no pueden mostrarme nada nuevo".
La novedad de esta noche en el bar es el casamiento del Rey con una baronesa francesa. La historia del romance apareció en el periódico local. Durante una visita turística a la ciudad, la baronesa se sintió atraída por un original edificio de piedra de cuatro pisos en el que ondeaban tres banderas, la de Montenegro, la del Partido Comunista y la del dueño de casa. Atraído por la mujer que fotografiaba su morada, el Rey salió al balcón y la invitó a conocer su castillo, nos cuenta un hombre pequeño y bronceado, con el aspecto de un gigoló pasado de moda. "¿Quién es?", pregunto al hombre sentado en el taburete junto al mío. Me cuenta que el Rey fue abandonado de niño por sus padres. Durante una visita de Tito escapó del orfanato y se las arregló para estrechar su mano. Desde ese momento el Partido Comunista se convirtió en su familia.
El Rey me habla en francés, italiano e inglés. Los contertulios se muestran sorprendidos de que conozca tantos idiomas, y él cuenta que de joven viajó por el mundo. Le digo al hombre sentado junto a mí que el Rey solo conoce del inglés, francés e italiano, palabras como bella, inteligente, no eres como las otras. El hombre sonríe por primera vez y sus ojos despiden un brillo azulino. "Ahora le está diciendo a estos brutos que una mujer no se conquista en la cama sino en la conversación", me traduce, entre burla y admiración. A uno de los oyentes no le parece que a la mujer haya que conquistarla con la conversación y para graficarlo se toca el paquete. "Son unos brutos", me dice el Rey al pasar. "Ven conmigo, yo sé tratar a una mujer", y se marcha sin pagar.
–Cuando lo conocí, yo tenía ocho años y en vez de caminar como todos por el suelo, lo hacía por los techos. Nunca lo he visto trabajar –me dice el hombre junto al que me siento en la barra. Su expresión me recuerda a mi primer novio: después de acostarnos, me leía las aventuras de Sandokán.
–¿Y cómo compró el castillo? –le pregunto.
–El castillo es la antigua prisión de la ciudad. Por años estuvo desocupado. El Rey entró y arregló la puerta.
–¿Y el dinero para reconstruirlo?
–¿Por qué necesitaría dinero?
–¿Y las cosas que necesita para vivir?
–Las compra en las tiendas.
–Pero en las tiendas hay que pagar.
–A las tiendas entras y pides lo que necesitas.
–¿Sin dinero?
–Cuando tengas dinero, pagarás.
–¿Y por qué el vendedor va a creerte?
–No tiene opción. Si deja de vender, quiebra.
–Pero el dueño de la tienda le compró a un fabricante y tiene que pagar a su vez.
–¿Y qué hace un fabricante si no vende sus productos?
Al verlo pagar mi trago, como cada día desde que me siento en el taburete contiguo al suyo, pienso que es el único de los clientes habituales al que he visto pagar.
El domingo por la tarde, en el mercado sólo está abierto el puesto del vendedor de quesos. Me pregunto por qué no regresa a su casa como los demás. Le compro cuatro mandarinas para llevar a la playa, pero una vez que están en la balanza completa el kilo y agrega dos más. Al pagar me convida higos frescos y una manzana. Producto de su generosidad, el paquete no cabe en mi bolso y debo volver al cuarto a dejar las frutas. Al disponerme a cruzar la muralla, lo veo de pie contemplando la mercadería: no importa cuánto regale, tiene lo mismo que ayer.
La anciana que me proporciona alojamiento habla sola. Las primeras veces creo que recibe visitas, pero al levantarme de madrugada para ir al baño la sorprendo hablando con el televisor. Hay veces que enciende la radio y conversan de a tres.
He evitado preguntar al hombre junto al que me siento en la barra cuál es su dolor. La noche que lo conocí me confesó que era un cobarde. Le dije que ya lo sabía. Lo hice para retardar la explicación que de todas maneras va a darme.
Todas las casas alrededor de la bahía tienen embarcadero pero no botes. Ignoro si es por falta de peces, de dinero o voluntad. Saliendo del pueblo por el camino costero hay un manicomio. Cuando la población insana sobrepasa la capacidad del edificio, las autoridades abren la puerta. Los locos se largan por el camino y no falta el vehículo que los atropella. Esto me cuenta el hombre de los ojos tristes.
A las dos de la tarde, cuando llego al bar, el taburete junto al suyo está desocupado. Si alguien llega a sentarse, al verme entrar se levanta. Uno puede colgar junto a la puerta la chaqueta, la mochila con el dinero, el pasaporte, un libro, y al cabo de las horas estarán en el mismo lugar.
–¿Y por qué alguien querría llevarse lo que no es suyo? –se sorprende.
He perdido la cuenta de las horas que pasamos en la oscuridad iluminados por un televisor mudo. Desde la mañana todos los días son noches.
–¿Estás segura de que no prefieres un café? –me pregunta haciendo una seña al barman bosnio para que retenga el aguardiente que me pondrá ebria.
