Segundo Nudo

9. Chacón y su elenco de sonámbulos

El primero de febrero, a las tres de la tarde, yo, Guillermo Chacón Carrasco, en compañía de Luis Gerardo Ríos Barrueto y de su sobrino Jaime Ríos Abarca, quien sufrió del mal de la puna, alcanzamos la cumbre del cerro El Plomo, a 5.430 metros de altura y en el lugar llamado Pirca de Indios encontramos el cuerpo congelado de este niño. La momia estaba sentada, casi a ras de tierra. A los pies tenía un costalito con hierbas, junto a la momia y cerca de él se encontraron los demás objetos: un huemul de un metal que no conozco; una llama de oro—plata y una indiecita de plata. El hombre relata con los ojos entornados y acodado en el mesón del despacho de abarrotes sobre el cual descansa, como un bulto más, la figura de Tanitani. El reportero de la Tercera de la Hora se echó hacia atrás el sombrero de pita, tomó un sorbo de pilsener y anotó en una libreta negra todo lo que Chacón le narraba, tal como aparecería en la edición del día siguiente, 30 de marzo de 1954. El otoño patinaba el aire andino de un dorado suave, coronado por las notas ácidas de los fermentos de uvas y nogales maduros. Un tren dio una larga pitada y luego dos silbidos cortos, allá abajo, en la estación de San Alfonso. En la oscuridad del almacén los dos hombres levantaron al unísono las cabezas y miraron sus relojes. El reportero se acabó de un trago la cerveza, mientras Olmedo, el fotógrafo, disparaba desde diversos ángulos su Leica hacia la figura casi invisible entre otras cosas todavía más invisibles. Los fogonazos del flash nimbaron con sus minúsculos días de magnesio la encogida silueta puesta entre una caja de té Ratampuro y unas latas polvorientas de manteca hidrogenada. Chacón guardó silencio respecto a un sapo de oro y a una chuspa repleta de mariposas del mismo metal, de más o menos un miligramo de peso cada una, las que al ser arrojadas al aire en puñados, revoloteaban y planeaban igual casi como las verdaderas mariposas.

10. Una llamada

En el museo, por el salón que alberga el esqueleto de la gran ballena habrá resonado el teléfono como el trino de un pájaro exótico. Como un repicar de aves fantasmas revoloteando las amplias estancias embalsamadas y resecas del museo. Adela Méndez, la secretaria de la doctora Grete Mostny, levantó el auricular y repitió como lo habría hecho ya miles de veces: –Museo de Historia Natural, muy buenas tardes— Del otro lado una voz cascada casi gritó. Aló, buenas tardes señorita ¿podría hablar con la señora Mostny? —¿De parte de quién?— habrá contestado Adela Méndez con su habitual cortesía neutra. Soy Primitivo Menéses, la llamo de acá de Puente Alto. Le quiero avisar de que unos baquianos encontraron una momia de indio, un niño, en la cordillera, y que están pidiendo por él trescientos pesos. A lo mejor a ella le puede interesar. Si gusta lo puede venir a verlo si quiere al despacho de menestras de Olegario Vallejos en San Alfonso, en el Cajón del Maipo, ahí lo tienen. Yo llamo por encargo no más, de Chacón, él es el que la halló. Luego la llamada se interrumpió, hundiéndose en un silencio electromagnético lleno de chirridos y frituras remotas.

N del A. Primitivo Menéses, arriero cordillerano que estuvo a cargo de las veranadas de don Gregorio Iñiguez, mi abuelo materno, nos relató en 1963 este episodio tal y como aquí se describe.

11. Abuela nombra

Papas, turmas, oca, masual, rábano, quinua, tarhui, chuño, caui, caya, tamos, llama, vicuña, alpaca, paco, guanaco, taruca, perdiz, chichi, hormigas, mosquitos, callampa, cocha, pato, yuyos, llachoe, onquena, ocoroto, pacoy, yoyo, ciclla, pinau, cancana, onsuro y plantas, yunca, sara, camote, apicho, racacha, mauca, maca, suya, zapallo, sautiya, achira, llancay, llumo, poroto, frijol, titi, caihua, ynchic, maní, anipa, y frutas, y ají, arnacuchu, pacaucho, rocoto, pepinos, cachum, plátanos, guayabas, sabinso, pacay, lúcuma, paltas, usuro, ciruelas. Así, murmuraba Jatvn Mama los nombres de todos los alimentos nuestros, mientras trenzaba mi pelo con sus dedos afilados. Nos faltarán si los olvidamos, decía, porque ellos escuchan su nombre desde semillas, desde embriones, y entonces reconocen lo que son y no se vuelven nubes, tierra o peñascos y se vienen así a nosotros sin fallo cuando cuajan su ser, madurando sus carnes que son nuestras, porque así las hablamos, decía, sin dejar de trenzar las delgadas hebras en una humareda de trenzas donde, yo sé, están apretadas todas las vidas que existieron y contadas están igual que en un quipu que nadie es capaz de interpretar si no es su corazón. Y sé que ella vuelve por mis cabellos, vuelta con vuelta, a ver su cuerpo erguido junto a abuelo caminando el sendero de las turquesas. Y que otra vez niña mirará en la oscuridad, trenzando, a sus hermanos que se durmieron y a sus ríos sagrados que un día no pudieron o no quisieron lavarlos de la sarna.

