77. A SANGRE Y FUEGO
Los detalles militares y políticos de la Guerra Civil, aquellos tres largos y terribles años de trincheras, ofensivas y matadero, de implicación internacional, avance lento y sistemático de las tropas franquistas y descomposición del gobierno legítimo por sus propias divisiones internas, están explicados en numerosos libros de historia españoles y extranjeros. Eso me ahorra meterme en dibujos. Manuel Azaña, por ejemplo, resumió bastante bien el paisaje en sus memorias, cuando escribió aquello de Reducir aquellas masas a la disciplina, hacerlas entrar en una organización militar del Estado, con mandos dependientes del gobierno, para sostener la guerra conforme a los planes de un estado mayor, constituyó el problema capital de la República. Pese a ese desparrame en el que cada facción de la izquierda actuaba por su cuenta, y salvando parte de las dificultades a que se enfrentaba, la República logró poner en pie una estrategia defensiva —lo que no excluyó importantes ofensivas— que le permitió batirse el cobre y aguantar hasta la primavera de 1939. Pero, como dijo el mosquetero Porthos en la gruta de Locmaría, era demasiado peso. Había excesivas manos mojando en la salsa, y de nuevo Azaña nos proporciona el retrato al minuto del asunto, en términos que a ustedes les resultarán vagamente familiares por actuales: No había una Justicia sino que cada cual se creía capacitado a tomarse la justicia por su mano. El gobierno no podía hacer absolutamente nada porque ni nuestras fronteras ni nuestros puertos estaban en sus manos; estaban en manos de particulares, de organismos locales, provinciales o comarcales; pero, desde luego, el gobierno no podía hacer sentir allí su autoridad. A eso hay que añadir que, a diferencia de la zona nacional, donde todo se hacía manu militari , a leñazo limpio y bajo un mando único —la cárcel y el paredón obraban milagros—, en la zona republicana las expropiaciones y colectivizaciones, realizadas en el mayor desorden imaginable, quebraron el espinazo de la economía, con unos resultados catastróficos de escasez y hambre que no se daban en el otro bando. Y así, poco a poco, estrangulada tanto por mano del adversario militar como por mano propia, la República voceaba democracia y liberalismo mientras en las calles había enormes retratos de Lenin y Stalin; se predicaba la lucha común contra el fascismo mientras comunistas enviados por Moscú, trotskistas y anarquistas se mataban entre ellos; se hablaba de fraternidad y solidaridad mientras la Generalitat catalana iba por su cuenta y el gobierno vasco por la suya; y mientras los brigadistas internacionales, idealistas heroicos, luchaban y morían en los frentes de combate, Madrid, Barcelona, Valencia, o sea, la retaguardia, eran una verbena internacional de intelectuales antifascistas, entre ellos numerosos payasos que venían a hacerse fotos, a beber vino, a escuchar flamenco y a escribir poemas y libros sobre una tragedia que ni entendían ni ayudaban a ganar. Y la realidad era que la República se moría, o se suicidaba, mientras la implacable máquina militar del otro lado, con su sólido respaldo alemán e italiano, trituraba sin prisa y sin pausa lo que de ella iba quedando. A esas alturas, sólo los fanáticos (los menos), los imbéciles (algunos más), los oportunistas (abundantes), y sobre todo los que no se atrevían a decirlo en voz alta (la inmensa mayoría), dudaban de cómo iba a acabar aquello. Izquierdistas de buena fe, republicanos sinceros, gente que había defendido la República e incluso combatido por ella, se apartaban decepcionados o tomaban el camino del exilio prematuro. Entre éstos se encontraba nuestro más lúcido cronista de aquel tiempo, el periodista Manuel Chaves Nogales, cuyo prólogo del libro A sangre y fuego (1937) debería ser hoy de estudio obligatorio en todos los colegios españoles: Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España […] En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas […] El resultado final de esta lucha no me preocupa demasiado. No me interesa gran cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras […] Habrá costado a España más de medio millón de muertos. Podía haber sido más barato .