El estudiante que ocupa mi cuarto ha regresado. Es alto, rubio y tiene espinillas, como los grumetes de La Esmeralda cuando parten en su viaje anual y parece que van a echarse a llorar. La anciana me explica mediante gestos que desde ahora dormiré en un sofá cama de la sala. Le pregunto dónde dormirá ella. Señala otro sofá cama. Por el dinero que pago podría encontrar un cuarto para mi sola, pero no lo hago.
Por la mañana me despierta la voz del estudiante al que la mujer prepara el desayuno. Intento volver a dormir, pero a la anciana le gusta ver televisión y vuelve a despertarme. Le pregunto por señas si tiene familia. Me trae una fotocopia plastificada con el rostro borroso de un hombre. He visto papeles como ese pegados en los muros, es la forma que tienen los familiares de avisar públicamente un fallecimiento. La mujer comienza a llorar. La abrazo, su piel huele al jabón del baño. En la pantalla del televisor aparece Lucerito. "Sí", sonríe, "Lucerito". Es la primera palabra que compartimos.
He dejado de frecuentar el bar en forma de barco dorado. Ignoro si el príncipe ruso continúa yendo, cuando he mirado la barra no lo he visto. Alrededor de las once de la mañana por la bahía pasa el estudiante que alquila una habitación en casa de la anciana. Es evidente que no va a clases. Anoche la anciana recibió una llamada de sus padres, están preocupados porque les pidió más dinero para costear sus estudios.
En el café de la costanera está el príncipe ruso. Lo acompaña un hombre que se le parece, tal vez porque ambos llevan el pelo largo. Más tarde nos encontramos en la puerta principal, me presenta a su símil como instructor de manejo. Cuando haya sacado la licencia, comprará un automóvil, con el automóvil buscará un sitio, en el sitio construirá una casa, en la casa volverá a pintar.
Por la mañana cojo el autobús que circunda la bahía y me bajo en Perast. Aunque deseo alcanzar D o M, cuando el autobús atraviesa este soñoliento pueblo en los faldeos de la colina, escojo Perast. Soy la única en bajar, a primera vista parece deshabitado. Amarrados a sus boyas los botes parecen un adorno. El único navegante que encuentro no acepta llevarme a los islotes. Le pregunto si conoce a alguien que pueda hacerlo, no conoce. En un panel que está en la plaza aparecen señalados los dieciséis palacios y dieciséis iglesias de Perast. Al mirar hacia la colina no veo ninguno. Más abajo está escrita la historia del pueblo.
–¿Deutsch? –me pregunta un hombre en la mitad de la calle.
–English.
El hombre se confunde:
–No english.
Lleva una barba de varios días y aspecto de no estar totalmente despierto. Señala los islotes e indica que podemos ir y venir. El día anterior me advirtieron que no debía pagar más de dos euros. El navegante me enseña cinco dedos. Yo le enseño dos. Adopta un aire pesaroso. Hace algunos minutos en la costanera divisé a tres japoneses. Le comunico mi idea: si cobra dos euros a cada uno, todos saldremos ganando. El navegante me pregunta si conozco a los japoneses. Le explico que son turistas como yo. Quiere saber si hablan inglés. No lo sé. El hombre se muestra indeciso.
Leo en el panel que a pesar de que los invasores turcos sobrepasaban a los habitantes de Perast en número y armas, los montenegrinos consiguieron vencerlos y liberar a todos los pueblos de la región. Viendo que el navegante no se ha movido, me ofrezco a ir a hablar con los japoneses.
–De ninguna manera –parece decir, alejándose en la dirección que le indiqué.
Cinco minutos después está de regreso.
–Se fueron.
No ha pasado ningún autobús. Deben haber ido a caminar y el navegante no tuvo fuerzas para seguirlos. Leo en el panel que después de la gloriosa victoria contra los turcos, Perast se sumió en la decadencia.
–No problem –dice el hombre–. No money, no problem.
Me indica que espere junto a un bote de fibra de vidrio. Vuelve con el motor conectado a un pequeño contenedor de gasolina. En un segundo viaje trae un cojín para él y una manta para mí.
La marea nos empuja hacia adentro. El hombre tira de la cuerda, el motor no enciende. Comienza a bombear gasolina. El motor no emite sonido. Abre la válvula intentando aumentar el flujo. Se trata de un procedimiento normal para arrancar motores que llevan algún tiempo sin uso, pero ni así entra en actividad. La marea continúa alejándonos. Desde el mar veo el pueblo en el que vi el mar. El hombre saca de debajo de la proa un frasco plástico de Cola Cao en el que hay una llave, golillas, cable y dos bujías. Al levantar la carcaza del motor, aparece una máquina que nadie ha limpiado ni engrasado en años y que no ofrece esperanza de encender. El navegante reemplaza la bujía. La golpea, la quema con un encendedor, la parte con un cuchillo, la frota, la seca y la moja. Cuando ha probado con las tres bujías, vuelve a comenzar por la primera.
