Tercer Nudo

16. Guaquero viejo

He aquí al viejo. Sentado frente a la pequeña ventana con los ojos opalescentes, como de ciego, fijos en la nada, dos piedras de cuarzo mojado, el anciano nos murmura en voz muy baja, casi inaudible:

Por este mismo desierto cruzaban como flechas los trenes con el fuego de las locomotoras alimentado con momias amigo mío. Con palas de madera les echaban toneladas de momias —así por lo menos es lo que cuentan— en el fogón que calienta el agua de las calderas. Y las sacaban de las guacas en colpas, en metros ruma, para mandarlas a Europa también. Hacían allá, dicen, papel de momias, papel para murallas, papel para liar cigarrillos, libros hacían con las mismas momias que ahora uno guaquea por allá por esas pampas duras como la roca. Vea aquí, agrega, estirándome un archivador Torres con un manojo de papeles borrosos, ilegibles, como salvados de la lluvia y puestos a secar al sol, o rescatados del fuego para ser luego mal apagados por una lluvia sucia.

Sí mi amigo, hubo un tiempo en el que se encontró utilidades muy prácticas para las momias, para los cientos de miles que, como en las minas, ¿usted las conocerá no? eran desenterradas por aquí y por allá, para acabar en el interior de las calderas de las locomotoras que corrían allá afuera como relámpagos, agregó, señalando con un gesto vago hacia un desierto imaginario donde nosotros sólo veíamos el viejo suburbio puentealtino de La Carbonera, y más allá Lechería y Juanita, con sus calles polvorientas y sus perros esqueléticos.

Durante el otro siglo, ya no sé cuál, a las momias además se las consideraba una especie de medicina muy buena, mi estimado, y era famoso el polvo de momia, fíjese, para curar a los tísicos, dice el viejo rascándose la áspera mejilla. También se utilizó mucho para envolver alimentos el papel de momia extraído de los vendajes de aquellas que se sacaban de los salitrales. Según decían, el pescado y los embutidos se conservaban muy bien en papel de momia, para que sepa mi amigo. Pero, lo más curioso era, como ya le mencioné antes, que por millones se utilizaron los cuerpos momificados de aquellos difuntos como combustible en calderas de máquinas de vapor. Esas sí que son barbaridades ¿no le parece? Cosas incivilizadas que los antiguos hacían por su pura ignorancia.

Yo anduve con mi tío por madre, Gerardo Ríos, en el cerro El Plomo, mi señor, y luego me fui al Norte a guaquear con el Negro Palma, el tuerto, el oro en paño, el discreto, el lagarto choco, el ponche en culén y no sé cuántas cosas más le decían. Tenía más nombres que el pico el huevón ese, y con él caminamos por años, siempre medios perdidos, buscando el Gran Tesoro del Inca, que él llamaba, por los peladeros de Mamiña y de Toconce, y por Chuzmiza anduvimos y por la quebrada de Tarapacá y por las punas del diablo caminamos y excavamos a sol y a sombra, qué sé yo señor mío.

Siete años cumplidos tenía cuando subí con mi tío Gerardo Ríos al cerro Purgatorio, y al Tupungato subimos y el Catedral también lo subimos, señor. Siete años y tres meses tenía ese verano en que tomamos rumbo al Plomo y yo andaba a cargo de las mulas, de las cebollas, del charqui, de la harina tostada, de los cigarros Yutales que mi tío fumaba uno tras otro y que tenían el papel duro hecho de hoja de maíz, me recuerdo, y que eran los únicos que no se rompían cuando iban amarrados en los atados que llevaban de carga los pilcheros.

Como era cabro chico entonces, yo no salí mencionado en los diarios de esos años ¿sabía usted? En esos tiempos los niños valían menos que los piojos de los gorriones y nadie nos tomaba en consideración, la cosa es que ni me nombraron. Aunque en una radio un tal Casiano dicen que me mentó medio como de pasada, un día cualquiera, según contaba mi madre que en paz descanse.

