Al doctor Leiva (mi papá), mi viejo hermoso, que me enseñó el valor de la honestidad, a ser leal y fiel a mis convicciones, a creer que todo es posible, a trabajar fuerte en la búsqueda de aquello que me hace feliz.
Al joven Alejandro Leiva, mi hijo, el regalo más grande que me ha dado Dios, el dueño de mi sonrisa, el que me enseñó a descubrir en lo simple la verdadera razón de la vida.
A mi mamá, mi ángel de la guarda, mi guía, mi luz en el camino, no hay un solo negocio de mi vida que no contara con ella, gracias por su complicidad.
Por supuesto, a mi esposa, mi compañera fiel, mi guerrera silenciosa que me ha hecho quien soy, que me ha apoyado en cada aventura de mi vida, confiando ciegamente en mi visión y en mi palabra, la mamá de Alejo, la reina de mi casa y la dueña de mi todo.
Y, obvio, a mi hermanita linda, a mi sobrino Juanito y al resto de mi familia —abuelas, tías, tíos, primas, primos, suegros u cuñados que no se podían quedar atrás— que con tanto amor, apoyo y cariño me han hecho sentir rodeado de gente que me ama, unidos, siempre, sin importar las circunstancias.