Si queremos volver a la orilla, será necesario remar. Hay una sola paleta de plástico, pequeña. Comienzo a temer que un milagro encienda el motor y luego quedemos varados en los islotes. Le doy a entender que es suficiente. Me pide que le conceda un momento.
El momento se alarga. Mi voz ha perdido amabilidad. El hombre se resigna a empuñar la paleta hasta que alcanzamos la costanera. Para no avergonzarlo le doy a entender que vendré al día siguiente. En la última línea del panel está escrito que hasta hoy los heroicos navegantes de Perast luchan para salir adelante mañana.
El rey de la ciudad va en su segundo gin tonic. La baronesa lo está esperando con el almuerzo en la prisión.
–Cuando ella se dé cuenta en lo que se metió… –se burla el hombre junto al que me siento en la barra.
He aprendido a conocer los ciclos del bar: los que entran por la mañana a saludar y se van quedando, los que van y vienen, la lectura comentada de los periódicos. Uno está en cirílico y el otro en alfabeto latino, me distraigo buscando semejanzas. El hombre junto al cual me siento en la barra apunta su dedo hacia el televisor:
–Ese es el traidor que me envió a la guerra a mí y a todos. Mira cómo se llena la boca con la paz, ¿sabes cuántos euros gana hablando de paz?
Veo a un hombre ni alto ni bajo que usa chaqueta y corbata, igual a los políticos que aparecen en la televisión chilena.
–La Comunidad Económica Europea le pidió que entregara a uno de los mayores criminales de guerra para llevarlo a juicio, el hombre que dio la orden de ejecutar a todo un pueblo, violar a las mujeres y matar a los niños. Siete mil personas murieron. Este hombre que va a conferencias de paz conoce el lugar donde se oculta, pero si lo entrega el criminal va a contar lo que sabe de él y de los otros. Un día alguien va a matarlo, todos sabemos dónde está escondido. A mí me invitaron a una reunión con gente importante que lo protege. Saqué mi arma y la limpié.
Cojo mi abrigo.
–Espera –grita–. Tú no puedes entenderlo, habrá otra guerra civil y todos sacarán el arma que tienen escondida en su casa y volverán a matar.
–No queda más que ser felices –señala el barman bosnio.
Cojo mi bolso. El hombre me da su palabra de que no volverá a hablar de muerte.
–Si quieres podemos dar un paseo –intenta conciliador, levantándose del taburete por primera vez en tres años para atravesar los muros del bar.
Seguimos hacia el final de la costanera, pasamos por una casa lujosa. "Es la embajada de Croacia", me dice. "Ninguno de nosotros puede ir allá, no nos dan visa". "¿Por qué?", le pregunto. "Peleamos del lado de los asesinos". "Ven, vamos". Lo conduzco a la playa.
"Cuando Serbia y Montenegro declararon la guerra a Croacia, yo había rendido el examen de grado para titularme de abogado en la universidad en Split", me cuenta. "El año pasado vino de vacaciones un examinador y se mostró extrañado de que la escuela no me hubiese avisado que aprobé. Les escribí, no me contestaron. Les expliqué por teléfono y quedaron de contestarme. Nunca recibí una llamada. Conté mi situación en todos los anexos hasta que una mujer me dijo que, si quería el título, debía gestionarlo personalmente. Le expliqué que Croacia no otorga visa a los montenegrinos. Me contestó que era el reglamento, le dije que quería leer el reglamento. Nunca me lo enviaron. ¿Ves lo que es la guerra? Una estupidez, una estupidez colectiva. Tú puedes remecerlos, ponerles la verdad en un chip dentro del cerebro y seguirán actuando erróneamente".
Pasamos ante un gran hotel construido durante el comunismo y que ahora está vacío. Nos detenemos al borde de la playa privada, contemplamos los alevines bajo el agua. Lamento no tener migas de pan para arrojarles. Una malla de acero nos corta el paso. Del otro lado están las canchas de tenis. El hombre me cuenta que cuando los dirigentes comunistas comenzaron a aficionarse al tenis, comprendió que habría guerra. Me explica paso a paso lo que fue ocurriendo. Me cuenta que fue casa por casa, hombre por hombre, advirtiéndoles que habría una guerra y nadie creyó en su palabra. La noche se ha puesto fresca, le pido que regresemos. El hombre se muestra abatido porque no pudo cumplir su palabra.
Desde la iglesia ortodoxa contemplo la puerta del bar. Hoy tampoco acudo a la cita con el dolor.
Los dos taburetes de la barra están vacíos. Pregunto al barman bosnio dónde está el hombre que se sienta en el taburete de junto. "A las siete de la tarde va a cuidar a su pequeña sobrina y vuelve a las nueve. ¿Volverás?".
El Rey de la ciudad está furioso con la baronesa. Quien entra al bar se entera de lo que sucedió con el regalo de boda. Por más que repite la historia no logra comprender que la baronesa se haya negado a poner a su nombre los papeles del jeep. Sostiene que, al no cumplir con su palabra, la baronesa comete un acto ilegal. Amenaza con llamar a la policía.
