14. CONVIVENCIA
, LA JUSTA
En la España cristiana de los siglos
XIV
y
XV
, como en la mora (ya sólo había cinco reinos peninsulares: Portugal, Castilla, Navarra, Aragón y Granada), la guerra civil empezaba a ser una costumbre local tan típica como la paella, el flamenco y la mala leche —suponiendo que entonces hubiera paella y flamenco, que no creo—. Las ambiciones y arrogancia de la nobleza, la injerencia del clero en la vida política y social, el bandidaje, las banderías y el acuchillarse por la cara, daban el tono; y tanto Castilla como Aragón, con su Cataluña incluida, iban a conocer en ese período unas broncas civiles de toma pan y moja, que ya contaremos cuando toque; y que, como en episodios anteriores, también habrían proporcionado materia extraordinaria para varias tragedias shakespearianas. Ríanse ustedes de Ricardo III y del resto de la británica tropa. Hay que reconocer, naturalmente, que en todas partes se cocían habas, y que ni italianos ni franceses, por ejemplo, hacían otra cosa. La diferencia era que en la península ibérica, teóricamente, los reinos cristianos tenían un enemigo común, que era el islam. Y viceversa. Pero ya hemos visto que, en la práctica, el rifirrafe de moros y cristianos fue un proceso complicado, hecho de guerras pero también de alianzas, chanchullos y otros pasteleos, y que lo de Reconquista como idea de una España cristiana en plan Santiago, cierra y a por ellos, fue cuajando con el tiempo, más como consecuencia que como intención general de unos reyes que, cada uno por su cuenta, iban a lo suyo, en unos territorios donde, invasiones sarracenas aparte, a aquellas alturas tan de aquí era el moro que rezaba hacia La Meca como el cristiano que oraba en latín. Los nobles, los recaudadores de impuestos y los curas, llevaran tonsura o turbante, eran parecidísimos en un lado y en otro; de manera que a los de abajo, se llamaran Manolo o Mojamé, como ahora en el siglo
XXI
, siempre los fastidiaban los mismos. En cuanto a lo que algunos afirman de que hubo lugares, sobre todo en zona andalusí, donde las tres culturas —musulmana, cristiana y judía— convivían fructíferamente mezcladas entre sí, con los rabinos, ulemas y clérigos besándose en la boca por la calle, hasta con lengua, más bien resulta un cuento chino. Entre otras cosas porque las nociones de buen rollito, igualdad y convivencia nada tenían que ver entonces con lo que por eso entendemos ahora. La idea de tolerancia, más o menos, era: chaval, si permites que te reviente a impuestos y me pillas de buenas, no te quemo la casa, ni te confisco la cosecha, ni violo a tu señora. Por supuesto, como ocurrió en otros lugares de frontera europeos, la proximidad mestizó costumbres, dando frutos interesantes, y muchos hebreos destacaron como médicos, financieros y recaudadores de impuestos con los reyes morubes; pero de ahí a decir (como Américo Castro, que iba a otro rollo tras la Guerra Civil del 36) que en la Península hubo modelos de convivencia, media un abismo. Moros, cristianos y judíos, según donde estuvieran, vivían acojonados por los que mandaban, cuando no eran ellos; y tanto en la zona musulmana como en la otra hubo estallidos de violento fanatismo contra las minorías religiosas. Sobre todo a partir del siglo
XIV
, con el creciente radicalismo atizado por la cada vez más arrogante Iglesia católica, las persecuciones contra moros y judíos menudearon en la zona cristiana (hubo un poco en todas partes, pero los navarros se lo curraron con verdadero entusiasmo, asaltando un par de veces la judería de Pamplona y luego arrasando la de Estella, calentados por un cura llamado Oillogoyen, que además de estar como una cabra era un hijo de puta con balcones a la calle). En cualquier caso, antijudaísmo endémico aparte —también los moros daban leña al hebreo—, las tres religiones y sus respectivas manifestaciones sociales coexistieron a menudo en España, pero nunca en plan de igualdad, como afirman ciertos buenistas y muchos cantamañanas. Lo que sí mezcló a la cristiana con otras culturas fueron las conversiones: cuando la cosa era ser bautizado, salir por pies o que te dejaran torrefacto en una hoguera, la peña hacía de tripas corazón y rezaba en latín. De ese modo, familias muy interesantes, tanto hebreas como mahometanas, se pasaron al cristianismo, enriqueciéndolo con el rico bagaje de su cultura original. También intelectuales doctos o apóstoles de la conversión de los infieles estudiaron a fondo el islam y lo que aportaba. Tal fue el caso del brillantísimo Ramón Llull: un niño mallorquín de buena familia al que dio por salvar almas morunas y llegó a escribir en árabe, el tío, mejor que en catalán o en latín. Que ya tiene mérito.