Yo no soy nada tan viejo si sacamos la cuenta, pero ya me ve, lo que pasa es que quedé bien aspeado con la vida que he llevado. Y en veces sueño muchas noches seguidas con esos desiertos y esos cerros por donde nos gastamos la juventud guaqueando, agrega, alargando los labios hacia la ventana que da unos bloques de edificios tétricos y descoloridos, y donde él cree ver los fantasmas de las vastas llanuras secas y los montes helados que anduvo alguna vez. Las infinitas pampas saladas por donde perdió los pasos y quemó las suela de los calamorros hacia el horizonte de cal viva, sosa, caliche y roca metamórfica, más allá de los inmensos llanos de litio que se hunden en lontananza al fondo de las imposibles escolleras de galena que dan paso a aquellos parajes infernales de donde no se vuelve, sembrados de antiguos huesos.

—El hombre no está acostumbrado a caminar sobre cascajo, dice, pasándose una mano nudosa por la frente. Eso lo jode y lo envejece a uno. Se le come también hasta la médula de los huesos el frío de la noche, amigo, y la andada por cascajo, que es para mulas el cascajo y para los machos herrados, como ya le decía, lo va descoyuntando hasta el alma a uno, estimado, vea nada más como tengo las rodillas de tanto arrodillarme al borde de las tumbas y en la boca de las grutas y socavones para husmear buscando y rebuscando en gran tesoro del Inca. Ese entierro escurridizo que volvió loco a Carlos Palma, el pan grande, el bolsas de humo, el cola de flecha, el viejo ese que le menté antes, el que tenía más nombres que el chuto.

¿Sabía usted que cuando lo encontramos allá arriba al niño del Plomo estaba vivo? dice luego en un tono gutural, secreto, impersonal, como venido de otro ser que lo habitara, allá muy dentro de él mismo. Una voz como llegada desde otro mundo lejano en las edades y las galaxias que, como se sabe, están no sólo en la inmensidad del cielo sino también en todas las pequeñas cosas, circundándonos, con sus soles extintos y todavía parpadeantes, sin que los notemos siquiera.

Luego de arrancar al niño de su tumba de hielo, lo trasladamos hasta una cueva más abajo a unos cuatro mil, en Piedra Numerada. El cuerpecito que pesaba al sacarlo del nicho de lajas unos 35 kilos, ahora se había encogido y pesaba apenas quince. Mientras lo bajábamos el niño comenzó a botar aceite y a sangrar por los oídos, mi amigo, para que lo sepa.

Un escalofrío me recorre la espalda, justo cuando la sirena de la fábrica de papel, que está por ahí, en algún lugar del atardecer, triza el aire con una larga pitada afónica.

El que sabe bien del asunto es un tal García, agrega luego el viejo, en un soplo asmático. Oxidado. Un doctor español que una vez me habló y estudió de estos casos. Aunque me creo que el hombre es muerto ahora. No sé. Tiene que ser finado ya. Han pasado tantos, pero re tantos años señor mío de lo que le hablo. Los ojos como dos piedras húmedas le refulgieron por un instante brevísimo. Luego los cerró como hundiéndose en los llanos secos y los yaretales de su juventud. En las hondonadas y portezuelos, en las cumbres duras de hielo y permafrost que cruzó, paso a paso, sólo para llegar hasta esta pobre habitación que se asoma al vasto mundo por un ventanuco con los vidrios quebrados.

17. Sapo helado

No levantes la voz; el niño está dormido.

Contén el paso, espera, aguarda en cauto acecho;

que no se mueva el aire, ni se oiga el menor ruido,

para que en tierna paz, te aproximes al lecho.

Marilina Rébora

No fue fácil dar con Beltrán García, el biólogo español que afirma ser el último descendiente del inca Garcilaso de la Vega. El escurridizo investigador, quien dice poseer de su famoso antepasado documentos inéditos, textos raros donde el historiador peruano español de la conquista afirmaría que Tiahuanaco fue construido por seres venidos de Venus, junto a otras rarezas indescriptibles y a quien rastreamos durante seis meses, apareció por fin, o alguien que podría ser él se nos apareció en el directorio telefónico del caserío boliviano de Comanche.