Faltan quince minutos para las dos de la tarde. Como cada día a la misma hora, me dirijo al bar. Imagino el momento en que abriré la puerta y el hombre junto al cual me siento en la barra volteará la cabeza, me indicará el taburete junto al suyo, sentiré en mi mejilla un ligero beso y su voz dulce que me dice: "If you want…"
Hoy decido adelantarme y ser yo quien lo espere. Voy llegando cuando lo veo acercarse por el otro lado de la calle. Pronuncio su nombre dos veces, el hombre sigue de largo hacia el bar.
Cuando a las dos de la tarde entro, el hombre voltea la cabeza, indica el taburete junto al suyo, siento un ligero beso en la mejilla y con voz dulce me dice: "If you want…"
La baronesa huyó en el regalo de boda. El Rey quiere avisar a la policía, pero la baronesa es ciudadana europea y no pueden impedirle abandonar el país. Lo curioso es que, antes de que la baronesa le regalase el jeep, el Rey no deseaba un automóvil.
En la casa donde me alojo siempre hay una o más llaves defectuosas que filtran agua. A pesar de que bastaría cambiar la goma, no se considera la posibilidad de arreglar el desperfecto. Todos los días cortan hasta tres veces el suministro de agua y la energía eléctrica. Los habitantes de la ciudad no pagan las cuentas y el sistema está colapsado, me cuenta el hombre junto al que me siento en la barra del bar. Le explico que en mi país al cabo de dos cuentas sin pagar cortan el suministro.
–Esta ciudad es tan pequeña que el encargado de cortar los servicios conoce a todos y con muchos tiene parentesco.
–¿Y cómo explica a su jefe que no pudo cumplir su trabajo?
–Le dice que no encontró a nadie en casa.
Si todavía hay agua potable y electricidad es por el dinero que la Comunidad Europea entrega al país a cambio de que las autoridades les aseguren que habrá paz. Los habitantes de la ciudad lo saben y dejan el agua correr.
El empleado municipal sube a la torre donde está el reloj de la ciudad y desamarra los cordeles que mantienen en pie un gigantesco árbol de Navidad que este año ya cumplió su cometido. Antes de bajar, aprovecha de quitar la maleza que ha crecido alrededor de las horas.
El hermano menor del dueño que atiende el bar por las mañanas nos cuenta que acaba de romper relaciones con su novia. Arroja el paño de limpiar, sirve un trago para mí y otro para él.
–A las mujeres nadie las entiende.
–Ten calma –le aconseja el hombre junto al que me siento en la barra.
Pero el cuerpo del joven no conoce la calma. Los cuerpos de estos hombres son nerviosos como un potro y fuertes como un buey. Por sus anchas venas todavía corre la sangre del único pueblo del Adriático que no fue dominado por los turcos, o eso dicen.
–Ustedes no saben conquistar a una mujer–. Es el Rey que entró por su gin tonic–. Un hombre se debe a los sueños de una mujer, por ejemplo yo, a la mujer que entra a mi castillo la convierto en reina.
Imagino a la baronesa al descubrir que el castillo de sus sueños no tenía calefacción.
–Eso sí –advierte– la mujer jamás debe pretender cambiar a un hombre. Los hombres somos libres, así estamos hechos.
Lo que el Rey omite a sus incondicionales es que ha envejecido y, por cumplir los sueños de una mujer, pide algo a cambio. Faltan quince minutos para las tres. Espero que el joven barman vaya hacia la caja, cuente las monedas, reclame contra los clientes que no pagan, y anote una cifra ínfima en el cuaderno, pero no quita los ojos del teléfono. Otra característica de estos cuerpos es que piensan con el corazón.
Salgo por la puerta que está en el extremo izquierdo de la muralla. Camino por la costanera hasta la puerta abierta en el extremo derecho. Recorro la ciudad por dentro hasta que me topo con la montaña. Desando el camino y salgo por la puerta del medio. Alcanzo a recorrer doscientos metros cuando me encuentro con la puerta de la izquierda y vuelvo a entrar.
La sombra de la montaña cae sobre la iglesia de Perast y su torre. Parece dibujada por un niño. Dicen que al menos uno de los dos islotes fue creado por el hombre: durante siglos cada habitante transportó hasta allí una piedra, luego levantaron la iglesia. Desde el pueblo pueden verse los dos islotes. La torre está rodeada por un minúsculo bosque de cipreses. La iglesia, en el otro islote, tiene un pequeño naranjo. La campana de la torre comienza a tañer. Desde el pueblo le contestan. Es mediodía. La campana continúa repicando cuando las otras han callado. Un hombre se deja caer en un asiento de la costanera. Cierra los ojos y levanta el rostro hacia el sol.
–¡Rigoletta!