12. Informe forense

Se efectuó un análisis comparativo de los resultados paleopatológicos obtenidos en 1954 y 1982, agregándose los referidos a las imágenes obtenidas mediante tomografía axial computarizada (TAC).

Se verificó la presencia en las cavidades orgánicas de elementos blandos con signos de retracción. A nivel de tegumento, fenómenos de deshidratación y signos de esteatonecrosis. Los resultados de otros exámenes (parasitológico intestinalpelo) no mostraron cambios.

Se confirmó los resultados de los informes emitidos en 1954. Se comprobó alteraciones generalizadas de partes blandas de tegumento y viscerales por la pérdida de las condiciones ideales que mantenían el cuerpo de esta momia en su cámara mortuoria, condiciones a considerar en futura cámara de conservación.

13. Achiote

Tomó abuela el plato con achiote rojo y lo fue revolviendo hasta dejarlo suave y con él pintó mi cara, acariciándola, despacio y susurrando su más vieja cantiga.

Una llama quisiera,

Que de oro tuviera el pelo

Brillante como el Sol

Como un amor fuerte,

Suave como la nube que la aurora deshace

Para hacer un quipus en el que marcaría

Las lunas que pasan

Las flores que mueren.

14. Las voces de la lluvia

Plic. Ploc. Plic. Pluc. El agua que escurre de la techumbre viene contando los cuentos del cielo nos musita muy despacio, y como de lejos, abuela. Pic.Plic.Plic. Silabeando sus viajes la lluvia le habla así a abuelo palabras que él no más comprende.

Ladeando la cabeza para no perderse las consejas del agua, abuelo se va volviendo brumoso y líquido y helado y lívido, como si oyera voces de calamidad que, escurriendo del techo empajado al empedramiento que circunda la casa, lo noticiaran misteriosamente de un temible presagio.

Huérfano de huérfanos, la silueta encorvada de awichu se convierte lentamente entonces en los ojos, en los oídos, en el cuerpo mismo de todas las tristezas. Dónde se habrán ido, me pregunto, los dioses tibios que ayer no más le entonaban la risa de cobre batido, que lo alumbraban de un dulzor tornadizo y burlón como la miel del algarrobo y que le dictaban palabras crepitantes igual que fuego de llareta bailando sus llamas en la noche subterránea. Dónde se fueron los espíritus que le llenaban la cara de gestos como de pájaros y animales alertas. Dónde están los húmedos seres de la tierra que ayer lo soplaron de un fulgor vivo y que hoy lo han abandonado a su encorvada y solitaria condición de piedra cansada y lunosa. Llueve y a nadie le importa mojarse yendo y viniendo como están con sus encargos minúsculos y misteriosos en el amanecer que se esparce igual que el achiote en mi cara por entre las palmerías y espinares del valle grande de Chili, acuchillado por los torrentes del Mapocho y del Maipo que bajan tronando sus cauces de pedernal hacia la sagrada inmensidad de Mamacocha. Llueve y un claror desvaído hurga por los rincones buscando algo que ha perdido, escarbando con minucia en esa tierra sin peso que es la sombra, donde todo, hasta la luz, crece desde una sola semilla sosegada y esquiva. Llueve y abuela pinta mi rostro muy despacio y en la yema lenta de sus dedos viene una historia antigua igual que un habla silenciosa sobre mis mejillas, sobre mi frente, sobre mi corazón, un habla que cuenta y cuenta quiénes somos, quiénes fuimos, hasta un fondo borroso, hasta ese último horizonte del lago puma Titicaca y más allá todavía, donde se comienzan las nieblas, y más allá, hacia la impenetrable cerrazón del olvido.