El 15 de julio de 2007 el biólogo, o alguien que se hacía pasar por él, nos salió al teléfono al cabo de una búsqueda que, como decíamos recién, se prolongó por varios meses. Luego de una interminable espera en línea y tras un breve carraspeo, el científico habló de un tirón, como si se tratara de una lección mil veces repetida, algo leído en Internet, o algo aprendido de memoria. El tono con que se habla a las radios o los dictáfonos. Una voz sin edad, seca y distante.

—Sí, el muchacho, cuya edad como bien sabe usted era de ocho años, no estaba en caso alguno muerto al ser descubierto, el día uno de febrero de 1954, por un vaquero, o yo qué sé, o un buscador de minerales. El chaval se encontraba en evidente estado de hibernación. Es decir estaba, como ahora se sabe, con las funciones vitales suspendidas y mantenido con vida por el hielo que lo cubría y el frío de esa altura. Entre los objetos de oro y plata que encontró el arriero, al lado del pequeño, aparte de una bolsa con hojas de coca, se encontraba un sapo de oro ¿sabía usted? Los incas conocían muy bien lo que estaban haciendo, como usted verá. El poner un sapo de oro al lado del niño era un mensaje para el futuro ya que sabían que un sapo puede vivir enterrado en el hielo mantenido en sus propios venenos, y ser resucitado muchísimos años después. De hecho, hay constancia histórica, que los incas sabían conservar incorruptos los cuerpos humanos, con su técnica de congelamiento, que hoy se conoce como de animación suspendida. El hallazgo de otro niño en el Monte Aconcagua, vino a confirmar mis teorías al respecto en cuanto a que el niño aquel no sería el único ser humano, con su vida congelada, sino que los Incas de hace 500 años, tal vez lo dejaron como un mensaje a los hombres del futuro, vale decir a nosotros, en varias partes de la cordillera andina. Para mí es claro que este pequeño príncipe incásico descubierto frente a Santiago de Chile fue asesinado al ser removido bruscamente de su cámara de hielo.

Al apagar el celular nos quedamos en mitad de la noche con una rara sensación de irrealidad. Como si hubiéramos soñado aquellas palabras. Como si hubiésemos oído la voz de alguien hibernado siglos atrás hablándonos desde ultratumba, o desde lo más insondable del ciberespacio o de lo más hondo de un hoyo cavado en el cielo.

18. El director del museo habla desde una amarilla hoja de periódico

"El 16 de Febrero recién pasado (1954), la señora Greste Mostny, Jefe de la Sección de Antropología del Museo Nacional de Historia Natural, recibió la llamada de un campesino que dijo ser arriero cordillerano y éste le contó que habría encontrado en la cordillera una momia indígena. La señora Mostny se interesó vivamente por la noticia y pidió algunas referencias suplementarias. Como yo no estaba en Santiago, rogué al campesino que volviera los primeros días de Marzo para conversar conmigo y tratar la compra de la momia, junto con los ornamentos y los objetos que la acompañaban". "Unicamente treinta días después la señora Mostny y otros especialistas concurrieron a San Alfonso y vieron la momia con sus ojos. Quedaron tan impresionados que recomendaron que el museo debía hacer cualquier sacrificio para comprarla." La hoja es quebradiza y frágil como la memoria. Y está allí, a punto de dejar de estar. Siempre a un paso de convertirse en polvo.

Guaquero viejo sostiene el recorte entre los dedos temblorosos. Más allá de la ventana un rumor sordo brota de todas las lejanías. Es el remoto zumbido de la vida pugnando inútilmente por prevalecer en la fugacidad. Por sustraerse infructuosamente a aquel sino siniestro que parpadea, para todos, como única certeza posible en la inmensidad del universo.

Este nudo, áspero al tacto, trae fragmentos de cuarzo, espinas de algarrobo, piedrecillas. Minucias incomprensibles que en vano intentan hablarnos, sin que nosotros seamos capaces de escucharlas ni de descifrar el sentido profundo de su información. Su secreto más íntimo, intuimos, se nos escapa irremediablemente.