La jovencita que gritó hacia la ventana del segundo piso espera una respuesta en mitad de la calle. Sólo el autobús podría pasar y acaba de irse. Los demás automóviles pertenecen a la gente del pueblo y a ellos les parece natural que la amiga de Rigoletta espere una respuesta en mitad de la calle mientras come papas fritas de una bolsa.
–¡Tonina! –responde Rigoletta desde la ventana.
El portón se abre. Un niño de cinco o seis años se queda mirando a un perro que ladra. La mujer que está dentro de la casa le grita a través de la ventana. El niño no sabe qué argumento esgrimir y vuelve a mirar al perro que ya no ladra con el mismo entusiasmo y entra a la casa aburrido. Se aproxima un anciano flaco montado en una destartalada bicicleta con el asiento envuelto en una bolsa plástica. Arrima el vehículo al muro de la casa donde viven la madre y el niño. Abre la puerta trasera y entra. La mujer parece decirle que sabe cómo llevar una casa y que nadie le pasa gato por liebre.
En el lugar que marca la distancia más corta entre las dos orillas de la bahía, el ferry parte de Lepetane con rumbo a Kamenari. Una mujer de cabello blanco, vestida de negro, camina con las manos cruzadas en la espalda. El hombre se levanta del asiento y regresa por donde vino. No conozco ese lugar.
Atravieso las terrazas que alguna vez pertenecieron al jardín de una casa abandonada. No encuentro la salida y cruzo hacia un jardín habitado. Me encuentro con la mujer de cabello blanco que hurga entre las piedras del suelo, en la otra mano sostiene un macetero en el que dispone las pequeñas piedras que ha seleccionado, no sé con qué intención o costumbre. Cuando le parece que son suficientes, coge la planta que dejó en el suelo y la introduce en el macetero. Con la palma de la mano aplana la tierra. Parece cansada. Espero hasta que termine para preguntarle por la salida. Con un gesto indica que debo bajar por las terrazas de su propio jardín. Aguarda a que pase, sin prisa. A través de la puerta de su casa diviso las baldosas del vestíbulo, los zapatos. No se escucha el sonido de la televisión ni la radio. La mujer indica que debo abrir el portón metálico y se queda viéndome desaparecer. Un hombre que transporta un tronco grueso y corto me dice en su idioma "qué calor".
La escalera conduce a una pequeña capilla cerrada con llave. En el suelo hay una losa que corresponde a una antigua tumba. Unos pasos más allá emerge una torre que debió tener campana antes de arruinarse. Los escalones están tibios. La sombra de la montaña avanza hasta cubrir el segundo islote.
–¡Antonio! –exclama un hombre joven abriendo la puerta de su casa a la visita que llega.
Su voz irradia sorpresa ante un acontecimiento que alterará la rutina y que mucho tiempo después aún dará qué hablar en la sobremesa. El perro ladra al visitante. Las voces de los hombres se apagan. Imagino que entraron. En un árbol, un pájaro repite una melodía. Comienzo a tararear con los dedos. Otro pájaro nos contesta tres veces seguidas. Ahora cantan de otras ramas. Los amigos salen al jardín. El dueño de casa lleva una varilla metálica, señal de que ha mostrado a Antonio su cuarto de herramientas. Desde el interior una mujer da la bienvenida a la visita. El dueño de casa hace callar al perro. La puerta se cierra. Escucho el sonido de una máquina, parece como si estuviesen moliendo café para el visitante. Un ferry parte desde Kamenari. En algún punto de la bahía se cruzará con el de Lepetane. Paso la mano por el borde de mi polera y mis dedos se tiñen de negro. Miro hacia el techo de la capilla, no hay rastros de hollín. Han vuelto a encender la máquina. ¿Será el dueño de casa que lima la varilla de acero mientras conversa con Antonio? Me quedo viendo la pared de una casa, la irregularidad de las piedras hace que en los intersticios se junte un polvillo negruzco y melancólico que resbala sobre la gente que pasa. La sombra de la montaña ya le ha ganado a los islotes, a las iglesias y continúa avanzando. La mujer de Antonio se incorpora a la conversación. Escucho su risa. El perro sube al muro: es pequeño, con el pelaje dorado, la cola larga y curvada. Me ve, no ladra. En la puerta de la casa aparece una joven con el cabello peinado en una larga trenza. Su aspecto no corresponde a la voz de mujer que escuché. La joven camina alrededor de la terraza. Como nada ocurre, vuelve a entrar. El ferry de Lepetane y el de Kamenari se cruzaron y me perdí de verlo. No fue exactamente en la mitad, sino más cerca de Lepetane. El dueño de casa y Antonio reaparecen con las chaquetas puestas. El perro aprovecha de ladrar. Antonio se acerca y el perro calla. Se asoma una segunda mujer vestida de negro. El dueño de casa acompaña a Antonio hasta la puerta:
–Ciao.
Antonio se detiene en los escalones para contestar el llamado de su teléfono móvil. El dueño de casa y las dos mujeres cierran la puerta. La joven es la última en entrar. Antonio advierte a su interlocutor al otro lado del teléfono:
–No problem.