15. Ayahuasqueros

Bebí entonces dos sorbos que me dieran de un vaso de barro quemado y entonces el sabor de árboles, lianas y tierra podrida me llenó de sus profundidades sin fondo la garganta y a poco de aquello fue que bajó gimiendo y bufando y gruñendo y desgañitándose, envuelto en bruma, y bramando y aullando y ululando y graznando, tal que waycho, aquel dios hirviente que se tomó de mi cuerpo arañando hasta lo más hundido y palpitante, hasta la secreta soledad de mis entrañas, y se sumió silbando como la culebra y aleteando como un uchumpila, el siete colores de la totora, y bufando y arrastrándose hasta los rincones más recónditos y fríos de mi corazón con su espesor de algarroba caliente y sus urticantes vellosidades de cuncuna se tomó de mis ojos cerrados con su visión allí, donde entre escalofríos de ortiga, y destellos llameantes de todo lo que soy, se nos presentó el Korekenke que subía y subía por el cielo pardo donde el día se partió en muchos trozos y se volvió de piedra la mañana rota así de un gran calor, estallada de fuego calcinada como cántaro olvidado entre las brasas, hasta los horizontes y las cimas heladas de los montes. Mariri Yacumama, Mariri Yachay, rezó el ayahusquero. Y el Korekenke ascendió y ascendió como la luna en medio del amanecer y giró igual que las golondrinas dichosas el Korekenke desplegado más grande que el cielo su negro plumaje, el manto de plumas inmóviles. El idioma secreto, el Korekenke, pronunciado quedamente te hace volar muy alto, pilpintu, añuritay, dijo abuela desde lejos entre la luz quemada, ardida, que ondulaba y flameaba en un cielo de serpientes.

Graciela Martínez y Rosario Jaque entraron juntas por casualidad al despacho de menestras de Olegario Vallejo y miraron casi al unísono la figura acuclillada sobre el mostrador. Sus vestidos veraniegos, estampados de flores venían todavía agitados por el viento que soplaba de los montes, siguiendo el cause encajonado y bramante del Maipo. Dos mujeres esbeltas, todavía jóvenes y doradas por el sol, que buscaban arroz, azúcar, aceite, en el oscuro socavón del emporio que albergaba a ese huésped venido de la nada. Y lo miraron con la misma ternura con que miraban a sus nietos, con el mismo dulzor contenido y sonriente con que un día miraron dormir a sus hijos. Y la pequeña presencia dormía con la frente casi tocando las rodillas, ausente y quieta, hundida en la penumbra olorosa a chancaca y huesillos y galletas de chuño.

Y así fue como todas las aldeas del ayllu, todas las vidas, se volvieron estrellas vagantes y ponchos llameros manchados de carroña.

Un cielo de caliza, quebradizo, se hizo entonces una mortaja de polvo sobre las cosas de mano y los grandes objetos de labranza y los artefactos de festejo se vinieron cubriendo también de ese polen de muerte que fue enterrando los cántaros y las azadas y las cabezadas de las bestias y los telares y las raederas y los anzuelos de espina y las chaquiras de llanca azul y los tambos y las lanzaderas y las copas de piedra y el gesto nupcial, ahora inerte bajo la arena, estirando sus dedos descarnados hacia la inmensidad desértica de esos días contados con la waska. La manta tejida con lana de murciélagos. El suave vellón de la alpaca. El cantarillo donde cantaban las aguas de la lluvia. La vida, los fuegos, todo sólo ahora estas piedras ahora amontonadas, esta ceniza que vuela como un humo es todo lo que fuimos contra la áspera enormidad de la montaña, Tanitani, dijo abuela en un soplo que hizo danzar la flor del amancay recostada en su pequeña noche de pétalos cerrados, ahora cuando se abren el qantu y la concapa, flor del olvido, y pasan como sombras por el valle las vidas y las vidas y las vidas y las vidas y las vidas volando sobre las pampas y cubriéndose de polvo sobre polvo y ceniza sobre ceniza los plantíos. Ahora soy esa apacheta y ese pedregal y esos gusanos dijo abuela que era yo y abuelo ahora también que era yo, y el maizal que yo era, dentándose de mi en sus mazorcas de sangre, y descendiendo con los copos oscuros, cuajadas de la leche y cuajadas las vidas que pasan y pasan cubriendo la tierra con la levedad de su polvo. En el paladar de la noche, como una fruta tan madura, tanto, ya casi podrida, alumbra un sol cobrizo, es esa la luz Tanitani, muy amarga, de las edades perdidas y las estrellas que tiemblan en la enormidad del frío que ahora también son tú, Añuritay, temblando bajo el unku de nieve.