Y continúa bajando las escaleras.
Reúno mis cosas, el cuaderno, el abrigo. La sombra alcanza el borde de mis zapatos y, cuando parto, se viene conmigo.
A las cuatro de la tarde aparece sorpresivamente el hermano menor del dueño del bar. Murmura algo al oído del barman bosnio, quien le deja su puesto en la barra. Minutos más tarde entra el dueño del bar acompañado por una mujer con traje sastre, maletín y carpeta. El hermano menor está de pésimo talante, su novia había accedido a tener una cita cuando recibió la llamada de su hermano mayor advirtiéndole que debía reemplazar al barman bosnio porque vendrá con una funcionaria de Impuestos Internos y en los libros no aparece contratado un barman.
–La vida está jodida –reclama el hermano menor.
Un par de clientes salen a avisar a los dueños de los demás cafés sobre la presencia de la funcionaria que revisa los libros. No hay que ser experta para entender que el raquítico cuaderno que el dueño tiende a la mujer no está en regla. Como no tiene ninguna posibilidad de reunir el dinero para la multa en veinticuatro horas, invita a una ronda gratis. El barman bosnio vuelve al otro lado de la barra y el hermano menor telefonea una y otra vez a la novia que apagó el móvil. Los que beben gratis se burlan de Impuestos Internos, de la economía, de las autoridades, de la mafia rusa y de ellos, que leen el periódico a una hora en la que nada puede hacerse. El hombre junto al que me siento en la barra explica que cada mes tiene lugar la misma escena.
–Después que volví de la guerra vinieron a mi casa a pedirme que les arreglara los libros para ahorrarse las multas. Les hice ver que salía más barato tener los libros al día que pagar un soborno y se enojaron cuando me negué a hacerlo.
Los clientes se retiran sin pagar, con la seguridad de que el bar estará allí mañana. Sin saber cómo conseguir el dinero, el propietario se retira con ellos. Su hermano vuelve a telefonear, la novia no contesta.
–Mejor voy a dormir –se despide.
El bosnio nos habla de una adolescente que cruza todas las tardes hacia la academia en la que estudia piano. Tiene dieciséis años y él está dispuesto a esperarla. Al ver que tomo apuntes, el hombre junto al que me siento pregunta para qué escribo.
–Le encuentro un sentido a las cosas después que han ocurrido.
–Le das sentido a lo que no tiene.
–Sin sentido no hay ética.
–No, no hay.
–Si fuera como dices, no habrías desertado de la guerra.
–Si no hubiese desertado los hombres que estaban a mi cargo seguirían vivos.
–Puede que sí, puede que no.
–No escribas –me pide el hombre.
Eso dije a mi anfitriona en Eslovenia cuando me preguntó a qué país pensaba dirigirme. Recuerdo que comparé la escritura de Los perplejos con el detritus que liberan los salmones cultivados artificialmente en el sur de Chile; este residuo contamina los microorganismos que crecen en el fondo del mar y que sirven de alimento a la fauna marina. Por esa razón donde hay plantaciones de salmones, y eso ocurre en gran parte del territorio marítimo nacional, desaparecen los peces, los moluscos y los crustáceos de nuestra infancia. El mismo estrago ha causado en mi vida la escritura de esta novela que no soy capaz de terminar. La única posibilidad, confié a mi anfitriona, es dejar de escribir. "Entonces debes ir allá", me advirtió.
–No puedo dejar de escribir –digo al hombre.
–Claro que puedes.
–No sabría qué hacer.
–Sé feliz –dice el bosnio.
En vez de bajarme en Perast sigo de largo hasta la desembocadura del largo en el mar abierto. Para salir a pescar, los lugareños cogen sus botes y navegan hasta el mar. Allí les espera un furioso oleaje que deben atravesar cada vez que entran o salen. Animada por la curiosidad, me siento a esperar que un bote lo intente. Al cabo de unas horas, aparece un bote con dos pescadores. Esperan largo rato en la desembocadura sin atreverse a salir. Pongo mis ojos en línea con los suyos y comprendo que estudian las olas; donde creí ver un mar revuelto, hay un grupo de cinco olas que se repite en series de cinco. Los pescadores esperan a que la más pequeña rompa y avanzan por la espuma. Alinean el bote hasta dejarlo frente a la segunda ola que pasan fácilmente antes de que reviente, y continúan remando. Al comprobar que no alcanzarán a llegar a la tercera, dirigen el bote hacia el lugar donde la espuma, por ser más antigua, es menos destructiva. La última y más alta de las olas se les viene encima. El bote aprovecha el canal abierto por la espuma para avanzar más rápido. Corren como posesos por la gigantesca masa de agua que los eleva hasta quedar suspendidos entre el mar y el cielo. Caer desde esa altura significa volcar y romperse el pescuezo. El pescador que está en la popa mira a su compañero y éste rápidamente va hacia la proa. La ola se desmorona y el bote cae al agua en perfecto equilibrio. Miro hacia atrás, la sombra que me acompaña desde P ha desaparecido.
El hombre junto al que me siento en la barra me conduce por una empinada escalera que cruza los cuatro pisos de su casa. Los escalones están cubiertos por una rígida cubierta de linóleo. En el primer descanso hay una cocina y una mesa. Las demás puertas corresponden al baño y a los dormitorios. Mis ojos no encuentran línea recta donde posarse, como si los muros, el piso y el techo se hubiesen desencajado, y aun sosteniendo la casa se observaran con descortesía. En el segundo descanso hay otra cocina y una mesa cubierta por un mantel de hule como en el casino de la escuela, de la fábrica o de la prisión. En alguna parte escucho correr agua.
El cuarto donde el hombre que volvió de la guerra no puede conciliar el sueño tiene la forma de una celda rectangular con una ventana pequeña al fondo. Una cortina de percal lo protege de la indiscreta cercanía de la casa de al frente. A pesar de que los muebles son distintos, tengo la sensación de haber entrado a mi cuarto en la casa de la infancia. El hombre pone un cojín contra la pared para mi espalda. A mí también me gustaba cruzarme en la cama. A la izquierda estaba el escritorio modular de madera blanca y el pouf de plástico azul inflable que Moira me trajo la primera vez que viajó a Miami, el velador, el baúl de mimbre que pinté de blanco y el equipo de música donde escuchaba el programa "Para los que están solos o se sienten solos" con música de Peter Frampton y Olivia Newton-John. A través de la ventana miraba la terraza de baldosas negras y blancas; en el jardín había un almendro y por sobre la pandereta se asomaba la cordillera de los Andes. En esa época no había polución y fantaseaba con que algún día viajaría muy lejos para vivir otras cosas, ignoraba qué exactamente, pero no estaban incluidas en el paquete familiar.
La cama del hombre está cubierta por un chal escocés de lana. Mientras bebíamos en el bar alguien entró al cuarto, abrió la cama para inducirlo al sueño y, sobre las sábanas dobladas, puso su pijama planchado. Le pregunto quién las dobla.
–Mi madre.
Ante mi sonrisa alega que a ella le gusta hacerlo.
–Cuando me case mi esposa abrirá la cama para mis hijos. ¿No te gustaría hacerlo?
El hombre enciende el equipo de música y un antiguo televisor en blanco y negro como los Antú, sin volumen. Antes de cerrar la puerta tuvo la precaución de dejar del otro lado sus zapatos y los míos. Sobre el mueble de madera donde están el televisor y el equipo de música, la persona que abrió la cama puso una botella con jugo y un vaso limpio. Permanecemos sentados uno al lado del otro, alejados del doblez y del pijama. El hombre se levanta a sacar una cajetilla de cigarros del paquete que hay sobre el mueble. "Cuando tengo solo una cajetilla me obsesiona la idea de que los almacenes van a cerrar. Prefiero tener un cartón".
La persona que abrió la cama y colocó el jarro con jugo en polvo pasó un paño por los libros, los mismos que estaban en los talleres de los emigrantes en calle San Diego y que sus viudas donaron al Centro de Estudios Judaicos, los que trasladé desde el taller del esposo de Moira hacia mi biblioteca, los que estaban en la oficina del académico de la escuela de Historia que no llegó a la cita, los de la Biblioteca de Providencia y del Café Literario, los del departamento de T en Belgrado. Las imágenes sin sonido del televisor en blanco y negro que el hombre encendió al entrar a su habitación proyectan las noticias que en el bar únicamente alcanzamos a ver en adelanto. La cara interior de la puerta está tapiada por una gran bandera de la ex Yugoslavia. En vez de medallas, el hombre pegó sobre la tela recortes de periódicos. Me dejo guiar por la fotografía oficial de la reunión en que el traidor selló la paz, la del criminal de guerra con un grupo de soldados, la del bombardeo de Dubrovnik, la fotografía de la matanza de civiles en Mostar y la de él mismo, soldado entre los bárbaros.
En Aspectos de la novela, E. M. Forster señala que una vida no da para construir una historia, pero si la hacemos caber en una hora y media tenemos una obra dramática. El hombre que se comprometió de palabra ante la bandera de Yugoslavia a dar la vida por su país, que creyó a su Presidente cuando anunció por cadena nacional que el país estaba en peligro, que luchó en el ejército serbio, que en medio de la guerra se dio cuenta de que su Presidente había mentido y, en vez de participar en una guerra, estaba participando en un genocidio; el hombre que desertó y abandonó a sus amigos, muchos de los que murieron en la línea de fuego, me narra los diez últimos años de su vida. Le toma poco más de hora y media. Desde la cabecera de la cama contemplo la bandera, los recortes de periódicos, la imagen enmarcada de un santo. Todos los días, entre la medianoche y las dos de la tarde, este hombre contempla al hombre cometer traición.
"Hasta la religión cree en el arrepentimiento", pienso mirando al santo a los ojos.
El hombre que perdió el honor dos veces, al combatir y al desertar, me enseña las arrugadas palabras del dictamen legal que acusa su cobardía, la sentencia a pasar ocho años en una celda y el dictamen de la junta médica que atribuye su deserción a una locura temporal. No aparecen narradas las visitas que la madre hace diariamente a la celda para abrir la cama donde no duerme la conciencia.
–Vuelve a trabajar como abogado.
–¿Y pido justicia con la mano que empuñé el fusil?
–Podríamos arrendar una casa deshabitada en Perast y ofrecer alojamiento a los turistas, o abrir un restaurante que sirva comida y bebida todo el año, no como hacen aquí.
–Eres buena para esas cosas.
Cuento al hombre que en este viaje aprendí a conocer el principio racional de las cosas, a conservar repollos en agua con sal, a ahorrar dinero para el combustible que usaremos en invierno, a abrir las ventanas y dejar escapar el humo, a regar una tostada con aceite de oliva, a cuidar de un perro, a armar un hogar con una cortina y un mantel, a conservar la comida en potes plásticos.
–Yo puedo hacer eso –replica sorprendido–. No es difícil.
–¿Estás seguro?
–Si es lo que quiero, podré hacerlo. ¡Y eso quiero! –exclama.
–Tendrías que llevar sólo lo necesario –le digo.
El hombre contempla la bandera del país que ya no existe, los recortes de periódico con las fotografías de los asesinos, la imagen enmarcada del santo, los dibujos animados en blanco y negro que emiten después de las noticias, la jarra con jugo en polvo, los libros de derecho, filosofía y ética que no volvió a leer desde la guerra. Le hablo de los libros del esposo de Moira, de las estanterías del Café Literario, del jugo de chirimoyas, del bar de abajo, de las peleas de mi vecina y su esposo, del río Mapocho, del parque Forestal, de mi amiga cuyo hijo se arrojó a la línea férrea después de pasar la tarde en una calle desconocida sin que nadie se acercara a escuchar sus dudas. Pero el hombre que pasa las noches en vela contemplando el error del mundo no necesita palabras, sino los compasivos cuidados que proporciona una fe que ya no tengo.
Frontera Montenegro/Croacia. Salgo por la puerta en el muro por donde hace cinco años entré siguiendo al conejo que se escondió tras la biografía de Maimónides mientras en la piscina moría ahogado un ratón. Cruzo a pie la línea fronteriza. El destino queda atrás.
Duvronik. A la entrada de la ciudad un gran mapa da a conocer los lugares que resultaron destruidos durante el bombardeo a Croacia. Los achurados indican si la bomba cayó sobre un monumento histórico, una calle, una casa, un cuarto de la casa; si destruyó los cimientos, el techo, el techo y los muros o sólo los muros. Desde el cuarto del hombre que desertó de la guerra no es posible ver los marcos rotos de las ventanas, los fragmentos de vidrio, la pata de la silla, el plato ennegrecido, la lana del colchón.
Split. Está lloviendo, no reconozco por qué calles ando, ¿Diez de Julio, Coquimbo, Maipú, San Diego? Al final de un pasaje penumbroso creo distinguir una tienda que vende pañuelos bordados, trozos de género, vestidos de terciopelo, un abrigo de astracán, colchones de cuna, almohadas ennegrecidas. En el mostrador distingo a un viejo solitario, me cruzo con una joven que camina con una novela en su mano. Una madre, su hija y su nieta salen de una pastelería. Aspiro el aroma de los bullicos de espinacas, papa y quesillo. Tengo la sensación que, desde mi llegada, una mano me guía hacia lo que el viaje me tiene reservado.
Las doce.
Doblo el mapa y lo guardo, atravieso una plaza, me cruzo con grupos de universitarios. Parecen aliviados de haber abandonado el estudio para salir al mundo, algunos desaparecen en un bar que vende cervezas de litro como en el barrio universitario de República, en Santiago. La mano invisible me conduce hasta un edificio neoclásico de impresionante fachada que confundo con un hospital, que confundo con una oficina pública. Las letras esculpidas en la piedra me advierten que estoy ante la Facultad de Derecho de Split, donde estudió el hombre junto al que me senté en el bar de Kotor hasta que abandoné la ciudad por la puerta abierta en el muro.
De la escala de mármol paso a un espacioso vestíbulo. En las paredes hay anuncios que no comprendo. Las baldosas son blancas y negras como la terraza de la casa donde ya no viven Moira y su esposo. Me siento en los escalones que conducen al segundo piso y las salas de clases, contemplo el lugar al que el hombre que dejé en Kotor acudió diariamente antes que lo enviaran a cumplir con su palabra. La escalera que subió y bajó, la oscura pieza donde sacó fotocopias, los avisos que publican las notas que lo hicieron pasar de curso, la secretaria que no quiso ayudarle a retirar su diploma. Desde aquí no se alcanza a distinguir el cuarto donde el hombre y yo pasamos la noche en vela ante la palabra que hubimos de cumplir y no cumplimos.